miércoles, 19 de noviembre de 2008

LA DONCELLA DE NAZARET II

Cuando María acepta hacer lo que Dios le pide a través del ángel, el ángel para animarla le dice: “Tu pariente Isabel que era estéril ya está seis meses encinta, porque para Dios no hay nada imposible.” (Lc 1:36) ¡Y qué interesante! Apenas el ángel se retira, María se va apresuradamente a visitar a su prima que vivía por los montes de Judá. Es como si ella quisiera ver con sus propios ojos la verdad de lo que el ángel le anunció. Cuando se acerca a la casa de su pariente y la saluda ¿qué es lo que ocurre? Isabel se llena del Espíritu Santo y proféticamente le dice: “¡Qué privilegio para mí que venga a visitarme la futura madre de mi Salvador!” ¿Cómo se enteró Isabel de que su joven pariente estaba encinta? María no le gritó de lejos: “¡Estoy encinta!” ni le había mandado un correo electrónico para avisarle. ¿Cómo se enteró Isabel? Todavía no se podía ver que María estuviera embarazada, y ella oyó su voz de lejos. Pero no fue sólo ella la que supo que María esperaba también un hijo, porque ella dijo: “Tan pronto oí tu saludo la criatura en mi seno saltó de gozo de que la madre de mi Señor venga a visitarme”. (Lc 1:44). El Espíritu Santo vino sobre Isabel y sobre el niño en su vientre, y ambos supieron qué se escondía en el cuerpo de María.

¿Podemos imaginar con qué cariño y con cuánta emoción deben haberse saludado? Ellas tienen que haber intuido que ambas formaban parte de un mismo proyecto divino. Que Isabel iba a ser la madre del precursor de Jesús anunciado por Isaías (Is 40:3), y que María iba a ser la madre del Mesías esperado. ¡Cómo deben haberse abrazado! ¡Con qué conciencia de haber sido escogidas por Dios, de ser instrumentos del cumplimiento de sus promesas!

¿Qué más le dijo Isabel a María? Vayamos al texto del Evangelio: “Y Elisabeth fue llena del Espíritu Santo, y exclamó a gran voz, y dijo: Bendita tú entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre.” (Nota 1)

Oiga usted ¿qué es eso? ¿Está usted rezando? protestará alguno. Esas no son palabras de una oración -aunque es cierto que después se convirtieron en parte de una oración muy conocida. Figuran en el texto del Evangelio. Pero ¿dónde están esas palabras? En el mismo pasaje de Lucas que hemos estado leyendo. A veces nos preguntamos ¿por qué los católicos rezan esas palabras? (2) Por la mejor de las razones: Porque están en la Biblia. Y están por muy buen motivo. ¿Ha habido alguna mujer en la historia que haya sido más bendecida que María? ¿Ha habido alguna mujer sobre la que haya recaído mayor honor? ¿Ser la madre del Hijo de Dios? ¿Ser la mujer escogida para llevar en su vientre al Salvador del mundo? ¿Y luego criarlo, acariñarlo, darle de mamar? ¿Comprenden con cuánta razón le dirigió Isabel esas palabras?

Pero ¿qué más exclamó Isabel? “Bendito el fruto de tu vientre”. ¡Qué linda expresión! La pequeña criatura que inicialmente no es más que una célula microscópica, pero que va creciendo hasta convertirse en un bebé listo para nacer, es el fruto del vientre de su madre. Así como los árboles producen frutos agradables de comer, el vientre de la mujer produce un fruto mucho más agradable a la vista, aunque no para comer (3). Tampoco un fruto inerte, sino uno viviente. Es el fruto que surge normalmente de la unión de un hombre y de una mujer. Pero que en este caso surgió de la unión del Espíritu Santo y de las entrañas de María. Con razón exclama Isabel: “!Bendito el fruto de tu vientre!” porque no ha habido en la historia fruto del vientre de una mujer más bendito y de mayor bendición que ése, ni vientre de mujer más bendecido que el de ella.

Pero ¿qué más dijo Isabel? “Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor.” Bienaventurada tú que creíste en lo que se te ha dicho, ya que porque creíste se cumplirá el propósito de Dios en ti, aunque parezca una cosa inverosímil.

Zacarías, el marido de Isabel, fue en cierta manera condenado por esas palabras de su mujer, porque no creyó en lo que le dijo el ángel cuando le anunció que su mujer tendría un hijo, sino que dudó y, se quedó mudo como castigo por haber dudado. Claro está, el propósito de Dios se iba a cumplir de todas maneras aunque él dudara. Pero la mudez de Zacarías quedó como testimonio del poder de Dios, porque él habló de nuevo y se desató su lengua, cuando le preguntaron qué nombre debían poner al hijo que Dios le había dado en su vejez.

La gente se decía acerca de ese hijo ¿qué va a ser de esta criatura cuyo nacimiento está acompañado de tantas señales? (Lc 1:65,66) Pero María, por su parte, no dudó en ningún momento del anuncio que le fue hecho. Ella creyó simplemente. Lo que Dios se había propuesto hacer a través de ella se cumpliría, porque, como dijo Isabel: “Tú creíste en sus palabras”. María es para nosotros por eso también un modelo de fe. Ella cree en lo que el Altísimo le anuncia, aunque sea algo humanamente imposible, porque reconoce que Dios está obrando en ella.

¡Cuántas cosas Dios nos dice a veces y nosotros empezamos a dudar: “¿Será verdad realmente? ¿Me estará hablando Dios? ¿No me estará engañando mi imaginación?”! ¡Cuántas veces hemos detenido el propósito de Dios porque no le hemos creído, no hemos prestado fe a sus palabras, y Dios no ha podido hacer con nosotros lo que Él quería! ¡Cuántas veces Dios no pudo cumplir su propósito conmigo porque no creí sino dudé, y perdí la oportunidad porque Dios escogió a otro que le obedeció al instante! Pero si creemos en lo que Dios quiere hacer con nosotros, y nos lo dice, no a través de un ángel, sino hablando a nuestro corazón…
¿Hay alguien acá a quien Dios le haya hablado a través de un ángel? Eso rara vez ocurre. Pero Dios suele hablar a sus siervos al corazón y a veces de una manera muy clara y elocuente. Si le creemos y obedecemos se hará lo que Dios quiere hacer. ¡Y cuán bendecidos seremos entonces!

Ése es el secreto. Creerle a Dios. El secreto del éxito no está en mis fuerzas, ni en mi capacidad, porque yo soy un siervo inútil, sino en creer que Él puede hacer a través mío lo que para el hombre es imposible. ¡Oh, sí! ¡Creámosle a Dios para que Él nos use! ¡Creámosle y estemos dispuestos a afrontar lo que Él nos pida porque en Cristo todo lo podemos!

Entonces María -dice la palabra- comenzó a cantar: “Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” (Lc 1:47). Algunos tienen la temeridad de sostener que ella no fue salva porque no creyó en su Hijo. No han leído la palabra. Otros, por el contrario, opinan que ella no tenía necesidad de ser salvada. Pero ella cantó: “Dios mi Salvador”. Ella creía en ese Salvador, suyo y nuestro, al que había dado a luz.

Y siguió cantando: “Pues ha mirado la bajeza (o la humildad) de su sierva; pues he aquí, desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones”. Así que no le echemos la culpa tanto a los católicos porque la llaman bienaventurada, ya que al hacerlo sólo están cumpliendo lo que dice la palabra de Dios: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones”. Sí, todas, hasta que el Señor venga.” (4)

“Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es su nombre”. Algunos dice que María no era conciente del papel que ella cumplía en el plan de salvación de Dios. ¡Pobrecita! ¡Estaba en el luna! Ellos dicen: “Es cierto que Dios la utilizó porque necesitaba de un canal humano para que el Verbo se hiciera carne. Pero usó con ese fin a una criatura que era ignorante de lo que Dios hacía con ella.” Sin embargo, ella misma, bajo el poder del Espíritu Santo, cantó: “Grandes cosas ha hecho en mí el Poderoso”.

Ella sí era conciente del plan de Dios, de lo que Dios hacía con ella, porque cuando vino el ángel le contestó: “Hágase en mí según tu palabra.” Es decir, que se cumpla lo que me has anunciado de parte de Dios, esto es, que yo voy a concebir a un hijo sin conocer varón, y que ese Hijo será el Mesías esperado de Israel. Ella asintió concientemente a desempeñar el papel que Dios le asignaba.

Naturalmente ella no podía conocer todo lo que Dios se proponía hacer, pero sí sabía que Dios la estaba usando para traer al mundo a su Hijo, el cual sería el Mesías esperado por su pueblo. Ella quizá no sabía cómo iban a suceder las cosas, pero ella confiaba en Dios. No sabía tampoco cómo iba a ser la vida de ese hijo que esperaba. Difícilmente podía imaginar las pruebas que Él iba a afrontar y cómo iba a morir. No obstante, cuando va al templo a presentar a su Hijo, según lo mandaba la ley, le salió al encuentro un anciano que le dijo palabras que tocaron su corazón y que le anunciaron un dolor muy grande para ella: “Una espada atravesará tu alma” (Lc 2:35)

Pero respecto de las cosas que su Hijo más adelante haría, ella profetizó: “Hizo proezas con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes.” Esas palabras se refieren, de un lado, a lo que Dios había hecho en el pasado, pero también a lo que el Mesías haría en el futuro. Ellas se cumplieron en el ministerio público de Jesús, pero sobretodo, cuando fue exaltado a la diestra de su Padre, y según lo prometido, Dios puso a sus enemigos como estrado de sus pies (Sal 110:1; Mt 22:44)

Podemos pensar que cuando María estaba en casa de Isabel, ambas deben haber compartido muchas cosas. No sabemos si Isabel era su tía, o cuál era el tipo de parentesco que las unía, pero podemos suponer que era bastante mayor que ella. Isabel debe haberse preocupado de lo que ocurriría con su joven pariente cuando regresara a Nazaret. Puede haber pensado: “¿Qué va a pasar con esta chica? Todavía no se le nota el vientre, pero dentro de poco ya van a empezar a darse cuenta; y su novio, su futuro esposo, se va a decir: “¿Qué pasó acá?” Podemos imaginar que, como hacen las mujeres de mayor edad, que aconsejan a las más jóvenes, ella debe haberle aconsejado a María acerca de cómo debía comportarse y cómo debía actuar. Pero sobretodo, creo yo, que ella debe haber fortalecido la fe de María; debe haberla animado, si es que su fe flaqueaba, a confiar en Aquel que le había dado esa misión. Ella tiene que haberle dicho: “Cuando te encuentres en una situación difícil recuerda que Dios está en control; recuerda que Él fue quien te llamó, y que Él te escogió. Tú eres parte de su plan. Él nunca te va a dejar; tú estás bajo su protección; confía en Él; deja que Él actúe”. Como dice un salmo, “Confía en Él y Él obrará.” (Sal 37:5).

María había dicho: “¡Grandes cosas ha hecho el Poderoso en mí!” Las almas simples suelen tener una fe firme, inquebrantable, más que las personas cultivadas e inteligentes, que a veces dudan por lo mucho que saben. “El conocimiento -dice Pablo- envanece, pero el amor edifica.” (1Cor 8:1).

Ella se estaba preparando para amar a esa criatura a la cual ella un día amamantaría. ¿Pueden imaginarse el gozo, la alegría de María, una madre jovencita que tiene en sus manos un bebé que es Hijo del Altísimo, y que a ella se le ha dado el privilegio de darle de mamar, de acercarlo a su pecho para que esa criatura se nutra de ella? ¿Qué cosa debe haber sentido ella? ¿Cómo debe ella haberse sentido anonadada por el honor que Dios le concedía al confiarle a Su Hijo? Durante los primeros años la criatura está en manos de su madre, depende enteramente de ella. Ella tenía en sus brazos nada menos que al Hijo de Dios. ¿Qué cosa puede haber sentido ella? ¡Cómo debe haber ella amado a esa criatura! ¡Cómo debe haberla acariciado! ¡Cómo debe haberla besado!

¿Y cómo creen ustedes que esa criatura debe haber amado a su madre? Jesús era un hombre perfecto. ¿No debe haber amado Él a su madre con un amor perfecto? Posiblemente ningún hombre en la tierra ha amado tanto a su madre como Él a la suya. ¿Y podremos nosotros no amarla? ¿No haremos nosotros lo mismo que Él? Si Él amaba a su madre ¿la despreciaremos nosotros? Yo no digo que la adoremos, como algunos equivocadamente hacen. Eso corresponde sólo a Dios. Pero ¿cómo no amar a alguien a quien Jesús ama? ¿No la amaremos de igual manera nosotros? Con frecuencia se oye el reproche: “Los evangélicos no aman a María”. Si hay algo de verdad en esa acusación, debemos corregir ese error, y rectificar esa mala imagen. ¡Cómo no vamos a amarla si nuestro Salvador vino al mundo a través de ella, y ella aceptó voluntariamente desempeñar el papel que Dios le había asignado en su proyecto de salvación! Claro que sí podemos y debemos amarla, y agradecerle por lo que ella como madre hizo por Jesús.

Quiero terminar con unas palabras de Pablo, que para mí constituyen uno de los pasajes más maravillosos de todo el Nuevo Testamento: “Porque lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a lo sabio, y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte, y lo vil del mundo y lo menospreciado”. (1Cor 1:27,28). María a los ojos del mundo era necia, débil, vil y menospreciada, una simple adolescente campesina. Pero a esa mujer, débil a los ojos del mundo y menospreciada, a esa mujer escogió Dios de entre todas las mujeres, para que fuera madre de su Hijo.

Parafraseando al Salmo 139: “Porque Dios había visto desde tiempos eternos su embrión entretejido en lo más profundo de la tierra. Cuando ella estaba todavía en el vientre de su madre, Él estaba formando sus entrañas, formando su alma para los fines que se proponía realizar a través de ella”. ¿No hace Dios las cosas perfectas? ¿Podemos creer que en este caso no hizo Él las cosas perfectas? ¿No perfeccionó la imperfección humana para poder llevar a cabo su plan perfecto para salvarnos? Demos gracias a Dios por ello. Sí, démosle gracias.

Padre Santo, gracias te damos, Señor, porque tú nos has hecho ver en tu palabra los misterios de tus propósitos que escapan a nuestra humana comprensión. Aunque no los podamos entender plenamente, porque tus pensamientos son más altos que los nuestros, nosotros creemos porque estas cosas, Señor, están en tu palabra. Tu palabra, en verdad, esconde tesoros inimaginables de luz y de sabiduría. Ayúdanos a reconocer, Señor, esos tesoros. Ayúdanos a ver los diamantes y las perlas que contiene y a atesorarlos en nuestro corazón.

Notas: 1. Elisabeth es la forma antigua del nombre que hoy, en español moderno pronunciamos simplemente como Isabel.
2. Aunque muchos quieran negarlo, “orar” y “rezar” son palabras sinónimas según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Pero se suele dar a “orar” la connotación de hablar con Dios libremente, mientras que “rezar” es hacerlo repitiendo un texto dado. Contrariamente a lo que suele pensarse, en los primeros tiempos de la iglesia los apóstoles y los discípulos, siguiendo la costumbre de la sinagoga, solían rezar en el culto repitiendo oraciones escritas o memorizadas (Hch 2:42).
3. ¿No es el niño recién nacido un deleite para sus padres?
4. Bendita quiere decir lo mismo que bienaventurada.

NB. Este artículo, como el anterior, está basado en la grabación de una charla dada recientemente en una reunión del ministerio de la “Edad de Oro” de la Comunidad Cristiana “Agua Viva”.

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