viernes, 14 de noviembre de 2008

CONSIDERACIONES SOBRE EL LIBRO DE NÚMEROS

I. El 4to. libro del Pentateuco recibió el nombre de Números en la traducción al griego llamada comúnmente Septuaginta porque empieza con una larga relación de cifras: el censo de las tribus de Israel que el Señor ordenó a Moisés efectuar el día primero del mes segundo del año de la salida de Egipto (Nm 1:1-3). Los sabios traductores alejandrinos deben haber atribuido a esos números algún significado especial pues le dieron a este libro ese título. (Nota 1)

En verdad las cifras de ese censo encierran una profunda lección si las comparamos con las cifras del segundo censo, realizado por Moisés 40 años después, antes de entrar a la tierra prometida (Cap 26).

Algunas observaciones preliminares se imponen:
1) El censo tenía una finalidad militar. Al contar a los hombres de 20 años para arriba de lo que se trataba era de saber cuántos varones había capaces de ir a la guerra (1:3). (2). Esto nos recuerda un hecho que se suele pasar por alto con frecuencia al hablar del Éxodo: El peregrinar de los judíos por el desierto fue una expedición militar.
2) Los levitas no son incluidos en el censo militar. A ellos no les corresponde salir a pelear. Su función en caso de guerra es la guarda del tabernáculo “para que no haya ira sobre la congregación” (1:53), esto es, por implicancia, para que el tabernáculo no caiga en manos de gentiles ni sea profanado por ellos.
3) No obstante, los levitas sí habían sido antes contados por sus familias, incluyendo a todos los varones de más de un mes, es decir, excluyendo a los recién nacidos (3:14-16). Aparte de facilitar la asignación del cuidado del tabernáculo entre sus clanes familiares, el censo permitió constatar que el número de los varones levitas alcanzaba para redimir a todos los varones primogénitos de más de un mes de las demás tribus de Israel (3:40).

Se recordará que, antes de salir de Egipto, Dios había ordenado a Moisés que todo primogénito de Israel, tanto de hombres como de animales, le fuera consagrado (Ex 13:1,11-15), porque Él los había librado de morir cuando perecieron todos los primogénitos, hombres y animales, de la tierra de Egipto (Ex 12:29). Dios rescató con la sangre del cordero pascual untada sobre los postes de las puertas de sus casas, a todos los primogénitos de Israel y ellos, por tanto, le pertenecían (Ex 12:1-13; Nm 3:11-13).

Sin embargo, Dios consideró más conveniente que en lugar de que todos los primogénitos de Israel estuvieran dedicados a su servicio, lo estuvieran sólo los varones de una de las tribus. Con ese fin escogió a la tribu de los levitas. En consecuencia, los varones de la tribu de Leví servirían de rescate de todos los primogénitos de Israel. Pero ¿alcanzaría su número para ese propósito?

Ilustra muy bien la forma providencial cómo Dios actúa y dirige los acontecimientos y las circunstancias, el hecho de que el número de los varones de más de un mes de la tribu de Leví (22,000, Nm 3:39) fuera casi igual al número de los primogénitos de más de un mes de las demás tribus que había que rescatar (22273, Nm 3:43) (3). Para hacer el rescate de los 273 primogénitos excedentes Dios estableció una cuota de 5 siclos de plata por cabeza (Nm 3:44-51).

Estas consideraciones preliminares nos llevan al aspecto que quería enfatizar: Hubiera sido normal que en los casi 40 años transcurridos entre los dos censos, el número de los hombres de Israel hubiera crecido significativamente por multiplicación natural, en una época de alta tasa de natalidad y conforme a la promesa hecha a Abraham de que el número de sus descendientes sería mayor que el de las estrellas del cielo (Gn 15:5). Pero no fue así. Al contrario, el número de los contados en el segundo censo (601730) fue ligeramente inferior al primero (603550).

Es como si Dios estuviera diciendo a su pueblo: En primer lugar, puesto que tú no has querido obedecerme cuando te ordené que entraras a la tierra prometida, sino que te negaste (Véase el cap. 14 en el acápite II), yo te retiro temporalmente la bendición contenida en mis promesas a Abraham de que tu número crecería y se multiplicaría. Por consiguiente, el número de los que finalmente entren a la tierra prometida no será mayor de los que lo hubieran hecho cuando se rebelaron 40 años antes. Los que nazcan en el desierto simplemente reemplazarán a los que cayeron en él.

En segundo lugar, yo no necesito que el número de tus guerreros aumente para que yo te haga vencer a los enemigos que vas a enfrentar. Tú esfuérzate solamente, confía en mí y yo haré el resto.

De otro lado, es interesante constatar también las variaciones individuales de cada una de las tribus entre ambos censos. Mientras algunas aumentaron su número, otras disminuyeron y otras permanecieron casi sin variación.

Disminuyeron:
Rubén de 46500 a 43730
Simeón, de 59300 a 22200

El primogénito Rubén fue desplazado de la primogenitura por Judá, por haber dormido con una de las concubinas de su padre (Gn 35:22; 49:3,4). Simeón y Leví mostraron una detestable violencia al vengar el honor de su hermana Dina (Gn 34). Su padre Jacob maldijo su furor y los condenó a ser esparcidos en Israel (Gn 49:5-7). Así ocurrió, efecto, con ambos: Leví, debido a que, estando dedicado al culto, no recibió heredad propia en el reparto de la tierra prometida, sino se le asignaron ciudades para vivir a lo largo y ancho del territorio (Nm 35:1-8). De hecho el número de todos sus varones contados en el segundo censo (23000, Nm 26:62) es inferior al de los varones de más de 20 años de todas las otras tribus, excepto Simeón. Esto es, Leví era la segunda menos numerosa de todas las tribus. Simeón fue la menos numerosa y fue, como puede verse, la que experimentó la mayor disminución entre censo y censo. Aunque se les asignó después territorio propio en el reparto de la tierra, pronto fueron absorbidos por Judá.

Disminuyeron también:
Gad, de 45650 a 40500
Efraín, de 40500 a 32500, aunque Jacob profetizó que sería más grande que su hermano Manasés y que de él descendería multitud de naciones (Gn 48:19,20). Esa profecía se cumplió, aunque no en términos numéricos sino de poder, porque Efraín fue el núcleo del reino del Norte, –del que Manasés también formó parte. Ese reino rivalizó durante más de 200 años con Judá hasta que fue conquistado y deportado por los asirios (2R 18:9-12).
Neftalí, de 53400 a 45400.

En cambio, los que más aumentaron en número fueron precisamente los de la tribu de Manasés: de 32200 a 52700. A ellos se les asignó un territorio grande para que se dedicaran a la ganadería.

Aumentaron también:
Isacar, de 54400 a 64300
Benjamín, de 35400 a 45600
Aser, de 41500 a 53400

Pero la tribu más numerosa en hombres de guerra resultó ser Judá, conforme a la bendición de Jacob (Gn 49:8-10), aunque su número apenas creció entre los dos censos, de 74600 a 76500.

Mostraron también escaso cambio:
Zabulón, que aumentó de 57400 a 60500, y
Dan, que aumentó de 62700 a 64400.

II. Cuando el pueblo de Israel llegó finalmente a las puertas de la tierra prometida Moisés envió doce espías para que la inspeccionaran e informaran al pueblo. Los espías trajeron excelentes noticias acerca de la abundancia y fecundidad de esa tierra, pero diez de ellos advirtieron que estaba habitada por gigantes temibles frente a los cuales ellos se veían a sí mismos como langostas. Sólo dos de los espías, Josué y Caleb, aseguraron al pueblo que ellos eran bien capaces de vencerlos y los animaron a conquistarla.

“Entonces toda la congregación gritó y dio voces; y el pueblo lloró aquella noche. Y se quejaron con Moisés y contra Aarón todos los hijos de Israel; y les dijo toda la multitud: ¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto; ojalá hubiéramos muerto en este desierto!... Y Jehová dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuando no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio de ellos? Yo los heriré de mortandad y los destruiré…” (Nm 14:1,2,11,12a)

Moisés entonces, alarmado, intercedió por ellos: “Perdona ahora a este pueblo según la grandeza de tu misericordia…” (v. 19)

Y Dios accedió a perdonarlos: “Entonces Jehová dijo: Yo lo he perdonado conforme a tu dicho. Mas tan ciertamente como vivo yo y mi gloria llena toda la tierra, todos los que vieron mi gloria y mis señales que he hecho en Egipto y en el desierto, y me han tentado ya diez veces y no han oído mi voz, no verán la tierra de la cual juré a sus padres; no, ninguno de los que me han irritado la verá.” (Nm 14:20-23)

Dios tiene toda razón para estar seriamente enojado con su pueblo. Él había concebido un plan para llevar a cabo la promesa hecha a Abraham de darle una descendencia numerosa como las estrellas, y de darle a esta descendencia una tierra que fluye leche y miel. Él ha estado ejecutando paso a paso las etapas de este proyecto extraordinario, proveyendo el lugar donde la pequeña tribu pudiera multiplicarse en paz y abundancia; luego creando las circunstancias que hicieran que el pueblo ya numeroso se sintiera impulsado a salir de Egipto (4). Había realizado toda clase de grandes prodigios para lograr que salieran de manos de sus opresores (Ex 7 a 12); los había salvado de su persecución mediante un prodigio extraordinario al abrir el Mar Rojo (Ex 14), y he aquí que, llegados a las puertas de la tierra prometida, se niegan a entrar en ella. No confían en su palabra y prefieren prestar oídos a las voces de desaliento. Pese a todo lo que han visto y experimentado aún no creen que Dios es superior a toda circunstancia desfavorable, aún no son capaces de poner toda su confianza en Él. Debido a su negativa los planes de Dios se ven temporalmente frustrados -aunque los planes de Dios nunca se frustran. Dios siempre tiene maneras alternativas de llevar adelante sus proyectos cuando el hombre no colabora con Él.

Esta última rebeldía colma la paciencia de Dios. Aunque Dios los perdona gracias a la intercesión de Moisés, ellos sufrirán las consecuencias de su falta. Dios pronuncia la sentencia sobre ellos:
“Vivo yo, dice Jehová que según habéis hablado a mis oídos, así haré yo con vosotros. En este desierto caerán vuestros cuerpos; todo el número de los que fueron contados entre vosotros, de veinte años arriba, los cuales han murmurado contra mí (Nm 14:28,29).”

(Notemos que el perdón de Dios no nos garantiza que nos libremos de sufrir las consecuencias de nuestras acciones. Véase 2Sam 12:13,14).

El hecho de que Dios cerrara el ingreso a la tierra prometida a los que se rebelaron nos recuerda la expulsión de Adán y Eva del paraíso y la perversión de la naturaleza humana como consecuencia de su caída. Como se dice en Hebreos 3:18: “¿Y a quiénes juró que no entrarían en su reposo sino a aquellos que desobedecieron?”

El que ninguno de los israelitas de esa generación entrara en la tierra que fluía leche y miel (salvo Caleb y Josué), sino que lo hicieran los de una nueva generación, es simbólico de la regeneración, del nuevo nacimiento. El hombre viejo, que lleva sobre sus hombros la desobediencia de Adán, cuyo ejemplo imita, no puede entrar en el reino de los cielos. Es necesario que muera primero para que nazca el hombre nuevo que sí puede entrar. Por eso dice Pablo: “Pero esto digo hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios; ni la corrupción hereda la incorrupción.” (1 Cor 15:50).

Jesús le dice a Nicodemo: “A menos que uno nazca del agua y del espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3:5)

De un lado, carne y sangre, la naturaleza caída, no tiene acceso al reino. De otro, la naturaleza regenerada por el agua y el espíritu sí puede ver y entrar.

Entretanto los israelitas, apesadumbrados por el castigo que Dios ha hecho venir sobre ellos, se deciden a rectificar su error por su propia cuenta, sin que Dios se lo ordene, y tratan de entrar a la tierra prometida atacando a los amalecitas en las alturas de Horma. Pero la mano de Dios no está con ellos en esta aventura, y por ello son lastimosamente derrotados (Nm 14:39-45).

Este intento frustrado de lograr con sus propias fuerzas el buen resultado que no quisieron obtener con la ayuda de Dios es simbólico de los esfuerzos inútiles del hombre carnal para salvarse por sus propios méritos.

“Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm 8:31). Nadie, se dirá, y es una gran verdad. Pero si Dios no está con nosotros cualquier enemigo se levanta y nos derrota. El episodio de Horma encierra también esta lección: Cuando Dios no está con nosotros es inútil que nos empeñemos en hacer su obra, por muy buenas que sean nuestras intenciones. Si el espíritu no pone sus palabras en nuestra boca es inútil que evangelicemos, inútil que prediquemos, inútil que pronunciemos la palabra de sanidad. Nuestro éxito en la obra de Dios no depende de nuestros propios esfuerzos, sino de la mano de Dios.

Este es el augurio favorable. Hay tantos que se empeñan en averiguar si las circunstancias son favorables, si se cuenta con los colaboradores necesarios, si el ambiente es el adecuado, etc., pero no preguntan si Dios está con sus planes. Todo eso es necesario, pero no es lo más importante. Después se quejan de su fracaso. Es que han descuidado preguntar lo único que en definitiva cuenta: ¿Es ésta la voluntad de Dios?

III. “Cuando se alzaba la nube del tabernáculo, los hijos de Israel partían; y en el lugar donde la nube paraba, allí acampaban los hijos de Israel. … Cuando la nube se detenía sobre el tabernáculo muchos días, entonces los hijos de Israel guardaban la ordenanza de Jehová y no partían. Y cuando la nube estaba sobre el tabernáculo pocos días, al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían. Y cuando la nube se detenía desde la tarde hasta la mañana, o cuando a la mañana la nube se levantaba, ellos partían; o si había estado un día, y a la noche la nube se levantaba, entonces partían. O si dos días, o un mes o un año, mientras la nube se detenía sobre el tabernáculo permaneciendo sobre él, los hijos de Israel seguían acampados y no se movían; mas cuando ella se alzaba, ellos partían.” (Nm 9:17-22)

En esos versículos se dice que donde estaba la presencia de Dios, fuera mucho o poco tiempo, ahí se quedaban los israelitas. Y cuando se levantaba la presencia de Dios, levantaban también ellos su campamento, y proseguían su peregrinaje. Esto encierra una enseñanza para nosotros: cuando estamos haciendo algo, alguna cosa para el Señor, alguna actividad, sea externa o privada, y sentimos la presencia del Señor con nosotros, debemos perseverar haciéndola y no dejarnos distraer aunque el diablo trate de hacerlo de muchas maneras. Contar con la presencia de Dios es una señal de que estamos obrando dentro de su voluntad. No debemos cambiar o empezar otra cosa antes de que Dios nos lo muestre claramente.

Generalmente Dios nos muestra su deseo de llevarnos a otro lugar, espiritualmente hablando, cuando empezamos a sentirnos insatisfechos con lo que estamos haciendo, cuando ya no gozamos de la gloria de su presencia como antes. Cuando eso ocurra debemos recordar el ejemplo de los israelitas, que cuando veían que se levantaba la gloria de Dios del tabernáculo se levantaban también ellos y salían, como quien dice, a buscarla.

En los salmos 27 y 105 se habla de buscar el rostro del Señor, ¿Qué cosa es buscar su rostro? Cuando nos hemos separado de algún familiar en un lugar público y tratamos de hallarlo, no tratamos de divisar sus piernas o su torso. Buscamos su rostro, su cara, porque lo reconocemos en sus rasgos faciales, no en sus pies o en sus manos o en su pecho. Buscamos lo que él es para nosotros en su cara, porque su cara es su identidad. (¡Qué importante es eso y cuán profundo! Nuestra cara es nuestra identidad porque refleja lo que somos interiormente. Aprendamos a leer el rostro y aprenderemos a conocer a la gente. (5)

Igual ocurre con Dios. Si lo perdemos de vista empezamos a buscar lo que de Él conocemos, cómo se ha manifestado Él antes a nosotros: la experiencia personal que hemos tenido con Él, su amor, su fidelidad, su compañía, su intimidad. Le decimos con el salmista: “No escondas de mí tu rostro”. (Sal 27:9; 102: 2; 143:7)

Buscamos conocer su voluntad para hacerla y no descansamos hasta tener la seguridad de que la hemos hallado. Y cuando Él nos revela qué es lo que quiere de nosotros en esta nueva etapa, ahí armamos nuestra tienda, ahí acampamos y nos quedamos. Nos aferramos a Él como quien hubiera perdido un familiar, a un hijo, o a su esposa, en medio de la turba humana, y, al encontrarla nuevamente se aferra ansiosamente a ella para no volver a perderla.

Debemos anhelar la presencia de Dios “como el ciervo brama por las corrientes de las aguas” (Sal 42:1), porque Dios sólo se revela íntimamente a quienes de esa forma ansían su presencia; sólo a quienes esperan en Él con la misma ansiedad con la que los centinelas aguardan la luz de la aurora (Sal 130:6), temerosos de los peligros que acechan en la oscuridad; sólo a quienes le esperan con la misma humildad, mansedumbre y paciencia con que el siervo mira las manos de sus señores hasta que le muestren su favor (Sal 123:2).

Notas: 1. Según la leyenda que registra la Carta de Aristeas, fueron 72 los sabios a los que se encomendó traducir el AT al griego, para beneficio de los judíos de Alejandría que habían olvidado el hebreo. El nombre del libro en hebreo es “Bemidbar”, que quiere decir “En el desierto”.

2. Siglos después el rey David ordenó hacer un censo con fines similares (1Sm 24).

3. Sin embargo, esta última cifra es problemática. Si se divide el número de los varones (601730) entre el de los primogénitos (22273), resultaría que en cada hogar habría 27 hijos varones en promedio. Aun teniendo en cuenta que la mayoría de los hogares eran polígamos y que sólo uno contaba como primogénito, esta cifra sería desproporcionadamente pequeña. Se han propuesto diversas soluciones para este acertijo, pero ninguna es completamente satisfactoria. La solución más probable es la que sostiene que el número señalado comprende sólo a los primogénitos mayores de un mes que nacieron entre la noche de la salida de Egipto, en que el primogénito de cada hogar hebreo fue salvado de la muerte por la sangre del cordero sacrificado en la primera pascua (Ex 12:1-13), y el censo, es decir, en un lapso de 13 meses. Esta explicación es muy sugerente pues lleva a la conclusión obvia de que toda persona redimida por la sangre del cordero sacrificado en la cruz del Calvario –de la que la sangre untada en los postes es una figura- le pertenece a Dios.

4. Es interesante notar al respecto que muchas veces Dios se ve obligado a provocar circunstancias negativas para que su pueblo tome el rumbo que Él desea, o para que no haga lo que se propone. Si los egipcios no hubieran oprimido a los hebreos, cuando Moisés hubiera ido a decirles que Dios quería que salieran de ese país para ir a ocupar la tierra prometida a Abraham, no le hubieran hecho caso alguno, hubieran querido seguir gozando de la prosperidad y comodidades que tenían donde estaban. Si los primeros cristianos en Jerusalén no hubieran sido perseguidos en esa ciudad, no hubieran salido a predicar en Samaria. (Hch 8:1-8).
En nuestra vida solemos también hacer experiencias semejantes. Dios trata de que escuchemos su voz, de hacernos tomar un nuevo rumbo, pero no le hacemos caso porque nos va bien. Es necesario que las cosas tomen un cariz desagradable para que estemos dispuestos a escuchar y pedir la guía de Dios.

5. Se cuenta que un amigo le presentó al Presidente Lincoln a una persona sugiriendo que podría serle útil como miembro de su gabinete. Después de Lincoln lo entrevistara, el amigo le preguntó qué le parecía. Lincoln le contestó: “No me gusta su cara”. El amigo sorprendido objetó: “¿Qué culpa tiene este hombre de no tener una cara agradable? Lincoln le dijo: “Después de los 40 años el rostro de una persona es el fiel reflejo de su personalidad.”

#548 (09.11.08) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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