lunes, 20 de junio de 2011

LOS QUE HABITAN EN EL MONTE DE SIÓN II

Un Comentario del Salmo 15:3-5.


Por José Belaunde M.


3. “El que no calumnia con su lengua, ni hace mal a su prójimo, ni admite reproche alguno contra su vecino.”
Las condiciones expuestas en éste y en los dos versículos que le siguen son en realidad un desarrollo, o expansión, de los requisitos expuestos en el versículo anterior, que son las condiciones básicas. Obviamente el que camina en integridad es irreprochable en toda su conducta, y si es sincero consigo mismo, no calumnia a su prójimo.

¿Qué es calumniar? Hacer una acusación falsa contra alguno, acusarlo de algo que no ha cometido. Este es un delito mayor porque pone a la víctima en peligro, sea de perder la vida, o de ser enjuiciado, y hasta de ser llevado injustamente a la cárcel. La calumnia roba la honra de una persona, lastima su buen nombre y, aunque no sufra ningún perjuicio grave, como pudiera ser la pérdida de la libertad, le daña a la vista de los otros. Puede experimentar un daño económico al perder la oportunidad de hacer negocios que de otro modo hubiera podido realizar; o simplemente, sufrir de aislamiento social y perder amistades como consecuencia de la acusación falsa. De ahí que el Decálogo nos advierta solemnemente: “No darás falso testimonio contra tu prójimo.” (Dt 5:20).

El daño moral sufrido por el calumniado puede ser difícil de reparar, porque la información o la impresión negativa permanece tercamente en la memoria. Con buen motivo dice Proverbios: “De más estima es el buen nombre que las muchas riquezas, y la buena fama más que la plata y el oro.” (22:1). Eso no sólo porque el buen nombre levanta a la persona a los ojos de los demás, sino porque también beneficia a sus hijos, parientes, amistades y descendientes. Es un capital preciado para ellos que les abre muchas puertas. En cambio; lo contrario, las cierra.

Hay ocasiones en que el chismoso, el murmurador, puede hacer más daño que el calumniador, porque el chisme es insidioso y se extiende rápidamente como mancha de aceite. El que lo escucha se convierte en cómplice. Un autor antiguo dijo: “El chismoso tiene al diablo en su lengua, pero el que lo escucha lo tiene en el oído.” No está demás recordar que Moisés prohibió tanto el “falso rumor” como el dar falso testimonio en juicio (Ex 23:1). Por eso debemos rehusarnos a escuchar hablar mal de otros.

Si no podemos hablar bien de alguno, mejor es que callemos. “La lengua –dice St 3:6- es un fuego, un mundo de maldad… e inflama la rueda de la creación.” Por eso es bueno que pongamos un freno a nuestra boca cuando nos sentimos tentados de hablar mal de alguno… aunque lo merezca (¿No lo merecemos nunca nosotros?). El que ama a su prójimo cubre sus faltas (Pr 10:12); no las divulga, sino las disimula para no perjudicarlo.

Hacer daño al prójimo comprende todo un abanico de posibilidades, además de las ya mencionadas, incluyendo el daño físico. Pero en el contexto de la cultura agrícola predominante en Israel, el daño aquí parece más referirse a asuntos de tipo económico, o territorial, como podría ser una operación comercial dolosa, o una apropiación ilícita, o mover los linderos de una heredad, o violar un pacto, etc. Pero también daña al prójimo el trato despectivo, humillante, y más aun, el insulto. Sea como fuere, el hombre justo y sabio es conciente de que el que hace algún agravio a su prójimo, en última instancia se lo hace a sí mismo.

El que “admite reproche… contra su vecino” muchas veces lo hace contra la prudencia y contra la justicia. David escuchó la calumnia de Siba, el siervo de Mefiboset, contra su amo, y sin examinar bien el asunto ni exigir una prueba, precipitadamente le adjudicó los bienes del hijo de Jonatán, que era inocente (2Sam 16). Cuando más tarde Mefiboset tuvo oportunidad de presentar su versión de los hechos, David, no sabiendo a quién creer, ordenó repartir los bienes entre ambos, cometiendo una injusticia con el hijo inválido de su amigo íntimo ya muerto (2Sam 19:24-30). Evitemos caer en ese tipo de error.

4. “Aquel a cuyos ojos el vil es menospreciado, pero honra a los que temen a Jehová. El que aun jurando en daño suyo, no por eso cambia.”
En este versículo se expresan dos condiciones que con mucha frecuencia son contradichas en la práctica por la gente. El vil no suele ser menospreciado; más bien ocurre lo contrario. Si goza de una posición social encumbrada o tiene dinero, es elogiado y hasta adulado por la gente como si fuera una persona digna de aprecio. Ante el dinero y el poder todos (o casi todos) se inclinan. Eso lo hacen obviamente no de una manera desinteresada, sino porque esperan cosechar algún beneficio a cambio de su adulación. Pero si no lo recibieran, se volverían contra el que los ha defraudado, y le echarían en cara todos los vicios y defectos que antes ignoraron.

En cambio el justo, cuya conducta es regida por el temor de Dios, pocas veces recibe el reconocimiento que sus méritos merecen, sino más bien es dejado de lado, cuando no es atacado como si fuera un delincuente. Su rectitud suele ser un reproche para los que se han echado el temor de Dios a la espalda y viven como mejor les parece. En el mundo de los negocios el justo no suele ser apreciado porque hay transacciones en las que se niega a participar por motivos de conciencia. Su rectitud es un estorbo, e implícitamente, un reproche para los que saben que actúan mal.

La Biblia nos ofrece un ejemplo edificante: Cuando el impío Joram, rey de Israel, vino a consultar al profeta Eliseo, acompañado del piadoso rey Josafat de Judá, el profeta lo trató con desprecio diciéndole: “Ve a consultar a los profetas de tu padre Acab y de tu madre Jezabel…”, pero mostró en cambio respeto por el virtuoso Josafat, accediendo, en consideración suya, a profetizar (2R 3:13-15).

La segunda condición requiere de una gran firmeza de carácter y de integridad para ser cumplida, y por ese motivo es raro encontrar quienes la cumplan. ¿Cuántos no son los que habiéndose comprometido, incluso bajo juramento, o mediante la firma de un contrato, a hacer determinada cosa, si hallan que el beneficio o ganancia esperada se transforma en pérdida, no tratan, por cualquier medio que sea, de eludir la obligación asumida? Sólo el que es conciente de que Dios es testigo y garante de su compromiso y que, por tanto, no puede renegar de su promesa, se esfuerza en cumplir y honrar la palabra dada aunque le cueste. El que teme a Dios trata de ser fiel en toda su conducta, así como Dios lo es con él.

El tema del juramento nos lleva a considerar el valor que en la antigüedad –y no sólo entre los hebreos- tenía la palabra empeñada. No habiendo entonces un sistema jurídico con escrituras públicas y notarios, los acuerdos entre las personas asumían la forma de pactos que se celebraban bajo juramento. Generalmente se levantaba una piedra, o un “majano” con piedras unas encima de otras, como testimonio del pacto celebrado (Gn 31:45-52; Js 24:25-27). Cuando se juraba en nombre de Jehová en una disputa cualquiera, dado que su nombre siendo santo no podía ser tomado en vano (Ex 20:7), el juramento de una de las partes zanjaba la cuestión sin necesidad de prueba ulterior alguna (Ex 22:10,11).

En el libro de Josué hay un episodio muy ilustrativo sobre el valor de la palabra, ocurrido durante la conquista de la tierra prometida. Los moradores de Gabaón, temiendo que los israelitas los mataran a todos, como sabían que Dios les había ordenado, engañaron a Josué haciéndole creer que venían de tierra lejana. Josué les juró que respetaría su vida. Cuando los israelitas se enteraron de que les habían mentido, pese a las protestas de la congregación que exigía matarlos, Josué y los príncipes insistieron en que aunque habían jurado bajo engaño, no se les podía tocar para no provocar la ira de Dios (Js 9). Cumplir el juramento era para ellos en esas circunstancias más importante que obedecer a una orden divina. Es obvio que se trataba de una situación excepcional.

Cuando Dios probó a Abraham pidiéndole que le sacrificara a su único hijo (figura de Jesús) y el patriarca estuvo a punto de hacerlo, Dios premió su fidelidad jurando por sí mismo que lo bendeciría y que multiplicaría su descendencia (Gn 22:16-18. Véase el comentario al respecto que hace Hb 6:13. Cf Gn 26:3; Sal 105:8,9; Lc 1:73).

No obstante, Jesús condena el juramento y dice que basta con la palabra dada (Mt 5:33-37; cf St 5:12). ¿Cómo explicarse la discrepancia? En su tiempo la práctica de jurar había degenerado en una serie de excesos artificiosos y legalistas, que se prestaban como pretexto para incumplir lo prometido (Mt 23:16-22).

Pablo ha explicado en qué consiste jurar por Dios: poner a Dios por testigo de que lo que uno afirma es verdad (2Cor 1:23), y en más de una ocasión él pone a Dios por testigo de lo que dice (Rm 1:9; Gal 1:20; Flp 1:8; 1Ts 2:5). Si lo que él dijera en ese caso fuera mentira, él haría de Dios un testigo falso, lo cual nos hace ver cuán grave es el perjurio. (Nota 1). Eso explica porqué la cristiandad no ha considerado que las palabras de Jesús constituían una prohibición absoluta del juramento, sino sólo de sus excesos, y la iglesia ha admitido la práctica de prestar juramento, incluso sobre la Biblia. (2)

5a. “Quien su dinero no dio a usura, ni contra el inocente admitió cohecho.”
En el Antiguo Testamento estaba prohibido a los israelitas cobrar intereses a otros israelitas empobrecidos, así como a los extranjeros que vivían en medio de ellos, y que estuvieran en la misma condición. Cobrar intereses era llamado “usura”, (en hebreo nashek, palabra que etimológicamente viene de una raíz que quiere decir “morder” como una serpiente). Sí les estaba permitido, en cambio, cobrar intereses a los extraños, es decir, a los extranjeros que no residían entre ellos, siempre y cuando no fueran excesivos (Ex 22:25; Lv 25:35-38; Dt 23:19,20; cf Pr 28:8; Ez 18: 8,13,17). Después se ha dado el nombre de “usura” a todo cobro exagerado de intereses, y “usurero” es el término peyorativo que se aplica al que lo hace.

De aquí se puede deducir una regla que creo yo es de aplicación universal: Si alguno pide dinero para comer, o para alguna otra necesidad impostergable, no se le debe cobrar intereses. Pero si pidiera un préstamo para hacer un negocio, sí se justifica cobrárselos a una tasa razonable.

El cobro excesivo de intereses es una explotación vil de la necesidad humana, que con frecuencia está acompañada de diversas formas de intimidación y de represalias violentas al que se atrasa en sus pagos, prácticas que la ley debería combatir.
(3)

“El hombre de bien –dice el salmo 112:5- tiene misericordia y presta.” (Se entiende, sin cobrar intereses a su hermano). Él se apiada del necesitado y le facilita el dinero que en una situación difícil le hace falta.

En el capítulo 5 de Nehemías hay un episodio aleccionador. Una parte del pueblo, apremiado por el hambre, había no sólo hipotecado sus tierras, sus viñedos y sus casas, sino que había entregado a sus hijos e hijas como siervos, para satisfacer las exigencias de sus acreedores. Nehemías reunió a todo el pueblo, reprendió severamente a los prestamistas y les exigió devolver lo incautado. Además les hizo jurar que nunca volverían a oprimir a sus hermanos pobres por motivo de las deudas en que incurrieran. (4)

“Cohecho” es sinónimo de soborno. El justo no se presta a ninguna acción en perjuicio de su prójimo a cambio de dinero, sea para acusar falsamente a alguno, si es fiscal; o para dar un testimonio falso, si es testigo; o para pervertir la defensa, si es abogado; o para dictar una sentencia injusta, si es juez; como vemos que ocurre con frecuencia entre nosotros. Porque muchos son, lamentablemente, los que aman más al dinero que a su prójimo, o a quienes la codicia les ha nublado la conciencia, y que, careciendo de escrúpulos, están dispuestos a vender a su hermano por treinta monedas.

Nótese que Moisés tiene palabras muy severas contra el soborno que pervierte la justicia (Dt 16:19; Ex 23:8).

5b. “El que hace estas cosas no resbalará jamás.” (O “no será movido”, dice otra traducción)

Es decir, el que ajusta su conducta de la mejor manera posible a las condiciones expuestas en este salmo, no caerá jamás. Esto es, no que esté libre en un sentido absoluto de cometer pecado, pero no resbalará en el sentido de ser excluido de acercarse al monte santo, o de no ser admitido al tabernáculo de la presencia de Dios. Eso es algo que se aplicaba a los israelitas en la antigua dispensación, -recuérdese que el Salmo 112:6 promete lo mismo al hombre que “tiene misericordia y presta; y gobierna sus asuntos con juicio.”- pero que también podemos entender en un sentido espiritual en nuestro tiempo, aplicándolo a nosotros: puesto que el monte santo y el tabernáculo son figuras del cielo. Esa promesa se cumple en el caso de los que nunca hubieran oído predicar el Evangelio, pero que viven, no obstante, de acuerdo a los dictados de su conciencia (Rm 2:14-16). Pero en el caso de los que sí lo hubieran escuchado, cumplir todas las condiciones que postula este salmo es una prueba de que han creído, pues sus obras ponen de manifiesto la realidad de su fe (St 2:18).

Notas: 1. Por su lado el apóstol Juan explica que el que no cree en el testimonio de Dios implícitamente dice que Dios es mentiroso: 1Jn 1:10; 5:10.


2. En los países anglosajones y algunos europeos mentir bajo juramento o firmar una declaración jurada falsa es un delito penado con cárcel.


3. Pero eso no es exclusivo de prestamistas extorsionadores. También algunas casas comerciales de prestigio hacen cobros de comisiones excesivos a sus tarjeta habientes que se atrasan en sus cuotas. Los que quieran evitarse dolores de cabeza harían bien en no solicitar, o aceptar, esas tarjetas que les ofrecen como señuelo para limpiarles los bolsillos.


4. En la iglesia primitiva a la casa del usurero se le llamaba “casa del diablo”. Se prohibía todo trato con los usureros y sus testigos, y al morir, se les negaba cristiana sepultura.

#674 (24.04.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 17 de junio de 2011

ABRAHAM, ESPOSO Y PADRE

Por José Belaunde M.


Abram se encontraba en la tierra de Harán, a donde había emigrado con su padre años atrás, cuando Dios se le aparece y le dice: "Vete de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré.” Le dice además que hará de él una nación grande y que en él serán “benditas todas las naciones de la tierra.” (Gn 12:1-3). El Génesis no dice, sin embargo, por qué motivo Dios escoge a Abram para este privilegio extraordinario, subrayando el hecho de que lo hace por pura gracia.

Abram no discute con Dios cuando le dice que salga de su tierra. ¿A dónde Señor? Ya te lo diré. Tenía tanta confianza en Dios que, como dice Hebreos, “salió sin saber a dónde iba.” (Hb 11:8).

¿Quién haría eso? ¿Dejar lo seguro, donde se siente a gusto, y vive rodeado de los suyos, para ir a la aventura, hacia lo desconocido? Obedecer a Dios debe haberle costado mucho a Abram: morir a sí mismo.

Abram parte con su mujer y su sobrino Lot, llevando consigo sus posesiones en ganado y en siervos, y Dios lo va guiando de un lugar a otro en la tierra de Canaán (Nota 1). Pasado algún tiempo le dice (resumiendo): “Yo te he prometido que haré de ti una gran nación. Esta será la tierra de tu descendencia, éste será su territorio como heredad perpetua, aquí habitarán.” (Gn 15)

La promesa de Dios hace las veces de escritura pública, cuyo valor es tan firme como su palabra. Es una promesa territorial cuya extensión se va ampliando a medida que se la reitera, y que Abram prueba su fidelidad. Primero es la tierra que abarque su vista, y luego todo lo que sus pies recorran (Gn 13:15,17); después abarcará desde el río Nilo hasta el Éufrates (15:18).

Pero notemos lo inverosímil de esa promesa: Dios le promete que tendrá no sólo un hijo, sino una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo (2), cuando su mujer es estéril y no puede darle ni siquiera un hijo para comenzar. Sin embargo, Abram le cree a Dios. Por eso se le llama “el padre de la fe”. La Escritura dice que le creyó a Dios “y le fue contado por justicia.” (Gn 15:6; cf Gal 3:6). Su fe lo justificó porque creyó en algo que era humanamente imposible.

¿Cuántos hombres no quisieran ser el origen de un linaje tan numeroso como para constituir una nación entera? Antes los hombres mostraban orgullosos a sus muchos hijos y se hacían fotografiar ufanos con ellos. Hoy sólo quieren tener uno o dos hijos, máximo tres. Los tiempos y las condiciones de vida, es cierto, han cambiado mucho.

La fe que demuestra tener Abram es la clase de fe que Dios espera de nosotros. Creer en lo posible no tiene mucho mérito; creer en lo imposible, sí lo tiene.

Abram era un pastor nómada que se trasladaba con su ganado de un lugar a otro en busca de pastos frescos (lo que hoy día diríamos un empresario ganadero). Él llegó a ser muy rico porque la bendición de Dios estaba sobre él.

Sin embargo, con el correr de los años la fe de Saraí, que siempre había acompañado a la de su marido, empezó a flaquear. Tuvo pena de él porque habían ya pasado más de diez años y no se cumplía la promesa que Dios le había hecho. Ella se sentía culpable porque era estéril. ¿Sería Dios realmente capaz de hacerla fecunda? Abram dejó que la debilidad de la fe de su mujer debilitara la suya. En lugar de fortalecerlo, ella lo debilitó. Con frecuencia ocurre que la falta de fe de un cónyuge influye negativamente en la del otro.

Descorazonada, Sara le propone a su esposo tener un hijo con su sierva, Agar, que sería como si lo tuviera ella misma, puesto que era su esclava. Era inevitable, sin embargo, que un proyecto nacido de una falta de confianza en Dios, tuviera malas consecuencias para ambos.

Abram, deseoso de tener un hijo, accedió a la propuesta de su mujer, que después traería a ambos muchos sinsabores, porque cuando Agar estuvo encinta, comenzó a mirar con desprecio a su ama, pues ella le había dado a su patrón el hijo que su mujer no podía darle.

Abram, sin embargo, fue un buen esposo porque le dio la razón a su mujer cuando ella se quejó del menosprecio que sufría de parte de su sierva, pues le dijo que hiciera con ella lo que quisiera. Pero a la vez fue injusto con la sierva porque ella iba a ser madre de un hijo suyo (Gn 16:5,6).

Ante el maltrato que empezó a sufrir de su ama, Agar huyó al desierto y estaba en peligro de morir de hambre y sed. Pero Dios se apiadó de ella, y le envió un ángel que le ordenó volver donde su ama y le estuviera sumisa. Al mismo tiempo le anunció que tendría un hijo que sería un guerrero, al que pondría por nombre Ismael (que quiere decir “Dios oye”) por cuanto Dios “ha oído tu aflicción.” (Gn 16:11).

Notemos que no dice: “Dios ha oído tu ruego”, sino “Dios ha oído tu aflicción”, sin que ella orara. Dios interviene muchas veces al ver nuestra aflicción sin necesidad de que se lo pidamos. Ella quedó tan impresionada de que Dios se compadeciera de su situación, siendo ella una esclava, que llamó al pozo donde la encontró el ángel, “Pozo del viviente que me ve.” (Gn 16:13,14). Abram tenía ochenta y seis años cuando nació Ismael, el hijo de Agar (v. 16).

Trece años después, cuando Abram tiene ya noventa y nueve años, Dios le confirma su pacto y le cambia el nombre a él y a su mujer. Él ya no se llamará Abram (es decir, “padre enaltecido”) sino en adelante se llamará Abraham (“padre de muchedumbres”); y ella ya no se llamará más Saraí sino Sara (“princesa”). Dios le declara además que el pacto que ha celebrado con él es un pacto perpetuo, con él y su descendencia, a la cual multiplicará en gran manera, y a la que dará en posesión perpetua la tierra de Canaán (Gn 17:5-8).

Le da asimismo como señal de su pacto la circuncisión. En adelante todo varón de su casa deberá ser circuncidado, y todo niño que le nazca, a él o a sus siervos, será circuncidado al octavo día. Pero cuando Dios le asegura que Sara “vendrá a ser madre de naciones”, Abraham se postra y se ríe, diciéndose: “¿A hombre de cien años ha de nacer hijo? ¿Y Sara, ya de noventa años, ha de concebir?” Y añade: “Ojalá Ismael viva delante de ti.” (Gn 17:17,18).

¿Dudó Abraham en ese momento de la promesa de Dios? Aparentemente sí, pues pensó que la descendencia numerosa le vendría por Ismael. ¿Cómo es entonces él llamado “el padre de la fe”? Él le había creído a Dios cuando se sentía fuerte, pero ya viéndose impotente, dudó de que Dios pudiera concederle algo humanamente imposible.

Pero Dios, sin enojarse, le reitera que no será a través de Ismael cómo tendrá la descendencia prometida (aunque ese niño será también bendecido), sino que será a través del hijo que dentro de un año dará a luz Sara, al cual pondrá por nombre Isaac (es decir, risa).

Frente a la solemnidad de la promesa, esta vez Abraham sí le creyó a Dios. Entonces se circuncidó él mismo, y circuncidó a Ismael y a todo varón de su casa, al siervo nacido en ella y al extranjero comprado por dinero (17:27).

Si Abraham dudó un momento riéndose para sí de la promesa de Dios ¿cómo es que Pablo dice de él “que creyó en esperanza contra esperanza para llegar a ser padre de muchas gentes”, y que su fe no se debilitó “al considerar su cuerpo que estaba ya como muerto…o la esterilidad de la matriz de Sara”? ¿Y que “tampoco dudó por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe…plenamente convencido de que era capaz de hacer todo lo que había prometido”? (Rm 4:18-21) (3)

Eso nos muestra que la fe no excluye nuestras luchas con las dudas que a veces suscitan los obstáculos que enfrentamos, o con las objeciones que nos presenta la razón. La fe no es firme porque sea siempre automática e inamovible, sino es firme porque se sobrepone a las dudas y a las perplejidades que nos asaltan.

Tal como le había prometido Dios, Sara concibió y dio a luz un hijo al año del anuncio que le había hecho. ¿Cuánto tiempo esperó Abraham para que Dios cumpliera su promesa? Nada menos que veinticinco años.

A veces nosotros nos desesperamos porque tarda lo que le hemos pedido a Dios reclamando una promesa suya. Si demora es porque Dios está probando nuestra fe, y porque su cumplimiento superará en mucho lo esperado. ¿Pero quién sería capaz como Abraham de esperar veinticinco años?

Al crecer Isaac, la presencia del hijo de la esclava se convirtió en una piedra de tropiezo para la paz del hogar de Abraham, porque el mayorcito molestaba al menor y, como es natural, eso disgustó a Sara, que ya había tenido inconvenientes antes a causa de Agar.

Vale la pena que nos detengamos un momento para considerar la diferencia entre la situación de Agar y la de Sara, y entre la de los hijos de ambas. Sara era la patrona; Agar, la sierva. Isaac era el hijo del patrón y el heredero; Ismael, el hijo de la esclava. Era inevitable, humanamente hablando, que hubiera envidia y resentimiento en Ismael ante la inferioridad de su situación respecto de su hermano menor.

¿Cuántas veces se producen en la vida de las familias situaciones penosas porque se ha violado el principio de la monogamia matrimonial, o el de la fidelidad conyugal? Dios nos ha dado leyes sabias para nuestra felicidad y para la armonía en nuestras vidas. Si las violamos, sufrimos las consecuencias. Es cierto también que a veces surgen dificultades que nosotros mismos no hemos suscitado, sino que son fruto de circunstancias de las que nosotros no somos responsables. Pero si se investiga bien, detrás de los hechos que perturban, siempre se encontrará como origen del problema, el pecado de alguno, lejano o cercano.

Abraham era un hombre recto que procuraba andar en los caminos de Dios, aunque no carecía de defectos, pero la sociedad de su tiempo, que aún no había recibido la luz del Evangelio, consideraba como normales ciertas prácticas –como la poligamia y el concubinato- que después condenaría. Por mucha buena voluntad que él tuviera, y por mucha paciencia que mostrara Sara, no podían evitar los conflictos que la situación doméstica irregular traía consigo.

Sara, comprensiblemente, se empeñó en que su marido alejara de su casa a la sierva y a su hijo (Gn 21:10). Era natural también que a Abraham le repugnara acceder al pedido de su mujer, porque amaba a Ismael. Pero Dios le dijo: Oye a tu mujer en todo lo que ella te diga, “porque en Isaac te será llamada descendencia.” (v. 11, 12). Esto es, por encima de toda otra consideración, toma en cuenta el deseo de tu mujer. Para tranquilizarlo Dios le aseguró que de Ismael también haría un pueblo grande y numeroso (Gn 25:12-18), del que, dicho sea de paso, descienden algunas tribus árabes, como los madianitas y amalecitas, que fueron enemigos de Israel, tal como lo había sido su antepasado. Aunque le doliera separarse de su hijo, Abraham, que vivía en comunión con Dios, hizo lo que Dios le ordenó.

Pero le faltaba a Abraham pasar por la última prueba, la prueba suprema, en la que Dios le pediría que le sacrifique a Isaac, al hijo amado que había esperado durante veinticinco años, y en quien reposaba el cumplimiento de la promesa de que él sería padre de multitudes (Gn 22:1,2). Porque si Isaac moría ¿cómo podría tener él la descendencia prometida? ¿Sería capaz Sara de concebir nuevamente?

El texto sagrado no nos dice qué pasó por la mente de Abraham cuando Dios le pidió que sacrificara a Isaac. No sabemos si se resistió, o si dudó, o si lloró. Sólo nos dice que Abraham obedeció, y que se puso de inmediato en camino con Isaac para ir al lugar que Dios le había indicado (v. 3).

A nosotros nos puede sorprender que Abraham aceptara como natural algo que a nosotros nos horroriza: que Dios le pida que inmole a su hijo. Pero tenemos que ponernos en la cultura y en la mentalidad de ese tiempo, en que los sacrificios humanos no eran cosa excepcional.

Cuando iban de camino Abraham debe haber sentido como una espada en el pecho la pregunta que le hace Isaac: “Llevamos la leña y el fuego para el holocausto, pero ¿dónde está el cordero que vamos a sacrificar?” En su respuesta Abraham transmite de alguna manera a su hijo la fe que él tiene en el Dios que todo lo provee. En su interior él debe haber conservado la esperanza de que Dios daría una salida al terrible dilema en que él se encontraba (Gn 22:7,8).

Notemos, de otro lado, que el sacrificio de Isaac por su padre tiene un enorme contenido simbólico: Dios que envía a su único Hijo a la tierra para morir como sacrificio expiatorio por los pecados de todos los hombres. Así como Jesús subió al Calvario cargando el madero en que iba a ser clavado, Isaac subió al monte Moriah cargando la leña que iba a servir para su propio holocausto. Isaac no se resistió cuando su padre lo ató sobre el altar y la leña en que iba a ser sacrificado (v. 9), así como Jesús tampoco se resistió cuando lo clavaron en la cruz. Pero en el instante mismo en que Abraham levantó el cuchillo para matar a su hijo, el ángel del Señor lo llamó desde el cielo: “Detén tu mano y no toques a tu hijo, porque yo ya sé que me temes y que no me rehúsas lo que más amas.” Dios sólo quería comprobar si Abraham estaba dispuesto a sacrificarle lo que más amaba, no que lo hiciera en los hechos. (4)

¿Estamos nosotros dispuestos a renunciar, por amor a Dios, a lo que más amamos? ¿A lo que ha sido durante años objeto de nuestras oraciones y de nuestra esperanza? ¿Quién de nosotros sacrificaría a uno solo de sus hijos, aunque tenga varios, sólo porque Dios se lo pide? Dios lo hizo por nosotros sin que nosotros se lo pidiéramos.

En premio a su fidelidad Dios le reitera una vez más a Abraham su promesa: “En tu simiente –notemos el singular- serán benditas todas las naciones de la tierra.” (Gn 22:18). Esa simiente, dice Pablo en Gálatas, es Cristo, en quien efectivamente, han sido bendecidas todas las naciones de la tierra (Gal 3:16).



El texto no nos dice nada acerca de lo que pensó Sara cuando Dios le pidió a Abraham que sacrificara al hijo de sus entrañas. ¿Consintió ella en obediencia a Dios de acuerdo con su marido? Es improbable. Quizá Abraham no le dijo cuál era su intención al partir con su hijo. ¿Pero lo haría Abraham sin consultarla? ¿Y en ese caso, qué le diría cuando regresara de su viaje solo y sin su hijo?

Si Isaac tenía unos catorce años en ese episodio, como es probable, Sara tendría unos ciento cuatro años y viviría hasta la edad de ciento veinte y siete años. Cuando ella murió, Abraham quiso darle honrosa sepultura. Para ello compró de los lugareños una heredad en Macpela, donde había una cueva, en la que después él mismo y sus primeros descendientes, serían sepultados (Gn 23; 25:7-9).

Abraham quedó solo con su hijo todavía soltero. ¿Cómo podría él tener una numerosa descendencia si su hijo no se casaba? Abraham se ocupó entonces de encontrar una novia para su hijo. Él no quería buscarla entre los habitantes idólatras de Canaán entre los cuales él vivía. Tampoco quería que Isaac fuera a buscarla a la tierra de donde él había salido, por temor, sin duda, de que permaneciera en ella. Sin embargo, él quería que perteneciera a su propia familia, como era entonces costumbre. Y le dio el encargo de ir a traerla al siervo en quien tenía más confianza. El capítulo 24 del Génesis, que narra cómo Eliezer cumplió el encargo, es uno de los más bellos de toda la Biblia.

Hoy día los padres no buscan –como se hacía hasta hace poco- novia para sus hijos, ni novio para sus hijas. Sin embargo, ésa era una costumbre muy sana, porque los jóvenes se enamoran con frecuencia de la persona que menos les conviene, pues el amor –o lo que pasa por amor, es decir, el deseo- es ciego. Pero ¿quién mejor que los padres, si aman a sus hijos, pueden saber qué es lo más les conviene? Pero si bien esa sana costumbre ha sido desechada los padres pueden orar en cambio para que sea Dios quien escoja el novio o la novia para sus hijos, porque Dios no se equivoca.

Aún más. Los padres harían bien en vigilar qué clase de amigos tienen sus hijos, con qué clase de personas de uno u otro sexo salen; y pueden, de manera discreta, procurar que se hagan de buenas amistades, o que frecuenten círculos donde encuentren buena compañía, y eviten, de ser posible, donde encuentren la que no sea conveniente para ellos. De las amistades con que se liguen en la juventud depende en buena parte su futuro.

Notas: 1. El vers. 5 dice que Abram y Lot partieron llevando consigo a “las personas que habían adquirido en Harán”. Los seres humanos eran considerados entonces como “bienes muebles” que se compraban y vendían cuando eran reducidos a esclavitud. El cristianismo no abolió de inmediato la esclavitud cuando se convirtió en religión oficial del imperio romano al final del siglo IV, pero creó las condiciones para que al cabo de cierto tiempo desapareciera. El hecho de que reapareciera cuando Europa colonizó el nuevo continente trayendo esclavos del África, y la justificara, fue un grave retroceso.


2. San Agustín hace la observación de que si bien para la Abraham su descendencia sería tan numerosa que no la podría contar (Gn 15:5), para Dios no sería incontable, porque así como Él conoce a cada una de las estrellas del cielo, de igual modo Él conoce a cada uno de los seres humanos que son descendencia de Abraham por la fe.


3. Esta no fue la única vez en que Abraham dudó de la promesa que Dios le había hecho. Véase 15:2,3 en que la duda precede a la confirmación solemne de la promesa. Es como si Dios estuviera enseñando a Abraham a creerle. Los padres de la iglesia se resisten a admitir, sin embargo, que Abraham dudara de la promesa de Dios. Algunos de ellos atribuyen por ejemplo la risa del patriarcaen Gn 17:17 no a que dudara sino a la alegría que le produjo el saber que su mujer iba a concebir un hijo pese a su avanzada edad.


4. Este episodio que los rabinos llaman akeda, y que ocupa casi todo el capítulo 22, es para el judaísmo uno de los pasajes más importantes de toda la Biblia.

NB. Quiero aprovechar la oportunidad para saludar muy cordialmente a todos los padres en este su día. ¡Que lo pasen muy felices!

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lunes, 13 de junio de 2011

LA DIVINIDAD DE JESÚS EN LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS II

Estudio Bíblico y Aplicación

Por José Belaunde M.

En el artículo anterior hemos estudiado las dos primeras formas cómo Jesús, contrariamente a lo que sostienen muchos eruditos, proclamó progresivamente su divinidad en los tres evangelios sinópticos. Ahora continuamos examinando las cinco restantes.

3. En el Sermón del Monte Jesús habló como si Él fuera el supremo legislador, más grande que Moisés, que había recibido las tablas de la ley directamente de las manos de Dios en el monte Sinaí (Ex 20).

Refiriéndose a la Torá de Moisés Jesús dijo seis veces: “Habéis oído que se dijo a los antiguos, pero yo os digo…” (Mt 5: 21,22; 27,28; 31,32; 33,34; 38,39; 43,44)

¡Un momento! En esos párrafos Jesús se permite rectificar a Moisés. ¿Cómo se permite Él rectificar al hombre que había recibido la ley hablando con Dios cara a cara? ¿Por quién se cree Él para decir eso? Sin embargo, entre otros puntos, Jesús rectificó a Moisés prohibiendo el divorcio que Moisés había permitido a causa de la dureza de corazón de los israelitas. Jesús se declaró en contra (Mt 5:31,32; 19:8,9; Dt 24:1-4)

Es sabido que por ese motivo muchos escritores y rabinos judíos lo acusan de extrema arrogancia, al pretender enmendarle la plana a Moisés y de pretender hablar con igual, e incluso mayor autoridad que él. Se cree igual a Dios.

Moisés, dicen, habló de parte de Dios, no por su propia autoridad. No obstante, Jesús no dice, como haría un profeta: “Pero Dios os dice…” sino “Yo os digo…·” Él habla en nombre propio. Puede hacerlo porque Él es Dios, y puede hablar con la misma autoridad con que Dios habló a Moisés en el Sinaí.

Ese fue uno de los motivos por los cuales las autoridades del templo lo hicieron condenar a muerte. Se creía igual a Dios. Habían entendido bien lo que Jesús decía de sí mismo (mejor que los críticos modernos). Sólo que no le creyeron y por eso lo condenaron, y se condenaron ellos mismos.

Jesús dijo de sí mismo que Él era el Señor del sábado (Mr 2:28). El sábado había sido establecido por Dios en el Sinaí como una ley para Israel. Por tanto, Dios es el Señor del sábado y se guarda el descanso por obediencia y respeto a Él (Ex 20:8-11).

Guardar el día de reposo era una manera de rendir tributo a Dios que lo había establecido. Todos los israelitas estaban obligados a guardarlo bajo pena de muerte (Ex 31:14), porque Él era el Señor del Sábado, y tenía el control de la vida del pueblo que había elegido para que le sea testigo en la tierra.

Pero Jesús dijo: “El Hijo del Hombre es Señor del día de reposo”, y os digo cómo se debe guardar (Mt 12:8,10-13; Mr 2:28; 3:4,5; Lc 13:10-16), no como en épocas pasadas en que no se podían hacer tales o cuales cosas, lo cual tenía sentido en ese tiempo.

Nosotros conocemos esos episodios porque Jesús se enfrentó varias veces a los escribas y fariseos que lo acusaban de hacer, o permitir, determinadas cosas que estaban prohibidas por la ley, o la tradición, en día de reposo. Pero Él tenía la autoridad para determinar qué se podía, o no se podía, hacer ese día porque Él es Dios. (Nota 1)

4. Jesús hizo milagros en su propio nombre. Al paralítico le dijo: “Levántate y anda.” (Mt 9:6; Mr 2:11). A la hija de Jairo le dijo: “Niña, a ti te digo, levántate.” (Mr 5:41). Al hijo de la viuda de Naím le dijo: “Joven, a ti te digo, levántate.” (Lc 7:14).

Él tenía autoridad para hacer que un fallecido resucitara, esto es, que volviera a la vida.
Los apóstoles, al contrario, hacían milagros en el nombre de Jesús, como en el caso del paralítico que estaba pidiendo limosna en la puerta del templo, al cual Pedro le dijo: “En el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda.” (Hch 3:6; cf 4:10)

Jesús no dijo: “En el nombre del Padre, en el nombre del Dios eterno, ¡levántate!” No, sino dijo directamente: “Yo te digo, levántate.” Él tenía autoridad propia para sanar a los enfermos y para resucitar a los muertos.

5. Jesús afirma tener autoridad para perdonar los pecados, algo que sólo Dios tiene: “Y sucedió que le trajeron un paralítico, tendido sobre una cama; y al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados. Entonces algunos de los escribas decían dentro de sí: ¿Por qué habla éste así? Blasfemias dice (¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios? agrega el evangelio de Marcos que dijeron los escribas). Y conociendo Jesús los pensamientos de ellos, dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? Porque, ¿qué es más fácil, decir: los pecados te son perdonados, o decir: levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo entonces al paralítico): “A ti te digo: Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa. Entonces él se levantó y se fue a su casa” (Mt 9:2-7; Mr 2: 1-12)

Si lo sanó con tanta facilidad, con igual facilidad puede también perdonar los pecados. Y Él ha transmitido a la iglesia la autoridad para perdonar -o para retener- los pecados de los hombres (Ver Jn 20:23).

Encima de todo eso Él comunicó a Pedro, y por tanto a la iglesia, la autoridad para prohibir y permitir, que es lo que la expresión “atar y desatar” significaba en el judaísmo de su época, en cuyo contexto Jesús actuaba, y cuyo lenguaje utilizaba.

Es decir, Él otorgó a la iglesia autoridad para establecer, en base a la palabra, lo que es lícito y lo que no lo es; para permitir ciertas cosas o para prohibirlas (Mt 16:19), como en el caso del aborto, p. ej. Sólo Dios puede otorgar esa autoridad.

6. Jesús reclama para sí el derecho de juzgar a los vivos y a los muertos: “Entonces el sumo sacerdote, levantándose en medio, preguntó a Jesús, ¿No respondes nada? ¿Qué testifican éstos contra ti? Mas Él callaba y nada respondía. El sumo sacerdote le volvió a preguntar: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito? Y Jesús le dijo. Yo soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo.” (Mr 14:60-62)

¿Viniendo a qué? Viniendo a juzgar a los hombres en el último día. “Y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras.” (Mt 16:27). ¿Quién es el que juzga a cada ser humano según sus obras sino Dios mismo? (2)

En el juicio a las naciones Jesús dice: “Entonces el rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo” (Mt 25:34).

Y después añade: “Entonces dirá también a los de la izquierda: apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles.” (Mt 25:41). Él juzga a los pueblos. A unos salva, a otros condena. A unos los invita a subir a su reino; a otros los coloca a su izquierda y los envía al infierno.

Notemos que ahí Jesús dice que todo lo que se haga, o se deje de hacer, a un ser humano, es decir, a una de sus criaturas, es hecho a Él mismo.

Sólo Dios puede decir una cosa semejante, porque Él es el dueño de todas las criaturas.

Lo que yo le haga a mi prójimo, no se lo hago sólo a él, sino que se lo hago a Jesús, ¡Tomemos nota! Lo que alguien me hace a mí, no me lo hace sólo a mí, sino se lo hace a Jesús, y Él lo vengará. ¡Qué responsabilidad tremenda tenemos! Toda palabra, todo gesto despectivo, que yo dirija a otro; todo engaño, todo insulto que le hayamos hecho a una persona, cristiana o no, se lo hemos hecho a Jesús. Y en el día del juicio, que será un instante eterno, porque se juzgará a millones y millones de seres humanos, todos oirán la sentencia que se pronuncie sobre cada uno.

Gracias a Dios que somos salvos, no por nuestras obras sino porque hemos creído, pero la recompensa la ganamos; la aumentamos o la disminuimos por nuestras obras, actitudes, palabras y gestos. ¡De cuántas palabras despectivas tenemos que arrepentirnos; de cuántas murmuraciones, de cuántos chismes! ¡De cuánta palabra ociosa daremos cuenta el día del juicio! (Mt 12:36).

En las esquinas de nuestra ciudad hay muchos niños que piden limosna o venden caramelos, y la gente suele despedirlos de mala gana. Les molesta que vengan a estirar la mano. El Señor me ha hecho comprender que debo tener en la guantera de mi auto una reserva de monedas de 10, 20 o 50 centavos para darles. Y si no tengo nada, les doy al menos lo mejor que tengo: una sonrisa.

Y me alegra ver cómo el niño contesta a la sonrisa sonriendo él también, aunque no reciba nada. ¡Y cómo se duele su cara cuando uno lo trata mal, porque la mayoría de ellos mendiga porque tiene hambre!

¿A quién hemos despedido con un gesto despectivo? A Jesús. ¿A quién hemos dado una moneda, o un pedazo de pan? No se lo hemos dado a un niño; se lo hemos dado a Jesús, que mendiga en su lugar, y que dijo una vez: “Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber…” (Mt 25:35).

Y no es lo mismo darle a una organización para que lo haga en nombre nuestro. Es mucho mejor hacerlo uno mismo. Que sea nuestra mano la mano de Dios que alimenta a un pobre. Si Jesús viniera a nuestra puerta a mendigar ¿le diríamos: “Anda a tal lugar que te van a dar algo de mi parte.”?

Dios ha bendecido mi casa enviando pobres a mi puerta, para molestia de algunos vecinos a quienes incomoda su presencia en la calle. Pero yo les abro la puerta y les doy lo que tengo a la mano, obedeciendo a lo que dice Proverbios: “No te niegues a hacer el bien a quien es debido, cuando tienes poder para hacerlo. No digas a tu prójimo: Anda y vuelve y mañana te daré, cuando tienes contigo qué darle.” (3:27,28).

Es bueno tener una reserva de menestras para repartir a quienes tocan a nuestra puerta, o dar para medicamentos al que trae una receta del día. Pudiera ser que nos exploten o que nos engañen, pero es mejor darle a un mentiroso lo que no necesita, que negarle ayuda al que de verdad la requiere. Aquí el dicho “En la duda, abstente” no se aplica, sino más bien: “En la duda, da.” Si te cuesta hacerlo, pídele a Dios la gracia de tener un corazón compasivo, y serás bendecido, porque no es al pobre a quien das sino a Él.

7. Jesús promete enviar al Espíritu Santo: “He aquí yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros…” (Lc 24:49), promesa que se cumplió en Pentecostés (Hch2).
Ahora bien, si Jesús es capaz de enviar al Espíritu Santo, que es Dios, Él no es inferior a Dios, puesto que lo envía.

Habría mucho que decir además acerca del conocimiento que tiene Jesús del Padre, y del conocimiento que tiene el Padre de Jesús. Ambos se conocen mutua y plenamente. El Padre es en su esencia incognoscible. Nadie puede conocerlo. Pero Jesús dice: Yo conozco al Padre como el Padre me conoce a mí. (Mt 11:27).

Esta igualdad en el conocimiento es igualdad de categoría. Los que le escucharon decir eso quizá no entendieron que decía: Yo soy Dios. Pero ése es el sentido de sus palabras. Los evangelios nos hablan de eso: de que Él era Dios, de que Él es Dios y de que sigue siendo Dios. Él está en los cielos coronado, y nos está esperando.

Por eso es que Él siendo hombre, pero ya resucitado, e incluso, antes de resucitar, aceptó que se le adorara, algo que sólo se puede hacer a Dios.

Aceptó que un poseso, en tierra de gadarenos, se arrodillara delante de Él (Mr 5:6). Después de resucitar, aceptó que las mujeres vinieran y se postraran a sus pies, adorándole (Mt 28:9). Al final, antes de ascender al cielo, dice el Evangelio que los apóstoles al verlo, lo adoraron y Él no se lo impidió. (Mt 28:17)

Él es el único hombre que haya caminado en la tierra que sea digno de adoración. Por eso yo invito a todos los que leen estas líneas a ponerse de rodillas y adorarlo. Él está a su lado y Él es nuestro Señor. Él nos ama y nos conoce. Nosotros nunca somos más grandes en realidad que cuando nos arrodillamos delante de Él, reconocemos su grandeza y lo adoramos.

Notas: 1. Hace algunos años visité una sinagoga con una amiga cristiana de origen judío. Durante la prédica le oí decir al rabino que había un mandamiento que ordenaba trabajar seis días a la semana. Yo, intrigado, me pregunté: ¿Dónde está ese mandamiento que no lo conozco? Pero el rabino leyó en Éxodo: “Seis días trabajarás y harás toda tu obra.” (Ex 20:9).
¿Ustedes sabían que hay un mandamiento que ordena trabajar seis días a la semana? Yo conocía el mandamiento que ordena descansar el sábado, pero hasta entonces no había advertido que ese mismo mandamiento ordena trabajar seis días a la semana. ¡Vaya sorpresa! No hay excusa para la ociosidad.

2. En Ezequiel 7 Dios dice repetidas veces que Él es el que juzga: “Te juzgaré según tus caminos y pondré sobre ti todas tus abominaciones…” (v. 4,8) “…y sabréis que yo soy Jehová el que castiga…” (v. 9).

NB. Este artículo y el anterior están basados en la transcripción de una enseñanza dada recientemente en la Iglesia Evangélica Pentecostal de San Juan, Argentina, la cual estuvo basada en buena parte, a su vez, en el 2do capítulo del libro “El Salvador y su amor por nosotros”, de R. Garrigou-Lagrange.

#679 (29.05.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).