viernes, 31 de diciembre de 2010

CONFIAR EN DIOS

Por José Belaunde M.

Uno de los errores más frecuentes que cometen los hombres, e incluso los que se dicen cristianos, es poner su confianza en otros seres humanos en vez de ponerla en primer lugar en Dios.

Podemos decir, en general, que todos tenemos confianza en determinadas personas. Si no fuera así, la vida sería imposible, empezando por la vida familiar. Es imposible que exista convivencia humana, sin que exista cierto grado de confianza entre las personas. Aunque nuestra confianza pueda ser cautelosa o limitada a ciertos aspectos, todos, de una manera u otra, confiamos en nuestros familiares, confiamos en nuestros amigos, confiamos en nuestros vecinos, confiamos en nuestros compañeros de trabajo, confiamos en nuestros jefes, confiamos en nuestros empleados, etc.

Pero ¡cuántas veces hemos sido defraudados! ¡Cuántas veces la persona en quien más confiábamos comete un grave error que nos perjudica, o nos vuelve las espaldas cuando más la necesitamos! ¡O peor aún, nos traiciona!

No hay quien no haya pasado por este tipo de experiencias, que suelen ser muy dolorosas y hasta traumáticas, cuando la persona que nos falla es precisamente la que más amamos.

Pero no deberíamos sorprendernos ni quejarnos de que eso ocurra, porque es inevitable que las personas nos fallen. Es inevitable porque el ser humano es por naturaleza falible, limitado, sujeto a error, egoísta, desconsiderado. Tiene que ocurrir un día. Nos fallan porque nosotros también fallamos.

Dios dijo por boca del profeta Jeremías: "Maldito el varón que confía en el hombre y pone carne por su brazo…” y añadió: “Bendito el varón que confía en el Señor…” (Jr 17:5,7).

Sólo hay un ser que es enteramente confiable; sólo hay un ser en quien podemos confiar nuestros secretos sin temor de que los divulgue; sólo hay un ser que no es limitado ni falible, que no puede cometer errores y que no es egoísta, sino, al contrario, absolutamente desinteresado; y que, además, nos ama infinitamente. Ese ser es Dios.

El salmo 62 dice. "Alma mía, sólo en Dios reposa, porque Él es mi esperanza. Sólo Él es mi roca y mi salvación, mi refugio..." Y en otro lugar dice: "Sólo en Dios se aquieta mi alma, porque de Él viene mi esperanza." (Sal 62:5,1).

Si hay alguien en quien yo puedo descansar, que me puede hacer dormir tranquilo, ése es Dios (Sal 4:8).

Pero nosotros tendemos a poner nuestra confianza en seres humanos porque son ellos los que tenemos a nuestro lado, son ellos a quienes vemos, son ellos a quienes amamos. Muchos dicen: a Dios no lo vemos, no sabemos donde está; ni siquiera sabemos si nos oye; o no estamos seguros de que, si nos oye, quiera hacernos caso.

Dicen eso porque no conocen a Dios, no lo tratan y por eso no tienen la fe que deberían tener. ¿En dónde estará Dios? se preguntan, ¿en qué confín del cielo?

Hay tantas personas que se dicen cristianas --y quizá lo sean-- que tienen una concepción de un Dios distante, quizá Creador todopoderoso y amante, pero que no interviene en los asuntos humanos, que no se mezcla en nuestros problemas. ¡Cuán equivocados están! ¡No conocen a Dios y por eso piensan así!

Generalmente nuestra confianza en las personas depende de cuánto las conozcamos. Nadie confía en un desconocido. Sería una grave imprudencia. Es cierto que a veces la cometemos de puro ilusos que somos. Pero a medida que tratamos a la gente inconscientemente la juzgamos y evaluamos hasta qué punto podemos confiar en ellas. Adquirimos también cierta experiencia. Si hemos ido encargando a un empleado diversas tareas y responsabilidades, y siempre las hace bien, terminará por convertirse en nuestro empleado de confianza. La confianza nace y crece con el uso. La confianza engendra además una cierta forma de cariño, aun entre superior y subordinado. Tanto más entre personas cuya relación las sitúa en el mismo nivel, sean amigos, familiares o enamorados. Pero todos terminamos amando de alguna manera a las personas en quienes confiamos, aunque sean nuestros empleados, precisamente porque confiamos en ellas. En la Biblia hay varios ejemplos: el de Eliezer, siervo de Abraham (Gn 24; el del centurión que amaba a su siervo (Lc 7:2 ).

Por lo demás tener alguien en quien podemos realmente confiar nos da seguridad, y ¡qué triste es cuando no se cuenta con nadie en quien poner nuestra confianza!

Pero si conociéramos a Dios, si realmente lo conociéramos, entonces sabríamos por experiencia cuánto podemos confiar en Él; conoceríamos a alguien en quien realmente sí podemos confiar a ciegas.

Mucha gente piensa que Dios no se ocupa de nuestros asuntos particulares, que está demasiado lejos, o es demasiado grande o está demasiado ocupado para ocuparse de nuestras minucias. Pero Jesús nos asegura que ningún cabello de nuestra cabeza perecerá (Lc 21:18). Si, hasta los cabellos de nuestra cabeza los tiene todos contados (Mt 10:30). De todo lo que nos sucede Él está enterado.

No sólo de nosotros, sino de toda su creación. Jesús dijo “¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo ninguno de ellos cae a tierra sin nuestro Padre.” (Mt 10:29). Eso quiere decir que Dios está enterado de todo lo que ocurre en la tierra, aun de las cosas que consideraríamos que son demasiado pequeñas para que Dios piense en ellas.

Quizá alguno objete: ¿Cómo puede Dios estar al corriente de todo lo que ocurre en el mundo? Sí puede. No juzguemos lo que Él puede hacer por lo que nosotros podemos, por los parámetros de nuestra mente limitada. Nosotros sólo podemos estar al tanto de unas cuantas cosas; si pretendemos abarcar más, las cosas se nos escapan. No podemos poner la atención en más de una cosa a la vez.

El refrán "Quien mucho abarca, poco aprieta" no se aplica a Dios, porque Él tiene una mente infinita. Él no se cansa, ni se adormece, dice su palabra (Sal 121:3,4). Él no duerme ni se aburre. Él puede poner su atención simultáneamente en un número infinito de detalles, porque Él tiene una atención infinita.

Él es como una computadora que tuviera una memoria ilimitada, una velocidad de procesamiento instantánea, y que estuviera conectada en línea con un número infinito de terminales y a todas atendiera a la vez en tiempo real.

Él nos trata y nos considera a cada uno de nosotros como si fuéramos la única persona viva sobre la tierra, la única que existiera. Porque para Él somos en verdad únicos e irremplazables. Por eso dice su palabra en Isaías: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque ella olvide yo nunca me olvidaré de ti.” (Is 49:15).

Imaginemos una madre que sólo tuviera un hijo. ¡Qué no haría esa madre por ese hijo! Bueno, eso es lo que cada uno de nosotros es para Dios. Así se porta Él con cada criatura que pisa la tierra.

Naturalmente para nosotros eso es algo inimaginable, inconcebible. El rey David hablando de cómo Dios conoce nuestras palabras aun antes de que se formen en nuestra boca, escribía: "Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí. Alto es, no lo puedo comprender".(Sal 139:6).
Lo que ocurre es que, como no estamos acostumbrados a tratar con Dios, no lo conocemos y por eso no confiamos en Él. Nadie confía en quien no conoce, como ya dije, a menos que esté loco. ¡Ah, si le conociéramos! Jesús le dijo a la samaritana: Si conocieras con quién estás hablando…(Jn 4:10). ¡En verdad, si le conociéramos realmente confiaríamos en Él ciegamente y nunca confiaríamos en ningún otro!

El salmo 146 dice. "No confiéis en príncipes (esto es, en hombres importantes), ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación. Apenas exhala su espíritu, vuelve a la tierra y ese mismo día perecen sus pensamientos." (Sal 146:3,4).

Supongamos que ponemos nuestra confianza en una persona, en su apoyo, en su conocimiento, en su consejo, en su influencia, en su dinero. De repente un día muere y ya no está ahí. Todo su conocimiento, todo su influencia, todo su poder, todas sus intenciones de ayudarnos, se las tragó la tierra, desaparecieron. Ya no puede hacer nada por nosotros.

Y si la persona amada, cuyo abrazo nos confortaba, de pronto ya no está ahí ¡Qué vacío deja en nuestras vidas!

Pero Dios nunca desaparece, nunca nos falta, siempre está ahí.

Hay tres razones a mi juicio por las cuales podemos confiar en Dios sin límites: 1) Dios todo lo puede, para Él no hay nada imposible (Lc 1:37); 2) Dios todo lo sabe y sabe mejor que nosotros mismos qué es lo que más nos conviene; 3) Dios nos ama con un amor infinito y sobre todas las cosas quiere nuestro bien. Si Dios pues quiere nuestro bien, sabe cómo hacerlo y puede hacer todo lo que quiere ¿cómo no confiar en Él?

Hay un salmo que expresa mejor que ningún pasaje que recuerde el grado de confianza que podemos tener en Él: “Encomienda al Señor tu camino, confía en Él y Él obrará.” (Sal 37:5). Si hoy día yo puede vivir sin apremios, a pesar de que nunca tomé previsiones para el futuro, es porque yo puse mi futuro en sus manos: “Confía en el Señor y haz el bien; y habitarás la tierra y te apacentarás de la verdad.” (vers. 3). ¡Cuánta verdad hay en esas palabras!

Yo no quiero decir con esto que no debemos confiar en nadie ni que nos apoyemos en nadie. La vida sería imposible si no pudiéramos contar con las personas. Dios las ha puesto ahí para ayudarnos y para que nosotros, a su vez, las ayudemos. Y claro que sabemos cuánta ayuda una mano amiga puede prestarnos en un momento difícil. Pero ¿en quién confiamos primero? ¿En quién confiamos más? ¿En Dios o en el hombre?

Si sobreviene de improviso un problema serio, que nos angustia, nos decimos ¿A quién llamo? ¿A mi abogado? ¿Al serenazgo? ¿A mi amigo, el general de policía? ¿A mi tío, que tiene influencia?
Si se mete un ladrón a tu casa, antes de coger el teléfono para pedir auxilio, o de correr a la ventana para gritar, pídele auxilio a Dios. Él está ahí, Él está ahí, aunque tú ni el ladrón lo vean, y puede hacer mucho por ti. Cuanto más grave el peligro, tanto más cerca está Él. Y cuánto más confíes en Él, más puede hacer Él por ti.

Por de pronto, confiar en Dios te dará serenidad en el peligro y eso es ya un buen comienzo. Pero puede hacer mucho más. Puede hacer que el ladrón se asuste y se vaya. Puede hacer que el asaltante se confunda y tropiece. ¡Jesús! es un grito que ha salvado a muchos del peligro. Ten su nombre bendito a la mano. ¿Y cómo lo tendrás a la mano si no lo tienes en el corazón? (Nota)

Decía antes que si lo conociéramos... Si conociéramos a Dios, sabríamos cuánto podemos confiar en Él en toda circunstancia. Pero ¿cómo le conoceremos si no le hablamos? ¿Cómo le conoceremos si no tratamos con Él? ¿Si no leemos su palabra?

Cuando te hayas acostumbrado a hablar con Él como a un amigo, como al amigo más íntimo, empezarás poco a poco a conocerlo, empezarás a aprender a escucharlo. Porque Él nos habla siempre, sólo que no reconocemos su voz entre las muchas voces que nos hablan.

No habla necesariamente con palabras audibles. Pero sentimos en nuestro corazón sus respuestas y aprendemos a distinguir su voz.

Jesús dijo que sus ovejas conocen su voz y le siguen. Si tú eres una de sus ovejas ¿has aprendido ya a reconocer su voz? Y si no lo eres, conviértete en una de ellas para que conozcas su voz y aprendas a reconocerla cuando te hable. Dios nos habla más a menudo de lo que imaginamos.

Nosotros no vivimos en la presencia de Dios, -es decir, no somos concientes de ella- aunque lo deseamos con todo el alma. Pero Dios siempre vive en nuestra presencia, porque nos tiene siempre presentes y siempre nos está mirando. Nunca desaparecemos de su vista.
Devolvámosle de vez en cuando la cortesía. Levantemos de vez en cuando nuestra mirada hacia Él. Quizá nuestra mirada se cruce con la suya y nuestros ojos se hablen.

Nota: Esa fue la palabra que yo exclamé hace dos años cuando un sujeto armado con una chaveta se me acercó mientras guardaba mi auto en la cochera y me dijo: “Esto es un asalto. Déme su dinero”: ¡Jesús! Como se me trabó la billetera al tratar de sacarla del bolsillo, porque era muy estrecho, el hombre me rasgó el pantalón con su chaveta y arrancó la billetera. Pero no me hirió ni yo tuve temor de que lo hiciera. Cuando se subía al auto de su cómplice yo le grité: ¡Dios te bendiga! Y un poco más abajo botó la cartera con mis documentos. Sí, Dios nos cuida.
(Escrito el 11.09.98; impreso por primera vez el 31.01.03 con el título “La Confianza”, y revisado para esta impresión)

#366 (24.04.05) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M.

lunes, 13 de diciembre de 2010

LO NUEVO DEL NUEVO TESTAMENTO

Por José Belaunde M.

Sabemos que la Biblia se compone de dos partes de disímil extensión: el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento es tres veces más extenso que el Nuevo y está formado por las escrituras canónicas del pueblo judío, que ellos clasificaban en ley, profetas y escritos.

El Antiguo Testamento fue escrito en un lapso de aproximadamente 1000 años, de Moisés a Malaquías, si no contamos los escritos llamados deuterocanónicos, o apócrifos, que figuran en la Septuaginta (Nota 1). El Nuevo Testamento, en cambio, fue escrito en su totalidad en menos de 100 años (quizá en menos 50 años, según hipótesis modernas) y está formado por las escrituras cristianas que comprenden básicamente los evangelios, las epístolas y el Apocalipsis. El Antiguo Testamento fue escrito en hebreo (salvo algunos pasajes aislados en arameo); el Nuevo Testamento ha llegado a nosotros en el idioma griego popular (koiné), hablado en esa época en la mayor parte del Medio Oriente.

Ahora bien, frente a la gran variedad y riqueza de los libros del Antiguo Testamento ¿en qué consiste lo nuevo del Nuevo Testamento? Si se me permite dar una respuesta sumaria y sencilla (que será necesariamente incompleta y que no incluye, por razones de espacio, la nueva moral predicada por Jesús), podría decir que consiste en primer lugar en el cumplimiento de la promesa hecha por Dios a su pueblo, Israel, de enviarles un Mesías, un Salvador, que les devolviera su libertad. El cumplimiento de esta promesa era la esperanza viva del pueblo judío, como podemos ver en el cántico de Zacarías, padre de Juan Bautista: "Bendito sea el Dios de Israel que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos ha levantado un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio, para salvarnos de nuestros enemigos y de todos los que nos odian." (Lc 1:68-71).

Pero hay un aspecto increíble, inaudito, en la realización de esta promesa, algo que ni las más ardientes esperanzas de los judíos, que se aferraban a sus textos proféticos, hubieran podido imaginar. Esto es, que el Salvador enviado por Dios no sería un mero hombre, como ellos esperaban, sino que sería Dios y hombre a la vez: Un ser divino, Hijo de Dios mismo, que nacería de una mujer de su pueblo, de una doncella virgen, sin intervención de hombre alguno, por el solo poder del Espíritu Santo (Lc 1:35).

Este es el misterio y el milagro de la Encarnación. Esta es la primera revelación fundamental del Nuevo Testamento, con la cual se inician los evangelios, y que lo distingue del Antiguo. Para nosotros, que estamos acostumbrados a celebrar en la Navidad el nacimiento de Jesús, esta idea de que Dios se hiciera hombre puede quizá no parecernos algo tan extraordinario, fuera de toda verosimilitud, porque ya nos hemos habituado a ella. Pero para los judíos de ese tiempo era algo inaudito, absurdo, inaceptable, y por eso lo rechazaron y lo siguen rechazando. Como dice el prólogo del Evangelio de San Juan: "Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron." (Jn 1:11).

En segundo lugar, el Nuevo Testamento nos hace ver que la misión del Mesías no se limitaba a libertar a su pueblo del yugo de la opresión, como ellos creían, sino que su misión se extendía a todo el género humano, y que la liberación que les iba a otorgar no consistía en sacudir la dominación de una potencia extranjera, sino en libertarlos, a los judíos y a la humanidad entera, de la esclavitud del pecado y del peligro inminente de la condenación eterna (2).

El Nuevo Testamento narra cómo el Mesías prometido cumplió su misión tomando sobre sí nuestras faltas y pecados y cómo hizo expiación por ellos padeciendo grandes torturas en manos de los romanos y muriendo en el suplicio de la cruz. Esta sola idea de un Mesías colgado en un madero era una abominación para los judíos, que consideraban a un crucificado como un ser maldito (Col 3:13). Y era una locura (1Cor 1:23) para los hombres cultos no judíos de su tiempo: ¡Que un Dios fuera a morir de una manera tan abyecta por mano humana! ¡No podía ser Dios entonces!

Pero esta misma idea tan absurda, este final inesperado de la carrera del Salvador divino, es la revelación del amor y de la misericordia infinita de Dios que el hombre necesitaba: Que Dios mismo, nuestro creador y acreedor, por así decirlo, tomara a su cargo nuestras deudas y pagara por ellas, sin pedirnos nada a cambio.

Al subir a la cruz, Jesús se convirtió en un signo de contradicción para judíos y gentiles por igual; en un signo que los judíos en particular rechazaban, a pesar de que el sacrificio expiatorio de Jesús estaba ya prefigurado en los sacrificios del templo y anunciado, es cierto en términos algo oscuros, por algunas profecías y, en especial, por el cántico del Siervo del Señor en el libro de Isaías (52:13-53), cuyo pasaje más saltante dice así: "Ciertamente Él llevó nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz cayó sobre Él y por sus llagas fuimos nosotros sanados" (53:4,5).

Los rabinos judíos discutían entre sí sobre la interpretación de este pasaje intrigante (¿Se refiere a un personaje concreto en particular o al pueblo escogido entero?). El eunuco de la reina Candaces le preguntó al evangelista Felipe también acerca de él ("¿El profeta dice esto de sí mismo o de otro?" Hch 8:26-40). Pero sólo Jesús mismo podía darle la interpretación justa y verdadera porque Él había sido enviado precisamente a cumplirlo (Lc 24:44-47).
La carrera del Salvador felizmente no concluyó con su muerte, sino que, como estaba anunciado en el salmo 16, las cadenas del Sheol no lo pudieron retener. Él se levantó del sepulcro, libre de las ataduras de la muerte, resucitando en un cuerpo glorioso que ya no podía volver a morir, y una vez ascendido al cielo, se sentó a la diestra de la majestad de Dios a esperar "que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies" (Sal 110:1; Lc 20:43; 1Cor 15:25).

Por estas dos revelaciones el valor del Nuevo Testamento supera incomparablemente al valor del Antiguo. Esta revelación del nacimiento, muerte y resurrección de Jesús hace que el Nuevo Testamento sea un libro único en toda la literatura humana, porque contiene las verdades más preciosas para nosotros y porque narra la intervención más extraordinaria de Dios en el devenir humano.

En tercer lugar, el Nuevo Testamento nos habla acerca de la persona del Espíritu Santo y de la Santísima Trinidad. El pueblo del Antiguo Testamento conocía acerca de la acción del Espíritu de Dios en su historia, partiendo de la creación, en la que "el Espíritu ...flotaba sobre la faz de las aguas" (Gn 1:2). Sabía, como he explicado en otra charla, que el Espíritu de Dios podía venir sobre un hombre y darle una fuerza extraordinaria o una gran sabiduría, y que podía realizar milagros. Pero no tenían idea de que el Espíritu Santo fuese también Dios a título propio y una persona distinta del Padre y del Hijo. Aunque el Ángel del Señor aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento (Gn 21:17;Ex 3:2;14:19;Jc 2:1; 6:11; etc.), identificado con Dios, y muchos piensan que era una manifestación del Verbo no encarnado, los hebreos no sabían nada acerca de la persona del Hijo, uno con el Padre. No sabían tampoco que los tres, Padre, Hijo y Espíritu Santo, siendo cada uno de ellos individualmente Dios, formaban una unidad divina, un solo Dios en tres personas.

Los judíos no sólo ignoraban estas cosas, aunque estén implícitas en algunos pasajes por cierto misteriosos de sus Escrituras, sino que para ellos, y para los no judíos, la sola noción de un Dios en tres personas era simplemente una blasfemia. Eso explica que esta verdad no fuera comprendida de inmediato por todo el pueblo cristiano sino poco a poco y que sólo fuera inequívocamente proclamada después de 300 años, en el primer concilio de Nicea, y no sin muchos debates y discusiones, que no se apagaron inmediatamente (3).

El cuarto elemento nuevo del Nuevo Testamento es el inesperado mensaje de que el hombre no tiene que hacer nada para salvarse sino creer; que el hombre, por mucho que se esfuerce, no puede merecer la salvación y que tampoco necesita merecerla, porque ya todo lo necesario lo hizo Jesús por él y es, por tanto, gratuita. Que al creer, el hombre es regenerado por el Espíritu Santo, nace de nuevo espiritualmente, como le explica Jesús a Nicodemo (Jn 3:3-7) y es una nueva criatura (2Cor 5:17).

Esta revelación se manifiesta en frases como ésta del Prólogo del Evangelio de San Juan, que dice: "Pero a todos los que le recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no son nacidos de hombre, ni de voluntad humana, sino de Dios" (Jn 1:12). O en otros pasajes del mismo evangelio, como aquel que dice: "En verdad, verdad os digo que el que oye mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna y no viene a condenación, sino que ha pasado de muerte a vida." (Jn 5:24).

Pero es sobre todo en las epístolas de Pablo en donde esta verdad encuentra su formulación más consumada, como en la conocida sentencia de la carta a los Efesios: "Pues habéis sido salvados por gracia mediante la fe. Esto no proviene de vosotros, sino que es don de Dios. Tampoco es por obras, para que nadie se jacte" (Ef 2:8,9). O aquella otra de Romanos: "Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención en Cristo Jesús". (Rm 3:23,24).

La salvación procurada por la muerte de Cristo es un paquete que incluye todo lo que el hombre necesita: “Ya habéis sido salvados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús…” (1Cor 6:11).

Lo cual no quiere decir que el cristiano pueda vivir como quiera o que pueda seguir pecando como antes hacía. ¿Cómo podría si ya ha sido libertado de la esclavitud del pecado y ha sido hecho siervo de la justicia? (Rm 6:18) El cristiano, hombre o mujer de Dios, tiene que vivir haciendo las buenas obras que Dios preparó de antemano para que las hiciera (Ef 2:10), no para merecer por ellas la salvación, sino para honrar a Dios con sus hechos, para mostrarle su amor y su agradecimiento obedeciéndole (Jn 14:21), y para dar testimonio de que en su diario vivir es guiado por el Espíritu Santo (Rm 8:14).

Muchas cosas, además de las mencionadas, que fueron reveladas en el Nuevo Testamento, no figuran en el Antiguo, o estaban contenidas sólo en germen en los libros de la antigua alianza. Ellas hacen que nuestra religión (4) sea una religión enteramente diferente a todas las otras religiones -incluido el judaísmo- porque ella consiste antes que nada en las verdades acerca de una persona, Jesucristo, y acerca de la misericordia de Dios revelada a través de su único Hijo.
¡Qué gran privilegio es para nosotros haber escuchado este Evangelio, esta buena nueva, y haber creído en ella! ¡Qué gran privilegio y qué enorme gracia es haber nacido en una nación cristiana en la que las verdades de Dios pueden ser predicadas abiertamente y en la que podemos adorar a Dios en toda libertad!

Si pensamos que hay tantos países en el mundo en los que esto no es posible ¿Cómo no hemos de dar gracias a Dios por este privilegio?

Y tú amigo que lees estas líneas ¿eres conciente de la enorme suerte que te ha tocado? Quizá ocurra que, como estás acostumbrado a oír hablar desde chico de estas cosas, no les das importancia, o las tomas como sobrentendidas, como algo en lo que no se necesita pensar. O quizá pienses que son antiguallas en las que la gente moderna superada ya no puede creer.

Por ese motivo quizá no has captado en toda su profundidad lo que significa que Jesús muriera por ti, que Él muriera en lugar tuyo, que tú debías haber ocupado su lugar en la cruz por tus propios pecados. Y así fue en verdad: El inocente Jesús sufrió una muerte horrenda por ti; fue condenado a causa de tus culpas para que tú fueras librado de ellas y escaparas a la sentencia que merecías (1P 2:24).

Quizá tú te digas ¿Por qué tendría yo que ser condenado a muerte si yo soy una buena persona, si yo no le hago daño a nadie?

¿Es verdad? ¿Nunca has hecho nada por lo que tu conciencia te acuse? ¿Eres realmente inocente como un niño? Vamos no te engañes. Si hubieras estado en el grupo de los que rodeaban a la pecadora que le trajeron a Jesús cuando fue sorprendida en adulterio, y que le preguntaron si era lícito apedrearla ¿podrías tú haber tirado la primera piedra? Jesús, autorizándoles a que lo hicieran, les dijo: "El que esté libre de pecado que tire la primera piedra". (Jn 8:7). Pero no había ninguno y Él lo sabía. ¿Estás tú libre de pecado como para acusar a otros?

Sé muy bien que tu respuesta es negativa; que si tú hubieras estado en ese lugar y en esa escena, tu te habrías retirado como los demás y, como yo, avergonzado porque, aunque no quieras admitirlo, tu conciencia te acusa tanto como a ellos.
Si tienes una carga, un peso en tu conciencia, del que no te puedes librar, ahí está Jesús para quitártelo, el único que puede hacerlo, si tú reconoces tus faltas y le pides perdón por ellas. Si haces eso de todo corazón, sinceramente arrepentido, Jesús te dirá como a la Magdalena: "Anda y no peques más" (Jn 8:11). 17.12.00

Notas: 1. La Septuaginta (usualmente referida como "LXX") es la traducción al griego de las Escrituras hebreas hecha, unos 150 años antes de Jesús, por los judíos asentados en Alejandría. Contiene algunos libros escritos después de Malaquías, que no fueron admitidos en el canon hebreo por el Concilio rabínico celebrado en Yavné o Yamnia (100 D.C. aproximadamente). La Septuaginta era la Biblia que usaban las sinagogas judías de la dispersión de habla griega y la que usaron los apóstoles y los primeros cristianos en su predicación. Haber tenido un texto común facilitó enormemente la difusión del Evangelio entre los judíos de la Diáspora (Hch 13:5,14-43;14:1;17:1-4;10-12;18:4,26;19:7). El orden en que están dispuestos los libros del Antiguo Testamento en nuestra Biblia -diferente del de las Escrituras judías- es el que tenían en la LXX.

2. La pregunta que los apóstoles hacen a Jesús, antes de que ascienda al cielo, acerca de cuándo restauraría el reino de Israel (Hch 1:6) muestra cómo ellos mismos, aún después de la resurrección, estaban presos de la concepción nacionalista de la misión del Mesías. Pero el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés les dio la perspectiva correcta.
3. La herejía arriana, que negaba que Jesús fuera Dios, estuvo a punto de desplazar a la ortodoxia durante el siglo IV. Fue condenada en el primer concilio de Constantinopla (381), pero persistió en muchos reinos germánicos hasta dos siglos después. Las doctrinas de los Testigos de Jehová constituyen en parte una vuelta a la herejía del arrianismo.
4. Tomo la palabra "religión" (sinónimo de "piedad") en el sentido positivo que siempre tuvo a lo largo de la historia del Cristianismo, de relación del hombre con Dios, que lo lleva a hacer lo que Dios espera de él. Nótese que el hecho de que haya una "religión vana" no impide que haya por contraparte una “religión pura y sin mancha” (St 1:26,27).

NB. Este artículo fue originalmente el texto de una charla transmitida por Radio Miraflores en diciembre del año 2000, y enseguida publicada el 17.12.00.

#654 (28.11.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 10 de diciembre de 2010

¿CUÁL ES TU PRECIO?


Por José Belaunde M.

Hoy día en el mundo se suele decir que todo tiene su precio, todo se vende y se compra. La conciencia de la gente tiene también su precio. Si un hombre de empresa necesita que una persona en un alto cargo tome determinada decisión que le favorezca o le facilite hacer algún negocio, va donde él o le envía a un amigo de su parte, a indagar cuánto es lo que exige como compensación para decidir a favor suyo. Si acaso su amigo vuelve diciéndole que el funcionario no acepta plegarse a sus deseos, el empresario piensa: “Caramba, este tipo se cotiza muy alto ¿Cuánto será lo que quiere?” Y manda a su amigo de vuelta para que negocie el monto.
Y tú ¿has pensado cuál es tu precio? ¿Hasta que suma de dinero eres incorruptible, insobornable? ¿10,000 dólares? No, eso es muy poco para mí. ¿Pero si le agregan un cerito a la derecha y te susurran al oído: cien mil? ¿Estás dispuesto a ceder? ¿Te pones firme y dices: Yo no puedo aceptar este tipo de ofertas? ¿O tratas de justificar tu venalidad diciéndote que hay ofertas que no se pueden rehusar?

Si te proponen un negocio incorrecto ¿hasta qué ganancia estás dispuesto a renunciar para mantener tu integridad?

La gente está acostumbrada a deslizar un sobre o un billete a la persona que tiene que tramitar un expediente, para que no ponga trabas y lo haga rápido, aunque es su obligación hacerlo por el sueldo que recibe. Estas cosas son tan comunes que ya ni nos llaman la atención ni nos hacen sonrojar si nos acomodamos a la costumbre.

Hay quienes no se venden por dinero (¡son incorruptibles!) pero sí por una “pequeña” ventaja temporal, como podría ser un viaje, o un puesto, o un honor, o una posición de cierta importancia, y no obstante, se consideran honestos. Nunca se rebajaron a recibir una coima pero sí torcieron la verdad o la justicia a cambio de un beneficio de otro orden.

El personaje de Daniel en la Biblia es sumamente interesante a este respecto y las peripecias de su vida son muy instructivas para nosotros, porque él fue un hombre público, que desempeñó altos cargos desde joven y sirvió a sucesivos gobiernos durante su larga carrera.

Él era un muchacho israelita que había sido llevado a Babilonia cuando Nabucodonosor conquistó Jerusalén hacia fines del siglo VI antes de Cristo. El propósito del tirano era doble: de un lado privar a la nación conquistada de lo mejor de su gente, de su élite; y, de otro, aprovechar para su propia nación a lo más capaz del país vencido.

El joven Daniel fue llevado a Babilonia junto con otros jóvenes que, como él, formaban parte de la aristocracia judía y habían recibido desde niños una educación esmerada. Ahora se trataba de que aprendieran el idioma de los caldeos y se familiarizaran con las costumbres babilónicas. Si él y sus amigos demostraban ser alumnos aprovechados les esperaba una brillante carrera en su nueva patria.

El rey encargó a un hombre de su confianza el cuidado de los jóvenes israelitas, su manutención y su educación. Pero Daniel como buen israelita, debía obedecer a las prescripciones de la ley de Moisés acerca de los alimentos, y había ciertos manjares y ciertas bebidas que le estaban prohibidas.

Dice la Escritura: "Daniel se propuso no contaminarse con la porción de la comida del rey, ni con el vino que él bebía; pidió por tanto a su tutor que no se le obligase a contaminarse." (Dn 1:8). Y el funcionario, aunque con algunas dudas, accedió a su petición.

Daniel y sus compañeros rehusaron gustar de la comida del rey a pesar de que eso significaba correr el riesgo de disgustar a su tutor y, peor aún, de suscitar la cólera del soberano. En esa época los reyes no se andaban con contemplaciones. Si alguien se oponía a sus deseos, simplemente lo mandaban matar.

Pero Daniel no condescendió con el mundo que le ofrecía satisfacciones y halagos: una mesa bien servida, vino abundante, diversiones y encima, una brillante carrera y formar parte del grupo privilegiado.

¿Cuántas veces nos hemos encontrado en situaciones parecidas? Se nos ofrecen tales o cuales ventajas, con tal de que cedamos en nuestros principios.

¿Mantenemos entonces nuestra integridad o nos acomodamos? ¿Estamos dispuestos, por razones de conciencia, a renunciar a las ventajas que nos ofrecen, o peor, a ser marginados por no colaborar?

Si eres profesional ¿te negarías a hacer lo que tu conciencia te prohíbe, pese a las amenazas de represalias?

Si eres juez ¿cambiarías la sentencia a favor del culpable porque alguien bien situado te lo ordena? (Nota) ¿Estás dispuesto a arriesgar que te cambien de colocación o que te acusen falsamente de prevaricato por no ceder a las presiones?

Si eres investigador o fiscal ¿cambiarías el atestado policial por una buena oferta de dinero o por la promesa de un ascenso? ¿Acusarías al inocente por unos cuantos soles?

Si eres médico ¿esterilizarías a esa pobre campesina ignorante, sin explicarle claramente lo que esa operación significa, o sin que su esposo esté de acuerdo? Hubo pocos médicos que se negaron hace pocos años a hacerlo por temor de perder su puesto y su sueldo.

¿Abortarías a esa joven por un buen fajo de billetes?

Si estás a cargo de las compras en una repartición pública ¿harías pedidos innecesarios en complicidad con otros colegas para recibir la comisión que te ofrece el vendedor? ¿Te contentas con el diez por ciento para otorgar la buena pro, o pides más? ¿O te niegas más bien, como debieras, a recibir un centavo?

Casos como los que menciono ocurren a diario en la administración pública, en los negocios y en todas las profesiones. Y ahí es cuando se descubre el temple de nuestra integridad de carácter y de nuestras convicciones.

Queremos formar parte de la collera, del grupo de amigos "in", de los que son invitados a reuniones de diversión privadas, de los que están al tanto de las mejores oportunidades para hacer dinero, de los que se benefician con los repartos o de los ascensos.

Hoy más nunca reinan los que venden su conciencia. ¿Cuál es tu precio? ¿Ya lo has fijado?

Seguir a Cristo también tiene su precio, pero es un precio de naturaleza diferente, que no siempre se mide en dinero. Porque puede pedírsenos que mintamos ante la opinión pública, o que tomemos parte en manejos que nuestra conciencia reprueba; o que nos adhiramos a ciertos grupos políticos, o a ciertas fraternidades que nos ofrecen apoyo de colegas; o, simplemente, se nos pide que neguemos nuestra fe cristiana.

El apóstol Pedro se encontró una vez en una situación de peligro parecida y, para escapar de ella, negó que era amigo de Jesús. Si él decía que sí, si admitía que era su amigo, quizá lo hubieran involucrado en el juicio como cómplice y hubiera acabado en la cruz junto con su maestro. Él lo amaba, por cierto, pero no tanto como para arriesgar la vida, o como para ser torturado.

Sin embargo, Pedro le había jurado poco antes a Jesús que estaba dispuesto a morir por Él. Pero llegado el momento de la prueba, más pudo el miedo. Cuando cantó el gallo y se acordó del anuncio que le había hecho Jesús ya era tarde, ya lo había traicionado.

¿A qué le temes tú más? ¿A desafiar la ira del rey, de los poderosos, o a desafiar la ira de Dios? Los reyes, los poderosos de este mundo son muchas veces testaferros del diablo, sus emisarios. Vienen de su parte para tentarte, para probar el temple de tu conciencia. Cuando te vengan a hacer determinadas ofertas, mira bien los pies de la persona que te las hace, a ver si descubres las pezuñas del cachudo.

¿A quién le temes tú más? ¿A Dios, o a la gente del mundo, o a la sociedad, o a los poderosos? ¿Ante quién tiemblas?

Jesús dijo: "No temáis a los que matan el cuerpo mas no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede destruir alma y cuerpo en el infierno" (Mt 10:28). Hay quienes creen que Jesús se está refiriendo en ese pasaje al diablo, pero no se está refiriendo al diablo sino a Dios. Sólo a Dios debemos temer. El diablo puede torturarnos en el infierno pero no puede mandarnos ahí ni destruirnos. Sólo Dios puede hacerlo.

También dijo Jesús: "¿Qué provecho sacará el hombre con ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mt 16:26). Si pierdes tu alma, lo perdiste todo, porque los bienes son muchos pero el alma es una sola. Además el bien que pudiste ganar a cambio de tu alma dura muy poco. En cambio tu alma es eterna.

Antes Él había dicho: "Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por mi causa, la encontrará". (Mt 16:25). Esa es la gran promesa de Jesús. Lo que tú estés dispuesto a renunciar por mantenerte fiel a Jesús, inclusive la vida, lo recuperarás mil veces aumentado, multiplicado, en este mundo o en el otro.

Dios premió la fidelidad de Daniel y de sus compañeros haciendo que ellos encontraran gracia con el funcionario que se encargaba de ellos; haciendo que no se demacraran, como temía el tutor, por el hecho de comer sólo legumbres y otros alimentos permitidos a los israelitas (Dn 1:12-15); y, por último, los premió dándoles más sabiduría que a los otros jóvenes de su edad (Dn1:19,20), de tal manera que destacaran temprano sobre los demás del grupo. Porque dice el texto sagrado que el rey se mostró satisfecho con ellos y los convirtió en sus consejeros.

Ser fieles a Dios conlleva un precio, pero trae consigo también una recompensa: por de pronto, mayor sabiduría y autoridad. Puede haber sacrificios que afrontar, esto es, renunciar a los premios que da el mundo a los que se doblegan; y puede haber peligros que sortear, incluso arriesgar la vida; pero, al final, Dios nos premia y su recompensa tiene mucho mayor valor que las satisfacciones transitorias que ofrece el mundo.

En última instancia, aunque al principio te critiquen o se burlen de ti, al final te admirarán por la solidez de tus principios y de tu carácter, te elogiarán públicamente. Porque no hay mucha gente incorruptible en el mundo, y esos pocos terminan siendo admirados y premiados hasta por aquellos que los criticaban.

Pero el mayor premio que puedes obtener es la paz de una conciencia tranquila, de un sueño imperturbado. Si hubieras consentido en lo que te proponían, si hubieras aceptado el soborno ¿cómo te hubieras sentido? ¿Estarías contento de ti mismo? Y si el asunto llegara a ser público ¿con qué cara mirarías a tus hijos que veían en ti a su modelo?

Nota. Sabemos que estas cosas suceden con frecuencia en nuestro poder judicial, y no sólo porque alguien bien situado lo ordena sino porque se ofrece una recompensa dineraria.

NB. Esta charla fue transmitida por radio el 15.01.2000 y publicada hace poco más de cinco años. La vuelvo a imprimir porque creo que su contenido sigue siendo muy actual.
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