martes, 4 de noviembre de 2008

LA DONCELLA DE NAZARET I

Este artículo y su continuación están basados en la grabación de una charla dada en una reunión reciente del ministerio de la “Edad de Oro” de la Comunidad Cristiana “Agua Viva”. Eso explica el estilo informal e improvisado.

María es un tema casi tabú en las iglesias evangélicas, un tema del que casi no se habla, como si fuera un asunto prohibido. Cualquiera puede comprobarlo. ¿Cuál es el motivo? Creo que eso ocurre por contraste, o como reacción a la enorme devoción que le tienen los católicos. A lo largo de los años yo he acumulado un buen número de libros que contienen sermones de grandes autores, (que ahora también vienen en CDs) y he tratado de encontrar sermones acerca de María predicados por pastores evangélicos famosos. Contadísimos. Casi ninguno toca el tema. En cambio, hay cantidades de sermones sobre Abraham, sobre Moisés, sobre Débora, sobre Esther, sobre Ruth, y tantos otros personajes de la Biblia. Pero sobre María casi ninguno, como si ella no hubiera existido, como si ella fuera un personaje sin importancia. Pero sabemos muy bien que ella sí existió, y que cumplió un papel de suma importancia, porque de no haber sido por ella ¿cómo habría venido Jesús al mundo? Entonces es bueno que hablemos de ella.

¿Por qué es importante María para nosotros los cristianos y para toda la humanidad? Lo es porque si no hubiera habido una muchacha adolescente, en una pequeña aldea perdida de Galilea, que hubiera estado dispuesta a llevar en su seno al Salvador anunciado de Israel, Él no hubiera nacido. Dios quería hacer un gran milagro para llevar a cabo un proyecto extraordinario. Quería que una muchacha sencilla, desconocida, concibiera sin intervención de varón, y por obra del Espíritu Santo, al Salvador de su pueblo y del mundo entero. Dios se había propuesto enviar a la tierra a su Hijo, al Verbo eterno, para que tomara carne humana a fin de cumplir una misión trascendental. Para ello se requería de un puente entre el cielo y la tierra, entra la divinidad y la humanidad. ¿Quién iba a ser ese puente? Una simple muchacha, una adolescente de 14, o 15 años, o quizá menos, porque esa era la edad en que solían casarse las muchachas en Israel.

Para comprender la situación imaginémonos que en esa sociedad tan conservadora y tan estricta como lo era la sociedad rural judía de entonces, viniera alguien donde una muchacha de 15 años, simpática, quizá bonita, y le dijera: “Oye, ¿tú quisieras salir embarazada sin estar casada?” ¿Qué le contestaría ella? “Oye, ¿qué te pasa? ¿Me estás tomando el pelo? Yo estoy de novia, estoy comprometida. Todavía no estoy viviendo con el que será mi esposo ¿y tú quieres que yo salga encinta? Estás loco”. Eso fue lo que pasó con María. Sólo que el que vino a hacerle esa insólita propuesta no fue un ser humano sino un ángel. Y María no lo trató de loco sino que lo tomó muy en serio y le contestó con otro tono.

Dios necesitaba de una muchacha que estuviera dispuesta a arriesgar su reputación, de una muchacha que estuviera dispuesta a perder a su novio, a su futuro esposo por hacer su voluntad. Porque ¿qué cosa iba a pensar José cuando notara que ella estaba en cinta? “¿Ay, qué linda mi mujercita que me trae un regalo bajo el vientre como presente de bodas?” ¿Iba José a decir eso? Ella tiene que haberse dicho: ¿Qué va a pensar de mí José? ¿Cómo va a reaccionar? Esa y otras ideas semejantes deben haber cruzado por su mente en ese momento. Pero cuando viene el ángel con su propuesta y ella tiene que tomar una decisión, ¿qué es lo que ella le responde? Una de las más bellas respuestas de toda la Biblia.

Pero primero veamos qué es lo que el ángel le dice a María. La Escritura dice en Lucas que el ángel Gabriel vino a una virgen de Nazaret que estaba desposada con un varón. Viene a anunciarle el cumplimiento de una profecía. Una profecía que está en el libro de Isaías, y que dice así: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emmanuel” (Is 7:14; Mt 1:23). Ella conocía muy bien esa profecía porque todo Israel esperaba fervientemente la llegada del Salvador, y podemos imaginar que todas las muchachas de Israel se dirían: ¡Cómo me escogiera a mí el Señor! ¡Qué honor sería para mí ser escogida para ser la madre del Salvador, del Mesías esperado, del Ungido que ha de venir a salvarnos de nuestros enemigos!

Pero, pensemos un momento ¿a quién escogió Dios y por qué la escogió Dios? ¿Podemos imaginar que Dios hubiera paseado su mirada sobre la tierra de Israel diciéndose: “¿Dónde habrá una chica buena y un poco arriesgada como para asumir este papel? Ésta puede ser, pero no, más me gusta esta otra; o si no echemos los dados para ver sobre quién recaen? ¿Ustedes creen que así fue? ¿Se imaginan que Dios habría obrado de esa manera? No, ciertamente, sino que Él más bien en su infinito consejo, desde la eternidad, había elegido a una muchacha entre las muchas que nacerían en Israel en ese tiempo, y la había preparado especialmente, para que ella fuera el vaso escogido que llevaría durante nueve meses el cuerpo en formación de su Hijo, el futuro Salvador de Israel, y que luego lo criaría, lo cuidaría y lo educaría.

La de ella no era una misión cualquiera. Ella era una pieza clave del plan de Dios. El proyecto más extraordinario y maravilloso concebido por Dios tenía que cumplirse a través de una mujer que dijera: “Sí Señor, yo estoy dispuesta”. Una mujer que no tuviera miedo del qué dirán, una mujer que no tuviera miedo de la murmuración, una mujer que no tuviera miedo del rechazo, una mujer que no tuviera miedo de perder a su novio si fuera necesario, una mujer que no tuviera miedo de que pudieran acusarla de adulterio. Porque, en efecto, la mujer desposada, aunque todavía no viviera con su esposo, si le era infiel era culpable de adulterio y estaba en riesgo de que la apedrearan. Si aceptaba la oferta de Dios ella arriesgaba su vida, arriesgaba que le ocurriera algo semejante a lo sucedido en aquella escena del Evangelio de Juan, en que Jesús dice:“el que esté sin pecado tire la primera piedra” (Jn 8:7) para salvar a la mujer sorprendida en adulterio. Y ella, en efecto, podría haber sido acusada ante los ancianos de su pueblo de haber cometido adulterio, si un ángel no hubiera advertido a José en sueños de cuál era el propósito de Dios con su novia, y él, obediente al propósito divino, no la hubiera recibido en su casa como esposa (Mt 1:24).

Teniendo en cuenta que Dios es tres veces Santo, como dice la Escritura (Ap 4:8), ¿cómo tenía que ser la mujer que ofreciera su vientre para llevar el cuerpo en ciernes del Salvador? Tenía que ser también necesariamente santa, tan santa en lo humanamente posible como Él lo es, porque sabemos muy bien cuán grande es la influencia que tiene la madre sobre la criatura que lleva en el seno y cómo sus pensamientos influyen en el hijo por nacer.

La mayoría de las mujeres que están aquí han sido madres y son concientes de la intimidad que existe entre la madre y la criatura que lleva en su seno. Pero quizá no todas han sido concientes de que todo lo que ellas pensaron y sintieron durante el embarazo; que todos los sufrimientos, todas las alegrías que experimentaron, pasaron a la criatura, así como pasa la sangre de la madre a la criatura que lleva en su seno.

Ahora bien, era el propósito de Dios que ante todo esa mujer fuera virgen, es decir, que no hubiera conocido varón antes de tener este hijo. Por eso es que cuando el ángel viene donde María y le dice que ella va a concebir, lo primero que ella pregunta es: ¿cómo va a ser eso posible si yo no conozco varón? En sentido bíblico “conocer” es tener relaciones sexuales. “Si yo todavía no he convivido con mi novio ¿cómo voy a poder concebir?” Entonces el ángel con palabras muy sencillas le explica: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1:35). ¿Y qué le contesta ella cuando se convence de que lo que el ángel le dice no es una fábula? ¿Qué le dice María? ¿Acaso “Oye, por favor, anda con esa propuesta donde otra, no me tomes por tonta”? ¿Fue eso lo que contestó María? ¿Qué fue lo que dijo? “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1:38) Ella acepta, ella se pone a disposición del Señor.

Eso supone, en primer lugar, que ella creyó en el mensaje que el ángel le trajo de parte de Dios, que ella tenía fe en el poder milagroso de su palabra. Ella no dudó un instante de que ella podía concebir sin intervención de varón, algo que es biológicamente imposible. Ella cree. Ella no solamente cree en Dios sino que le cree a Dios. Y el ángel para confirmarle que Dios todo lo puede hacer, le explica enseguida lo que Dios está haciendo en su pariente Isabel, ya anciana.

“Hágase en mí según tu palabra.” Con esas palabras ella se convierte en un modelo no solamente para todas las mujeres, sino para todos los cristianos, porque todos nosotros podemos hacer nuestras esas palabras y decir: “Señor, hágase en mí según tu voluntad.” Porque la palabra de Dios es la voluntad de Dios, Él no habla al azar, lo que dice es su voluntad. Ella es modelo nuestro: “Señor, hágase en mi vida según lo que tú quieras.”

¿Quién dijo palabras semejantes en una hora terrible, unos treinta y pico años después? ¿Quién dijo algo así? Jesús en Getsemaní. ¿De quién aprendió eso? Podemos pensar que su padre y su madre le enseñaron a aceptar la voluntad de Dios. Jesús dijo: “Padre, que no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres” (Lc 22:42; Mr 14:36). El antecedente humano de esta frase está en la respuesta de María.

Ahora bien, posiblemente algunos se han preguntado ¿por qué se fijó el Señor en esa doncella de Nazaret? ¿Qué cualidad había en esta muchacha para que Dios reparara en ella? ¿Procedía ella de una cuna notable? ¿Tendría ella sangre azul? Bueno, hay razones para pensar que no sólo José sino también ella era descendientes de David (Mt 1:1-17; Lc 3:23-32), así como también posiblemente lo eran muchos en Israel. Pero ella no pertenecía a una familia encumbrada. Ella vivía en un pueblo que no tenía ningún prestigio. Se sabe, por la pregunta que Natanael le hizo a Felipe, que Nazaret era un pueblo despreciado por muchos: “¿Vendrá algo bueno de Nazaret?” (Jn 1:45,46). De manera que el lugar de donde ella venía no gozaba de mucho prestigio. Ella no podía jactarse de su lugar de nacimiento. ¿Por qué pues puso Dios sus ojos en ella? Ella misma sin querer nos da la respuesta. En el cántico en que ella prorrumpe cuando visita a su pariente Isabel, María dice: “Porque ha mirado la humildad de su sierva” (Lc 1:48). Dios no se fijó en sus habilidades manuales, si las tenía; no se fijó en sus cualidades intelectuales o en su cultura; no se fijó en si era buena o mala ama de casa; no se fijó en su poca o mucha belleza. ¿En qué se fijó Dios? En que era humilde.

¿En qué consiste lo específico de la humildad? Cuando tú la miras se esconde, no sale a la luz, no pretende ser nada. La humildad es tan humilde que no figura en la relación que hace Pablo de los frutos del Espíritu (Gl 5:22,23); ni en la lista de las virtudes que trae Pedro en su segunda epístola (1:5-7). La humildad brilla por su ausencia allí donde debería ser nombrada. Claro está, se le menciona de otra manera en el Nuevo Testamento, pero no de manera explícita. Ella está sobrentendida. La humildad, como la violeta, se esconde entre la hierba para no ser vista. Pero Dios se fijó en la humildad de María.

Yo me pregunto: ¿Cuántas muchachas humildes caminan modestamente en nuestra patria, o en las calles de nuestra ciudad, sin que nadie se fije en ellas? ¿Cuántas muchachas hay que no se creen nada? ¿Cuántas muchachas hay tan golpeadas que creen que no tienen derecho a nada? Si ven pasar a alguien importante, tímidas se retiran, o le ceden el paso. No se atreven a acercarse. Nadie repara en ellas, ¡Qué va! ¡Las pobres! Pero sí hay alguien que se fija en ellas: Dios. Sí hay alguien que pone su mirada amorosa en ellas: Jesús. Por algo dijo Jesús: “Los últimos serán los primeros, y los primeros, últimos” (Lc 13:30). Aquellos a quienes el mundo desprecia, ésos son a los que Dios llama. Y algún día los veremos. Algún día en el cielo los que fueron importantes dirán: “¡Oye, ése o ésa, ¿qué hace aquí? ¡Míralo dónde está allá arriba, tan cerca de Dios!” Sí, Dios levantará a las personas a quienes nosotros aquí en la tierra hemos despreciado; a las personas a quienes yo no daba ninguna importancia. Pero Dios sí se la daba.

Si a ti en el mundo nadie te da importancia, si nadie se fija en ti, si tú no eres nada para nadie, como esa doncella humilde de Nazaret, Dios se está fijando en ti, y te ama de una manera especial. Y aunque tú no lo puedas o no lo quieras creer, te ha escogido para un propósito bueno.

Ese fue el caso de la sierva de Naamán. ¿De quién se valió Dios para sanar a ese famoso general? De la esclava de la casa, de una sirviente doméstica. Dios escoge a las personas más inesperadas para sus fines. No escoge necesariamente a los más capaces. Puede escoger si quiere a uno capaz, y a veces lo hace. Pero si va a utilizar a alguien que es capaz, primero lo humilla y después lo usa. Como fue el caso de Moisés. ¿Quién era Moisés? Moisés era un príncipe de Egipto. Pero Dios no iba a utilizar a un príncipe, sino a un hombre humillado, que había pasado cuarenta años de su vida en el desierto como pastor de ovejas, de ovejas que ni siquiera eran suyas sino de otro.

Dios iba también a utilizar a David de una manera extraordinaria, pero cuando fue Samuel a ungir al escogido de Dios para que fuera rey de Israel, el padre de familia, Isaí, ni siquiera se acordó del menor de sus hijos. Llamó al mayor, al segundo, al tercero, etc., etc. Pero Dios le decía a Samuel cada vez que se acercaba uno: “Ése no es, ése tampoco, ése tampoco”. Pasaron todos y ninguno era. Y Samuel intrigado le preguntó a Isaí: ¿No tienes ningún otro hijo?” “¡Ah sí! Lo había olvidado. Todavía tengo un chiquillo que está allá en el monte cuidando las ovejas.” “Anda, tráelo, llámalo. Porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón.” (1Sm 16:7) Ese niño que estaba por ahí, pastando las ovejas, a quien su padre ni siquiera había mencionado, ése era el escogido por Dios. No era el mayor, no era el más apuesto, ni el más fuerte, sino el menor, el despreciado por sus hermanos. Pero como eso no bastaba, Dios quiso que David pasara por varios años de humillación como bandolero, viviendo a salto de mata, perseguido por Saúl, perseguido y humillado; teniendo que correr de un sitio a otro. Una vez, incluso, para salvar su vida, tuvo que hacerse el loco delante de un rey (1Sm 21:12-15).

De manera que Dios rara vez escoge a los grandes para sus planes, pero escoge a los humildes, a los que no son nada, a los que nadie da importancia, y a ellos exalta. ¿Se puede echar agua en un vaso lleno? ¿En un vaso lleno de sí mismo? No se puede. Es necesario que el vaso esté vacío para poder llenarlo de agua. Es necesario que el vaso humano esté vacío de sí mismo para que Dios pueda llenarlo con su gracia. De lo contrario no podrá recibir el don de Dios como lo que es, esto es, como un regalo. Fue por ese motivo, entre otros, que Dios escogió a María, porque ella estaba vacía de sí misma, ella no se consideraba nada: “porque el Poderoso ha mirado la bajeza de su sierva” (Lc 1:48). Si nosotros queremos que Dios se fije en nosotros, humillémonos delante de Él, como dice Pedro, “para que Él nos levante a su tiempo” (1P 5:6). Si somos algo en el mundo, depongamos nuestra grandeza y echemos nuestra corona delante de los pies de Jesús. Para que Él no tenga necesidad de humillarnos, humillémonos nosotros primero.

Yo quisiera detenerme también un momento en el hecho de que Dios escogiera a una mujer virgen, a una mujer que no había conocido varón. Estaba desposada, es cierto, comprometida, pero el matrimonio no había sido aún consumado.

En nuestros días la virginidad es despreciada, desvalorada. Se burlan de ella, los periódicos, la TV, los jóvenes y los viejos. El mundo la ridiculiza.

Hay una cantante famosa que irónicamente ha adoptado el nombre artístico de Madonna (que es cómo los italianos llaman a la Virgen María) aunque ella lleve una vida desordenada de la que hace gala, y asuma actitudes provocativas. Hace algún tiempo publicó un disco de canciones con el título de “Like a virgin” (“Como una virgen”). Lo hizo intencionalmente para burlarse de la virginidad.

Si ustedes leen los periódicos comprobarán que todos, incluso los supuestamente serios, tienen páginas pornográficas en las que se promueve el amor libre, y se burlan de la virginidad como si fuera cosa del pasado. Pero el propósito de Dios es que el hombre y la mujer, -es decir, no sólo la mujer- lleguen vírgenes al matrimonio.

¡Cuántas mujeres perdieron su virginidad porque fueron víctimas de engaños, o de seducción, o por simple debilidad, y por ello se sienten desvalorizadas! ¡Pero cuántas hay también que la perdieron de buena gana, o para estar a la moda! Sin embargo, el mejor regalo que una mujer puede hacerle a su esposo es su virginidad. Ustedes que son madres, incúlquenles a sus hijas el valor de la virginidad. Enséñenles que la virginidad es una gran virtud. Esto no es doctrina humana. Está en la Biblia. En muchos lugares del Antiguo Testamento se destaca la virtud de la virginidad. Pero no se trata sólo de valorar la virginidad física, sino también la virginidad de pensamiento, la virginidad del alma, esto es, la pureza. Esa es una virtud en la que Dios se complace en gran manera: “Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios.” (Mt 5:8).

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