martes, 4 de noviembre de 2008

UN HIJO PRÓDIGO CONTEMPORÁNEO

Sabemos que al narrar sus parábolas, Jesús se valió de las circunstancias, costumbres e imágenes del medio cultural y religioso judío en que vivía, a fin de que sus oyentes pudieran captar fácilmente su mensaje. Pero si hubiera vivido en nuestro tiempo, concretamente en el Perú de hoy, Él se hubiera valido de imágenes y caracteres de nuestro ambiente.

Si Jesús hubiera vivido entre nosotros ¿cómo habría Él narrado la parábola del Hijo Pródigo? Vamos a hacer un ejercicio de imaginación para ambientar la parábola en nuestra ciudad y en el presente siglo.

Había un señor que gozaba de una excelente posición económica. Tenía una gran fábrica y varios otros negocios que le habían permitido acumular una notable fortuna. Él se había quedado viudo y manejaba sus negocios con la ayuda, en principio, de sus dos hijos mayores.

El hijo mayor era un muchacho muy serio y responsable, que había hecho estudios brillantes en una de las mejores universidades de Lima y había hecho un post grado en Administración en una universidad americana de prestigio. Armado de esos títulos había regresado al Perú lleno de entusiasmo y decidido a ayudar a su padre en la administración de sus vastos negocios. Él era, en verdad, su brazo derecho.

El segundo era completamente diferente. A él no le gustaba trabajar ni estudiar. Lo que le gustaba era divertirse, darse la gran vida. Reunía todas las condiciones necesarias para ello. Era muy guapo, carismático, de palabra fácil y atrevido. No tenía pues nada de sorprendente que las chicas se murieran por él y él también por las chicas. Esto es, por todas.

También había entrado a una universidad, pero no para estudiar sino para “vacilarse”, enamorando a cuanta chica le cayera en gracia.

Naturalmente su padre estaba muy preocupado por la conducta de su hijo, pero como era muy querendón y el muchacho era muy cariñoso con él, sólo de vez en cuando le llamaba la atención, amenazándolo con quitarle la llave del carro que le había comprado y que el chico usaba para divertirse.

Un buen día el muchacho decidió que ya no quedaba en su entorno ninguna muchacha que no hubiera enamorado. Había seducido a todas las que quería, y ahora deseaba conocer otros mundos y otro panorama femenino.

Así que fue donde su padre y le dijo: “Papá, yo quiero conocer el mundo. Quiero conocer a otra gente. Ya este ambiente me ahoga. Necesito un cambio. Tú sabes muy bien que viajar forma parte de la buena formación de toda persona. Necesito ampliar mis horizontes y tener experiencias inéditas. Así que yo quisiera que me adelantes una parte de la herencia que me toca, para realizar mis sueños.”

Su padre le dijo que estaba loco, pero tanto insistió que, al final, el padre se aburrió, y empezó a ceder a sus requerimientos, diciéndole: “¿Qué vas a hacer con tanto dinero, tú que ni siquiera sabes administrar la generosa propina que te doy todos los meses, y siempre andas corto de dinero. Vas a botar toda la plata y en poco tiempo te vas a quedar sin nada.”

“No papá –contestó el chico- ¿cómo se te ocurre? Yo sabré administrarlo muy bien. Pondré la mayor parte en un banco de inversión, en Lehman Brothers, que es un muy buen banco. Tengo un amigo que ha trabajado ahí y me ha dicho que es una institución muy bien administrada y segura. El resto lo pondré en un banco comercial para mis gastos corrientes y sabré manejarme con prudencia.”

El padre lo escuchaba con escepticismo porque conocía muy bien a su hijo. Sabía que tenía la palabra fácil y que era muy persuasivo, pero que era también muy atolondrado. Pero tanto insistió e insistió el muchacho que al final le dijo: “Mira, te voy a dar tantos millones. Te los voy a transferir a la cuenta que abras en Europa en el banco ese del que me has hablado. Pero te advierto que si botas ese dinero, que yo he ganado con el sudor de mi frente, lo habrás perdido todo, porque te desheredaré y no tendrás parte en el resto de mi fortuna. ¿Has entendido?”

El chico le contestó: “Papá, no te preocupes. Yo te voy a traer ese dinero multiplicado. Vas a ver.”

Entonces, se fue el muchacho a Francia como deseaba. Colocó el dinero en el banco de inversión que él consideraba seguro, y abrió una cuenta corriente en otro banco para sus gastos ordinarios, donde depositó nada menos que un millón de dólares, y se fue al balneario de Cannes (el de los famosos festivales de cine), en la Costa Azul del Mediterráneo, y alquiló una suite en el hotel más lujoso de esa ciudad. ¿Cuánto le costaría? Dos mil dólares la noche, por lo menos. Se compró un auto deportivo Ferrari, uno de los modelos más caros, que le costó una pequeña fortuna. Y armado de esa poderosa arma de seducción se dedicó a recorrer las playas de la ciudad donde se exhiben las mujeres más hermosas de Europa, desnudas de la cintura para arriba.

Con su aire de Don Juan latino, no tardó en hacerse popular en las playas y en los bares de la ciudad, y en levantarse a las chicas más guapas y atractivas. Él era muy generoso con sus conquistas. Es fácil serlo con el dinero ajeno. Cuando una chica le gustaba le regalaba un anillo de brillantes, o un collar de perlas, o un pendiente de rubíes, con lo que la dejaba pasmada. Se convirtió en uno de los clientes engreídos de las lujosas joyerías de la ciudad, donde lo atienden a uno en un salón privado. Ese era el ambiente que a él le gustaba. Sentirse halagado y admirado, o envidiado por los hombres, a donde quiera que fuera.

Pero el funcionario que veía su cuenta corriente en el banco comenzó a preocuparse cuando se dio cuenta de la velocidad con que el muchacho gastaba su dinero. Por instrucciones de la gerencia lo llamó para decirle que se había excedido de la línea muy generosa que le habían fijado para su tarjeta de crédito, y que tenía que transferir dinero a su cuenta, para cubrir el exceso.

De otro lado, en Lehman Brothers le dijeron que el mercado de valores había sufrido una baja y que el dinero depositado con ellos no había aumentado sino lo contrario. Por eso le aconsejaron prudencia en sus gastos. Pero el muchacho no le dio importancia al asunto. No se daba cuenta de que lo estaba afectando la turbulencia del mercado y que estaba en peligro de sufrir una fuerte pérdida.

Ahí comenzaron sus dificultades con el banco donde tenía su cuenta corriente y con el hotel, porque le recortaron la línea de crédito de su tarjeta. Un día fue a un restorán de lujo con una chica que estaba enamorando, y al ir a pagar con su tarjeta, le dijeron que el banco rechazaba el cargo. ¡Qué vergüenza! Se molestó, quiso armar un escándalo, pero tuvo que dejar en prenda hasta el día siguiente, su reloj de oro. Si no venía a pagar la cuenta en efectivo, le dijeron que lo denunciarían por estafa. La chica lo miraba con asco. Debe haber pensado: “¡Con qué tipo me he metido!” Ella se levantó y se fue, dejándolo discutir con el administrador del restorán.

Eso fue sólo el comienzo. A donde quiera que iba, donde antes le abrían las puertas con una sonrisa halagüeña, lo miraban ahora de mala manera. En todas partes tenía cuentas pendientes que no había pagado. En el hotel le presentaron la cuenta de la semana y no pudo pagarla porque la línea de su tarjeta no alcanzaba. Lo amenazaron con botarlo si no pagaba al día siguiente. Tuvo que correr al banco para que le autorizaran un sobregiro, con garantía de sus fondos en Lehman. Pero se la negaron. En el banco de inversión con la crisis todo era un caos, y no le supieron decir cuánto dinero le quedaba de los millones que había depositado.

Cuando el hotel se dio cuenta de lo que pasaba lo botaron a la calle reteniendo en garantía sus maletas con todas sus cosas. Desesperado tuvo que poner en venta su Ferrari, en un mercado a la baja. Aunque estaba nuevecito le pagaron la cuarta parte de lo que le había costado. Pagó el hotel, retiró sus maletas y se fue a una pensión del centro, decente pero nada lujosa, donde lo miraron con desconfianza porque nadie se alojaba ahí con tantas maletas y tan vistosas. ¿De dónde habrá salido este tipo? ¿A qué se dedicará? Le exigieron que pagara la semana por adelantado. Felizmente todavía le quedaba efectivo, pero ya no tenía tarjeta de crédito.

Siguió yendo a la playa, pero sin carro ya las chicas ni lo miraban, aunque trataba de aparentar que tenía plata y se lucía nadando. Quizá se habían pasado la voz de lo ocurrido en el restorán con una de ellas. En la pensión y en un par de tiendas donde compró unos discos las cosas se complicaron, porque no pudo pagar la cuenta.

El dueño, harto de tener un vago alojado en su pensión respetable, lo denunció a la policía por intento de estafa. Tuvo que presentarse ante el juez, y le contó su historia. Tuvo suerte porque el juez fue comprensivo y se dio cuenta rápidamente de la situación. Pensó: “Si a este muchacho atolondrado lo mando a la cárcel un par de meses, saldrá hecho un delincuente, o se suicida.” Lo sentenció a trabajar durante seis meses en una fábrica procesadora de alimentos, ganando el sueldo mínimo, y a reportarse en la comisaría del barrio todas las semanas trayendo su boleta de pago como prueba de que estaba cumpliendo su condena.

Con el sueldo mínimo que le pagaban sólo pudo alquilar un cuartito en un barrio obrero y tenía que caminar todos los días al paradero de ómnibus para ir a la fábrica, él que nunca antes en su vida había subido a un micro o algo parecido.

En la fábrica las chicas ni lo miraban porque andaba deprimido y sin ganas de hablar con nadie. Los demás obreros no querían hablarle desde que se enteraron de que estaba ahí cumpliendo una condena judicial. Lo trataban de extranjero ocioso.

Para ahorrar al máximo comía en la cafetería de la fábrica donde le daban gratis de lo que sobraba del día anterior: pan con salchicha en el desayuno, pan con salchicha en el almuerzo, pan con salchicha para la comida. Ya estaba harto de comer pan con salchicha mañana, tarde y noche. Sólo de vez en cuando podía pagarse otra cosa.

Todas las semanas tenía que reportarse en la comisaría del barrio, donde lo trataban de una manera humillante. Comenzó a sentirse mal. Le había caído la noche, como se dice.

Sufría de insomnio, y como, en consecuencia, no siempre podía levantarse temprano, frecuentemente llegaba tarde a su trabajo. La fábrica se quejó al juez, quien lo amenazó con mandarlo a la cárcel si no llegaba puntualmente a trabajar.

El muchacho comenzó a recapacitar. ¡Qué tonto he sido! En su casa lo tenía de todo, nada le faltaba. Era el engreído de la casa. No tenía sino que ordenar para que le sirvieran la comida, y si no le gustaba lo que habían preparado, molesto se iba a almorzar a un restorán caro, de modo que la cocinera se esforzaba por complacerlo.

Aquí su plato diario era pan con salchicha. El se acordó de cómo en la fábrica de su padre había una cafetería subsidiada por la empresa en donde los obreros comían muy bien por unos pocos soles, y había un jardín amplio para pasear después de almuerzo antes de regresar a sus puestos. Aquí todo es frío y caras adustas. Nadie ríe, nadie cuenta un chiste. Y encima lo miran con caras de pocos amigos.

¡Cómo extrañaba las comodidades que antes tenía! ¡El calor de su hogar, la consideración de la gente, el cariño de su padre! A veces se ponía a llorar desconsolado como un chiquillo. ¡Qué tonto he sido! ¡Lo he perdido todo y mi padre ya me ha desheredado! ¡No he sabido jugar el partido de la vida! ¡Qué vergüenza! ¡He metido la pata! ¡Qué va a ser de mí! ¡Ay Señor, ayúdame! ¡Ayúdame! ¡Ya no aguanto más esta vida!

Por fin una noche de insomnio tomó una decisión. Tan pronto como cumpla los seis meses de la condena regresaré a casa, y le pediré perdón a mi padre. Le diré que he pecado contra el cielo y contra él. Le pediré que me ponga de obrero en una de sus fábricas. Ahora reconocía por fin que había obrado mal; y que creyendo que hacía bien las cosas, se había equivocado trágicamente. Ahora estaba sinceramente arrepentido de su conducta y veía las cosas con claridad. Su comportamiento había sido insensato. Comprendió que él no le interesaba un comino a la gente que poco antes lo halagaba, Se habían aprovechado de él y él había caído en la trampa de los halagos y la adulación.

¿A cuántos de nosotros no nos ha pasado algo parecido? Nos creíamos unos tromes cuando éramos unos ingenuos irreflexivos. Cuando abrimos los ojos a la realidad comprendimos que habíamos desperdiciado nuestros mejores años y las mejores oportunidades!

Tomó pues la decisión de regresar a casa tan pronto como estuviera libre de hacerlo. Pero no le avisaría de antemano a su padre de su decisión, sino le daría una sorpresa. Comenzó a contar las semanas y después los días que faltaban.

Mientras tanto su padre extrañaba mucho a su hijo y estaba muy preocupado de no tener noticias suyas, temiendo lo peor. Al comienzo el chico le mandaba correos electrónicos, o lo llamaba por teléfono, contándole cómo le iba. Pero cuando empezó a irle mal, dejó de hacerlo. No dio signos de vida. Le daba vergüenza.

El padre le mandaba de vez en cuando un correo a su dirección electrónica pero los mensajes rebotaban. Todos los días prendía su computadora esperando recibir un mensaje de su hijo, pero nada. Comenzó a preocuparse seriamente, pero no decía a nadie nada. Sufría en silencio. ¿Dónde estaría su hijo? ¿Qué estaría haciendo? ¿Cómo habría administrado la pequeña fortuna que le había dado? Llamó una vez al hotel en Cannes donde su hijo le dijo que se había alojado, pero le contestaron que se había mudado sin dejar su dirección.

Por fin el muchacho cumplió su condena. Lo primero que hizo con el dinero que había ahorrado penosamente, privándose de todo, fue comprar su pasaje de regreso a Lima. Apenas lo tuvo en sus manos le mandó un correo a su padre: “Llegaré a Lima tal día, a tal hora, en tal compañía, en tal vuelo. Pero no me vayas a buscar. Tomaré un ómnibus para ir a casa.” ¡Un ómnibus! Eso era una confesión adelantada de lo mal que le había ido.

Cuando leyó el correo al padre le saltó el corazón de alegría. Pero también percibió las cosas. Como el chico le decía que no lo fuera a recibir al aeropuerto, él entendió que estaba arrepentido. Que no se consideraba digno de que fuera a recibirlo. Y el hecho de que le dijera que tomaría un ómnibus para ir a casa, le hizo adivinar que regresaba sin un centavo.

Pero el padre no deseaba otra cosa sino ir a buscarlo al aeropuerto. Comenzó a contar las horas que faltaban para que aterrizara el avión. Faltando tres horas comenzó a llamar al aeropuerto para preguntar si el avión llegaría a la hora, o si no había atraso. Apenas le confirmaron que llegaba a la hora señalada partió raudo al aeropuerto una hora antes de que aterrizara. Quería estar seguro de que llegaría a tiempo.

Apenas llegó se plantó delante del panel que avisa qué aviones aterrizan. Por fin el letrero anunció que el avión de su hijo había aterrizado. Todo ansioso comenzó a esperar que el chico apareciera por la puerta por donde salen los pasajeros, a ver si aparecía su cara. ¡Ese es! Pero no es él. Se le parece. ¡Ese es! Tampoco. ¡Cuánto demora!

El padre comenzó a impacientarse. Ya había pasado una hora que el avión había aterrizado y su hijo no aparecía por la puerta. ¿Qué le habrá pasado? ¿Habrá perdido el avión? No, imposible. No podía hacerle eso. ¿Tendría algún problema en la aduana? Su hijo era incapaz de hacer algo incorrecto, pero de repente, de puro ingenuo, había aceptado traer un paquete para alguien y resultó que era droga. No, no puede ser. Su hijo no sería tan tonto de caer en ese juego. Seguro que hay muchos pasajeros en la cola y pocas ventanillas de inmigración atendiendo. Esa debe ser la razón de su demora.

De repente apareció una figura que se parecía a su hijo. ¡Es él! ¡Sí, es él! Pero qué flaco está! ¡Cómo ha envejecido! ¡Y esa barba! ¿Estará enfermo? ¡Dios no quiera!

Comenzó a agitar los brazos al ver que su hijo miraba alrededor sin reconocerlo. ¡Se habrá vuelto miope! Le gritó su nombre. “¡Hijo, aquí estoy!” Al ver a su padre el chico soltó el maletín que arrastraba y corrió hacia su padre. Al llegar donde él quiso arrodillarse delante suyo, pero el padre no lo dejó. Se confundieron en un largo y estrecho abrazo, y lloraron largo rato el uno en brazos del otro.

El padre no se cansaba de mirar a su hijo. Se separaba un momento de él, como para asegurarse que era en verdad su hijo, y le decía: “Eres tú, sí eres tú, pero como has cambiado. Estás todo barbudo y flacuchento.” Y lo volvía a abrazar largo rato. Una y otra vez hizo lo mismo. El chico estaba emocionado y sorprendido por el cariño con que lo recibía. No lo esperaba. “Papá qué bueno eres. Yo no merezco que tú me recibas así. Mándame a trabajar con tus obreros.”

La gente alrededor los miraba sorprendida. ¡Qué recibimiento tan extraordinario! “¡Padre, perdóname, perdóname! ¡No soy digno de llamarme tu hijo! He sido tan ingrato.” Pero el padre le tapó la boca. No lo dejó hablar. Lo que importaba era que ya estaba de regreso a casa. “¡Te he esperado tanto, tanto!” El hijo no cabía en sí de emoción- “¿A mí?” “Sí a ti, hijo mío. Todos los días esperaba noticias tuyas.” Pero no se lo dijo en tono de reproche sino de alegría.

“Papá, ¡Qué bueno eres! No merezco este recibimiento. No merezco regresar a casa. Dame un puesto como obrero en una de tus fábricas. Eso me basta. No merezco más.” “Sí hijo, ya hablaremos de eso.” Su diálogo fue interrumpido por un guardia que arrastraba un maletín. “Señor, ¿este maletín es suyo? Si lo deja ahí parado se lo van a llevar.” “Sí, es mío. Gracias.”

Con eso padre e hijo enjugan sus lágrimas y miran alrededor. Toda la gente los está mirando. Recién despiertan a la realidad. El calor del encuentro los hizo olvidarse de todo. El padre entonces se lleva a su hijo abrazado, mientras que él a su vez arrastra su destartalado maletín. Se dirigen a la puerta y de ahí a la limousine del padre.

Al muchacho le parece estar soñando, o que recién despierta de una terrible pesadilla.

El padre ordena al chofer: “Vamos a casa, pero maneja con cuidado.” El chico está aturdido. Cierra los ojos. “Estamos yendo a casa”, piensa. “No lo puedo creer. Mi padre no me rechaza, no me guarda rencor. Me ha recibido con tanto cariño. Y yo que me he portado tan mal. ¡Qué arrepentido estoy! ¿Cómo podría pagarle por tanta bondad?”

Al llegar a casa el padre ordena al servicio doméstico que atiendan a su hijo. Lo llevan a su cuarto, y lo encuentra adornado con flores y lleno de toda clase de regalos. Le han preparado un baño caliente en un jacuzzi que el padre ha hecho instalar rápidamente. Al salir del baño se acerca un peluquero que le corta la barba y el cabello largo. En el dormitorio lo espera un valet que le da a escoger entre varios ternos nuevos, para que se cambie la ropa vieja que ha traído. Al bajar al salón se encuentra con que su padre ha invitado a un gran número de amigos y ha preparado una recepción en su honor. El muchacho está anonadado. No lo puede creer. “¡Tanto me quiere mi padre! ¡Cómo me trata así!”

En un momento dado el padre se dirige a los invitados diciéndoles que quiere hacer un anuncio: “He decidido nombrar a mi hijo Gerente Central de mi fábrica, con responsabilidad sobre los nuevos proyectos. Va a tener una oficina lujosa con dos secretarias.” Y en prueba de su afecto le coloca en el dedo un anillo de oro.

En suma le da una misión, un encargo, a este hijo que no servía para nada, pero que, ahora sí, está decidido a ser diferente. Con esto el chico puede empezar una nueva vida.

¿A cuántos de nosotros Dios nos ha dado la oportunidad de empezar una nueva vida? ¿Una vida ya no inútil y dañina para otros y para nosotros mismos, sino útil? Dios nos da la oportunidad de redimir el tiempo pasado haciendo cosas buenas para Él y para el prójimo. Aunque sea tarde, mejor es tarde que nunca, para cambiar de vida. Es cierto que Dios llama a las personas en tiempos diferentes. A unos siendo jóvenes; o otros, a la mitad de la carrera, como adultos; a otros cuando ya están con un pie en la tumba. Pero nunca es tarde, porque el Señor redime el tiempo y nos abre la puerta a cosas mejores. Nos permite rehacer nuestras vidas y empezar de nuevo. Nosotros, que habíamos sido mal ejemplo para mucha gente, podemos con su ayuda empezar a ser un buen ejemplo para muchos, empezando por nuestros familiares.

NB. Este artículo está basado en la grabación de una enseñanza dada en el último Reencuentro de la “Edad de Oro” de la Comunidad Cristiana Agua Viva.


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