martes, 4 de noviembre de 2008

CONSIDERACIONES SOBRE DEUTORONOMIO

1. A todos aquellos que aprendieron en el catecismo el primer mandamiento: “Amarás a Dios sobre todas las cosas” debe causarles no poca sorpresa constatar que ese mandamiento no figura en el Decálogo, ni en el primero ni en ningún otro puesto. Figura naturalmente en otro sitio (Dt.6:4,5) y es repetido enfáticamente en otros lugares para subrayar su importancia. Jesús, en su conversación con el intérprete de la ley que vino a tentarlo, también lo destacó llamándolo el primer y más grande mandamiento (Mt. 22:37,38).

Pero cuando Dios estableció su pacto con el pueblo escogido al pie del monte Sinaí y le dio las tablas de la ley, el primer mandamiento y, en verdad, el fundamental de su pacto fue: “No tendrás dioses ajenos delante de mí”, (Ex 20:3; Dt 5:7), o expresado de otra manera: “No tendrás otros dioses fuera de mí” “No tendrás dioses ajenos”, es decir, no adorarás a los dioses de otros pueblos, ni te contaminarás con ellos. (Nota 1)

¿Por qué motivo coloca Dios este mandamiento en primer lugar? Porque la base de la relación que Dios quería establecer con su pueblo era el conocimiento del Dios verdadero, y el primer ladrillo de este fundamento es que Dios no hay más que uno. Conocer al Dios verdadero significa saber en primer lugar que Él es único. Esto es lo que expresa el nombre sagrado de Dios, el Tetragrámaton YHWH: “Yo soy el que soy”, que solemos pronunciar como Jehová o Yavé. (2)

Toda desviación de ese principio, toda lealtad a cualquier otro ser, debilita nuestra relación con el Dios verdadero, así como en el plano humano toda relación con una segunda mujer debilita la relación con la primera. Y lo que Dios quería establecer con su pueblo era precisamente eso: una relación de intimidad estrecha y exclusiva de amor y confianza mutua, como la que une al hombre con su mujer. De ahí también que los profetas equiparen la idolatría con el adulterio en los términos más crudos (Jr 13:20-27; Ez 16:30-32; 23:37-49; Os 2).

Sentar este principio era fundamental pues el pueblo hebreo vivía en medio de pueblos paganos que tenían cada uno su propio dios principal, además de otros dioses secundarios. Dios quería evitar que ellos se contaminaran rindiendo culto a esos supuestos dioses, ya que eso podría traer muchos desórdenes en su vida, como en efecto ocurrió una vez que entraron a la Tierra Prometida y se establecieron en ella sin haber eliminado o expulsado a todos sus ocupantes, como Dios les había ordenado hacer.

Ese Dios único al que ellos debían adorar es espíritu, dice Juan (4:24); no tiene sustancia ni forma material. Por consiguiente no debe hacerse ningún intento de representarlo de alguna manera, aunque nuestra mente tienda siempre a dar representaciones sensibles a nuestras ideas.

Por ello el primer mandamiento del Decálogo se complementa con el segundo: “No harás para ti escultura ni imagen alguna” que represente a Dios (Dt 5:8), al que sigue la prohibición de rendir culto a las imágenes (5:9) que los pueblos idólatras solían fabricar para adorarlos.

Nótese que esa norma de no hacer esculturas de Dios sigue siendo acatada por todas las iglesias cristianas, incluyendo a la Iglesia Católica porque, aunque ella tenga imágenes, son de Jesús -que vino como hombre a la tierra- o de la Virgen o de los santos, todos ellos seres humanos. Pero no se hallará en las iglesias católicas escultura alguna que represente a Dios Padre.

De otro lado, Dios sabía que una causa principal de las desviaciones morales en que caían los paganos era el culto a los falsos dioses, de las que ellos se fabricaban numerosas imágenes (Rm 1:23-25). Detrás de los ídolos había demonios, como dice Pablo (1Cor 10:20) citando Dt 32:17, con los que los idólatras entraban en contacto y se ligaban al rendirles culto, los cuales los empujaban a hacer cosas abominables que eran incorporadas al culto mismo, como sacrificios de niños, orgías, prostitución sagrada, homosexualidad, circuncisión femenina, tatuajes, etc.

Esta necesidad de mantener una concepción espiritualizada de la realidad trascendente de Dios sigue siendo imprescindible hoy día. Toda representación material de la divinidad desnaturaliza y disminuye la pureza de nuestra relación con Dios, la afecta y compromete. De ahí que el principio dado por Él en el Monte Sinaí siga vigente.

Esto es especialmente importante en nuestro medio donde en el curso de la Colonia se fue introduciendo y tolerando una forma de sincretismo larvado que incorporó al culto religioso católico, a los apus y espíritus de los indígenas bajo la cubierta de la veneración de los santos. Es sabido a qué excesos eso conduce: las fiestas patronales de los pueblos suelen ser pretexto para una borrachera generalizada que termina con frecuencia en una orgía.

No puede inculcarse verdadera moral al pueblo (y eso es lo que Moisés quería) si se permite cualquier forma de idolatría, cualquier desviación de los dos principios fundamentales del Decálogo: “No tendrás dioses ajenos fuera de mí”, y “No harás para ti escultura ni imagen alguna”.

2. En Dt 18:21,22 Moisés establece el criterio para saber con certidumbre si la palabra dicha por el profeta proviene de Dios o no: Si se cumple lo que anuncia el profeta, su palabra es de Dios, si no se cumple, no habló el profeta de parte suya. Parece una perogrullada, pero la razón es obvia: Dios no puede mentir ni equivocarse en sus previsiones.

Sin embargo, según Dt 13:1-5, el que se cumpla o no lo predicho por el profeta no es criterio suficiente, pues el acontecimiento o prodigio anunciado podría cumplirse y ser utilizado como una señal engañosa que confirmara el mal camino por el cual el falso profeta quiere extraviar al pueblo para su ruina, llevándolo a adorar a dioses ajenos.

Satanás puede inspirar profecías acertadas y palabras verdaderas, como de hecho ocurre alguna vez, que tienen, incluso, toda la apariencia de venir de parte de Dios (Hch 16:16-18). Puede también realizar prodigios que asombren a la gente. Hay videntes y cartomancistas que adquieren gran influencia sobre sus incautos clientes porque a veces aciertan en sus diagnósticos y en sus predicciones. Como invocan a Dios o a los santos, y rezan, los que acuden a ellos no perciben la trampa satánica que se les tiende. Incluso los propios videntes pueden creer que lo que hacen es bueno y que están ayudando a la gente. Ellos pueden estar tan engañados como sus clientes… hasta cierto punto… pues también los mueve un interés económico.

En ese versículo (Dt 13:3) se dice que Dios está probando a su pueblo a través del falso profeta pues, si se cumpliera lo anunciado, él estaría aportando una prueba de que la fuente de su inspiración es divina y que el dios en cuyo nombre habla es verdadero. Por ese motivo Dios ordena matarlo. ¿No es esto contradictorio? No lo es, aunque pueda parecerlo a primera vista. En verdad Dios se vale de la mala intención del profeta impío, dejando que tienda una trampa a su pueblo, para verificar hasta dónde éste se deja seducir, hasta qué punto está inclinado a serle infiel. Dios no impulsa al falso profeta, sino permite que Satanás lo impulse; no impide que hable, porque quiere probar al pueblo a través de la iniquidad del profeta. Aunque Dios se valga de él, el profeta es responsable de sus actos y palabras malvadas y debe ser condenado por ambas.

Esto nos lleva a una constatación importante que tiene que ver con la ambivalencia de la palabra “tentación” (nasah en hebreo; peirasmos en griego), y que confunde a veces a los lectores de la Biblia.

Una misma palabra significa dos cosas, interrelacionadas entre sí, pero distintas. Una buena y otra mala. “Dios no puede ser tentado por el mal, ni Él tienta a nadie”, dice Santiago (1:13). Sin embargo, Jesús nos enseñó a pedir en el Padre Nuestro: “No nos induzcas –o metas- en tentación” (Mt 6:13). ¿En qué quedamos? ¿Nos tienta Dios o no nos tienta?

Satanás es el que tienta, pero Dios es el que nos prueba, a través de la tentación urdida por Satanás. El hecho o la acción es la misma, pero cumple dos propósitos distintos según quién la utilice: Satanás quiere hacernos caer, Dios quiere probarnos. Es como un espejo semiesférico. Si lo vemos de un lado, es convexo; del otro es cóncavo, pero el espejo es uno solo. O es como los dos lados de una moneda: de un lado, cara; de otro, sello. Igual es “peirasmos”, de un lado tentación; del otro, prueba. Pero la moneda no existe sin las dos.

En la práctica nosotros no nos damos cuenta de que estamos siendo probados por Dios constantemente. Nuestra vida entera es una larga prueba en que nuestra fe y nuestra fidelidad (una misma palabra, “pistis”, designa a ambas en griego) son puestas en evidencia. ¡Felices de nosotros si salimos airosos de la prueba venciendo a la tentación, porque nuestra recompensa será a la medida de nuestra firmeza!

3. Exaltando a Jehová Moisés cantó: “La corrupción no es suya; de sus hijos es la mancha… ¿No es tu padre el que te creó? (Dt 32:5,6)

Yo pensaba que el concepto de paternidad de Dios y filiación divina no existía sino en germen en el Antiguo Testamento y sólo aparecía claramente en el Nuevo. Pero las frases citadas, así como también Dt 14:1 afirman claramente que los israelitas eran hijos de Dios.

Ser hijo de Dios supone haber nacido de nuevo, lo cual supone, a su vez, creer en Jesucristo que aún no había nacido. ¿Cómo se concilia esta contradicción? ¿Cómo podrían haber nacido de nuevo bajo el antiguo pacto si Jesucristo no había aún redimido al género humano? Estas preguntas que me atormentaban me han llevado a revisar estos conceptos tal como aparecen en ambos testamentos.

Es cierto que San Juan dice en el prólogo de su evangelio que a los que recibieron a Jesús –es decir, a los que creyeron en Él- “se les dio la potestad de ser hechos hijos de Dios.” (Jn 1:12,13) Esto es, llegamos a ser hijos de Dios por creer en Jesús. ¿Podría referirse esto sólo a los que vivieron en esa época y escucharon predicar a Jesús, o vivían después de que hubo resucitado, pero no a los que vivieron antes de que Él naciera?

A Nicodemo Jesús le dijo que se nace de nuevo del agua y del espíritu. Los israelitas del Antiguo Testamento tenían ciertamente el agua de la palabra y el espíritu. Lo afirmado en el capítulo 3ro. de Juan coincide con lo que dicen 1P 1:23 y St 1:18 (3): se es engendrado por la palabra sin limitaciones. Esto es, la palabra que hace nacer de nuevo no es sólo aquella que habla de Jesucristo, sino que se trata de toda la palabra salida de la boca de Dios, de la cual vive el hombre (Mt 4:4).

En Rm 9:4 Pablo dice también que a los israelitas pertenecen la adopción (como hijos de Dios, entiéndase). Está hablando obviamente del pueblo de Israel en sí corporativamente, antes y después de Cristo, pues en el mismo párrafo menciona como perteneciente a ellos “la gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas”, todo lo cual es anterior a la venida de Jesucristo. Y le siguen perteneciendo, aunque muchos lo rechazaran, “porque los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables.” (Rm 11:29)

¿Cómo conciliar esto con lo que dice Gálatas 3:26: “pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús”. Esta frase hay que entenderla dentro del contexto amplio del pasaje entero que habla del propósito de la ley: 3:19-4:7. “Entretanto que el heredero es niño, en nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo;” (4:1) Poco antes había dicho: “Pero venida la fe ya no estamos bajo ayo” (3:25). Si estábamos bajo el ayo (esto bajo el tutor cuya misión consistía en ese tiempo en educar al heredero) era porque por naturaleza éramos hijos, aunque en nada difiriéramos exteriormente del esclavo, pues el que es verdaderamente esclavo no está bajo un ayo sino bajo un capataz. El ayo es necesario mientras el hijo sea menor de edad a fin de prepararlo para su mayoría, “pero venida la fe…” el ayo (esto es, la ley) es innecesaria, pues estamos “revestidos de Cristo” (v.27).

En resumen, antes de que viniera Jesús los israelitas eran hijos aunque parecían esclavos. Eran hijos porque tenían la ley y las promesas, y pese a que la revelación era todavía limitada. Llegada la madurez de la revelación plena ya ellas no bastan, se requiere la fe en Jesús. Parafraseando a Juan 1:12,13, podríamos decir que antes de que el Verbo se hiciera carne lo recibían aquellos que esperaban la venida del Mesías, prestando fe a las promesas que lo anunciaban y obedeciendo fielmente, -y en la medida de sus fuerzas- a los mandatos de la ley. (12.9.90)

Podríamos agregar lo siguiente: La religión del Antiguo Testamento ofrecía una salvación por obras: “Haz esto y vivirás”, como le dijo Jesús al intérprete de la ley (Lc 10:28) refiriéndose a lo que las Escrituras decían sobre el cumplimiento de la ley, que los que la cumplieran vivirían por ella (Lv 18:5; Nh 9:29; Ez 18:9; 20:11-13; c.f. Pr 4:4 y 7:2). Pero las obras no excluían la fe, aunque ésta no ocupara todavía el papel preponderante que desempeña en el Nuevo Testamento. Al contrario, se le daba por supuesta. Pensemos: Para hacer y cumplir lo que el legislador ordenaba era necesario creer que él tenía la autoridad necesaria y que su palabra venía de Dios. Eso fue lo que los israelitas afirmaron cuando la ley fue promulgada en el Sinaí (Ex 24:3,7).

La interpretación usual de Ef 4:8,9 es que Jesús, habiendo descendido al Hades al morir, se llevó consigo al resucitar a la cautividad que permanecía en el seno de Abraham, es decir, a los justos del Antiguo Testamento; a los que, como el anciano Simeón (Lc 2:25,26), habían nacido de nuevo por la fe en Aquel que había de venir. Ellos estaban retenidos en el seno de Abraham porque antes de la muerte y resurrección de Jesús ningún mortal tenía acceso a la presencia de Dios. (Véase “Una Buena Conciencia IV”).

Notas: 1. En el pasaje paralelo de Marcos 12: Jesús enuncia el mandamiento comenzando por la frase que le precede en el texto del Deuteronomio, el famoso “Shemá Israel”, que los judíos piadosos recitan dos veces al día: “Oye Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es.” (Dt 6:4).

2. La segunda pronunciación es la más probable. Pero los judíos después del exilio no lo pronunciaban, sino decían en su lugar Adonai, que quiere decir “Señor”, de donde viene la práctica de muchas biblias de poner “Señor” donde el texto tiene YHWH..

3. Respectivamente: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre.” Y “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas.”


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