lunes, 28 de diciembre de 2009

EL INICIO DE LA VIDA

Cada vez que se discute acerca de la legitimidad del aborto surge la cuestión: ¿A partir de qué momento empieza la vida humana? ¿Desde la concepción, cuando los padres se unen y se engendra el embrión, o cuando nace la criatura? ¿Es el feto sólo un apéndice del cuerpo de la madre, como sostienen algunos, esto es, un ente sin vida propia, o es un verdadero ser humano? Para el cristiano es importante tener ideas muy claras sobre este punto para no ser confundido con los argumentos que a veces se esgrimen. Para ello nada mejor que ir a la palabra de Dios.´

El salmo 71, dice así: “En ti somos sustentados desde el vientre materno” (Sal 71:6ª). Dios sustenta al ser humano no sólo desde que nace sino desde el instante de la concepción. Es el aliento de Dios lo que nutre la vida del feto a través de la madre.

La vida humana no está en la alimentación, ni en el oxígeno del aire, ni es producto de reacciones químicas, sino es una esencia o energía que viene de Dios y que reside en la sangre.

Todos los seres vivientes, toda la creación, se mantiene, crece y se desarrolla porque Dios la sustenta. Nosotros concebimos el acontecimiento de la creación, que narra el primer capítulo del Génesis, como un acto único, ocurrido de una vez por todas en el pasado remoto. Pero, en realidad, la creación es un acto continuo de Dios, desde la eternidad hasta la eternidad, que nunca cesa. El salmo 104 dice: “Envías tu espíritu y son creados y renuevas la faz de la tierra.” (v. 30). Es decir, Dios está creando constantemente vidas nuevas. Si no lo hiciera, la humanidad desaparecería por extinción. Si ese recrear continuo se interrumpiera un solo instante, si Dios dejara de sostenerla un solo momento, la creación entera desaparecería y en un abrir y cerrar de ojos volvería a la nada de donde salió. Apunta el mismo salmo 104: “Les quitas el hálito y cesan de ser y vuelven al polvo.” (v. 29b). Como dice el libro de los Hechos: “Él es quien da a todos vida y aliento.” (v. 17:25). Cuando Dios quita el hálito al hombre y al animal, ambos mueren, porque la vida de uno y otro la sostiene Dios.

La Escritura insiste no sólo en el hecho de que es Dios quien da vida al ser humano desde que es concebido, sino también en que Él es quien hace salir del vientre a la criatura que está por nacer: “De las entrañas de mi madre tú fuiste el que me sacó” dice el salmo 71:6b.

El alumbramiento, ese acto decisivo de la existencia, por el cual el ser humano inicia su vida independiente, es un acto causado por Dios –no un hecho automático provocado por fuerzas biológicas ciegas. Nadie tiene derecho de interferir en ese acto, de sacar al feto antes de que Dios lo haga, salvo que, por razones médicas, para salvar la vida del hijo o de la madre, o para evitar un alumbramiento difícil, se adelante el parto o se haga una cesárea. Pero no se puede sacrificar la vida del feto para salvar la de la madre.

Algunos sostienen que el alma y el espíritu son creados por Dios en el momento mismo del nacimiento. Si así fuera, quedaría por contestar a la pregunta: ¿De qué vida vive el feto si no tiene alma y espíritu? Porque sin alma y espíritu no hay vida. Se dice que el feto vive de la vida prestada de la madre, lo cual es verdad en cierto sentido, porque el oxígeno y los nutrientes que alimentan sus células le llegan con la sangre de la madre a través de la placenta.

Pero, ¿acaso no tiene el feto conciencia? Algunos investigadores han descubierto que tiene inclusive memoria. Dado que la conciencia y la memoria son personales y residen en el espíritu, ¿de dónde las tiene si no tiene vida propia?

La Escritura afirma que el feto tiene vida propia cuando el ángel le dice a Zacarías del hijo que va a tener su mujer Isabel, (esto es, del futuro Juan Bautista): “Será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre.” (Lc 1:15b). Lo dice de la criatura por nacer, no de su madre.

¿Cómo podría saltar de gozo al oír la voz de María, que viene a visitar a Isabel, si no tuviera oídos que escuchen? (Lc 1:42-44) ¿Oyó la criatura la voz de María al mismo tiempo que su madre, o cuando Isabel oyó la voz la criatura supo por intuición de quién se trataba? Es indiferente, porque la criatura no conocía a María pero, iluminada por el Espíritu, supo a Quién traía en el seno, y por eso saltó de alegría.

Por ello, es más plausible suponer que el alma y el espíritu son creados por Dios en el momento mismo de la concepción, junto con el embrión, y que los padres son los agentes de la generación tanto material como espiritual del ser humano. De ahí también la responsabilidad que asumen al unirse.

Ten bien en cuenta: Los padres son los intermediarios de la creación de un nuevo ser que existe en esencia completo con cuerpo, alma y espíritu, desde el momento mismo de la fecundación. Pero el creador de ese nuevo ser humano es Dios y su vida le pertenece a Él, tanto como la vida de cualquier hombre o mujer que camine sobre la tierra. Atentar contra la vida del feto, arrancarlo del vientre es un asesinato. Amiga o amigo que lees estas líneas, nunca seas reo de la sangre de un ser humano indefenso.

NB Estos dos artículos fueron escritos para la radio el 06.11.99, el primero; y el 19.06.96, el segundo. Se publican por primera vez.

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LLAMADO INDIVIDUAL Y CONSAGRACIÓN

En los dos artículos anteriores estuvimos hablando acerca de cómo Dios escoge a algunas personas para llevar a cabo misiones específicas para bien de su pueblo o de toda la humanidad, o simplemente, para cumplir determinados propósitos.

Vimos, con ayuda de algunos ejemplos de la Biblia, cómo Dios llamó en el curso de la historia de Israel, y al comienzo de la vida de la Iglesia, a algunos personajes cuyas andanzas y vicisitudes han quedado registradas en la historia santa. Hablamos de Moisés, Abraham, David y Pablo.

Pero conviene que tengamos en cuenta que Dios no sólo tiene propósitos y tareas específicas para algunos seres excepcionales, sino que Él llama a cada ser humano que pisa la tierra a desempeñar una función y un propósito concreto dentro de su plan; plan que, dicho sea de paso, abarca a cada hombre y mujer que Él crea.

Él nos ha creado, en efecto, a cada uno de nosotros con una finalidad específica. No sólo a los que Él ha escogido para salvarlos, a los que creen en Él y desean servirlo, sino a todos los hombres, incluso a los malvados. Dice la Escritura en efecto en Proverbios: "Todas las cosas ha hecho el Señor para sí mismo; incluso al impío para el día malo" (Pr 16:4). (Nota)

Ahora bien, nosotros no podemos entender los secretos del plan de Dios, ni tampoco cómo Satanás y sus huestes actúan en el mundo para contrarrestar los propósitos de Dios, que siempre son buenos. Ni menos podríamos entender por qué caminos Dios usa la maldad de los hombres y las artimañas del Maligno para sacar adelante sus buenos propósitos y hacer que su voluntad se cumpla. En verdad, todos, hombres y mujeres, ángeles y demonios, están al servicio del plan de Dios, aunque no lo sepan.

Pero si bien es cierto que la mayor parte de la humanidad, que no conoce a Dios, que no cree en Él ni desea servirle, sirve a sus propósitos sin quererlo, o más aun, a pesar suyo, los que creen en Él y le aman, pueden colaborar conciente y voluntariamente con los planes concretos que Él tiene para sus vidas y para las de otros, y así cumplir de una manera más eficiente los deseos que Él tiene para cada uno.

Lo que tenemos que hacer para ello es pedirle de una manera insistente y ferviente que nos revele, que nos haga saber, con qué propósito, con qué finalidad, nos ha hecho Él nacer, con qué fin nos ha puesto en el lugar que ocupamos en el mundo.

Pues no debemos dudar de que si hemos nacido en tal año, en tal nación, y en tal familia, y en tal situación económica y social, no es como resultado del azar, de pura casualidad. Él ha creado individualmente a cada ser humano y lo ha colocado en el tiempo, en el lugar y en la posición que Él ha elegido especialmente para cada hombre. Nótese bien: nosotros somos todos responsables de la manera cómo desempeñamos el papel que Él nos ha asignado en la vida y en la sociedad, de cómo negociemos con los talentos que Él nos ha dado.

Es cierto que Él ha creado a todos los seres humanos para que le amen, le adoren y le den gloria, y para que cumplan sus mandamientos, como dice el Catecismo. Ese es su propósito general para todas sus criaturas.

Pero a algunas personas las ha creado más específicamente para ser buenos padres o madres, o buenos ciudadanos, o para ocupar determinados cargos, o desempeñar determinadas funciones en la sociedad. A algunos, por ejemplo, para ser jueces o gobernantes; a otros, para ocupar posiciones intermedias; mientras que a otros, la mayoría, los ha llamado para ocupar posiciones humildes. Pero todas esas posiciones, las elevadas y las modestas, son importantes y tienen un lugar dentro de su plan, y algún día veremos cómo muchos de los que ocuparon posiciones altas están debajo de los que ocuparon posiciones bajas, según las palabras de Jesús: "Los últimos serán los primeros, y los primeros, últimos". (Lc 13:30). Porque no es el rango o la importancia de la posición lo que cuenta para Dios, sino la disposición del corazón con que se cumplen las tareas que Él nos ha asignado.

Si nosotros le pedimos a Dios que nos muestre cuál es la tarea específica que Él desea que nosotros cumplamos, Él nos va a empezar a revelar poco a poco qué espera de nosotros, qué papel ha previsto que desempeñemos. En consecuencia, nuestra vida va a empezar a tomar una dimensión espiritual desconocida, no soñada por nosotros, en que muchos sucesos y circunstancias, cuyo sentido no podíamos entender, aparecerán bajo una luz inesperada.

Si además nosotros nos ponemos a su disposición, y le pedimos que nos utilice día a día; si le consagramos todo nuestro ser, nuestras facultades, nuestros talentos, nuestro tiempo y, sobre todo, nuestra voluntad; y si, adicionalmente, le pedimos que nos utilice para ser de bendición para otros , Él va a tomar nuestra palabra en serio, y va a empezar a usarnos para propósitos concretos; unos de largo alcance, otros de corto aliento, sea para ayudar a muchos de nuestros semejantes de diversas maneras durante un lapso más o menos largo de tiempo, sea para ayudar a un solo individuo en una ocasión única y no repetida.

Y al comenzar a ser nosotros un motivo de bendición para otros, Él va a empezar a bendecirnos de maneras que nosotros no imaginamos y nos mostrará su favor por caminos insospechados.

Ahora bien, Dios no nos revela siempre cómo Él quiere usarnos y cómo nos usa específicamente. Le basta que nosotros deseemos ser empleados por Él para que Él pueda aprovechar la buena disposición de nuestro corazón. Y puede ocurrir que al cabo de cierto tiempo, nosotros caigamos en la cuenta de que durante el tiempo en que nosotros sentíamos que Dios no respondía a nuestro pedido de que Él nos use, y nos preguntábamos por qué no lo hacía, Él ya nos estaba utilizando para sus fines; ya nos estaba usando para bien de nuestros semejantes de una forma que no podíamos adivinar, y sin que nosotros nos diéramos cuenta.

Lo cierto es que pedirle a Dios que se valga de nosotros, trae felicidad a nuestras vidas, porque Él se ocupará de los menores detalles de nuestra existencia: de nuestra casa, de nuestras finanzas, de nuestra familia. Viviremos entonces realmente, como dice el salmista: "Bajo el amparo del Altísimo y a la sombra del Omnipotente". (Sal 91:1). Él nos protegerá de las circunstancias adversas, cuidará de nuestras posesiones, prosperará nuestras ocupaciones.

Eso no quiere decir que nos sean ahorradas las pruebas. Las pruebas y las tentaciones son necesarias porque nosotros crecemos a través de ellas. Pero bien puede ocurrir, y sucede de hecho, a juzgar por testimonios que he escuchado más de una vez, que con frecuencia Dios utiliza nuestros períodos de prueba, nuestras tribulaciones, y cuando más afligidos estamos, para bendecir a otros. En muchos casos es precisamente durante los momentos más difíciles de nuestra vida, cuando Dios más nos usa.

Un caso que ilustra bien lo que quiero decir es el episodio en la vida de Pablo en el que él y Silas, después de haber sido azotados, fueron arrojados a un oscuro calabozo en la cárcel de Filipos. Ellos, en lugar de desanimarse y quejarse, se pusieron a alabar a Dios y a cantarle salmos. De repente se produjo un terremoto, se abrieron las puertas de la cárcel y se les cayeron las cadenas. Como resultado de esa conmoción, el carcelero creyó en Dios y fue bautizado junto con su familia. Poco después Pablo y Silas fueron liberados (Hch 16:16-34).

Dios los había llevado a esa prisión para salvar a ese carcelero y a su familia. Ahora, aunque no lo narre la historia, ¿podemos imaginar a cuánta gente en la prisión de ahí en adelante el carcelero, que había experimentado tan poderosamente el poder de Dios, debe haber hablado de Cristo y haber animado a convertirse? La tribulación momentánea por la que pasaron Pablo y Silas produjo –podemos pensarlo- una gran cosecha de almas así como un gran peso de gloria en ellos.

Pidámosle pues a Dios sin temor alguno que Él nos use para bendecir a otros, y nosotros veremos, como resultado de nuestra oración, cuántas personas acuden a nosotros a pedirnos consejo o ayuda. Y en la medida en que nosotros sirvamos a esas personas, Dios usará a otros para que, a su vez, nos bendigan y nos sirvan.

Es bueno que nosotros le entreguemos a Dios todos los días en la mañana nuestra voluntad y la libertad de decisión que Él nos ha dado, porque por más que logremos someter nuestra voluntad a la suya durante veinticuatro horas, es seguro que al día siguiente volveremos nuevamente a querer hacer lo que nos da la gana. No hay nada más difícil que sujetar nuestra voluntad a la de Dios.

Por eso es que nosotros debemos repetir diariamente ese acto de sumisión que he sugerido, para que se vuelva en nosotros finalmente una actitud natural y habitual. ¡Qué gran bendición para nuestras vidas, para la de nuestras familias y para muchos conocidos y desconocidos podemos nosotros ser si lo hacemos así todos los días, y la unión de nuestra voluntad con la de Dios se convierte para nosotros en una segunda naturaleza!

Quisiera hacer una observación final: Con frecuencia se habla de la necesidad de mostrar amor a las personas. Eso nos gusta y es ciertamente muy bueno. Pero hay una diferencia entre mostrar amor y mostrar misericordia. Nosotros crecemos espiritualmente mucho más mostrando misericordia porque la misericordia se inclina hacia el dolor, se acerca a la miseria humana, y hay en ello algo penoso, sacrificial, que exige esfuerzo. Y también porque al hacerlo, nos asemejamos a Jesús que se inclinaba hacia los miserables.

Se muestra misericordia al que la necesita porque carece de lo más necesario o está sufriendo, no a los que prosperan y están felices. En cambio se puede mostrar amor a toda persona, esté en una buena situación o en una mala. Pero el contacto con el dolor humano exige negarse a sí mismo en mayor medida que codearnos con la prosperidad y la felicidad, y por eso nos es provechoso.

Sin embargo, se puede mostrar también misericordia a los que prosperan pero están caminando por el sendero ancho que lleva a la perdición. Ellos son de todos los seres humanos los que más misericordia necesitan. Se les muestra misericordia mostrándoles el camino angosto que lleva a la salvación, e invitándolos a aceptar a Cristo en sus vidas.

Nota : Un caso interesante que ilustra lo que dice ese proverbio figura en el libro de Ester. Es el del malvado Amán, que Dios usó para provocar que el pueblo de Israel obtuviera una gran victoria sobre sus enemigos (Est 9:2-6). Otro más patente es el de Judas, y el de las otras personas que Dios usó para que Jesús fuera condenado y padeciera la muerte que en su eterno consejo había previsto (Hch 2:23; 4:27,28).

viernes, 18 de diciembre de 2009

ALTIBAJOS DEL LLAMADO II

En nuestro artículo anterior estuvimos hablando acerca de los altibajos que los hombres llamados por Dios para una misión específica, sufren en el desarrollo de la visión que Dios les ha dado. Vimos cómo, contrariamente a lo que una concepción superficial podría hacer suponer, que dado que es Dios quien llama, el éxito y la línea ascendente de la misión encomendada está asegurada, en los hechos el cumplimiento de la misión que Dios les encarga está sembrado de obstáculos, de tribulaciones y de luchas, que muchas veces los llevan al borde del más completo fracaso.

Examinamos esta realidad en las vocaciones de Pablo y de Moisés para mostrar cómo Dios refina el carácter de sus escogidos a través de duras pruebas, que son en verdad una característica del verdadero llamado y una condición necesaria del éxito final.

Vamos a ver hoy el caso del patriarca Abraham, a quien Dios dio una visión de las multitudes de sus descendientes que Él suscitaría a partir de un hijo legítimo suyo, a pesar de que Abraham, cuando recibió la promesa, era ya de edad avanzada y su mujer, Sara, estéril. No obstante, Abraham le creyó a Dios, dice la Escritura, “y (su fe) le fue contada por justicia”. (Gn 15:6). De esa manera el patriarca establece lo que será el patrón de la salvación de todos los seres humanos, que son salvos por gracia mediante la fe.

Pero el hijo prometido, que inauguraría el linaje anunciado, no venía, mientras que los años corrían. Hasta que, en un momento de desilusión y de duda, Abraham cedió a la sugerencia de su esposa Sara, de que tuviera un heredero indirectamente de ella, a través de su esclava Agar, que sería la madre natural (Gn 16:1,2).

Este niño, a quien pusieron el nombre de Ismael -hijo pues no de la promesa de Dios, sino de un proyecto humano- nació y fue motivo de disensiones entre los dos esposos, porque Agar, la orgullosa madre, se burlaba de su patrona que no podía darle a su marido un heredero, mientras que ella sí (Gn 16:3,4). Durante ese tiempo se mostraron también las debilidades humanas del carácter de Abraham. Pero Dios, aunque parecía alejado de él, no dejó de sostener su fe en la promesa que le había hecho. Hasta que, finalmente, y de una manera realmente extraordinaria, pues Abraham tenía 100 años y su esposa unos diez menos, el heredero ansiado nació (Gn 21:1,2,5). Recibió el nombre de Isaac, que quiere decir "risa", pues tanto Abraham como su esposa rieron cuando Dios, en un pasaje misterioso en que se les presenta en la figura de tres varones, les anuncia que dentro de nueve meses, su hijo habrá nacido (Gn 17:17; 18:10-15).

Veinticinco años había durado la espera de Abraham, y ¿cuántas veces debe él haber salido de su tienda de noche a contemplar las estrellas del cielo, cuyo número, le había prometido Dios, sería inferior al de los descendientes que saldrían de sus lomos? No sabemos, pero podemos pensar que muchas. Y ¿cuántas veces debe haberse preguntado si Dios no lo habría olvidado? ¿O habría él hecho algo que lo hubiera vuelto indigno de que el Altísimo cumpla lo que le había prometido? Pero nunca le sugirió Dios que el cumplimiento de su promesa estaba condicionado.

Sin embargo, cuando por fin su hijo había nacido y ya el muchacho entraba en la adolescencia, y hacía las delicias de su anciano padre, Dios le pide a Abraham que se lo ofrezca en sacrificio, según una costumbre que no era inusual entre los pueblos del Oriente en esa época (Gn 22:1,2). Ese sacrificio implicaba renunciar para siempre al proyecto de fundar una raza, en el que Dios lo había involucrado sin que él se lo pidiera.

No podemos saber cuáles pueden haber sido los sentimientos de Abraham ante tamaña y cruel exigencia. Pero lo cierto es que el anciano padre no dudó en obedecer a Dios (Gn 22:3), estando convencido -como dice la epístola a los Hebreos- de que Dios podía levantarlo de los muertos y devolvérselo vivo (Hb 11:19).

Sabemos que el sacrifico de Isaac apunta a otro sacrificio de un Hijo de un muchísimo mayor valor, por parte de un Padre de un valor infinito. Porque, así como Abraham recibió a su hijo de los muertos, pues él ya lo daba como tal, de manera semejante ese otro Padre recibió en la cruda realidad de los hechos, verdaderamente a su Hijo de los muertos, tras un suplicio cruel, porque las ligaduras de la muerte no podían retener al que era autor de la vida (Hch 2:24).

Al aceptar Abraham, en un acto heroico de fe, el sacrificio de su único hijo legítimo, él abrió el camino hacia ese otro sacrificio que culminaría la obra de salvación que Dios había anunciado desde la caída de Adán (Gn 3:15). Por eso Dios le confirmó mediante juramento las promesas que ya le había hecho (Gn 22:16; Hb 6:13).

Pero notemos cómo, así como Isaac fue sustituido por un cordero sobre el altar del holocausto (Gn 22:10-13), cada uno de nosotros ha sido sustituido en la condena de muerte que la justicia de Dios pronuncia sobre cada pecador, por un cordero sin mancha, no terrenal sino divino, y cuya sangre preciosa tiene el poder de lavar todos nuestros pecados (Jn 1:29).

El caso de David, que veremos enseguida, es aun quizá más sugestivo, por lo que se refiere a las debilidades humanas comunes que aquejan también a los hombres que Dios llama. Dios había ordenado al profeta
Samuel que ungiera como futuro rey de Israel al octavo hijo de un hombre de Belén, cuando David era apenas un muchacho (1Sam 11:13). Los primeros éxitos del jovenzuelo como vencedor del gigante filisteo Goliat (1Sm 17:45-51), podrían haberle hecho esperar que la corona de Israel ceñiría pronto sus sienes. Pero la ingratitud y los celos de Saúl premiaron la fidelidad de David no con regalos sino con amenazas de muerte y David tuvo que emprender la huída.

Durante varios años, seguido por unos 300 valientes, David llevó la vida de un guerrillero, emboscando a los soldados de Saúl y escapando con las justas de su asedio.

David puede haberse preguntado ¿qué habrá ocurrido con la unción real que un día el profeta Samuel me confirió en presencia de mis hermanos? ¿Habría el profeta escuchado mal la voz de Dios y todo era un malentendido? Pues él hasta ese momento sólo veía los frutos de esa unción en el hecho de no poder reposar su cabeza en ningún lugar sin temer que los soldados de Saúl pudieran alcanzarlo.

El punto más bajo de su carrera llegó cuando, desalentado por el incesante acoso, y temiendo por su vida, se fue a refugiar en los dominios del rey filisteo Aquís (1Sm 27:1-7).

Allí David se convirtió, de guerrillero que había sido hasta entonces, en un vulgar bandolero, que asolaba las campañas y los pueblos vecinos, y que no dejaba un solo sobreviviente que fuera a contarle a Aquis lo que él estaba realmente haciendo, en vez de lo que él le aseguraba que hacía, esto es, atacar a los mismos israelitas (1Sm 27:8-12).

Vemos aquí a David convertido no sólo en un vulgar mentiroso sino, lo que es peor, en un sanguinario bandido.

Su aparente enemistad contra los de su pueblo era a los ojos de Aquis tan sincera que lo enroló, junto con los valientes de su séquito, en el ejercito que los filisteos estaban juntando para atacar a Saúl (1Sm 28:1-3).

¿Marcharía David, que había triunfado en el pasado tantas veces sobre los enemigos jurados de su propio pueblo, esta vez como aliado de esos enemigos y como traidor contra su propia sangre? Pero la Providencia libró a David de cometer tamaña ignominia, porque, felizmente, los otros reyes filisteos se opusieron a que David los acompañara, temiendo que en medio de la batalla él se pasara al bando de los de su pueblo (1Sm 29:1-7).

El texto da a entender que David se sintió ofendido por el hecho de que los filisteos no confiaran en él (1Sm 29:8,9). Pero no sabemos si el darse por ofendido era o no una finta para no descubrir sus verdaderas intenciones. El hecho es que fue sólo después de este punto bajo y vergonzoso de su carrera, cuando Saúl fue muerto por los filisteos y que el trono de Israel quedó vacante (1Sm 31:1-6). Y fue entonces también cuando finalmente Dios se acordó de su promesa y el antiguo pastor de ovejas fue coronado como rey, aunque sólo de las tribus de Judá (2Sm 2:1-4ª), porque las otras diez tribus encumbraron como sucesor de Saúl a Isboset, uno de sus hijos (2Sm 2:8,9).

El hecho de que fuera precisamente después de la mayor crisis que había atravesado David hasta entonces, cuando pudo alcanzar la corona que Dios le había prometido, nos muestra cómo muchas veces la victoria esperada viene cuando ya se han perdido todas las esperanzas y el hombre deja de confiar en sus propias fuerzas y en su propia capacidad, para depositar su confianza sólo en Dios. Ése es el momento que Dios está esperando para actuar en nuestra favor.

Siguiendo con la historia, siete años de guerra civil entre las tribus del Norte y las tribus del Sur pasaron antes de que David pudiera ceñirse finalmente la corona de las doce tribus que se le había prometido y de que pudiera trasladar su trono a Jerusalén (2Sm 5:1-10).

Muy largo había sido en verdad su peregrinar como fugitivo y lleno de muchos altibajos. ¿Perdió David en medio de todas sus contrariedades, de los peligros, las tribulaciones y las humillaciones que sufrió, la visión que Dios le había dado, de que algún día se sentaría en el trono de su pueblo? No lo sabemos exactamente pero, a juzgar por la firmeza de la fe que los salmos escritos por él manifiestan, no habría razón para creerlo.

Dios levantó a David no sólo como rey de Israel, sino también como arquetipo de otro rey que sería su descendiente, y que ocuparía un día el trono de Israel para siempre (2Sm 7:8-16). A ese rey, simbólicamente hijo suyo, él lo llama Señor (Sal 110:1; Mr 12:36), como lo es en realidad, no sólo de David mismo y de los de su sangre, sino también de todos aquellos que creen en su Nombre, entre los que yo espero que tú, amigo lector, también te encuentres. Y si no lo estuvieres, yo te invito a decir en este momento esta oración:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#603 (29.11.09) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). Si desea recibir estos artículos por correo electrónico recomendamos suscribirse al grupo “lavidaylapalabra” enviando un mensaje a lavidaylapalabra-subscribe@yahoogroups.com. Pueden también solicitarlos a jbelaun@terra.com.pe. Las páginas web www.lavidaylapalabra.com y
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jueves, 10 de diciembre de 2009

ALTIBAJOS DEL LLAMADO I

Todos sabemos que Dios llama a ciertos hombres y mujeres que Él escoge para llevar a cabo alguna tarea específica para beneficio de su pueblo, como nos escoge a cada uno de nosotros para un fin también específico, aunque sea más modesto. Suele suponerse que una vez recibido el llamado, el hombre o la mujer escogidos por Él empiezan una carrera ascendente que los llevan de triunfo en triunfo hasta la consumación de su obra. Si Dios es el que hace el llamado y el que proporciona la visión, tendemos a pensar que el éxito está asegurado en todas las etapas de la obra hasta su culminación.

Pero no suele ser así en la práctica, pues la persona a quien Dios escoge puede sufrir fracasos, pasar por etapas de desaliento, y hasta puede llegar a perder totalmente el sentido de la visión que Dios le dio. Durante ese tiempo su fe estará siendo probada repetidas veces para que sea fortalecida y para que su carácter sea perfeccionado.

Conocemos el caso de Saulo de Tarso. Jesús se le reveló sobrenaturalmente cuando iba camino a Damasco a proseguir su tarea infame de perseguidor de cristianos. Pero cuando el Señor se le apareció y lo tumbó al suelo, el perseguidor Saulo se convirtió en Pablo, su más ardiente propagandista (Hch 9:1-9).

Tan pronto como él recibió el encargo de llevar el evangelio a los gentiles, Pablo se puso a la obra predicando en las sinagogas de Damasco, para asombro de todos los que le conocían como azote de los discípulos de Cristo (Hch 9:20,21). El disgusto de sus antiguos correligionarios, los judíos, fue tan grande que resolvieron matarlo y pusieron guardias en las puertas de la ciudad para que no se les escape. Por ese motivo los discípulos tuvieron que descolgarlo por las murallas de la ciudad a fin de que se pusiera a salvo (Hch 9:22-25).

Estas dificultades iniciales no amilanaron a Pablo. Llegado a Jerusalén, él trató de juntarse con los cristianos, pero éstos, conociendo sus andanzas anteriores, le tenían miedo y lo evitaban. Fue necesaria la intervención de Bernabé para que lo aceptaran mientras él seguía su labor proselitista entre los judíos de habla griega. Como consecuencia, una vez más el peligro de muerte se cirnió sobre él y debió ser enviado a su tierra (Hch 9:26-30).

¿Se abatió el ánimo de Pablo a causa de todas esas dificultades? No sabemos. Lo que sí sabemos es que en algún momento del comienzo de su carrera apostólica él se retiró por un período de tres años al desierto, posiblemente para meditar acerca de la misión que Jesús le había encomendado y para recibir las revelaciones a las que él alude veladamente en alguna de sus cartas (2Cor 12:1-4).

Si observamos el conjunto de su vida no cabe duda de que él realizó una obra extraordinaria. No obstante, su tarea estuvo signada por grandes dificultades y pruebas, que ya le habían sido anunciadas cuando Jesús le dijo a Ananías que Él le mostraría "cuánto había de sufrir por Su causa" (Hch 9:16. Véase 2Cor 11:24-33). Todos los sufrimientos por los que él pasó y los obstáculos que tuvo que vencer no le impidieron escribir en una de sus epístolas: "Sobreabundo de gozo en medio de nuestras tribulaciones" (2Cor 7:4), palabras que son para nosotros de gran consuelo y aliento.

Llegado a cierto punto de su carrera, Pablo es tomado preso (Hch 21:26-36). En lugar de ir a predicar las buenas nuevas a donde el Espíritu Santo lo guiara, en adelante sólo podrá predicar a las piedras de su oscura prisión y a las personas que lo visiten. Su obra como esforzado evangelista, cuando todavía tenía tanto por hacer, queda truncada y es llevado en cadenas a Roma, como un vulgar malhechor, a comparecer ante el tribunal del César, al que él había apelado para escapar a los deseos de venganza de sus antiguos correligionarios (Hch 25:1-12; 27:1,2).

¿Ha fracasado Pablo en su misión? De ninguna manera. Ya no podrá visitar, como deseaba, a las iglesias de Asia que él había fundado, para confirmarlas en la fe; pero desde la prisión escribirá algunas de las cartas que hoy atesoramos y en las que su corazón ardiente ha vertido los consejos y la doctrina que el Espíritu le inspira.

Los caminos de Dios son insondables. A veces Él lleva a cabo más conquistas a través de los fracasos de sus mensajeros que a través de sus triunfos visibles. Él puede transformar nuestras derrotas en victorias y mostrar a través de ellas su gloria. Confía pues siempre en tu Señor. No te desanimes por el fracaso. Él siempre está contigo y aunque tú no comprendas su manera de obrar, Él perfeccionará hasta el fin la tarea que Él te ha confiado y cumplirá sus propósitos en tí por senderos que tú no puedes imaginar (Flp 1:6).

El caso de Moisés es en algunos sentidos semejante al de Pablo, aunque sus altibajos sean aun más impresionantes. Por encargo providencial de la hija del Faraón, que lo había recogido de la ribera del río, Moisés fue criado por su madre, una mujer hebrea piadosa que, sin duda, le habló de niño de las promesas que Dios había hecho a sus antepasados, los patriarcas. Educado más tarde en la corte del faraón y gozando de todas las ventajas de la vida en la corte, se sintió un día movido a ir a visitar a los de su pueblo que vivían oprimidos bajo el yugo del soberano egipcio. La sangre de sus mayores que corría por sus venas se enardeció cuando vio a un egipcio que golpeaba duramente a un israelita y, saliendo en su defensa, mató al agresor. Cuando el hecho fue conocido se vio obligado a huir al desierto para escapar de la ira del Faraón.

Cuarenta años después, cuando Dios se le apareció en la zarza ardiente para encomendarle la tarea de sacar a su pueblo de la esclavitud, su celo por la causa de su pueblo parecía haberse desvanecido, pues al llamado de Dios respondió: "¿Quién soy yo para ir donde el faraón?". Pero él era la persona indicada pues había sido criado en la corte y estaba familiarizado con las costumbres y modos de pensar de la realeza egipcia.

Dios prevaleció sobre sus dudas para hacerle aceptar esa arriesgada misión y le aseguró el triunfo final. No obstante, al principio todo parecía anunciar un seguro fracaso: los hebreos se negaron a creer inicialmente en su misión y sus esfuerzos por liberarlos de la servidumbre chocaron con la resistencia terca del faraón. Peor aún, todas las palabras que Dios le inspiraba para convencer al soberano tuvieron como consecuencia inicial el que las cargas que se imponía a los hebreos fueran aumentadas y que la situación del pueblo, ya mala, empeorara. Ellos pues se quejaron amargamente y le reprocharon que hubiera venido a inquietarlos. Y él, a su vez, se quejó a Dios.

Pero Dios ya lo había prevenido, diciéndole que sería sólo por medio de prodigios y con mano fuerte cómo él lograría liberar al pueblo de la esclavitud. Moisés pudo haberse desanimado por esos fracasos iniciales, pero no cedió al desaliento, sino que mantuvo su confianza en Dios y no cejó en su empeño hasta ver salir marchando a las multitudes de su pueblo por el desierto camino al Mar Rojo. Nosotros podemos ahora pensar que esos obstáculos y esas luchas eran necesarias, pues en ellas se manifestó el poder de Dios.

Durante su largo peregrinar por el yermo muchas fueron las dificultades que le causaron la rebeldía y la incredulidad de los hebreos, a los que, sin embargo, Dios daba constantemente tantas muestras de su poder. Pero Moisés no se desanimó sino que mantuvo su fe y siguió creciendo en autoridad ante su pueblo. Con buen motivo. Es posible que ningún hombre, aparte de Jesús, haya gozado de tanta intimidad con Dios como él, y que nadie haya llevado a cabo tantos prodigios como los que Dios hizo por intermedio suyo.

El punto culminante de la salida de Israel de Egipto es la teofanía de Dios en el monte Sinaí, en donde el Altísimo se reveló a su pueblo en toda la majestad de su poder, cuando el monte humeó y la tierra tembló (Ex 19:15-19).

Pero ¿qué ocurrió después de este acontecimiento extraordinario? Moisés sube al monte al encuentro de Dios y permanece en su presencia durante 40 días. Cuando desciende al llano se encuentra con que el pueblo, que había jurado a Dios que obedecería a todos sus mandatos y que nunca serviría a dioses ajenos, estaba adorando a un becerro de oro. Su propio hermano, Aarón, a quien él había ungido como sacerdote del Dios verdadero, era el que les había fundido la imagen ante la cual el pueblo infiel se inclinaba (Ex 32:1-8).

¡Qué día terrible para Moisés! ¿Donde habían quedado las promesas y los juramentos solemnes pronunciados por el pueblo? ¿Para contemplar esta apostasía masiva había hecho él tantos sacrificios y había arriesgado tanto? En el furor de su cólera el profeta arrojó al suelo las tablas de piedra, en las que Dios había grabado el Decálogo, y las rompió (Ex 32:19).

Pero calmada su ira y apaciguada también la cólera de Dios, Moisés siguió conduciendo a los israelitas rebeldes por donde la nube de gloria los guiaba, hasta que llegaron a la frontera de la tierra prometida. Por fin llegaban al término de su peregrinaje y estaban listos para entrar. Sólo tenían que cruzar el Jordán y pelear contra los pueblos que ocupaban la tierra. Dios les había prometido que con su ayuda los podían vencer, con que tan sólo se atrevieran y confiaran.

Pero he aquí que el pueblo elegido nuevamente le falla y atemorizado, se niega a entrar. ¡Más les habría valido -claman en su rebeldía- morir en el desierto, o permanecer en Egipto, que ir a perecer bajo la espada de los gigantes que pueblan esa tierra! Ya estaban dispuestos a apedrear a Moisés (Ex 14:1-10).

Entonces Dios pronuncia estas palabras terribles: "Les ocurrirá exactamente como han dicho; todos los que se negaron a entrar y murmuraron contra mí, morirán en el desierto como dijeron." (Nm 14:28,29)

A partir de allí empieza ese largo peregrinar errante de un lugar a otro, en el que la paciencia de Dios y la de Moisés fue tantas veces probada y en el que misericordia de Dios fue puesta tantas veces de manifiesto.

Cumplidos 40 años de peregrinaje, una nueva generación de adultos se había levantado y había sustituido a la antigua. Nuevamente el pueblo fue llevado hasta la frontera de la tierra que Dios había prometido a sus mayores. Pero Dios le dice a Moisés: Tú no entrarás con ellos a la tierra que fluye leche y miel; otro será el que los guíe y reparta a cada tribu su heredad. (Dt 3:23-28)

¡Qué desilusión para Moisés! ¡La meta por la cual él había luchado tanto se le esfumaba de las manos! Por fin había llegado al final de su camino y estaba a punto de culminar la obra que Dios le había encomendado, y Dios le dice: “Tú no, sino Josué los introducirá.”

Pero Moisés no se rebela sino se somete y suplica: “Déjame al menos contemplar la tierra ansiada de lejos.” Moisés escala el monte Nebo y llega a la cumbre donde ha de morir. Allí en la cima, Dios le muestra la tierra que Él juró a Abraham que un día sería suya (Dt 34:1-5).

¿Qué es lo que contempla Moisés de lejos? La tierra prometida con la cual él había soñado durante años y en la que no llegó a entrar, estando a sus puertas. ¿Qué es la tierra prometida para nosotros que no vivimos en aquellos tiempos? Es la salvación en Cristo. El lugar de reposo que hemos alcanzado ya en esta vida los que hemos creído en su mensaje (Hb 4:1-3), y que nos anuncia otra tierra de reposo más sublime a la que llegaremos al final de nuestro camino (Hb 4:9-11). ¡No! ¡Moisés no ha fracasado! Él cumplió la misión que el Señor le había encomendado. Cumplida su tarea, Dios se lo llevó consigo a gozar de los frutos de sus trabajos y otro hombre más joven que él tomó su lugar. Ese es el destino humano. (Nota)

Si a nosotros no nos es dado ver con nuestros propios ojos el cumplimiento de todas nuestras metas en el Señor, tengamos por seguro que Dios no las archivará ni las olvidará cuando nos hayamos ido, sino que suscitará a otros que terminen de realizar lo que nosotros hemos empezado. Ningún esfuerzo se pierde en el Señor, ninguna oración ferviente deja de ser contestada. Todos nuestros esfuerzos, todos nuestros sufrimientos, todas nuestras lágrimas son atesoradas en su redoma y todas formarán parte de la corona que Dios ha prometido a los que le son fieles.

Nota: Quizá habría que decir: “menos joven que él”, porque Josué tenía 80 años cuando sucedió a Moisés.


NB. El texto de este artículo y del siguiente del mismo título constituyeron charlas que se transmitieron por radio a finales de octubre de 1999. Se publican ahora por primera vez.

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