martes, 24 de febrero de 2009

SECRETOS DE LA INTERCESIÓN II

En el primer artículo sobre este tema insistí sobre el hecho de que el asunto más importante al que debía dedicar nuestra intercesión es la salvación de los perdidos porque esa es la causa por la que Jesús vino al mundo (Mt 18:11) y por la cual Él está actualmente intercediendo delante del trono de su Padre (Hb 9:23-25). Pero naturalmente nosotros no solamente oramos por esa causa, sino que también oramos por esas necesidades diarias que conforman el entramado de nuestras vidas. Nuestra vida está tejida, podríamos decir, por hilos de todo tipo. Algunos son alegres, otros tristes; algunos son suaves, otros ásperos. Los hilos suaves son aquellas alegrías, aquellos beneficios, aquellas bendiciones con las que hemos contado a lo largo de los años, los éxitos que hayamos podido tener, la familia que hemos podido formar, nuestro esposo o nuestra esposa, los hijos que nos dieron satisfacciones. Los hilos ásperos son las pruebas y dificultades por las que hemos atravesado, algunas de las cuales fueron provocadas por nuestra propia torpeza. Incluso a veces los mismos hijos que nos dan satisfacciones pueden ser motivo de penas y sufrimiento.

Nuestra vida está pues entretejida de esas cosas, de cosas buenas y cosas malas, de cosas alegres y cosas tristes, y claro, como consecuencia de eso, hay muchas necesidades espirituales y materiales, de salud y de trabajo y de economía que satisfacer, y es justo que pidamos también por esas necesidades.

Si nosotros sabemos de alguien que tiene un problema ¿no tratamos de ayudarlo? Si de repente una persona que está caminando a nuestro lado se cae y se da un mal golpe, ¿no tratamos de levantarlo? Naturalmente que lo hacemos: “¿Qué te pasó hermano? ¿Te has golpeado? Vamos, te ayudo a levantarte.” O si está muy golpeado quizá lo llevamos a la Asistencia Pública, a la manera del Buen Samaritano. Es un impulso natural.

Hay tanta gente que tiene problemas materiales y de otro tipo. Nosotros no podemos solucionarlos todos. No nos alcanzarían las fuerzas ni todo el dinero que tenemos en el bolsillo. Pero sí podemos orar por esas personas para pedirle a Dios que las ayude y supla sus necesidades. Y así como Él responde a la oración por la salvación de las almas, también responde a las oraciones por el hambre, por la enfermedad, por la falta de dinero, por los conflictos familiares, por todas las necesidades que pueda tener la gente.

Cuando nosotros nos enteramos de las necesidades, carencias y problemas que tiene la gente ¿qué podemos hacer? Orar, interceder por ellos.

Una vez conocí a un pastor que dijo algo que me impresionó mucho pero que yo no he llevado a la práctica tal como me lo había propuesto. Él decía que cada vez que prendía el televisor para ver el noticiero, (que era lo único de la caja boba que veía) oraba por la gente que había sido afectada por las malas noticias anunciadas. Esto es, se ponía a orar por las víctimas de los accidentes, de las inundaciones, de las catástrofes que mostraba la pantalla. Oraba por todas las personas que el noticiero anunciaba que estaban sufriendo. Pero también oraba por las autoridades de ese lugar.

¿Cuántos de nosotros hacemos eso? Creo que nadie, porque ni yo habiéndomelo propuesto lo hago. Pero es una muy buena idea que aconsejo poner en práctica. Puedo decir en mi descargo que yo rara vez veo televisión, ni siquiera el noticiero. Pero ¿cuántos de ustedes quisieran hacer lo que ese pastor sabio propone? ¿Orar por las noticias y por las víctimas de los accidentes y de la maldad ajena?

Puesto que por los noticieros nos enteramos de que hay gente que sufre, oremos por esas personas, redimamos el tiempo que pasamos delante del televisor, y Dios se apiadará de nosotros. Hay muchísimas necesidades en el mundo, muchísimas más de las que podemos imaginar. Pero Dios puede acudir a remediarlas. Nosotros no podemos ayudar a esa gente materialmente, pero sí podemos ayudarlos orando por ellos.

Oremos también por las personas que conocemos; por fulano que no tiene trabajo; por fulanita, que tiene dificultades en su casa; por mengano que tiene un juicio y no le hacen justicia; por tal persona que pasa por angustias a causa de sus hijos.

Todos tenemos algunos amigos que alguna vez han orado por nosotros, y hemos sido bendecidos por sus oraciones. Yo podría mencionar las muchas veces que me ha ocurrido. Las necesidades de la gente son interminables, y ése es nuestro rol en esos casos, ayudarlos orando para que sus preocupaciones sean aliviadas.

Es como en ese episodio de Hechos en que Pedro y Juan van al templo a orar y se topan con un paralítico en la puerta que estira la mano pidiendo limosna. Pedro le dice: “Oro y plata no tenemos, pero lo que tenemos te damos: ‘En el nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda’”. (Hch 3:6) ¿Qué es lo que tenían ellos? Tenían autoridad para sanar. Nosotros también la tenemos si activamos nuestra fe. Así que eso es lo que podemos hacer: orar por las personas para que sean sanadas, ya que oro y plata no tenemos, o al menos, no tanto como quisiéramos.
Quizá podamos solventar alguna necesidad material pequeña de alguien, y si está en nuestros manos, debemos hacerlo pues Dios bendice al generoso de corazón. Pero orar no cuesta.

¿Será cierto que orar no cuesta? A mí sí me cuesta y mucho. En primer lugar, para orar tenemos que vencer el cansancio, o esa resistencia interna que surge apenas empezamos a orar y que nos pone el diablo, porque él nada teme más que al cristiano que ora. En lugar de orar nosotros preferimos estar leyendo un buen periódico, o un libro interesante, o estar cómodamente sentados viendo televisión, o irnos a pasear. “¡Uy, tengo que orar! ¡Qué fastidio!” ¿Cuesta orar? Sí cuesta.

¿Qué cuesta? Para comenzar, ya lo hemos dicho: Vencerse a sí mismo. Y luego, tiempo. Fíjense, hay que decir las cosas claras. Si orar fuera tan agradable como comerse una torta de chocolate, o comer un helado, todos estaríamos todo el tiempo empachados de oración. Pero ¿quién se empacha de oración? ¿Quién se empacha intercediendo? Nosotros nos empachamos de otras cosas. “¡Uy, he comido demasiado! Tengo que hacer dieta un par de días.” Orar cuesta, tenemos que reconocerlo. Orar es un sacrificio, porque tenemos que sacrificar nuestro tiempo.

[En este punto de la charla una persona me interrumpió para decirme: “Yo oro cuando voy de compras; cuando estoy en camino, voy orando, orando.”]

[Le respondo: “La próxima vez vamos a pedirte que nos lo expliques, porque eso que tú dices es una gran verdad, podemos orar todo el tiempo. Pablo nos lo dijo: ‘Orad sin cesar’. (1Ts 5) Lo que tú dices es absolutamente cierto. Podemos orar todo el tiempo”.]

Orar cuesta, porque hay cosas, humanamente hablando, más entretenidas que orar. El que lo niegue es un hipócrita creo yo, a menos que ore tan intensamente, tan profundamente, que apenas empieza a orar está en la presencia directa del Señor como en éxtasis. Claro que gozar de una intimidad profunda con Dios es mejor que cualquier otra actividad. Eso ya no es sacrificio, sino al contrario, un deleite. Pero ¿cuántos hay acá que puedan decir sinceramente que cuando oran están gozando? A veces, es cierto, ocurre que nos gozamos en la oración, y esas son ocasiones por las que debemos agradecer a Dios, ya que son un deleite que nos cuesta abandonar. Pero muchas veces comenzar a orar es como cuando antaño se quería arrancar el auto, y había que hacer girar la palanca con gran esfuerzo para que el motor arrancara.
Orar es un esfuerzo porque, por lo general, sólo después de haber alabado y cantado un buen tiempo, empezamos a sentirnos alegres. Así que no nos engañemos, orar cuesta. También cuesta en el sentido del gasto de energías que demanda. Si uno ora intensamente, al cabo de un rato se da cuenta de que se ha cansado y de que está sudando. ¿O no les sucede eso a ustedes? Orar y clamar al Señor demanda esfuerzo, de manera que cuesta también energías. Uno se cansa orando. Pero ¿Cuál es la ventaja? ¿Qué ganamos con orar? Antes de contestar a esa pregunta quisiera anotar algo que olvidaba, y es que si uno quiere orar más profundamente, necesita retirarse para estar en soledad. Por algo Jesús dijo: “Entra en tu cámara secreta y a solas habla, a tu Padre.” (Mt 6:6).

Pues volviendo a la pregunta que dejamos en suspenso, orar tiene ciertamente un costo para nosotros, pero es un costo al que acompaña una gran recompensa.

¿Cuántos de ustedes han ahorrado a lo largo de su vida para contar con un respaldo cuando llegue el momento de jubilarse? ¿Para no confiar solamente en la jubilación, que sabemos no es ninguna maravilla, sino tener algo más? ¿Cuántos de nosotros hemos puesto de lado algo cada mes para que, si nos sobreviene una emergencia, no estemos desamparados? Sin embargo Jesús dijo: “No acumuléis tesoros en la tierra donde la polilla y el orín corrompen, y donde los ladrones horadan y hurtan, sino haceos tesoros en el cielo donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan.” (Mt 6:19,20) Cuando nosotros oramos por otros, cuando sacrificamos nuestro tiempo, gastando energías y privándonos de la compañía agradable de parientes y amigos, estamos acumulando un tesoro en el cielo, y Dios lo tendrá en cuenta. Algún día iremos arriba y veremos el tesoro que hemos acumulado. ¿No tendrían ustedes curiosidad por ver cuál es su tesoro? Le pedirán al ángel que los reciba: “A ver, enséñame dónde está mi tesoro”. Entonces te llevarán a un enorme depósito maravillosamente iluminado y radiante: “Acá están las cámaras secretas, acá están las cajas fuertes del cielo, y acá está el tesoro que tú has acumulado”. “¡Ay Señor! ¡tan poquito! ¡Unas cuantas moneditas de oro celestial! ¿Nada más? ¡Uy, qué poco he guardado, Señor!” Es que tú te dedicaste a divertirte, a darte la gran vida. Pero otro encontrará que, como fruto de sus esfuerzos en la viña del Señor, ha acumulado un tesoro grandazo. Tendrá no uno sino dos cuartos llenos de oro más grandes que el cuarto del rescate de Atahualpa. Un inmenso tesoro acumulado a lo largo de su vida. ¿Cómo acumuló ese tesoro? Dios sabe cómo.

Yo estoy seguro de que buena parte de nuestro tesoro celestial estará formado por las oraciones que hemos elevado por otros. También incluirá la palabra que hemos dado a otros, las personas que hemos llevado a los pies de Cristo; los actos de bondad, de caridad que hemos realizado; la ayuda que hemos proporcionado a otros; los sufrimientos y las injusticias que hemos soportado con paciencia, por amor de nuestro Señor. Todo eso formará parte de nuestro tesoro. Tenemos allá una cuenta con una contabilidad infalible donde está todo apuntado, todo, todo, sin que se pierda nada.

Hay un salmo que dice que las lágrimas de los justos son preciosas a los ojos de Dios, y que Él las pone en su redoma y las anota en su libro (Sal 56:8). También cuando oramos de pena por alguien eso se apunta arriba. ¿Cuánto? Cinco gramos de lágrimas sinceras, pero no lágrimas de cocodrilo. Esas no cuentan. Cuando nos compadecemos de los demás Dios lo tiene en cuenta y un día lo veremos. Así que el día que estemos allá arriba no podremos quejarnos si nuestro tesoro es pequeñito, porque dependió de nosotros en gran parte cuánto acumulamos.

¿Cuáles son las demás recompensas que recibimos por orar e interceder por otros? Una de las más importantes es que hacerlo aumenta nuestra fe. ¿Cómo así? La razón es muy sencilla. Cuando oramos experimentamos poco a poco las respuestas de Dios. Hay personas que no tienen fe al orar y dicen “Es que yo oro y nunca pasa nada”. Si oran sin fe, dudando, ¿qué esperan alcanzar? Pero ¿cómo sabes que no pasa nada? Hay muchas cosas que suceden en el campo espiritual y que nosotros no vemos, y hay otras que suceden en el campo material y que sí vemos.

El primer beneficiario de la intercesión en el campo espiritual es la persona que ora, aunque ella misma no lo sienta ni lo vea. Es el cambio que se produce en ella al acercarse a Dios.

Por el lado material puede puede ocurrir, por ejemplo, que oremos para que alguien encuentre trabajo, y de pronto lo consigue. ¿A quién se lo debe? A la intercesión. Fuimos a orar por un enfermo y se sanó. ¡Ah, la oración funciona! Es bueno saberlo. Cuando experimentamos las respuestas a la oración, cuando lo vemos con nuestros propios ojos, nuestra fe inevitablemente aumenta porque vemos que funciona. ¿Recuerdan cuando los apóstoles le pidieron a Jesús: “Auméntanos la fe”? (Lc 17:5) Jesús les respondió: “Si tuviérais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: Desarráigate y plántate en el mar; y os obedecería.” (17:6) ¿Quieren que su fe aumente? Oren por otros, intercedan por las necesidades ajenas, y cuando vean los resultados de su intercesión, su fe va a aumentar. Cuando vean que la oración produce resultados, orarán cada día con más confianza viendo que Dios escucha y responde.

Éste es uno de los grandes beneficios de la oración: Que nuestra fe se fortalece al constatar como Dios responde, y a veces, de una manera inesperada y maravillosa, más allá de lo que habíamos pedido y esperado (Ef 3:20).

Podemos pedir por tantas cosas que Dios se complace en concedernos si lo hacemos con fe y corazón generoso. Cuando disfrutamos de la respuesta de Dios nos decimos: Esta llave es buena, sirve para abrir puertas; es una ganzúa útil para abrir los tesoros. En verdad, la oración es una ganzúa, no de ladrón sino de intercesor, que abre las puertas de las bendiciones de Dios. Así que si quieres abrir esas portones de hierro que parecen inexorablemente cerrados, recurre a la ganzúa que abre todas las cerraduras. Esa ganzúa, esa llave maestra, es la oración y tu fe va a aumentar a medida que la uses y veas que sí funciona.

Otra de las recompensas de la intercesión es que cuando oramos nuestra salud mejora. Ahora, yo no puedo mostrarles un certificado médico que diga que mi salud mejoró porque he orado, pero es mi experiencia. ¿Cuál será el motivo? Cuando oramos nos llenamos del Espíritu Santo. Estamos delante de la presencia de Dios y del Espíritu de vida. Pablo escribió: “El que resucitó a Jesús de los muertos vivificará también nuestros cuerpos mortales”. (Rm 8:11) ¿Dios no va a infundir vida a nuestras células si nos llenamos de su Espíritu? ¿No va a vitalizar la sangre que riega nuestras células? ¿No nos sentimos bien después de haber orado, y llenos de alegría? ¿No tiene la oración resultados positivos sobre nuestro cuerpo? Si nos mantenemos en la presencia de Dios orando, Dios nos concede salud, y aumenta nuestras fuerzas. Dios sabe por qué algunos tienen más y otros menos, pero yo creo que una parte de los recursos que Dios nos ha dado para gozar de buena salud es simplemente pasar una parte de nuestro tiempo delante de Él, gozando de la presencia de su Espíritu y dejando que su Espíritu nos llene.

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viernes, 13 de febrero de 2009

SECRETOS DE LA INTERCESIÓN I

Esta serie de artículos está basada en la trascripción de un ciclo de enseñanzas dadas en las reuniones de la Edad de Oro de la C.C. Agua Viva hace unos cuatro años. Al revisar el texto se ha mantenido el carácter informal e improvisado de la charla, así como alguna repetición inevitable.

¿Qué cosa es interceder? Es orar por una persona, esté o no presente, que pasa por alguna dificultad o por un momento de angustia, o que tiene una necesidad apremiante. En otras palabras, interceder es interponerse entre una persona, o un grupo de personas (eventualmente incluso una nación), que tienen determinada necesidad, y el Dios Todopoderoso que puede suplirla, para pedirle que conceda lo solicitado. Interceder es pues suplicar, pedir por alguien. Ese es un papel maravilloso, es el papel más noble que puede asumir un cristiano porque al desempeñarlo hace lo que Jesús está haciendo en este mismo momento en el cielo.

¿Quién es nuestro intercesor? Jesús. Interceder por nosotros es la tarea que Jesús cumple ahora en los cielos. La epístola a los Hebreos dice que Jesús actualmente se dedica a interceder por nosotros delante del trono del Padre. Lo explica en un pasaje que habla de la función del sumo sacerdote en el templo de Jerusalén, el día de expiación, cuando entraba con la sangre de machos cabríos y de becerros al Lugar Santísimo para expiar los pecados del pueblo: “Y además los otros sacerdotes llegaron a ser muchos, debido a que la muerte les impedía continuar; mas éste (Jesucristo, se entiende), por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar completamente a los que por medio de él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.” (Hb 9:23-25. Véase también Hb 7:25) ¡Qué interesante es lo que dice acá! Dice que Jesús vive siempre. ¿Cómo es eso de que Jesús vive? ¿No murió Él acaso? Sí murió, es cierto, pero resucitó al tercer día y vive para siempre. ¿Para qué vive? Para interceder por nosotros. Ése es su oficio, ésa es su principal ocupación ahora. ¿Se dan cuenta? Él está ciertamente también gozando de la presencia de su Padre, pero lo que Él hace al mismo tiempo allá arriba –si es que se puede hablar de tiempo en el cielo- es interceder continuamente por nosotros.

¿Cómo intercede Jesús por nosotros? La epístola a los Hebreos nos da también la respuesta en un pasaje donde contrapone el ministerio de Jesús con la forma cómo ministraba el Sumo Sacerdote en la antigua alianza al entrar al Lugar Santísimo: “Pero estando ya presente Cristo, como sumo sacerdote de los bienes venideros, entró por otro más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación.” El sumo sacerdote en el antiguo pacto entraba al Lugar Santísimo del templo hecho por manos humanas, no a un templo celestial. Era un templo material, hecho no diré de ladrillos y cemento, sino de piedras y de madera, como se construía entonces. Pero Jesús entró a un tabernáculo espiritual, no hecho por manos humanas, esto es, entró a la presencia de su Padre en lo alto: “Entró no por medio de la sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por medio de su propia sangre,” -la sangre que Él derramó en la cruz- y “entró una vez para siempre en el santuario, habiendo obtenido eterna redención.” (Hb 9:11,12)

Esto quiere decir que Jesús actualmente en el cielo le está presentando al Padre continuamente su sacrificio hecho en la cruz, su sacrificio expiatorio, y mostrándole la sangre que Él derramó por nuestros pecados para que por el mérito y la virtud de esa sangre (es decir, de su muerte) el Padre nos perdone nuestros pecados, y alcancemos gracia delante de sus ojos.

Tratemos de hacer memoria: ¿Cuándo y cómo se convirtieron ustedes? Alguno dirá que fue porque un día entró a la iglesia de casualidad y respondió al llamado; o porque escuchó un programa en la radio o en la TV; o porque alguien le habló de Cristo. Cualquiera que fuera el medio inmediato, o el instrumento usado por Dios, ¿por qué recibiste tú esa gracia? ¿Lo sabes? Porque Jesús había intercedido por ti delante del trono de su Padre, rogando por tu salvación. Es en virtud de esa intercesión suya que tú y yo hemos recibido la gracia de la fe por la cual hemos entrado en este camino que lleva a la vida eterna, y por la cual su sangre ha sido aplicada a nuestros pecados para que sean limpiados.

De manera que todos los que somos salvos, lo somos como resultado de la intercesión constante de Jesús ante el trono de su Padre por los perdidos. Nosotros le debemos no solamente el hecho de que Él muriera por nosotros, pagando por nuestras faltas y pecados, sino también el hecho de que nosotros hayamos creído en Él.

Porque de nada nos serviría que Jesús haya muerto por nosotros si no obtenemos el beneficio por el cual Él murió en la cruz. De nada nos valdría que Jesús haya pagado por nuestros pecados si nosotros no nos apropiamos de la salvación que Él ha provisto para nosotros. De nada nos serviría si no nos la apropiamos, no como quien coge algo que no le pertenece, sino como quien recibe por gracia (es decir, gratuitamente) algo que Dios le ofrece. Lo único que nosotros tenemos que hacer para recibir la salvación, es creer, pero aun ese creer es una gracia (Ef 2:8).

Yo no puedo decir pues, como quien se jacta e hincha el pecho, “yo creí”. Creíste porque Dios te concedió la gracia de creer. ¿Y por qué te la concedió? Porque Jesús intercedió por ti. Nosotros todos somos hijos, es decir, fruto de la intercesión de Nuestro Señor Jesucristo en el cielo a favor nuestro. A Él le debemos no sólo la gracia del perdón de nuestros pecados; le debemos también la gracia de nuestra conversión, sin la cual Él habría muerto inútilmente por nosotros.

Ahora bien, ¿qué papel nos toca a nosotros desempeñar entonces? Cuando nosotros intercedemos por los pecadores, nosotros nos unimos a la tarea que Jesús cumple en este momento. Es decir, nosotros apoyamos su oración, intercedemos con Él, secundamos su obra. ¡Miren qué gracia maravillosa! ¡Qué privilegio! Él nos concede el honor de poder unir nuestras oraciones a la suya, de unir nuestra intercesión a la suya, cuando pedimos por la conversión de los pecadores. Porque ésa es la primera y más alta intención de su oración.

Hay muchas intenciones buenas por las cuales nosotros podemos orar. Nosotros oramos por muchas cosas buenas: oramos por la iglesia, oramos por el país, oramos por la salud y por los problemas económicos de la gente. Todo eso es muy bueno, pero no es nada, nada, comparado con pedir por la salvación de las almas. Jesús lo dijo: “¿De qué le sirve al hombre ganar al mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le sirve a fulanito conseguir un buen empleo si después se condena? ¿De qué le sirve a tal persona ser sanada de su enfermedad, si no se va al cielo? Mejor fuera, como dijo Jesús, que vaya cojo o manco al cielo, y no que con sus miembros enteros se vaya al infierno (Mr 9:43).

En otras palabras, la primera de todas las intenciones, el primer y más importante de todas los motivos por los cuales debemos orar, es por la conversión de los pecadores, porque fue para eso que Jesús vino a la tierra, esto es, para salvarnos.

¿Para qué vino Él? Vino para enseñar, claro está; vino también para sanar a los enfermos, es cierto. Pero vino principalmente para morir por nosotros, para que nos salvemos. Ésa fue su misión, ésa fue su tarea, ésa fue su meta, ése fue su objetivo, y ése sigue siéndolo ahora que está en el cielo.

Así que si nosotros amamos a Jesús, si lo amamos realmente, uniremos nuestros esfuerzos a lo que fue y es su meta principal: salvar a los pecadores.

Pero notemos lo siguiente: Si bien es cierto que Él murió para expiar los pecados de todos los hombres, ningún hombre se salva si no aplica a sus pecados la sangre derramada de Jesús, esto es, si no se arrepiente y cree. La obra hecha por Jesús al morir en la cruz fue tremenda, pero es una obra incompleta, mientras no se salven todos los que deben serlo, “hasta que haya entrado.-como dice Pablo- la multitud de los gentiles” (Rm 11:25) y de los judíos que no creen. Y por eso está Él intercediendo en el cielo: para completar su obra. Y Él quiere completarla con nuestra colaboración.

Entonces, ¿cómo colaboramos nosotros con la obra de Jesús de salvar a los hombres? Primero, orando por ellos y después, llevándoles la palabra de salvación. Pero la palabra de salvación no producirá ningún resultado en los corazones si no está ungida por el Espíritu Santo, es decir, si no hemos orado previamente.

Todo lo que nosotros hacemos funciona y tiene buen resultado si oramos. Si no oramos, las cosas van a resultar a medias. Es como cuando yo quiero ir a tal parte. Me subo a mi auto, prendo el motor, pero no arranca porque me olvidé de ponerle gasolina. Sin gasolina el auto no va a ninguna parte. De igual manera, sin oración las cosas que hace el cristiano no funcionan, o funcionan mal, o funcionan a medias. Así que todo lo que hagamos, hagámoslo precedido por la oración para que Dios bendiga y respalde y unja lo que hacemos.

Entonces, volviendo a lo que decía antes, nuestra preocupación principal, nuestro objetivo principal como intercesores, es orar por la conversión de los pecadores, a imitación de Jesús, porque eso es lo que Él está haciendo ahora en el cielo. Está orando por la conversión de esa inmensa masa humana que no le conoce, por la gran mayoría de los habitantes de este planeta, porque la gran mayoría de los que caminan sobre la tierra, algunos tendrán zapatos muy bonitos, y otros andarán descalzos, pero la gran mayoría de ellos se está yendo al infierno.

Nosotros somos afortunados porque somos salvos, pero no nos damos por satisfechos. Queremos jalar a otros para que se conviertan y también lo sean. Ese es el mejor regalo que podemos hacerle a nadie. Es el mejor regalo que podemos hacerle a nuestros hijos, es el mejor regalo que podemos hacerle a nuestros parientes y amigos. Sabemos también, sin embargo, que nosotros no somos siempre las personas más indicadas para predicarles a nuestros hijos y parientes cercanos. Pero orar sí podemos para que otros les prediquen. Entonces ¿qué cosa debemos pedir? Que los pecadores reciban la gracia del arrepentimiento, pues eso es lo que decide su destino eterno.

¿Qué fue lo que decidió que ustedes estén acá en este momento? O ¿por qué estoy yo acá? Porque ustedes y yo hemos recibido la gracia del arrepentimiento y de la fe, y gracias a ello somos salvos. Si no lo fuéramos estaríamos haciendo otra cosa.

Sin ese don podríamos tener todo lo que pudiéramos desear: mucho dinero, mucha fama, mucho éxito, todo lo que nuestro corazón apetezca. Pero al final, cuando nos entierren, nos enterrarían en un hueco mucho más profundo de lo que parece ser el hueco del campo santo en donde bajen nuestro féretro, porque nos hundirían en un hueco sin fondo, dondequiera que esté situado el infierno. Ése es el motivo por el cual pedimos que los pecadores se conviertan, para que cuando mueran sus almas vuelen al cielo.

He ahí el punto más importante de toda nuestra existencia: Dónde vamos a pasar la eternidad. La gente se preocupa por la casa donde va a vivir, y yo concedo que es muy importante. Pero por linda que sea tu casa, ahí vivirás sólo un número limitado de años y después te meten en un cajón que será la mansión definitiva de tu cuerpo. No importa que sea bonito o feo el cajón, porque el cadáver ni se entera. Pero tu alma irá a un lugar que será su morada definitiva, y ahí tu alma sí se dará cuenta de si es un lugar bueno o un lugar malo, porque estará plenamente conciente. Sufrirá terriblemente si va al lugar malo. Será maravillosamente feliz si va al lugar bueno. Entonces ¿qué importa si vivió en una casa bonita o fea en la tierra? ¿Se consolará en el infierno pensando en lo bonita que era su casa en la tierra? Maldecirá el día en que la compró y no pensó en su salvación eterna.

Tomen nota de lo siguiente: En todo momento, a toda hora, en cada instante, en todo el mundo, así como están naciendo seres humanos a razón de no sé cuántos bebés la hora (las estadísticas lo dirán), hay también muchísimas personas cuya vida está terminando, que están agonizando, que están muriendo, porque ése es el final de la vida de todos los seres humanos, y también lo será de la nuestra.

Pero la muerte del ser humano puede ser una muerte feliz o una muerte triste. ¿De qué depende que nuestra muerte sea feliz o sea triste? Depende de si morimos para irnos con el Señor, o si morimos para estar para siempre apartados de Él. En ese trance del morir se decide el destino eterno de todo ser humano.

Entonces, ¿por qué cosa debemos pedir? Porque todo esos miles y millares de seres humanos que hay en el mundo, y que el día de hoy están dejando su cuerpo físico, reciban la gracia de la salvación antes de despedirse de este mundo, de esta tierra, y de su cuerpo, y que sean recibidos por Dios en el cielo. Porque esto es lo fundamental, esto es lo decisivo. Lo demás es secundario.

Reitero pues la pregunta: ¿Cuál debe ser nuestra intención principal al orar? Que los que hoy van a enfrentar el juicio, y van a presentarse delante del Juez Eterno, lo hagan habiendo sido redimidos y limpiados por la sangre de Jesús y puedan ser invitados a entrar al banquete celestial. Porque si no lo son, nada de lo que tuvieron y gozaron en la tierra les habrá servido de algo. Pero si son invitados a ese banquete, todas las penurias y miserias por las que pudieron haber pasado en la tierra serán transformadas en una alegría eterna.

NB. En el artículo anterior (“Por qué bautizas?” #560, del 01.02.09) cité de memoria una frase de San Agustín sobre la relación que hay entre la fe y el entendimiento: “No creo porque entiendo, sino creo para entender”. Esa frase sintetiza lo que Agustín escribe en varios de sus comentarios sobre los salmos, acerca de la relación entre la fe y el entendimiento, como acotación a una frase muy conocida de Isaías 7:9 (que en RV 60 reza: “Si vosotros no creyereis, de cierto no permaneceréis,”) pero que en la versión griega, llamada la Septuaginta (LXX), dice así: “Si vosotros no creéis, tampoco entenderéis;” así como también en su comentario al evangelio de Juan (“Conoceréis la verdad y verdad os hará libres.” 8:32). Sobre uno de esos pasajes Agustín comenta: “Entiende para que creas mi palabra; cree para que entiendas la palabra de Dios.” Sobre otro acota: “No por haber entendido creyeron, sino creyeron para entender.” En otro lugar explica: “Hay cosas en las que no creemos si no las entendemos, y hay otras que no entendemos si no las creemos.” Por último, en otro comentario escribe: “La fe abre las puertas al entendimiento; la incredulidad las cierra.”

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martes, 3 de febrero de 2009

"¿POR QUÉ BAUTIZAS?"

Un Comentario al Evangelio de Juan 1:25-28

“Y le preguntaron y le dijeron: ¿Por qué pues bautizas, si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el profeta? Juan les respondió diciendo: Yo bautizo con agua, mas en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Este es el que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado. Estas cosas sucedieron en Betábara, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando.”

En el artículo anterior sobre este episodio (“¿Tú, quién eres?” #557 del 11.01.09) vimos que a la pregunta que le hacen a Juan Bautista los enviados del templo: “¿Qué dices de ti mismo?” él contesta que él es “la voz de uno que clama en el desierto”, negando que él pretendiera ser el Mesías, o Elías, o el profeta.

Ante esa respuesta los enviados prosiguen su interrogatorio con una pregunta referida a lo que Juan estaba haciendo a orillas del Jordán: ¿Por qué bautizas si tú no eres ninguno de esos personajes que hemos mencionado? Es como si le dijeran: ¿Quién te ha conferido autoridad para hacerlo?

Recordemos que cuando Jesús echó a los mercaderes del templo a Él también lo increparon: “¿Quién te ha dado autoridad para hacer esto?” (Mt 21:23).

En uno u otro caso los representantes del templo son incapaces de comprender que la autoridad que una persona pueda tener para hacer algo pueda proceder directamente de Dios sin intermediarios.

Los administradores de las funciones religiosas aborrecen todo amago de interferencia en el campo que ellos se han reservado en exclusiva, y abominan de los voluntarios e improvisados. Lo cual es en parte comprensible, pues es una forma de prevenir el desorden.

Sin embargo, ha habido algunos personajes de la historia que han realizado hazañas extraordinarias (Juana de Arco) o que han inaugurado formas nuevas de consagración a Dios (Francisco de Asís), obedeciendo a un impulso divino personal y directo. Y por ese motivo han enfrentado una fuerte oposición de las autoridades religiosas que, en el caso de la Doncella de Orleáns, la llevó a la hoguera. (Nota 1)

La nueva pregunta que le hacen a Juan los enviados del templo nos obliga explorar el tema del bautismo. Puesto que en los libros del Antiguo Testamento no figura la práctica del bautismo ¿de dónde sacó Juan la idea de bautizar a los pecadores arrepentidos?

Aunque el bautismo no figure en el AT es un hecho que el Levítico prescribe la realización de muchos lavamientos que debían practicar los sacerdotes oficiantes del Tabernáculo. Estos lavamientos eran símbolo de una purificación no sólo externa sino interna.

Pero no sólo los sacerdotes debían llevar a cabo ese rito, sino también toda persona que quisiera ofrecer un sacrificio que presentaba al sacerdote, debía previamente sumergirse en un pequeño estanque de purificación, llamado “Mikvá”, que estaba situado en el complejo del templo.

Es sabido, de otro lado, que los sectarios de Qumram, que estaban asentados en la orillas del Mar Muerto, en su afán obsesivo de pureza, practicaban un serie de abluciones e inmersiones en agua como parte de su liturgia diaria.

Por último, para no hacer demasiado larga la referencia histórica, es sabido que desde por lo menos dos siglos antes de Cristo, si no más, toda persona que quisiera convertirse al judaísmo debía someterse a un triple rito. Antes que nada –tratándose de un varón- debía ser circuncidado, lo cual simbolizaba su incorporación al pacto sinaítico y su compromiso de obedecer a toda la ley; segundo, una vez que la cicatriz de la circuncisión hubiera sanado, debía realizar un baño de purificación en la “mikvá” del templo. Por último debía ofrecer un sacrificio, que en nuestro tiempo, no existiendo el templo, es reemplazado por una ceremonia de aceptación del converso. Al segundo paso, se le solía llamar “bautizo de prosélitos”.

De modo que el rito en sí que Juan llevaba a cabo con los que acudían a él no debía parecerles a los enviados una práctica innovadora con la que no estuvieran familiarizados, salvo el hecho de que no se hiciera dentro del marco acostumbrado.

No obstante, el bautismo que realizaba Juan era algo muy diferente y de mayor trascendencia que un simple baño ceremonial. Era un bautismo de arrepentimiento en el cual los que se bautizaban confesaban sus pecados.

De ahí que cuando Jesús viene a él para hacerse bautizar Juan objete: ¿Tú vienes a mí? Es decir, ¿acaso tienes tú algún pecado que confesar?, porque él sabía muy bien que en Jesús no había ni sombra de pecado.

Lo que a los enviados de los sacerdotes les indignaba era que Juan bautizara sin estar autorizado ni calificado para hacerlo, ya que él no sólo bautizaba sino que, además, amonestaba a los pecadores arrepentidos acerca de lo que debían hacer y de cómo debían comportarse en adelante: compartir sus bienes con los necesitados, no cobrar más impuestos de lo debido, no extorsionar ni calumniar a nadie, sino contentarse con su paga (¡Cómo se cumplieran en nuestro tiempo esos consejos de Juan!).

A la pregunta de los enviados de por qué él bautizaba Juan contesta: “Yo bautizo con agua, mas en medio de vosotros está uno que vosotros no conocéis.” (Jn 1:26). La clave del sentido de la frase de Juan es la partícula adversativa “mas” o “pero”. Es decir: “Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros…”

Es curioso que el evangelista no nos dé completas aquí las palabras del Bautista, tal como figuran en los sinópticos. A las palabras que Juan consigna, Mateo añade: “El os bautizará en Espíritu Santo y fuego.” (Mt 3:11).

Tengo algo que decir acerca de esta frase de Mateo, pero por ahora concentrémonos en las palabras de Juan que acabamos de citar: “En medio de vosotros está uno…”.

Él alude a la presencia de Jesús entre la multitud de personas que acudían a ser bautizados. ¿Cómo sabía Juan que Jesús estaba ahí? La explicación se da algunos versículos más adelante, cuando dice: “Yo no lo conocía; pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo.’” (vers. 33)

El Bautista sabe que Jesús está ahí porque el Espíritu se lo ha revelado de una manera sobrenatural. ¿Qué más sabía Juan acerca de Jesús? ¿Se habían conocido antes? Según el evangelio de Juan, no parece, pero dado que eran parientes, podemos suponer que por lo menos habían oído hablar el uno del otro.

Jesús había llevado hasta entonces, como sabemos, una vida oculta a los ojos del mundo, pero ahora va a empezar su carrera pública. Se va a revelar a los ojos del mundo y será, como había sido predicho por Simeón, un signo de contradicción, tan desafiante que su carrera pública terminará en el más cruel de los cadalsos.

Pero ¿para cuántas personas Jesús sigue estando oculto en el mundo porque, aunque hayan oído hablar de Él, no lo conocen, esto es, no lo reconocen por lo que es, ni se acercan a Él? Su presencia, que podría hacerles tanto bien, que podría cambiar sus vidas, es ignorada por la mayoría.

Esa gente necesita de Jesús, pero tienen ojos que no ven, y oídos que oyen pero no escuchan sus palabras (Mr 8:18; Is 6:10). Y porque no lo conocen ni lo escuchan siguen llevando vidas atormentadas, heridas, que podrían ser sanadas por Él. Siguen cautivos de los pecados que los esclavizan y de los cuales Él los podría liberar (“Si el Hijo os libertare seréis verdaderamente libres”, Jn 8:36)

Jesús no está ya físicamente entre nosotros pero está mucho más presente que cuando caminaba en el tierra, porque no está limitado por su cuerpo físico, sino que está en todas partes por medio del Espíritu Santo que lo representa (Jn 16:7). Pero el mundo lo ignora. Incluso Él viene a los suyos –como dice el Prólogo de este evangelio- y los suyos no le hacen caso. Son suyos porque dicen ser cristianos y muchos de ellos hasta han sido bautizados, pero Él no juega ningún papel en sus vidas. Ellos viven dándole la espalda. ¡Oh, qué ciertas y actuales son esas palabras: “Vino a lo suyo pero los suyos no lo recibieron.”! (Jn 1:11).

Jesús es el gran ignorado en nuestros días, aunque sean multitudes los que proclaman conocerlo y que se reclaman de Él, y confiesan su nombre. Lo confiesan en vano porque no lo hacen de una manera sincera, porque no se comprometen con Él, porque no le entregan sus vidas.

Son como el joven rico que una vez se acercó a Jesús queriendo hacerse discípulo suyo, pero se alejó decepcionado porque Jesús demandaba demasiado de él. Ignoraba que si bien Jesús demanda mucho para seguirlo, es mucho más lo que da a cambio: “De cierto os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna.” (Lc 18:29,30; cf Jn 10:10).

Pero Jesús está también presente hoy día en medio nuestro en el hambriento, en el sediento, en el desnudo, en el forastero, en el enfermo, en el preso, y no le hacemos caso. Esto es, no le alcanzamos un plato de comida o un vaso de agua, no lo vestimos, ni lo acogemos, ni lo visitamos, como se queja Él mismo (Mt 25:35-40).

Juan prosigue diciendo: “Este es el que viene después de mí”, porque él había venido para preparar la venida de Jesús. Él era sólo el mensajero enviado para anunciar la venida del Mesías esperado (Mal 3:1). Y añade: “Él es antes de mí.” En otros términos, Él es más que yo.

Y porque es más que yo, Él pasa delante de mí, de modo que cuando Él empiece su obra, yo me eclipso. Cuando Él aparezca yo ya habré cumplido mi misión.

Juan añade unas palabras que muestran a la vez su humildad y su conciencia de la grandeza de Aquel cuya venida él había sido enviado a preparar: “Del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado.”

Quitar el calzado de las personas de rango era tarea de siervos o de esclavos, que se cumplía cuando los huéspedes llegaban a la casa y se dejaban descalzar para que se les lavara los pies. Jesús, como bien sabemos, se humilló delante de sus discípulos en la Última Cena, para realizar esa tarea de esclavos. (Jn 13:1-14)

Es muy interesante comparar la frase que acabamos de ver acerca de la superioridad de Jesús con una frase parecida que se encuentra en el Prólogo de este evangelio: “…es antes de mí, porque era primero que yo.” (ves. 15).

¿Quiere decir Juan que Jesús nació primero que él? No. Jesús nació unos seis meses después de Juan. Entonces, ¿cómo puede ser Jesús antes que uno que nació primero?

Lo que el Bautista dice ahí es que Jesús existía antes de que él naciera. Y sólo podía existir antes si era eterno. En ese versículo el evangelista reitera en términos diferentes lo que ha afirmado al inicio de su evangelio: “En el principio era (es decir, existía) el Verbo.” (Jn 1:1). El Verbo estaba con el Padre desde toda la eternidad porque era Dios. Sólo Dios puede existir eternamente.

Este Jesús que se vino desde Galilea a Judea para hacerse bautizar por Juan, y que ahora va a empezar a predicar y a hacer milagros, era un hombre como nosotros, sujeto a todas nuestras flaquezas, -salvo el pecado-, pero a la vez era Dios. ¿Podemos entenderlo? Eso está más allá del alcance de nuestro limitado intelecto. Fue San Agustin el que dijo algo así como (cito de memoria): “No creo porque entiendo, sino creo para entender”. (Nota 2) Más allá de lo que nuestra mente discursiva y lógica puede entender, el Espíritu nos da una comprensión intuitiva de las realidades espirituales que satisface nuestra razón.

Antes de seguir adelante notemos que con frecuencia hay personas en medio nuestro que no conocemos y que son ignoradas por todos, pero que en un momento dado pueden desempeñar un papel crucial. A eso se refiere una anécdota del Eclesiastés: “Una pequeña ciudad, y pocos hombres en ella; y viene contra ella un gran rey, y la asedia y levanta contra ella grandes baluartes; y se halla en ella un hombre pobre, sabio, el cual libra la ciudad con su sabiduría; y nadie se acordaba de ese hombre pobre.” (Ecl 9:14,15). ¿A cuántas de estas personas hemos dado las gracias cuando tocaron nuestras vidas? Quizá ni nos dimos cuenta del bien que nos hicieron.

Pero vayamos al tema que quedó pendiente. En el pasaje paralelo de Mateo que hemos mencionado antes, Juan Bautista dice: “El os bautizará en Espíritu Santo y fuego.” (Mt 3:11). Sabemos por el evangelio de Juan que cuando Jesús empezó su ministerio público, Él continuó con la costumbre de bautizar (Jn 3:22), aunque Él mismo no bautizaba, sino sus discípulos (4:2).

Los evangelios sinópticos no mencionan esta práctica de bautizar, pero el bautismo en agua se convirtió en un rito establecido de la iglesia, después de que Jesús partiera al cielo, y por instrucciones expresas suyas: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo…”. (Véase el pasaje paralelo en Mt 28:18-20).

El bautismo en agua se convirtió en el rito de admisión a la iglesia, en la señal del nuevo nacimiento, según hay huella abundante en el libro de los Hechos. (Véase por ejemplo Hch 2:38,41; 8:35-38; 9:18; 16:31-34; 19:4,5).

Jesús, estando en vida, no bautizó a nadie en el Espíritu Santo y fuego, pero la profecía del Bautista acerca de ese bautismo se hizo realidad el día de Pentecostés, cuando unos 120 discípulos estaban reunidos orando en el Aposento Alto, “y de repente vino del cielo un estruendo, como de un viento recio…y se les aparecieron lenguas como de fuego…y fueron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas…” (Hch 2:2-4)

El bautismo en el Espíritu Santo jugó un papel muy importante en el surgimiento de la iglesia. En verdad fue una especie de catalizador de energías espirituales que hacía que la gente se convirtiera en gran número. Después de Pentecostés el incidente más importante ocurre en casa del centurión Cornelio, en donde, cuando Pedro estaba predicando, de repente cayó el Espíritu Santo sobre los gentiles asistentes y todos empezaron a hablar en otras lenguas (Hch 10:44-46). Como puede verse en ese pasaje, el bautismo en agua y en el Espíritu Santo se dieron juntos, uno después del otro. Esa fue la norma al comienzo de la iglesia. Pasadas las primeras décadas heroicas el bautismo en el Espíritu Santo fue siendo olvidado, pero resurgió con el movimiento pentecostal de comienzos del siglo XX, y se difundió por el mundo entero con el movimiento carismático de la década del 60.

Notas: 1. Francisco, por su lado, tuvo que aceptar algunos cambios a su programa, moderando su deseo de que sus “fraticelli” no poseyeran nada, ni siquiera conventos, como condición para que el Papa aprobara la regla de su orden.
2. Esa frase sintetiza lo que Agustín escribe en varios de sus comentarios sobre los salmos como acotación a una frase muy conocida de Isaías 7:9 -que en RV 60 reza: “Si vosotros no creyereis, de cierto no permaneceréis,”- pero que en la versión griega, llamada la Septuaginta (LXX), dice así: “Si vosotros no creéis, tampoco entenderéis;” así como en su comentario al evangelio de Juan (“Conoceréis la verdad y verdad os hará libres.” 8:32). Sobre uno de esos pasajes Agustín comenta: “Entiende para que creas mi palabra; cree para que entiendas la palabra de Dios.” Sobre otro: “No por haber entendido creyeron, sino creyeron para entender.” En otro lugar explica: “Hay cosas en las que no creemos si no las entendemos, y hay otras que no entendemos si no las creemos.” Por último, en otro comentario escribe: “La fe abre las puertas al entendimiento; la incredulidad se las cierra.”

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