viernes, 27 de julio de 2012

JOSUÉ, SIERVO DE MOISÉS II


Por José Belaunde M.
JOSUÉ, SIERVO DE MOISÉS II

C). El acontecimiento más importante del peregrinar del pueblo de Israel por el desierto durante 40 años fue la teofanía gloriosa y terrible de Dios en el Sinaí (Ex 19:18,19; 20:18-21), y la promulgación de la ley mosaica, especialmente del Decálogo (Ex 20:1-17), que Dios habló directamente al pueblo “con gran voz.” (Dt 5:22). Dios comienza afirmando su autoridad: “Yo soy el Señor tu Dios que te sacó de la tierra de Egipto…” (Ex 20:2). Pero no sólo de ahí proviene su autoridad para ordenar lo que se debe o no hacer, sino del hecho de que Él sea el Creador de todos, porque, como dice M. Henry, quien ha dado el ser, bien puede también dictar las leyes.
Se recordará que en esa ocasión el monte humeaba y había relámpagos que iluminaban el cielo. Nunca había hablado Dios de una forma tan solemne y terrible. El pueblo entonces, asustado, le dijo a Moisés: “Habla tú con Dios y nosotros te oiremos; pero que no hable Dios con nosotros para que no muramos.” (Ex 20:19).
Posteriormente Moisés escribe todas las palabras de la ley que Dios le ha dictado en un libro (Nota 1) que será llamado “el libro del pacto” (Ex 24:4,7a), y procede a leérselo al pueblo, el cual se compromete solemnemente a cumplir todo lo que Dios le ha mandado (v. 7b). Se comprometieron, pero no cumplieron.
Enseguida Moisés solemniza el pacto que Dios celebra con el pueblo (2) rociando a la congregación con la sangre de animales sacrificados con ese fin (v. 5-8a). En ese momento Moisés pronuncia unas palabras cuyo eco se encuentra en las palabras que Jesús dijo al celebrar la Santa Cena con sus discípulos: “He aquí la sangre del pacto que Dios ha hecho con vosotros sobre estas cosas.” (v. 8b. Véase Mt 26:28; Mr 14:24; Lc 22:20; 1Cor 11:25).
Después de esto, obedeciendo a la orden de Dios, Moisés y Aarón, con sus dos hijos, Nadab y Abiú, que eran también sacerdotes, suben hasta cierta altura en el Sinaí “y vieron al Dios de Israel” (Ex 24:10a), esto es, un reflejo de su gloria. Dios les hace contemplar sus pies, debajo de los cuales había como un embaldosado brillante, “semejante al cielo cuando está sereno.” (v. 10b). Aunque vieron a Dios ninguno de ellos murió (v. 11).
Pero Josué no estaba entre los setenta ancianos. El era todavía joven. ¿Qué edad tendría Josué? Cerca de cuarenta años. Él era todavía un “enanías”, es decir, según la clasificación de las edades vigente entonces, un hombre joven.
Dios le ordena a Moisés que suba a la cima del Sinaí y él lleva a Josué consigo. Allá arriba le va a entregar las tablas de la ley que Él ha escrito en la piedra con su propio dedo. (v. 12, 13).
¡Qué tal privilegio el que se le concede a Josué! ¡Acompañar a Moisés cuando éste va a conversar con Dios! Pero no sabemos hasta qué punto Josué estuvo presente. Posiblemente él se mantuvo a cierta distancia de Moisés.
Cuando Moisés subió “una nube cubrió el monte Y la gloria de Jehová reposó sobre el monte Sinaí” durante seis días. “Al sétimo día Dios llamó a Moisés de en medio de la nube….” (Ver. 15 al 17). Allá arriba Moisés y Josué permanecieron cuarenta días y cuarenta noches.
El pueblo aprovechó la ausencia de Moisés para pedirle a Aarón que les funda un becerro de oro, porque Moisés tardaba demasiado en volver y “no sabemos qué le haya acontecido.” (Ex 32:1-6). ¡Qué pronto reniega el pueblo del solemne juramento que acaba de hacer!
Los que han tenido el hábito de la idolatría no pueden dejarlo fácilmente y recaen con frecuencia en él. Nosotros también hemos tenido el hábito de la idolatría. No hemos adorado ídolos del material que fuere como si fueran dioses, pero sí hemos adorado objetos que para nosotros tenían mucho valor, y a veces, incluso, hemos amado a personas más de lo que amamos a Dios y les hemos rendido culto en la práctica.
Aarón accede cobardemente al pedido del pueblo. Reúne los zarcillos de oro que llevan las mujeres en sus orejas, los funde y forja con el producto un becerro de oro que el pueblo empieza enseguida a adorar en medio de sacrificios y ofrendas, y de banquetes.
Entonces Dios le dice a Moisés que descienda porque el pueblo se ha corrompido, y añade que lo va a destruir. Dios le ofrece a Moisés levantar de él un nuevo pueblo escogido que será una nación grande. Al hacerle este ofrecimiento Dios está, en realidad, probando a Moisés (v. 7ss).
Pero Moisés no acepta lo que Dios le ofrece, sino intercede por el pueblo para que Dios los perdone y no los destruya (v 11-14).
Moisés desciende del monte trayendo consigo las tablas de la ley escritas por Dios mismo (v. 15, 16).
Cuando Josué oye el clamor del pueblo él cree que se están peleando (v. 17). Pero Moisés le dice que están cantando, bailando y festejando. El pueblo que, conociendo a Dios, se aleja de Él, cae fácilmente bajo la influencia de Satanás que lo impulsa a la idolatría, la cual lleva al desenfreno y a toda clase de orgías y excesos.
Cuando Moisés llega al campamento y ve el becerro de oro, de cólera arroja al suelo las tablas de la ley que Dios le había dado y las rompe (v. 19). Luego toma el becerro de oro, lo quema, y lo muele “hasta reducirlo a polvo, que esparció sobre las aguas, y la dio a beber a los hijos de Israel.” (v. 20). ¡Qué tal tipo era Moisés!
¿Cómo es posible que el pueblo que hacía poco, apenas cuarenta días, había jurado que iba a obedecer todo lo que Dios le dijera, reniegue ahora de lo que había jurado y haga precisamente lo que Dios de manera expresa le había prohibido? Dios les había dicho que no se hicieran imágenes ni que las adoraran, y el pueblo, tan pronto como se ausenta Moisés, se hace uno. Es curioso: Tenían más temor de Moisés que de Dios. Cuando Moisés los está vigilando no hacen lo que Dios les ha prohibido, pero cuando él se ausenta lo hacen ¡como si Dios no los estuviera viendo!
Enseguida Moisés increpa a Aarón por su cobardía (v. 21) y convoca a todos los hombres de la tribu de Leví y ordena que maten a todos los israelitas que cayeron en idolatría adorando al becerro de oro, sin perdonar hermanos, amigos o parientes (v. 26,27). Y ese día murieron como tres mil hombres (v. 28).

D).  Cuando los israelitas llegan a la frontera de la tierra prometida, a pedido del pueblo Moisés envía a doce espías para que vayan y reconozcan la tierra (Dt 1:22). Un varón por cada tribu para que sea manifiesto que ésa era una acción tomada por todo el pueblo. Entre los espías están Caleb, por la tribu de Judá, y Josué, por la tribu de Efraín (Nm 13:1-20).
Aunque Dios accede a lo que le ha pedido del pueblo, ¿no es absurdo que ellos quieran verificar por sí mismos cómo es la tierra que Dios mismo ha escogido para ellos? Así somos nosotros. Solemos dar más crédito a la información que nos dan nuestros sentidos, aunque sean limitados e imperfectos, que a lo que proviene de la palabra de Dios, que nunca falla.
Los espías recorren todo el país durante 40 días y se admiran de la riqueza y abundancia de esa tierra que “fluye leche y miel” (Nm 13:27).
Cortan un racimo de uvas tan grande que tienen que cargarlo entre dos personas. ¿Ha visto nadie un racimo de uvas tan grande que tenga que ser cargado por dos hombres? (v. 23)
Al regresar, ellos dan a la congregación un informe de todo lo que han visto y de lo maravillosa que es la tierra. Pero diez de los enviados les dicen que la tierra está habitada por gigantes y que no podrán vencerlos.
Los diez espías acobardan al pueblo que comienza a gemir y a lamentarse de haber salido de Egipto (Nm 14:1). Esto es, desconocen las maravillas que Dios ha hecho con ellos. ¡Hasta dónde puede llegar la ingratitud humana! Ellos han visto los portentos que Dios ha hecho para vencer la resistencia del faraón y durante todo el trayecto por el desierto. No obstante, ahora dudan de lo que Dios puede hacer. Esa es la tierra que Dios ha prometido darles. ¿Acaso no tendrá Dios poder suficiente como para hacerlos entrar y vencer a sus habitantes para que puedan poseerla?
Y nosotros, cuando pasamos por pruebas, ¿no dudamos a veces del poder de Dios y nos acobardamos?
Ellos dicen: “¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto, o en el desierto!” (v. 2,3). ¡Hasta qué punto llega su bajeza moral que no dudan en ofender a Dios que los ha conducido con brazo fuerte hasta la tierra que prometió a sus padres! Pero ¿cuántas veces nosotros no actuamos de una manera semejante por nuestra falta de fe, y desconfiamos de lo que Dios puede hacer por nosotros?
El pueblo, desalentado, se propone elegir un jefe y regresar a Egipto (v. 4). Entonces Josué y Caleb se rasgan las vestiduras (3) y dicen al pueblo que ellos son muy capaces de vencer a los habitantes de esa tierra con la ayuda de Dios (v. 6-9). Y añaden: “Nosotros los comeremos como pan.” (v. 8).
Pero el pueblo no les cree ni los escucha, sino que amenazan apedrear a Josué y a Caleb. Entonces aparece la gloria de Dios en el tabernáculo y no se atreven a hacer nada contra ambos (v. 10). ¿Quién no quisiera, estando en peligro, que la gloria de Dios lo defienda?
Justamente enfurecido con el pueblo ingrato Dios se propone destruirlos, pero Moisés intercede una vez más por ellos, y Dios una vez más los perdona (v. 11-19). Pero agrega que ninguno de los que vieron su gloria y las señales poderosas que Él hizo en el desierto entrará en la tierra, salvo Josué y Caleb (v. 20-35).
Tal como ellos hablaron, así les va a suceder. Ellos dijeron: “·Ojalá hubiéramos muerto en el desierto.” Eso les ocurrirá. Todos los adultos de veinte años para arriba morirán en el desierto y sólo la siguiente generación podrá entrar en la tierra (v. 28-32).
Por eso es que el pueblo caminó errante durante cuarenta años en el desierto de un lugar a otro como si anduvieran sin rumbo, hasta que toda esa generación de adultos, ingrata y rebelde, hubiera perecido.

E). Cuando Moisés estaba próximo a morir, Dios le dijo que subiera al monte Abarim para que vea desde lejos la tierra a la que él no va a entrar. (Nm 27:12-14) ¿Qué edad tenía Moisés? Ochenta años tenía cuando Dios lo llamó desde la zarza ardiente para que liberara a su pueblo de Egipto, y cuarenta años caminó con ellos en el desierto.
Entonces Moisés le pide a Dios que ponga delante del pueblo un varón que lo guíe para que no sean como ovejas sin pastor (v. 15-17). Moisés está preocupado. ¿Qué va a ser de este pueblo si no tiene nadie que los conduzca? ¡Cuánto amaba Moisés a este pueblo que le había dado tantos dolores de cabeza! ¡Y qué responsable era él! ¿Lo somos nosotros con aquellos que Dios nos confía?
Dios le contesta: “Toma a Josué, hijo de Nun, varón en el cual hay espíritu, y pondrás tu mano sobre él; y lo pondrás delante del sacerdote Eleazar, y delante de toda la congregación; y le darás el cargo en presencia de ellos.” Y añade: “Y pondrás de tu dignidad sobre él, para que toda la congregación de los hijos de Israel le obedezca.” (v. 18-20) La dignidad que tenía Moisés que hacía que todo el pueblo le obedeciera. ¡Qué tal privilegio! ¡Qué tal honor!
¿De qué espíritu se trata aquí? Todos tenemos espíritu. ¿De qué espíritu está hablando? Del Espíritu Santo. Todavía no había descendido el Espíritu Santo sobre los creyentes, como ocurriría más tarde en Pentecostés, pero sí había descendido sobre algunos escogidos, sobre los profetas y todos aquellos a quienes Dios confió una misión especial.
En el relato paralelo, que está en Deuteronomio, Dios le ordena a Moisés que se presente delante de Él en el tabernáculo junto con Josué a la vista de toda la congregación, para que lo instruya. Y Dios se aparece en la columna de nube sobre la puerta del tabernáculo (Dt 31:14,15).
Dios anima a Josué por boca de Moisés, y le dice: “Esfuérzate y anímate, pues tú introducirás a los hijos de Israel en la tierra que les juré, y yo estaré contigo.” (v. 23).
Lo más maravilloso de esta promesa es que Dios le dice: “Yo estaré contigo en todo lo que emprendas por orden mía.” Y eso es lo que Él nos dice a todos los que queremos servirlo fielmente y hacer lo que Él nos pide. Esa es una promesa para todos: “Yo estaré contigo si me obedeces y haces todo lo que yo te ordene que hagas.”
Moisés sube al monte Nebo (el pico más alto de la cadena de montañas de Abarim, llamada aquí Pisga), que está frente a Jericó, y contempla toda la tierra de Canaán de Sur a Norte. Allá arriba muere a la edad de ciento veinte años (Dt 34:1-5). “Sus ojos nunca se oscurecieron ni perdió su vigor.” (v. 7). ¿Quién no quisiera que se dijera de él eso?
El texto dice que Dios mismo lo enterró y que nadie conoce el lugar de su sepultura (v. 6). ¿Por qué? Posiblemente Dios no quería que el pueblo encontrara su cadáver, para que no rindiera culto a sus restos mortales.
Una vez muerto Moisés los israelitas hicieron luto durante treinta días. El luto normal duraba siete días. Pero por Moisés guardaron luto treinta días. Tanto lo admiraba y había llegado a quererlo el pueblo. La Biblia dice que nunca se levantó en Israel un profeta como Moisés que hablara con Dios cara a cara (v. 10).
Una vez terminado el luto empezaron a obedecer a Josué tal como habían hecho con Moisés porque la dignidad que había tenido éste le había sido transferida (v. 9).

Notas: 1. Esto es, Ex 20:22-26 y los tres capítulos siguientes, del 21 al 23.
2. Notemos que es Dios quien celebra el pacto con el pueblo, no al revés. El mayor tiene la iniciativa porque el pacto crea obligaciones mutuas y el menor no puede obligar al mayor.
3. Era una costumbre de los pueblos antiguos rasgar la ropa que llevaban sobre el corazón como una señal de duelo o de dolor.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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viernes, 20 de julio de 2012

JOSUÉ, SIERVO DE MOISÉS I


Por José Belaunde M.
JOSUÉ, SIERVO DE MOISÉS I

Josué es uno de los personajes más interesantes y populares de la Biblia. Un libro del Antiguo Testamento está enteramente dedicado a él. Pero en los libros anteriores del Pentateuco, en Éxodo, Números y Deuteronomio, se habla bastante de él, antes de que él se convirtiera en el líder de su pueblo y sólo era el siervo y ayudante de Moisés.

Esa fue una etapa muy importante del que sería después líder y general de su pueblo, del que iba a comandar las huestes de Israel para conquistar la tierra prometida, porque para saber mandar es necesario primero saber obedecer. Y eso fue lo que hizo Josué durante los largos años de su servicio a las órdenes de Moisés.

Vamos a examinar cinco episodios de esa etapa de la vida de Josué para ver qué enseñanzas ellas nos ofrecen.

Sabemos que apenas los israelitas cruzaron el Mar Rojo, y después de que bebieran el agua de Mara, ante la queja del pueblo de que se iban a morir de hambre en el desierto, Dios le dijo a Moisés que iba a hacer llover diariamente pan del cielo (Ex 16:4). Y le dio instrucciones para que cuando cayera en la mañana, el pueblo sólo recogiera lo que iban a comer en el día, y que no guardaran para el día siguiente, salvo la víspera del día de reposo, el sábado, en que deberían recoger el doble, porque ese día no caería. (Nota 1)

Estas instrucciones tienen una valiosa enseñanza para nosotros porque nos muestran cómo Dios cuida de su pueblo, y cómo nosotros debemos confiar en que la provisión diaria de Dios nunca nos va a faltar.

En la mañana siguiente descendió rocío sobre el campamento y cuando cesó había una cosa redonda, menuda, como escarcha en el suelo (Ex 16:14). El pueblo al verlo se preguntaban unos a otros: “¿Maná?, que en hebreo quiere decir: ¿Qué es esto? Porque no sabían lo que era. Y Moisés les contestó: Este es el pan que Dios os envía para comer.” (v. 15). Su aspecto era como semillas de culantro “y su sabor como de hojuelas de miel.” (v. 31).

Durante cuarenta años el pueblo comió el maná “hasta que llegaron a los límites de la tierra de Canaán.” (v. 35) ¡Cuántas veces Dios, en respuesta a nuestro clamor, nos sorprende con cosas y sucesos inesperados que en nuestra inteligencia humana no podíamos imaginar ni prever, y que son mucho mejor de lo que deseábamos!

A) El pueblo de Israel siempre fue muy quejoso. En este episodio de su peregrinar se nos dice que el pueblo, junto con la multitud de egipcios que lo acompañaba (Ex 12:38), empezó a quejarse porque no comían carne ni pescado y extrañaban la carne que comían en Egipto. (Nm 11:4-6; cf Sal 78:17-19).También extrañaban “los pepinos, los melones, los poros, las cebollas y los ajos.” (v. 5)

Están hartos del maná (v. 6) y hasta se ponen a llorar (v. 10). El maná era comida preparada en la cocina del cielo, traída por delivery celestial. Antes lo admiraban, ahora lo desprecian. El maná los libraba de la maldición de comer el pan con el sudor de su frente (Gn 3:19), y ¡todavía se quejan! Así somos nosotros los hombres. Cuando tenemos cosas buenas que nos da Dios, nos aburrimos y deseamos otras cosas. Somos caprichosos y majaderos. Preferimos las cosas de la tierra a las cosas del cielo. ¿Extrañaremos en el cielo las cosas de la tierra?

Enseguida es Moisés quien se queja de la carga que Dios le ha impuesto. ¿Acaso he concebido yo a este pueblo y los he llevado en el vientre para que tenga que ocuparme de ellos? “¿De dónde conseguiré yo carne para dar a este pueblo?” Ya no puedo soportarlos. Prefiero, Señor. que me quites la vida “si he hallado gracia en tus ojos.” (Nm 11:11-15)

¿No nos ha pasado eso a nosotros alguna vez? ¿Que ya no soportamos las responsabilidades que Dios nos ha encargado? Es concebible que a causa de nuestra debilidad humana, eso nos suceda como si dudásemos de la eficacia de la gracia de Dios.

Entonces Dios le dice a Moisés que escoja setenta varones que compartan con él la carga. (2) Tú no puedes llevarla solo.

Dios le dijo a Moisés que una vez que hubiera escogido a los setenta varones, tomaría del espíritu que había en él y lo pondría en ellos, “para que lleven contigo la carga del pueblo y no la lleves tu solo.” Notemos: Cuando Dios pone una responsabilidad sobre algunos, los capacita para que puedan desempeñarla bien. (v. 16,17). Pero no hemos de pensar que por el hecho de que Dios tomara del espíritu que había en Moisés para ponerlo en otros, los dones y las cualidades de su liderazgo fueran de alguna manera disminuidas. (3)

Ante la queja del pueblo, Dios, justamente ofendido, le dice a Moisés que le va a dar de comer carne al pueblo no sólo un día, o dos días, ni sólo cinco, o diez, o veinte días, sino durante un mes entero, hasta que se harten de ella y se les salga por las narices y la aborrezcan. (v. 18-20).
Moisés se asombra. El pueblo suma seiscientos mil hombres, sin contar mujeres y niños. En total quizá unos dos millones de personas. ¿De dónde vas a sacar carne para alimentar a esta multitud durante treinta días? Moisés duda del poder de Dios. Él estaba seguramente pensando en ganado para que comiera tanta gente, pero no contaba con la astucia de Dios que estaba pensando en otra cosa (v. 21,22). (4)

Dios le contesta a Moisés: “¿Acaso se ha acortado la mano del Señor? Ahora verás si se cumple mi palabra, o no.” (v. 23). ¿Yo no seré capaz de hacer lo que me he propuesto?  ¿Qué clase de fe es la tuya? ¿No has visto todos los prodigios que he hecho durante este tiempo? ¿No crees que puedo hacer cosas mayores todavía?

Siguiendo la orden de Dios, Moisés hizo reunir a los setenta varones alrededor del tabernáculo. “Entonces el Señor descendió en una nube, y le habló; y tomó del espíritu que estaba en él y lo puso en los setenta varones ancianos; y cuando posó sobre ellos el espíritu, profetizaron y no cesaron.” (v. 24,25). ¡Oh, como quisiéramos que Dios pusiera sobre nosotros algo del espíritu que había en Moisés, y que nosotros empezáramos a profetizar también!

Notemos: Moisés desempeñó el papel de profeta y conductor del pueblo no por él mismo, sino gracias al espíritu que Dios había puesto en él.

Cuando todos ya habían dejado de profetizar, dos de los varones escogidos por Moisés, Eldad y Modad, que por algún motivo que ignoramos se habían quedado en el campamento y no habían ido al tabernáculo, seguían profetizando. Cuando Josué se entera se inquieta y le dice a Moisés que lo impida.

Moisés contesta: “¿Tienes celos por mí? Ojalá todo el pueblo profetizara.” (v. 26-29).
Josué amaba mucho a Moisés y por eso era celoso de su posición única ante el pueblo. Pero Moisés no era celoso de su posición. No le importaba que otros profetizaran si Dios lo quería.
Nosotros, como seres humanos, nos fijamos mucho en la posición que ocupamos en el mundo; queremos ser, si es posible, siempre el primero, pero Moisés no le daba importancia a eso. Él pensaba sobre todo en lo que convenía al pueblo.

Entonces, dice la Biblia, sopló un viento fuerte que trajo una nube de codornices sobre el campamento, tantas que se extendían a gran distancia alrededor y se apiñaban hasta un metro de altura, y el pueblo recogió todo lo que quiso, el que menos hasta diez montones. (v. 31,32). Ahí tenían suficiente carne para comer durante mucho tiempo.

Pero sigue diciendo la Biblia: “Aún estaba la carne entre los dientes de ellos…cuando la ira del Señor se encendió en el pueblo, y lo hirió con una plaga muy grande,” en la que murieron muchos de ellos (v. 33).

Nunca nos quejemos de Dios, porque Él siempre nos manda lo que nos conviene. Nunca murmuremos contra Él sino, al contrario, démosle siempre las gracias por todo lo que ocurre, que siempre es lo mejor para nosotros, aunque no lo entendamos.

B) El segundo episodio, que narra Ex 17:8-16, ocurrió después de que el pueblo fuera alimentado con maná y codornices. Los amalecitas –una tribu de beduinos feroces, descendientes de Esaú- atacaron sin motivo alguno a los israelitas por la retaguardia (5) en Refidim, y Josué , siguiendo las órdenes de Moisés, se puso al frente del pueblo para pelear contra ellos, mientras Moisés, acompañado por Aarón y Hur, subía a la cumbre de un cerro cercano a orar para que Dios les concediera la victoria. (6)

Y he aquí que los hebreos vencían cuando Moisés levantaba las manos en oración, pero eran derrotados cuando Moisés, cansado, las bajaba dejando de orar.

Entonces Aarón y Hur, al darse cuenta de lo que sucedía, hicieron que Moisés se sentara en una piedra cercana mientras ellos le sostenían las manos para que siguiera orando hasta que Josué derrotó a Amalec “a filo de espada.” (v. 13)

Enseñanza: Las victorias se obtienen como fruto de la perseverancia en la oración. Tenemos que orar sin desmayar hasta que Dios nos otorgue la victoria. Si dejamos de orar le damos ventaja al enemigo.

Obtenida la victoria Dios le ordena a Moisés que ponga por escrito lo ocurrido “para memoria”. Es decir, para que el pueblo recuerde lo que ocurrió en esa ocasión. Le dice además que le diga a Josué que Él borrará a los amalecitas.(v. 14). (7).

Notemos: En esa ocasión Josué se convierte en el confidente de las cosas que Dios se propone hacer, cosas que hasta entonces sólo Moisés conocía. De esa manera Dios lo va preparando para el papel que asumiría después.

 “Y Moisés edificó un altar y llamó su nombre: Jehová-nisi.” Esto es, “Jehová es mi estandarte”, (v. 15) como diciendo, es Dios quien nos llevó a la victoria.

Aunque figura en otro lugar (Nm 13:16), fue posiblemente en esta ocasión, pues parece ser la más apropiada, cuando Moisés le cambió a su ayudante el nombre de Oseas –que quiere decir “salvación”- que tenía antes por el de Josué, que quiere decir “Dios Salva”, del cual deriva el nombre de Jesús.

Notas: 1. Se recordará que en el Evangelio de Juan, Jesús dice: “Este es el pan que descendió del cielo (hablando de su carne y de su sangre); no como vuestros padres comieron el maná, y murieron; el que coma de este pan vivirá eternamente.” (Jn 6:58). El maná que alimentó al pueblo hebreo en el desierto es figura del cuerpo y de la sangre de Cristo que es alimento de vida para todo el que cree.
2. Setenta varones fueron los israelitas que entraron en Egipto con Jacob (Gn 46:27). Setenta fueron los discípulos que conformaban el segundo grupo de seguidores que Jesús había escogido.
3. Algunos escritores judíos ven en este grupo de setenta varones el origen remoto del Sanedrín.
4. Debe tenerse en cuenta que los israelitas al salir de Egipto llevaron consigo una gran cantidad de ganado (Ex 12:38) que era usado para los sacrificios del tabernáculo. Pero si se hubiera matado ese ganado para dar de comer al pueblo, se hubiera acabado muy rápidamente.
5. Es lo que se deduce de Dt 25:17,18.
6. Hur era un hombre piadoso prominente, ligado a Moisés, porque, según el historiador Josefo, era esposo de su hermana Miriam. En Ex 24:14, cuando Moisés está por subir al Sinaí junto con Josué para encontrarse con Dios, él deja a Aarón y a Hur encargados de los asuntos judiciales que pudieran presentarse durante su ausencia.
7. Véase Nm 24:20 cuando el profeta Balaam maldice a los amalecitas, y donde se dice que Amalec es “cabeza de naciones”. El sentido parece ser que ellos fueron la primera nación que atacó a Israel. Los amalecitas figuran en varios lugares de la historia como enemigos implacables de Israel. Su decadencia empezó cuando Dios le ordenó a Saúl, por boca de Samuel, que los aniquilara (1Sm 15:2,3). David combatió contra ellos (1Sm 30:1-20). En tiempos del rey Ezequías ya quedaban muy pocos (1Cro 4:43).

NB. El presente artículo y el siguiente están basados en una charla dada recientemente en el ministerio de “La Edad de Oro”.

INVOCACIÓN: Quisiera hacer un llamado a todas las iglesias y a todos los creyentes para que reaviven su intercesión por nuestra nación, a fin de que impere la paz en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Sabemos que “no tenemos lucha contra sangre ni carne…sino contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes.” (Ef 6:12). Es contra ellas –no contra individuos- que debemos levantarnos pidiendo al mismo tiempo que Dios otorgue sabiduría de lo alto a nuestros gobernantes para enfrentar los grandes retos de la hora presente.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#735 (15.07.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

viernes, 13 de julio de 2012

DIOS COMO MODELO DE PADRE


Por José Belaunde M.
DIOS COMO MODELO DE PADRE
Aunque ya hayan pasado dos semanas desde que celebramos el Día del Padre, creo que todavía es oportuno volver a publicar este artículo que trata de la importancia de la paternidad y de su influencia en nuestras vidas.

¿Qué se nos viene a la mente cuando escuchamos la palabra “Padre”? Ciertamente pensamos en aquel que fue nuestro padre, aunque algunos quizá no lo tuvieron, o no tuvieron motivos para amarlo. Porque sabemos que hay muchas heridas en relación con la paternidad.
Pero es posible también que a muchos les traiga el recuerdo de esa oración que empieza por las palabras: “Padre Nuestro...” (Mt 6:9).
Dios es en efecto nuestro Padre. Es el padre de todos los hijos y el padre de los todos los padres y madres de la tierra, porque Él los ha creado a todos.
Pero lo es sobre todo de aquellos a quienes Él ha redimido y que han recibido el Espíritu de su Hijo que clama: “¡Abba, Padre!” (Rm 8:15).
Él es nuestro Padre y el Padre de nuestros hijos.
Eso tenemos nosotros en común con ellos. Tenemos el mismo Padre que está en los cielos. Lo cual nos lleva a una paradoja: Si algunos de los que leen estas líneas tienen hijos, delante de Dios ellos son hermanos de sus hijos. ¿Habían pensado alguna vez en eso? Y, dicho sea de paso, también son hermanos de su padre.
Pero así como Dios es nuestro Padre, en cierta medida cada padre es Dios para sus hijos. Es decir, es un dios para sus hijos pequeños, porque a ellos su padre les parece como un dios, porque todo lo reciben de él.
En su padre reside todo el poder en su casa y, desde su perspectiva pequeña, su padre todo lo puede.
Por ello todo padre representa a Dios ante sus hijos.
En verdad Dios los ha nombrado representantes suyos ante sus hijos, porque Él, que es quien los ha creado, ha encargado el cuidado de esos hijos suyos a los padres para que cuiden de ellos en su nombre, así como encargó a José, el esposo de María, que cuidara de su Hijo Unigénito.
Tal como José fue el padre putativo de Jesús, todos los que hemos sido, o somos padres, y todos los que lo serán más adelante, somos en rigor los padres putativos de nuestros hijos, aunque esos hijos lleven nuestra sangre y nuestros genes.
Somos padres de ellos y ante ellos en lugar de Dios.
Esto es tan cierto que la relación que muchas personas adultas tienen con Dios, es reflejo de la relación que tuvieron con su padre.
Si la relación con su padre fue buena es muy probable que su relación con Dios también lo sea.
Si rechazaron a su padre terreno, si tuvieron una mala relación con él, es probable que rechacen también a su Padre celestial, salvo que la relación con la madre compense esa deficiencia.
Y si las hijas fueron maltratadas o abandonadas por su padre y, como consecuencia, les fueron rebeldes o les guardan rencor, tendrán una relación difícil con sus maridos, y les serán también rebeldes, o estarán a la defensiva.
De hecho, es sabido que muchos ateos famosos tuvieron una mala relación con su padre; lo rechazaron porque fueron tratados mal por él, o porque fueron abandonados por él y por eso rechazaron a Dios de adultos.
Es muy raro que los que fueron bien tratados por sus padres nieguen después a Dios. Como también está demostrado que las relaciones que muchos tienen con la autoridad, sea del gobierno o de cualquier otro tipo, está marcada por la relación que tuvieron con su padre.
Si se rebelaron contra su padre es muy probable que se rebelen también contra la autoridad, contra el gobierno.
En nuestro país existe una herida profunda que se extiende a lo largo de las generaciones dejando una marca indeleble en el carácter de la gente.
Esa herida es el abandono del padre que muchos hijos e hijas han sufrido. o el maltrato que sufrieron de sus manos.
Eso explica quizá la falta generalizada de respeto que existe en nuestro país por la autoridad. Por lo general puede decirse que si los hijos amaron y respetaron a sus padres, respetarán más tarde a la autoridad; si no los amaron porque fueron maltratados y se rebelaron contra ellos y no los pudieron respetar, se rebelarán también contra la autoridad.
No sé si los padres que leen estas líneas –y me dirijo a los padres, no a las madres- hayan pensado alguna vez en la importancia que ellos asumen para sus hijos, y cómo, incluso sin quererlo ni pensarlo, ellos determinan la actitud que más tarde sus hijos tendrán ante la vida y el mundo exterior.
¡Cuán grande es la responsabilidad que asumen los padres al engendrar hijos! Lo malo es que cuando los tienen no son concientes de ese hecho y sólo más tarde caen en la cuenta de los errores que pudieron haber cometido, cuando ya son difíciles de reparar. Es cierto, sin embargo, que con Dios no hay nada imposible.
Pero volvamos a lo que decíamos al comienzo: Dios es padre de los padres en un sentido muy especial. Lo es porque es modelo de paternidad y de maternidad.
¿De maternidad también? Sí también, porque Dios es padre y madre simultáneamente, como se dice en Isaías: “Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros” (66:13).
La maternidad proviene de Dios. Si no ¿de quién vendría?
Ciertamente Él nos ha puesto como modelo de madre humana a la madre de Jesús: en su modestia, en su sumisión a su marido, en su dedicación a su Hijo y en su sometimiento a la voluntad de Dios. Nunca ha habido una madre como ella porque ninguna madre ha tenido un Hijo como el que tuvo ella.
Pero en verdad todo modelo humano, por noble y edificante que sea, empalidece al lado de Dios. Padre y madre deben mirar a Dios como su modelo principal y tratar de ser como Él.
Para entender cabalmente cómo deben comportarse ambos deben mirar a Dios y preguntarse como es Él.
¿Cuál es la característica más importante de Dios? Podemos decir que es su omnipotencia, su omnisciencia, su eternidad. Es verdad, pero eso está demasiado alejado de nosotros, meros seres humanos, para pretender imitarlo. ¿Qué cosa hay más cercana de nosotros que caracteriza a Dios?
San Juan dice que “Dios es amor” (1Jn 4:8). No dice que Dios sea amoroso, aunque lo es, sino dice que la esencia de su naturaleza es amor.
Ahí está el fundamento de lo que Dios es para nosotros, por qué nos creó y por qué nos redimió. Por amor.
Eso explica, o debería explicar también, todo lo que la relación de los padres con sus hijos debe ser. Pero preguntémonos con sinceridad si es el amor lo que gobierna nuestra relación con nuestros hijos. ¿Engendramos a nuestros hijos por amor o por pasión? ¿O los engendramos sin querer, de casualidad, a pesar nuestro? Ese hecho influye en nuestra relación con nuestros hijos y en la de ellos con nosotros. Aunque son muchos los factores que influyen en los sentimientos de los padres respecto de sus hijos puede decirse en términos generales que los hijos engendrados por amor son más amados que los hijos engendrados por pasión, y lo son más aun que los hijos engendrados de casualidad, o por accidente, si bien es cierto que a veces hay circunstancias que modifican los sentimientos iniciales.
Pero Dios no nos engendró de casualidad, aunque nuestros padres se hayan unido de casualidad cuando fuimos concebidos. En Dios cada creación es un acto conciente y voluntario (Jb 10:8a). Por eso la relación de Dios con nosotros es una relación de amor que se inició desde la eternidad.
Nuestra relación con nuestros hijos debe ser también una relación de amor, si es posible -y sí es posible- desde antes de su concepción, así como Dios nos amó antes de que nuestros padres se conocieran. “Antes que te formase en el vientre te conocí” le dice Dios al profeta Jeremías (1:5). Y debe continuar siéndolo toda la vida, incluso cuando ya sean adultos.
En las madres la relación de amor es una cosa instintiva. Dios ha hecho a la mujer de tal manera que apenas siente que ha concebido empieza una relación de amor con el ser que lleva en el seno.
Y así como crecen y se inflan sus pechos preparándose para amamantarlo un día, de igual manera va creciendo en ella el amor con que lo espera y con que lo va a criar cuando nazca (si es que no hay factores que interfieran con ese lazo).
La maternidad es un ejercicio de amor, que obedece a un instinto muy profundo en ellas, cuya biología ha sido creada con ese fin (Nota 1). Pero a los padres, es decir, a los hombres, no les sucede lo mismo. Ellos no tienen el mismo vínculo físico con sus hijos.
Para ellos el hijo es algo externo. Algo independiente a ellos. Ellos no lo cargan en el seno, no lo nutren con su sangre, no respiran por él, no lo sienten moverse en su vientre antes de que nazca, como lo sintió su madre.
A la mujer le cuesta ser madre de una forma peculiar, como no le cuesta al hombre ser padre, y por eso, porque hay un sacrificio de por medio,  las incomodidades y los sufrimientos del embarazo, ella permanece ligada a sus hijos a lo largo de la vida con un vínculo especial. ¿Por qué? Porque salieron de sus entrañas.
¡Cuán importante es ese hecho! Según el griego del Nuevo Testamento la misericordia, que es amor, es un movimiento que surge de las entrañas. De allí que llamemos en español “amor entrañable” al amor profundo, intenso.
A lo antedicho hay que agregar que lamentablemente en el curso de la vida muchos factores externos frustran la relación del padre con sus hijos: las presiones culturales (el machismo), las presiones sociales (los amigos) y las presiones económicas (el trabajo o, a veces, la necesidad de ganarse el pan alejado de la familia), e impiden que puedan manifestar con naturalidad y espontaneidad su amor por sus hijos.
En la cultura peruana manifestar amor por los hijos de una manera abierta no es cosa de hombres, sino de mujeres.
Pero a los padres corresponde manifestar su amor y rodear de amor a sus hijos. El suyo es un amor diferente, distinto; un amor viril, pero tan necesario para ellos (los hombrecitos y las mujercitas) como el amor materno.
¿Puede un niño crecer sin alimento? ¿Sin la leche, sin la papilla que le da su madre? ¿Qué pasa si se le niega ese alimento? Se muere.
¿Puede un niño crecer sin amor? ¿Qué le pasa si se lo negamos? No se muere, pero sufre. Crece raquítico, física y espiritualmente.
Se han hechos experimentos en orfanatorios dividiendo una sala de recién nacidos en dos grupos. A ambos grupos se les alimentaba y se les cuidaba igual. Pero a un grupo las enfermeras los levantaban para darles su biberón, los cargaban y acariñaban. A los bebés del otro grupo se les daba la mamadera sin levantarlos de la cuna y no se les acariñaba.
Al cabo de poco tiempo se manifestaba una notoria diferencia entre ambos grupos: los que eran tratados con cariño aumentaban bien de peso y estaban sanos, los otros estaban menos gorditos y se enfermaban con más frecuencia.
¿Qué es lo que hacía la diferencia entre los dos grupos? El amor era la diferencia. El amor es indispensable para que el niño crezca sano, porque es condición necesaria, en primer lugar, para que sea feliz. Un niño infeliz se enferma con facilidad.
Es fácil detectar si un niño recibe amor o no en su casa. Si es amado su expresión es abierta, risueña. Si no es amado, si es maltratado, su mirada es triste, su expresión severa, encoge el pecho.
Los padres peruanos (es decir, los varones) con frecuencia son tímidos para expresar su amor a sus hijos, posiblemente porque sus padres fueron también reservados con ellos en ese campo. Se portan con sus hijos tal como sus padres se portaron con ellos. Para romper ese círculo repetitivo de patrón errado de conducta se requiere de un esfuerzo consciente de parte de cada padre.
Yo exhorto a los padres de familia que leen estas líneas, si lo que digo se aplica a ellos, que hagan un esfuerzo consciente por ser más cariñosos con sus hijos, aun con los mayores. Abrácenlos mañana y tarde y cuando se despiden. Quizá al comienzo sus hijos e hijas se sorprenderán un poco, pero se sentirán mejor, más relajados, menos tensos y ustedes también. No hay nada como las expresiones sinceras de cariño para hacer que la gente se sienta a gusto consigo misma, menos tensa.
Los hijos necesitan a la vez del amor maternal y del amor paternal, viril. Si les faltan ambos amores crecen tristes, con una sensación interna de desamparo, a menos que haya alguien, un pariente, que tome el lugar de los padres, aunque nunca será igual.
El amor del padre da a los hijos seguridad, aplomo, ante el mundo, confianza en sí mismos. Su carencia los hace inseguros, desconfiados, inciertos.
Gran parte de la inseguridad que demuestran los peruanos, gran parte de sus complejos de inferioridad y baja autoestima tienen ese origen: la falta de amor paterno en la infancia. Porque aunque tuvieran el amor de su madre, ella les transmitió, junto con su cariño, su sensación interna de inseguridad, sus temores de mujer sola, abandonada, salvo que su familia cercana le haya brindado todo el apoyo que necesitaban.
Es cierto también que el cariño de la madre es para el niño pequeño como el agua cargada de nutrientes con que se riega una planta, como un tónico vigorizante cuyo efecto dura toda la vida.
El amor alimenta el alma. Todos, aun los adultos, necesitamos ese alimento tanto como necesitamos el del cuerpo para estar sanos. Los niños lo necesitan aun más para crecer sanos y fuertes, física y espiritualmente.
Por ello la primera obligación de los padres es dar amor a sus hijos, a imitación de Dios que es amor y que derrama sin límites su amor sobre nosotros.
La forma cómo Dios se comporta con nosotros debe ser nuestro modelo.
Los padres que aman a sus hijos los alimentan, los visten, los cuidan, y procuran educarlos bien porque el amor obra instintivamente bien y hace lo correcto. El padre tiene además un instinto protector respecto de sus hijos, los defiende si están amenazados como si él lo estuviera.
Los padres que no aman a sus hijos, que no los alimentan, que no los visten, que no los cuidan y educan bien, o peor, que los abandonan, obran así porque carecen de ese instinto, o porque el instinto ha sido deformado, pervertido por el maltrato o la crueldad de la vida, o por una dureza anormal de corazón que los ha deshumanizado.
Aunque todos fallamos algunas veces como padres, los padres que aman a sus hijos de una manera desinteresada, fallan con menos frecuencia
Digo desinteresada, porque hay muchos padres que aman a sus hijos de una manera interesada, egoísta. No los aman por ellos mismos sino por lo que sus hijos les aportan, o porque les sirven, o porque los exhiben como trofeos (2).
Pero Dios no nos ama de esa manera, sino todo lo contrario. Nos ama al punto de dar la vida por nosotros. Los padres tienen en ese amor su modelo: deben amar a sus hijos hasta el punto de dar la vida por ellos si fuera necesario.
A su vez los hijos deben amar y respetar a sus padres -como aman y respetan a Dios- devolviéndoles el cariño y los cuidados que recibieron de ellos. De ahí que Dios haya colocado en el Decálogo, después de los mandatos referidos a su propio honor y gloria, el relativo al honor debido a los padres: “Honra a tu padre y a tu madre...” (Ex 20:12), que es el primer mandamiento con promesa, según dice Pablo (Ef 6:2), la promesa de una larga vida y de que a uno le irá bien (Dt 5:16).

Notas: 1: Las feministas de género, que niegan que la maternidad sea algo específicamente femenino, pretenden reprimir en ellas ese instinto natural que se opone, según dicen, a su realización como mujer.
2. Lo que no quiere decir que no puedan estar orgullosos de ellos: “Como saetas en manos del valiente así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos.” (Sal 127:4,5a)
NB. Este artículo, publicado por primera vez hace diez años, está basado en la grabación de una charla radial del autor.




Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#733 (01.07.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

viernes, 6 de julio de 2012

EL ALBOROTO EN ÉFESO II


LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
EL ALBOROTO EN ÉFESO II
Un Comentario al libro de Hechos 19:31-41
31. “También algunas de las autoridades de Asia, que eran sus amigos, le enviaron recado, rogándole que no se presentase en el teatro.”
Es interesante que el texto agregue que algunas autoridades de la ciudad, los llamados “asiarcas”, que eran amigos de Pablo, se preocuparon por su seguridad. ¿Quiénes eran estos asiarcas? Eran personas notables de las ciudades de la provincia, entre las cuales se elegía a los sumos sacerdotes del culto al emperador que se celebraba en la ciudad de Pérgamo (Ap 2:12) y que estaban además encargados de supervisar los juegos públicos. ¿Por qué le tendrían simpatía a Pablo? Quizá alguno de ellos había sido tocado por su prédica, aunque es más probable que ellos vieran en Pablo a un aliado de sus propósitos, porque el culto a Diana competía con el culto al emperador del que ellos eran responsables. Ésta ciertamente no es más que una hipótesis para explicar una amistad que parece sorprendente, ya que el culto al Dios verdadero era un rival mucho más poderoso del culto al emperador, (que era un simple hombre) como se vería patentemente en las décadas siguientes cuando empezaron las persecuciones de los cristianos.
El teatro mencionado aquí en el cual la multitud se congregó (y cuyas espléndidas ruinas pueden admirarse todavía), no era un edificio techado como los que nosotros conocemos, sino un anfiteatro, es decir, una construcción semicircular sin techo en forma de abanico, con gradas escalonadas que podían llegar a dar asiento hasta a unos 25,000 concurrentes. Su forma aconchada permitía que la voz de una persona situada abajo en el centro del escenario pudiera escucharse con facilidad en las graderías. Ese teatro –o más propiamente, anfiteatro- era pues un punto natural de reunión del pueblo.

32. “Unos, pues, gritaban una cosa, y otros otra; porque la concurrencia estaba confusa, y los más no sabían por qué se habían reunido.”
¡Qué bien describe este versículo la confusión reinante! Una buena parte de los que habían concurrido al teatro habían ido porque vieron que la multitud corría a ese lugar y se sumaron a ella, pero no sabían cuál era el motivo que los convocaba. Y como no sabían cuál era la causa de la asamblea, en su ignorancia decían una cosa y se contradecían unos a otros. Podemos imaginar que en las discusiones que surgieron en medio de la confusión algunos podrían llegar a las manos. El asunto sería ocasión de risa si no fuera porque las grandes aglomeraciones de gente exaltada pueden derivar fácilmente en violencia.

33. “Y sacaron de entre la multitud a Alejandro, empujándole los judíos. Entonces Alejandro, pedido silencio con la mano, quería hablar en su defensa ante el pueblo.”
Los judíos de la ciudad que, como la mayoría, habían acudido al teatro intrigados por lo que sucedía, cuando comprendieron cuál era la causa del descontento de la multitud, percibieron que la furia colectiva podría volverse contra ellos, ya que era sabido que ellos tampoco reconocían a los ídolos como dioses. Uno de ellos, Alejandro, empujado por sus correligionarios, quiso dirigirse a la multitud posiblemente para deslindar responsabilidades, puntualizando que ellos no pertenecían al grupo de los cristianos que había provocado el furor de los devotos de la diosa.

34. “Pero cuando le conocieron que era judío, todos a una voz gritaron casi por dos horas: ¡Grande es Diana (esto es, Artemisa) de los efesios!” (Véase la Nota 1 del artículo anterior, la siguiente Nota 1).
Sin embargo, la multitud no distinguía entre cristianos y judíos. ¿Acaso los cristianos no eran también judíos? Al menos lo eran Pablo y algunos de sus colaboradores. En todo caso, tanto los judíos como los cristianos no rendían culto a la diosa que veneraba la ciudad, y podían ser considerados igualmente responsables del ataque a la preeminencia de la diosa.
Como consecuencia, como para revindicar sus sentimientos ofendidos y el prestigio de su diosa, la multitud se puso a gritar en coro: “Grande es Artemisa de los efesios”, -como dice el texto griego- durante dos horas.

35,36. “Entonces el escribano, cuando había apaciguado a la multitud, dijo: Varones efesios, ¿y quién es el hombre que no sabe que la ciudad de los efesios es guardiana del templo de la gran diosa Artemisa, y de la imagen venida de Júpiter? Puesto que esto no puede contradecirse, es necesario que os apacigüéis, y que nada hagáis precipitadamente.”
El secretario de la ciudad –o escribano, según la versión RV 60 (2)- era el funcionario local más importante y constituía el nexo entre el gobierno democrático de la ciudad y el procónsul romano que representaba al poder imperial. De producirse un desorden grave, él hubiera sido considerado responsable por las autoridades romanas.
El discurso que él dirige a la multitud enfurecida, tal como lo transmite Lucas, es un modelo de habilidad oratórica, pues él comienza halagando los sentimientos de patriotismo local de la multitud: ¿Quién no sabe que nuestra ciudad es guardiana del templo de la gran diosa Artemisa cuya imagen había caído del planeta Júpiter? (Zeus es su nombre griego). Estos son hechos que no pueden negarse porque son demasiado evidentes y conocidos de todos. Entonces ¿por qué os inquietáis corriendo peligro de cometer alguna injusticia por apresuramiento?

37. “Porque habéis traído a estos hombres, sin ser sacrílegos ni blasfemadores de vuestra diosa.”
Estos hombres a los que acusáis no han cometido ningún crimen contra nuestra venerada diosa. Posiblemente el secretario, o escribano, alude al hecho de que al predicar en Éfeso acerca de la vanidad de los ídolos, Pablo prudentemente se guardaba bien de mencionar de manera directa el templo de Artemisa y el nombre de la diosa favorita de la ciudad. Su predicación era esencialmente evangelística, dirigida a la conversión de las personas, y nunca pretendió alterar el orden establecido.

38. “Que si Demetrio y los artífices que están con él tienen pleito contra alguno, audiencias se conceden, y procónsules hay; acúsense los unos a los otros.”
Si Demetrio y los de su oficio tienen alguna queja que presentar para eso están los tribunales legalmente instituidos. Soliciten una audiencia y aboguen, o acusen, a quienes ellos consideran que los perjudican.
El hecho de que Lucas diga en plural “procónsules hay”, es una prueba de la historicidad de su relato, pues en ese tiempo preciso el cargo de procónsul estaba vacante porque Marcus Julius Silanus había sido envenenado por instigación de Agripina, la madre de Nerón. Mientras se nombraba a un sucesor sus funciones fueron desempeñadas por dos funcionarios transitorios.

39-41. “Y si demandáis alguna otra cosa, en legítima asamblea (3) se puede decidir. Porque peligro hay de que seamos acusados de sedición por esto de hoy, no habiendo ninguna causa por la cual podamos dar razón de este concurso. Y habiendo dicho esto, despidió la asamblea.”
Él concluye su discurso haciendo notar a la multitud que su reunión improvisada no constituía una asamblea legal legítima, y  que, por tanto, la ciudad podía ser acusada de sedición por los romanos, que eran muy celosos del orden público.
Eso podría traer serios perjuicios a la ciudad que gozaba de algunos privilegios concedidos por las autoridades imperiales y que podían serles revocados.
Con estas palabras inteligentes y sensatas él logró que la muchedumbre se retirara pacíficamente.
Se ha observado que el relato que Lucas hace de la estadía de Pablo en Éfeso es como una selección de cuatro viñetas, o episodios destacados que él describe con cierto detalle (4), pero que omite muchas de las cosas que deben haber ocurrido durante la larga estadía de Pablo ahí. Eso es comprensible dado que él no estuvo con Pablo en esa ciudad y que debe haber escrito su relato en base al testimonio de terceros que inevitablemente era fragmentario.
Entre los eventos ocurridos en Éfeso que Lucas no menciona está lo sugerido por la frase enigmática que figura en 1Cor 15:32: “Si como hombre batallé contra fieras en Éfeso ¿qué me aprovecha?” (es decir, implícitamente, si los muertos no resucitan). Esta frase apunta a una situación en que la vida de Pablo debe haber corrido grave peligro en manos de enemigos encarnizados. No se refiere al episodio ocurrido en el teatro porque ahí la vida de Pablo no estuvo en peligro. ¿Guarda esa frase alguna relación con las que figuran en 2Cor 1:8-10: “…no queremos que ignoréis acerca de nuestra tribulación que nos sobrevino en Asia; pues fuimos abrumados sobremanera más allá de nuestras fuerzas, de tal modo que aun perdimos la esperanza de conservar la vida, etc.…”? Si estas frases no se refieren a alguna enfermedad grave ¿se trataría de un peligro de muerte a manos de sus adversarios judíos en la ciudad? Recuérdese que la grave acusación hecha contra él en Jerusalén algún tiempo después, provino de “judíos de Asia”, (es decir, probablemente de Éfeso), que lo odiaban a muerte (Hch 21:27).
¿En qué ciudad sino en Éfeso puede haber ocurrido el incidente en el que Aquila y Priscila arriesgaron la vida por Pablo? (Rm 16:3,4) Tiene que haber sido una situación muy grave.
Pablo alude también en 2Cor 11:23-27 a las muchas penalidades que tuvo que afrontar a causa del Evangelio, entre las que menciona haber estado preso muchas veces. ¿No habrá sido una de ellas en Éfeso? ¿No sería en esta ciudad, y en una de esas ocasiones, cuando sus parientes Andrónico y Junias fueron sus compañeros de prisión? (Rm 16:7). (5)
Estas preguntas nos muestran cuántas cosas ignoramos de la accidentada vida de Pablo que no han sido descritas en Hechos, y de las muchas pruebas por las que tuvo que pasar -y que no conocemos- para llevar a cabo la misión que el Señor le encomendara de llevar el Evangelio a las naciones. (Hch 9:16).

Notas: 1. Vale la pena señalar que el gran poeta alemán Goethe (1749-1832), admirador del paganismo escribió un poema titulado “Grande es Diana de los Efesios”, y que él se consideraba (figuradamente) a sí mismo como uno de los artífices efesios, admiradores del templo de la diosa. (Este dato está tomado del 3er tomo del Comentario del NT escrito por Jamieson, Fausset y Brown, que contiene edificantes reflexiones sobre este episodio de Hechos.)
2. Grammateus. Esta es la misma palabra que en los evangelios y en varios pasajes de Hechos es traducida como “escriba”.
3. Es ilustrativo para nosotros que la palabra ekklesía que Lucas emplea aquí, para designar una asamblea cívica que se reunía regularmente tres veces al mes para discutir y decidir asuntos de la ciudad, sea la misma palabra que solemos traducir como “iglesia”.
4. Ellos son el encuentro con los doce discípulos del Bautista, las discusiones de Pablo en la sinagoga de la ciudad, su enfrentamiento con los siete exorcistas hijos de Esceva, y el alboroto en el teatro que comentamos.
5. En las afueras de la ciudad hay unas ruinas conocidas como la “Prisión de San Pablo”, y existe una antigua tradición según la cual él estuvo preso en Éfeso.


UN PABLO CONTEMPORÁNEO.
Nosotros vivimos en un país y en una sociedad que goza de libertad religiosa y en la que hoy felizmente nadie es perseguido por difundir sus creencias o por predicar. Por eso quizá nos cueste imaginar que haya países en donde los que tal hacen corren grave peligro y son cruelmente atormentados. Eso ocurre, entre otros países asiáticos, en Nepal, pequeña república –hasta hace poco monarquía- al pie del Himalaya. El episodio que reproduzco a continuación (y que está tomado del libro “Revolution in World Missions” del evangelista hindú K.P. Yohannan) nos muestra el caso de las penalidades sufridas por alguien que, salvadas las epístolas, podría ser llamado un Pablo de nuestro tiempo.

Un misionero nepalés estuvo preso en 14 diferentes prisiones entre los años 1969 y 1975. De esos 15 años, 10 estuvieron marcados por la tortura y el ridículo a causa de su empeño en predicar el Evangelio a su pueblo. Su terrible odisea comenzó cuando bautizó a nueve personas y lo arrestaron por ese motivo. Los nueve convertidos, cinco hombres y cuatro mujeres, fueron también arrestados y condenados a un año de prisión. Él fue condenado a seis años de cárcel por haberlos bautizado.
La prisión en la que fueron encerrados era literalmente un mazmorra de muerte. 25 personas confinadas en un cuarto pequeño sin servicios higiénicos ni ventilación. El hedor era tan terrible que los que entraban se desmayaban al poco rato.
El lugar donde el hermano P. y sus compañeros fueron encerrados estaba saturado de piojos y cucarachas. Los prisioneros dormían en el piso de tierra. Ratas y pericotes les mordían los dedos de manos y pies por la noche. En invierno no había calefacción y en verano no había ventilación. Como comida los prisioneros recibían una taza de arroz al día, pero tenían que encender un fogata en el suelo para cocinarla. El cuarto estaba constantemente lleno de humo porque no había chimenea. Dado lo inadecuado de la alimentación la mayoría de los prisioneros se enfermaron gravemente, y el hedor de su vómito se mezclaba con los otros olores pútridos. No obstante, ninguno de los cristianos milagrosamente se enfermó durante el año.
Cumplida su sentencia los nueve creyentes fueron puestos en libertad. Entonces las autoridades decidieron quebrar al Hno. P. Le quitaron su Biblia; le encadenaron manos y pies, y luego lo forzaron a entrar por una puerta baja en un minúsculo cubículo que anteriormente había sido usado para depositar los cadáveres de los prisioneros muertos mientras sus familiares los reclamaban.
El carcelero predijo que en esa húmeda oscuridad el Hno. P. iba a perder la razón en pocos días. El cuarto era tan pequeño que él no podía ponerse de pie ni estirar su cuerpo en el piso. No podía encender fuego para cocinar su ración por lo que otros presos le deslizaban algo de comida bajo la puerta para que sobreviviera.
Los piojos mordían su ropa interior pero él no podía rascarse a causa de las cadenas, que pronto le ajustaron muñecas y tobillos hasta los huesos. En invierno casi murió congelado varias veces. No podía distinguir el día de la noche, pero cuando cerraba sus ojos Dios le hacía ver las páginas del Nuevo Testamento. Aunque le habían quitado su Biblia él todavía podía leerla en la más absoluta oscuridad. Eso lo sostuvo mientras padecía esa tortura terrible. Durante tres meses no se le permitió hablar con ninguna persona.
El Hno. P. fue transferido a muchas otras prisiones. En cada una de ellas él compartía su fe con los guardias y los otros presos.
Aunque el Hno. P. siguió entrando y saliendo de la cárcel siempre se negó a fundar iglesias secretas. “¿Cómo puede un cristiano quedarse callado?”, preguntaba. “¿Cómo puede una iglesia pasar a la clandestinidad? Jesús murió públicamente por nosotros. No trató de esconderse cuando lo llevaban a la cruz. Nosotros tenemos también que hablar osadamente de Él sin importarnos las consecuencias.”

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#732 (24.06.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). DISTRIBUCIÓN GRATUITA. PROHIBIDA LA VENTA.