martes, 4 de noviembre de 2008

PARTÍCIPES DE LA NATURALEZA DIVINA I Un Comentario a la Segunda Epístola de Pedro 1:1-4

1. “Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los que habéis alcanzado, por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo, una fe igualmente preciosa que la nuestra:”
Como es común en la mayoría de las epístolas ésta empieza también con un saludo en el que el autor se presenta a sí mismo y menciona a quiénes va dirigido su escrito (Nota 1).

En este caso el apóstol se presenta con su doble nombre, Simón, el que tuvo de nacimiento (mejor dicho, el que recibió cuando lo circuncidaron); y Pedro, el sobrenombre que le dio Jesús. (2)

Tal como hace Pablo, Pedro se refiere a sí mismo como apóstol de Jesucristo, y nadie podía reclamar con más razones que él ese título para sí, pues Jesús lo había distinguido dándole un papel especial en la iglesia (Mt 16:17-19; Jn 21:15-17); y él, una vez muerto su Maestro, había asumido el papel de líder del pequeño grupo de discípulos (Hch 1:15-22; 2:14).

Pero él se llama a sí mismo no sólo “apóstol” sino también “siervo” de Jesucristo, mencionando esta palabra primero. Es decir, antes de ser una persona a quien se le ha encomendado una misión, y conferido una autoridad especial, yo soy un siervo de mi Maestro.

Sus palabras son un ejemplo para nosotros. Antes de ser cualquier cosa, antes de ocupar cualquier posición, sea en la iglesia, o en el ministerio, o en el mundo, nosotros somos siervos –y siervos inútiles como nos lo recuerda Jesús- de Aquel que nos ha elegido y llamado para una función específica. Solemos dar importancia a la posición que ocupamos, y hasta nos sentimos orgullosos de ella, olvidando que nuestro mayor honor es no tener ninguna; es no tener ningún título humano que se interponga entre nosotros y nuestro Maestro. Sólo de esa manera puede Dios bendecirnos en la función que desempeñamos. (3)

Al inicio de su epístola a los romanos Pablo expresa una actitud semejante: “Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol”, describiendo claramente la situación: Yo soy uno del montón, por así decirlo, a quien Dios ha llamado para desempeñar una misión.

Nuestra condición, y a la vez nuestro privilegio, es servir a Dios y a su Hijo. Nada pretendemos sino eso. Todos los títulos y posiciones que podamos ocupar y que nos pueden haber confiado, son basura y deben ser tenidos en nada si queremos asemejarnos a nuestro Maestro, pues Él, siendo Dios, se humilló a sí mismo haciéndose como un esclavo, y trataba de que no se divulgara el papel de Mesías de su pueblo que su Padre le había confiado (Mt 18:20). Si Él, siendo el que era más, se puso como si fuera el menos, como uno que había venido a servir y no a ser servido (Mt 20:28: Mr 10:45), ¿qué podemos pretender nosotros que, para comenzar, somos menos que menos?

La mejor garantía que puede tener todo el que llegue a ocupar una posición encumbrada –pues alguien tendrá que ocuparla- de que, llegado a ella, no se va a enorgullecer, y de que no va a provocar con su soberbia su caída –como ha ocurrido en tantos casos- es que en medio de los honores que lo exalten, se mantenga sobrio, recordando que por sí mismo él no es nada; y que estime a los demás, es decir, a los que están bajo su autoridad, como superiores a sí mismo (Flp 2:3). El que tal haga tendrá una verdadera autoridad que será reconocido por todos, y no será ridiculizado, como lo es todo el que se cree ser algo.

Ungido en el ambiente israelita del Antiguo Testamento, podía ser cualquier persona que hubiera recibido una unción especial en virtud de su cargo o función: el rey, el sacerdote, el profeta. No obstante, la palabra “Ungido” en tiempos de Jesús aludía específicamente al Mesías esperado de Israel, de modo que decir “Jesucristo” –como vino a llamarlo la iglesia más tarde- es lo mismo que decir “Jesús el Mesías”. De hecho la palabra “mesías” viene del hebreo “mashiaj” que quiere decir precisamente “ungido”. Es sabido que en las epístolas, la palabra “Cristo” sola, sustituye muchas veces al nombre de Jesús. (Por ejemplo, en Rm 5:8; 6:4; 8:10, etc.)

¿Qué nos quiere decir esto? Que la iglesia desde el comienzo veía en su fundador no sólo al hombre que muchos habían conocido personalmente, o que habían oído predicar, sino al Ser que Dios había enviado para cumplir una misión trascendental, y que era a la vez, él mismo, humano y divino.

Como nadie vuelve por sí mismo de la muerte, ellos eran concientes de que la resurrección había proclamado ante el mundo que Jesús era el Hijo de Dios, tal como lo expresa Pablo en Rm 1:4. Es cierto que la doctrina de la divinidad de Cristo tardó un tiempo en formularse explícitamente, y especialmente, tardó más en definirse que en él habitaban dos naturaleza, la humana y la divina, unidas en un sola persona. (4). Sin embargo independientemente de las formulaciones dogmáticas que vinieron luego, el hecho es que la iglesia tuvo desde el inicio conciencia de que Jesús era no sólo hombre, sino que era también Dios. (5)

Y eso es lo que esta epístola señala, a continuación en las palabras de saludo, al mencionar a quiénes está dirigida la carta: “a los que habéis alcanzado, por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo…”. Jesús es a la vez nuestro Dios y nuestro Salvador. No puede ser dicho de una manera más rotunda. Pedro había tratado con Jesús, había conversado y comido con Él como hombre, pero ya no lo veía solamente así, sino lo veía en la condición que le fue revelada cuando Jesús se transfiguró delante de sus ojos en el Monte Tabor, hecho al cual él alude más adelante en esta epístola (vers. 16-18), experiencia que le dio una primera percepción de quién era en realidad el Maestro a quien seguía, la cual le fue confirmada cuando más adelante lo vio y habló con Él resucitado.

¿A quiénes pues dirige Pedro esta epístola? No a un grupo de creyentes, o de iglesias, en particular, como es el caso de su primera epístola, sino a todos aquellos a quienes había sido dado el creer en Jesús como Dios y Salvador.

Es cierto que no dice: “a los que les fue dado creer”, pero el sentido es el mismo: porque a todos los que, por la justicia de Dios, han alcanzado la fe en Cristo, les ha sido dado creer en Él como Dios y Salvador. En otras palabras, esa fe de la que nos gloriamos, no es algo que hayamos alcanzado por nuestros propios esfuerzos, sino es un don precioso que hemos recibido.

Nada hemos hecho para merecerla nosotros, nada hicimos que nos diera algún derecho sobre ella. La hemos recibido gratuitamente porque le plació a Dios dárnosla. Eso es también lo que ese famoso versículo de Efesios declara: “porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios.” (Ef 2:8).

La salvación por la fe es una gracia. No sólo la salvación es una gracia, y no sólo la fe es una gracia, sino que ambas juntas lo son.

Pero alguno pudiera alegar: Yo he buscado alcanzar esta fe, y he clamado por ella. Yo he escudriñado libros y filosofías tratando de encontrar una luz que iluminara mi mente y que me diera la certeza de estar en la verdad. No la he recibido sentado, ocioso. Alcanzarla fue la respuesta a mis anhelos más profundos pues yo vivía inquieto sin ella. Yo he recorrido largos caminos, he buscado a maestros en lugares recónditos de la tierra que me ilustraran, pero en ninguna parte encontraba la certeza que buscaba, hasta que un día por fin, como fruto de mi larga búsqueda, di con ella.

Aún si fuera así, por mucho que anhelaras tener un conocimiento que te diera seguridad, y por mucho que te esforzaras por encontrarlo, igual lo has recibido por gracia, sólo porque Dios en su misericordia dispuso que la recibieras. Incluso ese anhelo que sentías por encontrar la fe que anhelabas, fue algo dado, porque nada podemos decir que tengamos, que no hayamos recibido, como dice Pablo: “¿o qué tienes que no hayas recibido”? (1 Cor 4:7) “¿O quién le dio a Dios primero para que fuese recompensado?” (Rm 11:35). Si, Él es el Creador de todo lo que hay, material y espiritual. Todo lo que existe viene de Él, menos el pecado. Aún ese anhelo, ese buscarlo sin descanso que tú tenías, vino de Él; y porque vino de Él puedes llamar preciosa a esa fe, pues tiene un precio inigualable e inalcanzable para el ser humano.

Esta fe es, en verdad, preciosa para todos, porque ella ha ordenado nuestras vidas hacia su fin verdadero. Antes de que la recibiéramos caminábamos sin rumbo, no sabiendo cuál era el verdadero propósito de nuestra vida, cuál la meta de nuestros esfuerzos. Ahora sabemos que el objetivo que deseábamos alcanzar era Él mismo.

2. “Gracia y paz os sean multiplicadas, en el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús.”
Por eso enseguida Pedo desea a los destinatarios de su carta que la gracia y la paz les sean multiplicadas en el conocimiento del Señor Jesús. La ciencia que debemos profundizar es el conocimiento de Dios. No es un conocimiento intelectual, frío, que se adquiere en libros, sino es un conocimiento vital, fruto de la experiencia. Es el conocimiento que resulta del trato corriente, de la frecuentación mutua, así como dos amigos se conocen profundamente porque están siempre juntos y lo hacen todo juntos (6).

El conocimiento de nuestro Señor que todos buscamos es un conocimiento personal -“personalizado” como se suele decir en la jerga de la publicidad comercial. Es un conocimiento hecho a la medida de cada uno, porque las necesidades de cada uno que viene a satisfacer son diferentes en cada caso, según sean los individuos. Todos nosotros somos únicos para Dios. No hemos sido fabricados en serie, siguiendo un patrón uniforme preestablecido, como en una línea de montaje industrial, sino que a cada uno Dios nos hizo personalmente; nos modeló según un proyecto original, diferente a todo otro modelo; un proyecto que había concebido mucho antes de que naciéramos, mucho antes de que fuéramos engendrados, como le dice Dios a Jeremías (Jr 1:5).

Este es un conocimiento que produce paz en el alma, una paz que, porque viene de Dios, sobrepasa toda experiencia de paz que hayamos tenido, supera toda paz humana. Es una paz que constituye un anticipo de la dicha del cielo.

3. “Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de Aquel que nos llamó por su gloria y excelencia,”
Este versículo está formado por dos frases, de tal manera que la segunda (que empieza con la palabra “mediante”) complementa el sentido de la primera. ¿Y qué dice la primera frase? Puesto que todas las cosas que pertenecen a la vida espiritual (enumeradas en los vers del 5 al 7) nos han sido dadas (de una manera definitiva y para siempre, a menos que nosotros mismos las desechemos), tenemos que aprovechar plenamente de ellas.

¿Cómo podemos entender aquí la palabra “vida”? En el sentido en que Jesús usa esa palabra en Jn 10:10 “yo he venido para que tengan vida…”. es decir “vida eterna”, de la que Él habla en otros pasajes (Véase 5:24; 6:40; 6:48: “el que cree en mí tiene vida eterna”.)

¿Y qué es la vida eterna? No sólo es la vida maravillosa de que gozaremos algún día en la presencia de Dios para siempre, sino la vida de la gracia de que gozamos ya en el presente y que recibimos cuando creímos en Jesús.

Antes de recibir esa vida, estábamos muertos en nuestros delitos y pecados (Ef 2:1), pero por la misericordia de Dios “hemos pasado de muerte a vida” (1Jn: 3:14); hemos sido trasladados del reino de las tinieblas al reino de su luz admirable(1P 2:9).

Esta vida es algo muy especial que no sólo ha cambiado nuestra naturaleza, haciéndonos diferentes, sino que nos ha llenado de un gozo y de una alegría profundas, que permanecen en nosotros cualquiera que sean las circunstancias exteriores.

Alguno podría objetar: Antes de venir a Cristo yo estaba vivo, no muerto. Mi corazón latía y mis pulmones se hinchaban rítmicamente de aire. Sí, es cierto, gozabas de la vida física, pero no de la vida espiritual. Jesús dijo: “Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Lc 9:60), refiriéndose, en el caso de los primeros muertos, a los que tenían la misma vida física que tienes tú.

¿Y qué cosa es la piedad? La inclinación espontánea del alma hacia Dios que permite cultivar nuestra intimidad con Él. Es la actitud permanente de amor que nos permite ser uno con Dios.

Por último preguntémonos ¿qué son esas “cosas que pertenecen a la vida y a la piedad”? Pues aquellas de que hablará en los vers. 5 al 7. De manera pues que todas esas “cosas” tan inestimables nos han sido dadas por el poder de Dios. Muchos tratamos de alcanzar esas mismas cosas por medio de esfuerzos y disciplinas humanas. Pero es inútil, nadie puede alcanzarlas por sí mismo. Se obtienen por gracia, “mediante el conocimiento de Aquel…”, es decir, mediante la fe que brotó en nosotros cuando tuvimos un encuentro personal con Jesús a través de su palabra.

La fe es una forma de conocimiento. En este caso es un conocimiento personal, íntimo, que une al que conoce con el ser conocido y que lo llena de certidumbre. A veces se hace la pregunta: ¿Conoces tú a Dios? Es lo mismo que preguntar: ¿Has tenido un encuentro personal con Jesús? ¿Es Dios para ti una realidad viva, o sólo una noción vaga, un concepto abstracto? Hay una gran diferencia entre tener una noción general, o un conocimiento abstracto de Dios en cuya existencia uno cree, esto es, un conocimiento como los que uno obtiene intelectualmente, y el tener la experiencia de un Dios vivo, con el cual uno sostiene una relación vital y constante. Un conocimiento además que ha sido obtenido no por mérito propio alguno, sino en virtud de un llamamiento gratuito, inmerecido, en el que se manifestó la infinita bondad del corazón de Dios.

Porque, en verdad ¿qué seríamos nosotros si no hubiéramos sido llamados? O pensemos, ¿cuál era nuestro estado antes de serlo? ¡Cuánto pues debemos estimar que Dios se haya compadecido de nosotros y que, de entre muchos, nos haya escogido a nosotros para que sigamos las pisadas de su Hijo, y nos unamos a Él! ¡Cómo debemos adorarlo y darle gracias por ello!

4. “por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia;” (7)
Este versículo contiene una frase, o se refiere a una realidad extraordinaria, que no aparece en ningún otro texto del Antiguo ni del Nuevo testamento: esto es, que nosotros podemos llegar a participar de la naturaleza divina. ¿Te das cuenta, amado lector, de lo que eso significa? ¿Participar de la naturaleza misma de Dios? Nosotros hemos sido hechos a imagen y semejanza suya, pero aun nacidos de nuevo, no participábamos plenamente de su naturaleza, de aquellas cualidades que constituyen su modo propio de ser (por decirlo de alguna manera), siendo la primera de ellas su santidad.

No obstante, podemos llegar a participar de su naturaleza porque, ante todo, como condición indispensable, hemos huido de aquellas cosas que constituyen la corrupción que hay en el mundo debido al pecado, la cual es lo más lejano y contrario imaginable a la santidad suya.

No dice que nosotros podamos participar súbitamente de su naturaleza, sino que eso ocurre como resultado de un proceso paulatino de crecimiento: llegamos a ser partícipes. No lo hicimos inicialmente cuando conocimos a Cristo, salvo en potencia, sino que gradualmente llegamos a identificarnos con Él, y a través de Él, con Dios Padre, en la medida también en que nos alejemos radicalmente del pecado.

Pablo formula en distintos términos, y en otro contexto, un pensamiento semejante: “hasta que todos lleguemos a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef 4:13). Y aún más penetrantemente: “Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor.” (2 Cor 3:18).

Es esta participación de su naturaleza, esta unión íntima con Él, aquel bien mayor al que todos aspiramos y por el cual estamos dispuestos a darlo todo y a renunciar a todo. Si algún día vamos a ser despojados de todo lo que tenemos en este mundo ¿por qué no renunciar –en la medida en que lo permitan nuestras obligaciones- a todo ello de antemano?

Notas: 1. Hebreos y las tres epístolas de Juan no siguen este modelo inicial.

2. Es de notar que en el saludo de la primera epístola sólo figura el segundo nombre, con el cual vino a ser conocido por todos.

3. Cuando se refieren a Jesús las epístolas rara vez mencionan simplemente su nombre. Generalmente añaden a su nombre la palabra “Cristo”, formando la combinación con que lo conocemos, “Jesucristo”, que quiere decir, “Jesús el Ungido”.

4. Las doctrinas de la divinidad y humanidad de Cristo, y de la dualidad de naturalezas en una sola persona, fueron definidas dogmáticamente, después de muchos debates, en los Concilios sucesivos de Nicea (325 DC), Constantinopla I (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451), y constan claramente formuladas en el llamado “Credo Niceno-Constantinopolitano”, al que los reformadores también se adhirieron.

5. Eso es así pese a lo que sostienen algunos teólogos modernistas que afirman que los atributos de la divinidad que confesamos en Cristo fueron añadidos posteriormente por la iglesia, como sobrepuestos a su personalidad humana, con lo que, alegan, se convirtió a Jesús en una figura legendaria mítica, divorciada de su realidad histórica.

6. Es una muestra de la importancia que Pedro concede al conocimiento de Dios, o de Cristo, el que uno u otra expresión aparezca siete veces en el curso de esta epístola.

7. Algunos críticos han acusado a esta epístola de tendencias gnósticas por el hecho de que Pedro apele al concepto de participación en la naturaleza de Cristo, Es cierto que esa expresión forma parte del vocabulario gnóstico helenístico. Pero Pedro no está hablando aquí de una participación en la esencia de Dios –lo que nos convertiría en dioses- sino de una participación gradual en los atributos de su naturaleza que se alcanza mediante la intimidad que se mantiene con Jesús día a día y la identificación plena con su obra.

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