jueves, 29 de diciembre de 2011

EL NACIMIENTO DE JESÚS

A TODOS LOS LECTORES DE LA VIDA Y LA PALABRA LES DESEO QUE EL RECUERDO DEL NACIMIENTO DEL SALVADOR ESTA NAVIDAD LOS LLENE DE ALEGRÍA E ILUMINE SU ESPÍRITU DE NUEVAS LUCES Y METAS PARA EL AÑO ENTRANTE

Por José Belaunde M.


Lucas narra el nacimiento de Jesús en escasos siete versículos que hablan principalmente del hecho de que José tenía que ir de su pueblo de residencia, Nazaret, a Belén, la ciudad de David, debido a la promulgación de un censo en el Imperio romano (Lc 2:1-7).


De no haber sido por ese motivo de orden político, que coincidía con su nacimiento, Jesús habría nacido posiblemente no en Belén sino en Nazaret.


Dios se había propuesto que se cumpliera la profecía proferida por Miqueas unos 800 años atrás: "Porque tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti saldrá el que será Señor en Israel" (Mq 5:2).


De esa manera la criatura que llevaba María en el seno sería también por el lugar de nacimiento, hijo de David. Así como en esa ciudad había nacido el fundador de la grandeza del reino de Israel, en esa ciudad debía nacer el que cumpliría las promesas hechas a David y a su pueblo.


Es interesante ver cómo Dios obra. Necesitando que los esposos José y María se desplacen a Belén, Él interviene en la política del Imperio impulsando al emperador a ordenar un censo en todo el territorio de sus dominios con el fin de empadronar a todos los contribuyentes para hacer con mayor eficacia una nueva y masiva recaudación de impuestos.


Ahora bien, cabría preguntarse por qué José y María, debiendo ella dar a luz, no fueron por propia iniciativa a Belén para que ahí naciera su hijo. ¿Acaso no conocían ellos la profecía de Miqueas? Sabemos que era conocida de los sacerdotes y escribas (Mt 2:4-6) y si José era un hombre piadoso debía haberla leído él mismo o haberla escuchado en la sinagoga. Quizá no habían captado plenamente su significado y fue necesaria la promulgación del censo para que comprendieran que guardaba relación con el hijo que ella esperaba. Ellos, y en especial María, fueron aprendiendo poco a poco lo que Jesús iba a ser y cuál sería su destino.


El episodio subraya este aspecto del obrar soberano de Dios: Los actores de la epopeya divina no suelen ser concientes del papel que desempeñan. Así era entonces y así sigue siendo ahora. Ni tú ni yo, amigo lector, con todos nuestros planes y proyectos, sabemos qué papel jugamos realmente en los planes de Dios. Pero somos parte de ellos aunque no nos demos cuenta, pues nadie ha nacido de casualidad (desde el punto de vista de Dios); nadie ha nacido sin tener parte en un propósito específico suyo.


Es interesante notar que José obedeció sin protestar a la orden imperial. Aunque él era un judío piadoso, él era a la vez un fiel súbdito del emperador. Sabemos que los censos provocaban graves protestas en Israel por la forma abusiva en que se llevaban a cabo, y que contribuyeron a atizar el odio que los judíos tenían a los romanos, así como al surgimiento del movimiento rebelde de los zelotes. ¡Cuántas perturbaciones e incomodidades debe haber causado el movimiento de la gente que se trasladaba de un lugar a otro para empadronarse!


La resistencia de los zelotes al ocupante romano se manifestará más adelante negándose a acudir al censo. Pero José aparentemente obedeció sin chistar. Esto sugiere que él no participaba de los sentimientos que agitaban a los círculos del mesianismo patriótico, que eran especialmente activos en Galilea. El rechazo de Jesús a encarnar esas esperanzas y ese ideario político, y su palabra de dar “al César lo que es del César” (Mt 22:21) tenía sus antecedentes en la actitud de su padre adoptivo.


Dada la efervescencia de las expectativas mesiánicas de un sector del pueblo judío entonces, eso es muy significativo. Nos muestra cuán alejadas del pensamiento de Dios son las interpretaciones políticas basadas en las profecías. El hecho de que Dios use los acontecimientos humanos, incluso los políticos, para su "agenda", para su "programa" providencial, no debe inducirnos a confundir sus planes con nuestras agendas y programas.


Jesús nació en un momento culminante de la historia romana. Al comenzar el relato de Lucas está, de un lado, el gran César Augusto, el fundador del Imperio, que reinó soberanamente de 27 AC a 14 DC desde su palacio en Roma, la gran capital del orbe civilizado. Del otro está el Rey del Universo, el verdadero salvador del mundo, naciendo en humildad bajo la autoridad imperial, en una pequeña ciudad de sus dominios, desconocido de los hombres, y no en un palacio, sino en una cueva que servía de refugio a los pastores y sus animales. ¡Qué contraste! El que manda como autócrata y el que se humilla. Muy pocos recuerdan hoy al primero, ¡pero cuántos recuerdan, festejan y aman al segundo, especialmente en estos días!


Es muy sugestivo que Lucas diga: "a la ciudad de David, que se llama Belén", porque la Biblia habla de otra ciudad de David, mucho más importante, Jerusalén, la ciudadela que él conquistó de los jebuseos, y que se convirtió en la capital de su reino. Belén es la ciudad de los comienzos humildes de David; Jerusalén, la de su final glorioso, que se convertiría en Sión, símbolo de su pueblo. El evangelio relaciona a Jesús en su nacimiento con lo primero, no con lo segundo. Jesús nació como David en la humilde Belén, pero murió crucificado, en desgracia y oprobio, en la ciudad donde David fue coronado.


Sea como fuere José y María viajaron a Judea, pero antes de realizado el viaje había ocurrido un pequeño drama del que fue protagonista José. Cuando ocurrió ella y José estaban ya prometidos en matrimonio, según la costumbre de su pueblo, en la que generalmente los padres de los contrayentes celebraban un contrato ante testigos y se hacía un pago en dinero al padre de la novia. Pero aún no vivían juntos, dice Mateo (Mt 1:18-24), aunque ella era ya legalmente su mujer.


Entretanto María había estado de visita donde su parienta Isabel (Lc 1:39-56). Podemos suponer que había ido con autorización de su prometido, pues estaba bajo su autoridad, y había regresado a los tres meses. Pero he aquí que a su regreso era visible que ella estaba en cinta.


¿Qué puede haber pensado y sentido el sorprendido José? Desconcierto, cólera, rabia, celos, vergüenza. Algo inconfesable había ocurrido con su novia durante esa ausencia. María le había sido infiel o había sido violada. Pero si había sido violada habría denunciado el hecho para salvar su honor. Además había estado donde parientes de toda confianza. Ellos la habrían cuidado con esmero y ellos le habrían puesto a él en conocimiento del hecho temido, de haber ocurrido. Naturalmente, de haber sido ella violada el contrato de matrimonio sería rescindido y ella quedaría como una doncella mancillada. Pero si ella no había sido violada, como era lo más probable, ella era culpable de adulterio según la ley judía.


¿Pensaría José que ella había querido ocultarle la violación -de la que nadie se habría enterado porque ella de vergüenza se habría callado- esperando que no tuviera consecuencias? Imposible, porque la virginidad de la novia podría ser verificada según la costumbre antigua (Dt.22:13-21) y no le convenía silenciar el hecho. Además habría sido un ocultamiento que sólo a una muchacha insensata, taimada e hipócrita se le habría ocurrido, y eso no iba con el carácter que él conocía de María. Él no se casaba a ciegas.


Entonces María había pecado y no se atrevía a confesarlo. Su obligación como novio era denunciarla, no tanto para salvar su honor de novio, como para verse libre de toda obligación frente a ella.


Pero a José ese acto -que cualquiera otro habría realizado sin escrúpulos- le repugnaba. Antes que salvar su honor a él le interesaba salvaguardar el honor de María o, al menos, librarla de un escándalo público si él la denunciaba (Mt 1:19).


Las dudas que envolvían a José nos dan una idea del calibre de su alma. "(Él) era justo" dice Mateo. No quería infamarla. Es decir, no quería cubrirla de vergüenza, aunque le correspondiera sufrirla y estuviera plenamente justificado. Otro lo habría hecho en venganza. Pero José era compasivo.


Entonces pensó dejarla en secreto, esto es, irse sin anunciar su viaje y no regresar. Al principio la gente pensaría mal de él. Pensarían que él no era un hombre de palabra. ¡Qué vergüenza! Pero luego, cuando todos se enteraran del embarazo de María, comprenderían su conducta y lo excusarían. La acusada sería ella, no él.


La ley mosaica mandaba apedrear a las adúlteras y María era culpable en sentido pleno, según las leyes judías (Dt 22:23,24). Pero no es seguro que en esa época el severo mandato de Moisés se cumpliera al pie de la letra. Si deben entenderse literalmente la palabras que pronunció Jesús más tarde, (Mt 12:39;16:4;Mr 8:38), había demasiadas adúlteras y adúlteros en Israel para que se cumpliera la ley estrictamente.


El deshonor, el repudio público, la murmuración, eran suficiente castigo. La doncella infiel quedaba marcada de por vida. Ya nadie querría casarse con ella. Estaba condenada, si no quería quedar sola, a juntarse con un hombre que no la trataría como esposa, como fue el caso de la samaritana, después del quinto marido.


¿Cómo saber cuál podría ser la suerte de esta muchacha campesina que se encontraba en este aprieto? Toda especulación aquí es inútil, porque un ángel intervino de parte de Dios y le comunicó a José en sueños lo que ocurría: Ella no le había sido infiel ni había sido violada. Se trataba de una intervención sobrenatural de Dios en los destinos humanos. Ella había concebido por obra del Espíritu Santo sin dejar de ser virgen, y el ser que crecía en su seno sería el Salvador de Israel. Él podía traerla sin temor a su casa.


Otro hombre que no fuera José se habría dicho al despertar: "¡Qué extraño sueño he tenido! ¡Las fantasías que se le ocurren a uno soñando! ¡Que una muchacha esté en cinta por obra del Espíritu Santo! ¿Quién había escuchado antes semejante cosa?" Había que ser un necio para creerlo.


¡José era ese necio! ¡El le creyó al ángel! Era un justo necio.


Pero no. No había sido un sueño, ni era él un necio. Él sabía bien que las palabras que él había oído eran más que un sueño. Su alma justa reconoció la voz de Dios en el anuncio. Un ángel se le había aparecido en sueños, como ya había ocurrido anteriormente en la historia de Israel (Gn 31:10-13), le había hablado y le había dicho cosas inefables. El niño que su novia llevaba en su seno era el Mesías prometido, el Salvador que Israel había esperado durante siglos.


José debe haberse quedado anonadado. Preocupado seguramente, pero también con una sensación de paz en su alma que le confirmaba que lo anunciado era en verdad un mensaje de Dios. ¿Por qué me habrá escogido Dios a mí como guardián de ese niño? Pese a su sorpresa la paz -"que sobrepasa todo entendimiento"- que él sentía le daba la seguridad necesaria para aceptarlo y obrar en consecuencia.


Entonces la recibió en su casa, que era la forma usual como el matrimonio se concretaba. El traslado de la novia a la casa del novio era acompañado de una fiesta (como puede verse en la parábola de las diez vírgenes, Mt 25:1-13) ¿La hubo en este caso? No lo sabemos. El evangelio de Mateo guarda silencio sobre este punto y eso nos intriga. Lo más probable es que no hubiera tal fiesta y el cambio de residencia de María se hiciera discretamente, dadas las circunstancias.


Podemos también pensar que en el plan de Dios estaba incluida la conveniencia de que María se alejara prudentemente de su pueblo para dar a luz, de manera que no hubieran habladurías acerca de los meses transcurridos desde que José la trajera a su casa y el nacimiento de su hijo. Aquí podemos ver cómo la Providencia de Dios actúa conjugando varios propósitos simultáneamente: Sin duda al llevar a María a Belén, Dios quería no sólo que Jesús naciera en la ciudad de David, sino también guardarla de las murmuraciones de sus paisanos. Como la pareja de esposos no regresó a Nazaret sino después de cierto tiempo, a menos que la noticia del nacimiento hubiera llegado rápidamente al pueblo, ellos no tenían medios de hacer especulaciones al respecto. Todo esto nos hace pensar que el viaje a Judea se llevó a cabo con cierta anticipación al nacimiento y no cuando María estaba a punto de dar a luz, como lo describen las escenificaciones populares del acontecimiento.


Es muy interesante y sugestivo que Lucas diga que José subió a Belén, acompañado por su "prometida esposa" o “desposada”, que estaba en cinta. No dice con su "mujer" como hubiera sido lógico, pues ya vivían juntos. Pero usa esa expresión para subrayar el hecho de que no mantenían relaciones íntimas. Ella seguía siendo virgen y lo sería al dar a luz, para que se cumpliera la profecía de Isaías que cita Mateo: "He aquí la virgen concebirá y dará a luz un hijo. y será su nombre Emmanuel." (Is 7:14).


Pero Dios no le ahorró a María el cansancio y las molestias de un viaje de 150 kilómetros estando en cinta, viaje de 4 ó 5 días que debieron haber hecho a pie. Si hubieran tenido un burro, según algunas leyendas, en el animal hubieran cargado sus pertenencias, pero a María no le habría convenido, en vista de su estado, montarlo, porque los tumbos de su cabalgadura hubieran podido provocar un parto prematuro.


Lucas escribe "Estando ellos allí se cumplieron los días de su alumbramiento..." (2:6). No dice: "llegando allí...", lo cual sugiere que el parto no se produjo apenas llegados, sino cuando ya estaban allí cierto tiempo. ¿Había llevado José consigo algunas herramientas de su oficio? Es posible. Ellos no eran ricos y José tenía que ganarse el pan durante el tiempo de su permanencia en Belén, que pudo haber durado varios meses, o más de un año, pues la visita de los reyes magos se produjo cuando todavía estaban en Belén.


Estando pues ellos allí María “dio a luz a su hijo primogénito” (Lc 2:7) (Nota), al que sería “el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8:29); “el primogénito de toda la creación” (Col 1:15); “el primogénito de entre los muertos” (Col 1:18); al “Unigénito del Padre, lleno de gracia y verdad” (Jn 1:14); cuya “luz verdadera alumbra” en medio nuestro “a todo hombre” (Jn 1:9).


¿Cómo pudo haber sido el alumbramiento? Lucas lo narra como si hubiera sucedido de una manera natural, sin esfuerzo o sin dolor. Apenas nacido su hijo, María lo lavó y lo envolvió en pañales, que sin duda había traído consigo.


Jesús, el Hijo de Dios, era una criatura como todas. Su primera señal de vida fue sin duda un grito, un alarido, como exhala toda criatura cuando sus pulmones se hinchan de aire por primera vez, y que enseguida se puso a llorar. ¿Cómo lo miraría María? ¿Con qué asombro y ternura a la vez? Ese niño, el Hijo del Altísimo, que venía a salvar al mundo, había salido de sus entrañas, lo había llevado nueve meses en su seno, había percibido sus suaves movimientos en su vientre, sus pataditas como las de todo bebé antes de nacer; había comulgado con Él en su espíritu, le había hablado, como hacen muchas madres; había orado por Él… ¿Cómo sería? ¡Un nacimiento como tantos otros y a la vez tan distinto!


¿Cuáles pueden haber sido sus sentimientos durante los meses del embarazo y ahora que lo acurrucaba en sus brazos antes de acostarlo en el pesebre, envuelto en humildes lienzos?


¡En un pesebre! Hay quienes nacen en cuna de oro; otros en una de bonita madera pintada. Jesús tuvo como primera cuna una especie de cuenco tosco, hecho de palos, con el fondo cubierto de paja seca, donde se alimentaba el ganado. El que iba a alimentar al mundo con su palabra, nació donde los animales lamen su forraje. ¡Qué paradoja! Nació en verdad, como convenía al que “se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres…” (Flp 2:7).


La madera marcó su destino desde el nacimiento hasta la muerte, porque de madera fue también el lecho en que rindió su espíritu “hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” (Flp 2:8). Trabajar con madera fue su oficio de adulto.


El lugar donde nació no debió estar agradablemente perfumado, dado el uso que se daba a la cueva que lo cobijó. Pero como gente sencilla que eran sus padres, estaban acostumbrados al olor del estiércol.


La música que lo arrulló fueron los rebuznos del asno y los mugidos del buey cuyo aliento, según una tradición popular, dio calor a su cuna (Is 4:3).


Sus padres se habían refugiado allí “porque no había lugar para ellos en el mesón” (Lc 2:7). A ellos les cerraron la puerta en las narices: “No hay sitio aquí, váyanse a otra parte.” Eso era anuncio de muchos rechazos futuros. ¿Cuántas veces nosotros le hemos cerrado la puerta a Jesús? “No te queremos aquí; vete a otro sitio; no nos importunes.” Y Jesús se va sin rencor a esperar otro momento más oportuno, a bendecir a otro corazón más acogedor.


Jesús no sería quizá el único niño que nació en Belén ese día, porque entonces los nacimientos eran muy frecuentes. ¿Dónde y cómo nacerían esos niños? Quizá alguno más pobremente, quizá alguno rodeado de lujo. Si nosotros hubiéramos estado de turistas en Belén ese día (como los miles que visitan la ciudad en nuestros días), ¿le habríamos dado importancia? ¿Nos habríamos fijado en ese nacimiento que se produjo en una cueva?


Si alguien nos hubiera dado la noticia le hubiéramos mirado con indiferencia, encogiendo los hombros. No lo hubiéramos ido a visitar, ni a Él ni a la adolescente que le había dado a luz.


Los más grandes acontecimientos de la historia suelen pasar desapercibidos en sus inicios. Nadie se entera. Pero cambian al mundo. El nacimiento de Jesús fue noticia sólo para unos sencillos pastores de los alrededores, y para unos magos que luego vendrían de lejos. No obstante, ese nacimiento es una gran noticia, la más grande noticia de todos los tiempos, la noticia que se anuncia todos los años como si fuera fresca, y que el mundo no se cansa de celebrar de mil maneras todos los años porque alegra los corazones y trae paz. ¡Ojalá traiga también gozo y paz al tuyo!


Nota: Protótokos en griego; “el que abre matriz”, de acuerdo a Éxodo 13:1 y Nm 3:12,13. Es decir, no necesariamente el primer hijo de varios, sino el primero que la mujer da a luz, así sea el único, el hijo que se consagra al Señor. Véase también al respecto mi escrito “Los Hermanos de Jesús III”.
NB. Reproduzco el primer artículo de una serie que fue publicada por primera vez hace siete años, y que he revisado y acortado para esta ocasión.

#707 (25.12.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

jueves, 15 de diciembre de 2011

LA PRESENCIA DE DIOS EN NOSOTROS

Por José Belaunde M.

Durante la larga conversación que Jesús tuvo con sus discípulos después de la Última Cena, Él les dijo, entre otras cosas, anunciándoles su muerte y resurrección: "Porque yo vivo, vosotros también viviréis." (Jn 14:19). Con esas palabras Jesús ofrece a todos los que crean en Él una vida diferente a la vida física, una vida inmaterial, esto es, una vida eterna que es su propia vida.

Y agregó: "En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros" (14:20). En otras palabras, la vida que Él ofrece consiste en que Él viva en nosotros y nosotros en Él, así como Él vive en su Padre y su Padre en Él.

Esta realidad de la vida de Dios en el creyente es una de las revelaciones más importantes y más profundas del Evangelio, una verdad tan profunda y extraordinaria que no nos damos cuenta de su significado. Si llegáramos a entenderla y apreciarla en toda su magnitud no cabríamos en nosotros mismos de alegría y de felicidad.

Dios nos ha revelado esta verdad poco a poco, a lo largo de la historia santa. Sabemos por el libro del Génesis que Adán y Eva gozaban de una comunicación constante con Dios y que hablaban con Él de tú por tú.

Pero ellos perdieron esta intimidad con Dios cuando pecaron: "Y oyeron la voz de Dios que se paseaba en el jardín, al aire del día, y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Dios entre los árboles del jardín." (Gn 3:8).

Concientes de su culpa, Adán y Eva huyeron de Dios en lugar de acercarse a Él. La vergüenza del pecado levantó una barrera entre Dios y ellos. Quizá si hubieran reconocido su falta, si se hubieran arrepentido y pedido perdón, la historia de la humanidad habría sido diferente.

Pero en lugar de confesar su falta, ellos trataron de justificarse (Nota 1), echándole la culpa a otro. La expulsión del paraíso, selló su separación de Dios.

En adelante Dios sólo hablaría ocasionalmente con el hombre, como hizo con Caín, para echarle en cara su pecado; o con Enoc, de quien se dice que caminó con Dios; o con Noé y Abraham para señalarles la misión que les encomendaba.

Pero Dios empezó un nuevo trato con los hombres cuando se apareció a Moisés en la zarza de fuego, y le habló para anunciarle que iba a libertar a Israel de la esclavitud en Egipto (Ex 3:1-10).

Conocemos la continuación de la historia. Cómo, después de las 10 plagas, el faraón al fin consintió en que el pueblo partiera al desierto, y cómo enseguida se arrepintió y trató de darles alcance. Entonces Dios se interpuso entre el ejército del faraón y la caravana de los hebreos, y se hizo visible a ellos en forma de una columna de nube durante el día, y de una columna de fuego durante la noche. Esta presencia los acompañó durante todo su peregrinar de cuarenta años en el desierto (Ex 13:17-22; 14:19,20).

Sabemos también que Dios hablaba con Moisés cara a cara sobre el propiciatorio del arca de la alianza, entre los dos querubines.
(Ex 25:22)

Más adelante, cuando Moisés terminó de construir el tabernáculo, el libro del Éxodo dice que "...una nube cubrió el tabernáculo de reunión y la gloria del Señor llenó el tabernáculo. Y Moisés no podía entrar en el tabernáculo de reunión porque la nube estaba sobre él y la gloria del Señor lo llenaba" (Ex 40:34,35).

El pueblo israelita era conciente de que Dios estaba en medio de ellos y los guiaba; así como de que Dios le decía a Moisés todo lo que Moisés les transmitía a ellos. Pero la manifestación visible de Dios les inspiraba tanto pavor, como ocurrió en el Sinaí, que le pidieron a Dios que no les hablara directamente a ellos, sino siempre a través de Moisés (Ex 20:18,19).

Imaginemos a un marido que estuviera tan impresionado por la belleza y encanto de su esposa, que le dijera: No te presentes a mí ni me hables directamente, sino háblame a través de la criada, porque no resisto tu belleza. Parece que el hombre mantiene todavía esa actitud con Dios.

Siglos más tarde esta manifestación de la gloria de Dios se repitió cuando Salomón terminó de construir el templo y lo dedicó al Señor, y se dio el mismo fenómeno: nadie podía entrar al templo porque estaba lleno de la gloria de Dios (2Cro 7:1-3).

El Señor hablaba también con los profetas a través de visiones, de sueños y, a veces, con voz audible. Como cuando le habló a Elías en la cueva del Horeb y se le manifestó en el silbido del viento (1R 19:11-13).

Notemos que tanto Moisés ante la zarza de fuego, como Elías en la entrada de la cueva, se cubrieron el rostro al oír la voz de Dios para no verle la cara. Tenían miedo de perder la vida si lo veían. La presencia de Dios inspira temor aun a aquellos que lo tratan de cerca.

Podemos pensar que Dios hablaba en esa época a muchas personas más que no están consignadas en las Escrituras, porque la Biblia sólo contiene una pequeña parte de las manifestaciones de Dios. Sólo consigna aquellas cosas que Dios consideró necesario que el hombre conociera. Y yo pienso que también pueden aplicarse al Antiguo Testamento las palabras que San Juan dice acerca de las muchas cosas que hizo Jesús, "que si se escribieran una por una ni en todo el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir" (Jn 21:23).

Sabemos por la historia de Balaam que Dios hablaba también con los profetas paganos; eso no era un privilegio exclusivo de los hebreos. Porque aunque Dios había escogido al pueblo de Israel para revelarse de una manera especial, el propósito de esa revelación no se limitaba a ellos, sino que se extendía más allá de los límites de ese pueblo, a la humanidad entera, a la que Él quería salvar, y a la que Él no podía dejar sin conocimiento de su persona (2). Notemos que Balaam sabía de la existencia del Dios de Israel, y lo invocaba y adoraba aunque no pertenecía a su pueblo, y Dios le hablaba. ¿A cuántos sacerdotes o profetas paganos más hablaba Dios en la antigüedad? No lo sabemos. Pero, pensemos ¿De quién era sacerdote Jetro, el suegro de Moisés? Sólo se dice que era sacerdote de Madián. ¿Conocía Jetro al Dios de Jacob a quien Moisés servía? Por las palabras que pronuncia y el sacrificio que ofrece en un episodio posterior (Ex 18:6-12) no cabe duda que sí (3).

Sea como fuere, todas las comunicaciones de Dios con el hombre y todas las revelaciones que le dio en el pasado, convergen en la persona de Jesús, como se dice al comienzo de la epístola a los Hebreos: "Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo..." (Hb 1:1,2).

Dios se manifestó al hombre visible y palpablemente en la persona de su Hijo hace dos mil años en Galilea, hecho hombre como cualquiera de nosotros, a fin de que el hombre lo conozca más íntimamente. El Verbo, el mismo Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad, tomó carne humana y descendió a la tierra, hecho en todo igual a nosotros, menos en el pecado. Por eso pudo Jesús decir: "el que me ha visto a mí ha visto a mi Padre" (Jn 14:9).

Se hizo hombre de una manera sobrenatural en el vientre de una doncella. Cuando María escuchó del ángel la noticia de que ella concebiría a un hijo, ella le contestó: "¿Cómo puede ser eso si yo no conozco varón?" (Lc 1:34). Y el ángel le dijo: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra. Por lo cual el santo ser que nacerá será llamado Hijo de Dios." (1:35).

Pero Jesús no vino a la tierra para estar sólo por un tiempo con nosotros; para enseñar, hacer milagros, sanar enfermos, padecer y morir, y luego resucitar e irse. Vino también para quedarse para siempre con nosotros, como les dijo a sus apóstoles al despedirse de ellos: "He aquí, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo." (Mt 28:20).
Ya en la conversación que tuvo con ellos en el Cenáculo les había dado a entender que estaría con ellos a través del Espíritu Santo "... al cual el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Pero vosotros le conocéis porque mora con vosotros y estará en vosotros." (Jn 14:17).

San Pablo lo hace más explícito cuando escribe: "¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros y que tenéis de Dios...?" (1Cor 6:19).

Si hay alguna verdad que el hombre ignora en la práctica y que no quiere ver es ésta: "Cristo en vosotros, la esperanza de gloria." (Col 1:27).

Le damos la espalda a esta realidad porque nos desborda, porque es demasiado grande para poderla asimilar, demasiado maravillosa para incorporarla a nuestra vida cotidiana, sale demasiado del marco de nuestra experiencia sensible. Como los profetas antiguos, nos tapamos la cara delante de esta revelación porque no queremos ver a Dios.

La visión de Dios nos turba. Como Adán y Eva, huimos de Él. Preferimos sumergirnos en las realidades terrestres, materiales de la rutina diaria porque nos son familiares.

Pero ¿si pudiéramos aceptar esta realidad en toda su grandeza? ¿Que el Creador del Universo, que el que lo llena todo con su poder y no cabe en la inmensidad de los cielos, está en mí con toda su gloria y toda su majestad? ¿Que aunque es infinitamente grande yo lo contengo?

¿Que puedo hablar con Él y que puedo escucharlo? ¿Que está más cerca de mí que mi propio aliento? ¿Que me conoce enteramente? ¿Que penetra hasta lo más recóndito de mis pensamientos y que no puedo ocultar nada de Él?

¿Y que si me conoce así no es para juzgarme ni para condenarme severamente, sino para amarme, para comprenderme y para perdonarme, si hay algo que perdonar, y para sanarme? ¿Que Él está en mí para llenarme de su amor, de su paz y de su felicidad eterna? ¿Puedo desear yo, puedo concebir yo algo más maravilloso?

¿Y puedes tú, lector amigo, concebir algo más extraordinario? ¿Que Dios pueda estar en ti y quiera tener amistad contigo? No tienes más que dirigirte a Él en fe y decirle: Sí Señor, yo creo en ti y quiero conocerte y ser tu amigo. “Háblame, Señor, que tu siervo te escucha” (1S 3:10).

Notas: 1. Éste sigue siendo el patrón de conducta humana en nuestro tiempo. El hombre peca, sobre todo en el área sexual, pero no reconoce su falta sino, al contrario, la justifica, inventando para sí una nueva moral permisiva.

2. Ya el Antiguo Testamento proclamaba esta verdad, que sería abiertamente anunciada en el Nuevo (Is 60:1-14).

3. Los madianitas eran descendientes de Madián, uno de los hijos que Abraham tuvo en Cetura (Gn 25:1,2), y conservaban el conocimiento del Dios de Israel que recibieron de su antepasado, aunque pudiera estar mezclado con idolatría.

NB: El estímulo para escribir esta charla radial, que fue publicada por primera vez el 07.01.2001, me lo proporcionó la lectura del bosquejo "The Divine Indwelling" del libro "Handsful on Purpose" del pastor presbiteriano escocés del siglo pasado, James Smith.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#705 (11.12.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

miércoles, 14 de diciembre de 2011

MATRIMONIO O CONVIVENCIA





Vivir juntos sin casarse, la llamada cohabitación o convivencia, es un mal negocio para la mujer. Ella contribuye con dinero, tiempo y afecto a la relación, pero no recibe a cambio ninguna garantía de estabilidad o de seguridad económica o afectiva, porque la relación puede romperse en cualquier momento a iniciativa de cualquiera de las partes. El matrimonio, en cambio, no puede disolverse así no más y, por tanto, da mayor seguridad a la mujer. Además, y esto es muy importante, le da estatus social. No es lo mismo ser la novia, la amiga o pareja de un hombre que ser su “señora”, su esposa, llevar su apellido.


Comprometerse a fondo con una persona ayuda a estabilizar la relación. Los esposos que han convivido antes de casarse están menos comprometidos el uno con el otro que los que no vivieron juntos, porque empezaron manteniendo “in pectore” la posibilidad de deshacer la relación.


El compromiso engendra confianza mutua. Por ese motivo la interacción en la convivencia es más conflictiva que en el matrimonio, porque hay menos confianza en la otra parte. A la vez, como no hay compromiso ni seguridad en la relación los convivientes tienden a ser manipuladores.


Según estudios realizados, la convivencia suele generar mayor satisfacción sexual al comienzo (y por eso se ha vuelto tan popular), pero a la larga la satisfacción decae. En el matrimonio la satisfacción sexual es de más largo aliento y tiende a profundizarse con el tiempo.


La convivencia es dañina para los hijos comunes de la pareja por la inseguridad intrínseca de la relación, pero lo es sobre todo para los hijos previos de uno y otro. El amigo o la amiga “cama adentro” no son verdaderos padres para ellos. En el Perú los casos de violación de hijos por el conviviente que no es el padre son numerosos. En el matrimonio, los casos de violación de hijos son rarísimos.


Los hombres y mujeres que apuntan al matrimonio y evitan la convivencia escogen mejor a la persona con que se unen, porque lo hacen con más cuidado y reflexión, pensando en el largo plazo . Lo que “invierten” de sí mismos en el matrimonio es mucho más que en la convivencia. Eso es aun más cierto cuando se contrae matrimonio como un compromiso para toda la vida. Pero cuando falta ese compromiso para toda la vida al celebrar las nupcias, el matrimonio es poco más que una convivencia formalizada. Estrictamente en ese caso los esposos están casados sólo a medias y pensarán en el divorcio más fácilmente.


El matrimonio hace también que para los casados (especialmente para las mujeres) la familia se convierta en el aspecto más importante de su vida, más importante que su trabajo. Los casados atesoran además su vida familiar porque son concientes de que contribuye a estabilizarlos emocionalmente.


Todo ser humano tiene una necesidad innata de compañía, de apoyo; de amar y de ser amado. Estas necesidades afectivas básicas suelen ser mejor satisfechas en el matrimonio que en la mera convivencia, porque en ésta el compromiso mutuo es menor y es mayor la independencia que cada parte guarda respecto de la otra. Por tanto, inevitablemente ambos se dan y se entregan menos el uno al otro.


Lamentablemente la TV moderna no pinta con colores favorables al matrimonio, y presenta, en cambio, a la convivencia como algo normal, cuando, de ser realista, debería presentar los inconvenientes que tiene la convivencia, sobre todo para la mujer, y mostrar las grandes ventajas que el matrimonio tiene para la pareja y para sus hijos.

viernes, 2 de diciembre de 2011

¿EXISTE EL INFIERNO? I

Por José Belaunde M.

Hubo una época en que en las iglesias y en reuniones al aire libre se predicaba mucho acerca del infierno y sobre el peligro de la condenación eterna que amenaza a los pecadores. Ese mensaje ha salvado a mucha gente. (Nota 1).
Cuando empezó a cambiar la mentalidad de la gente y la sociedad se volvió escéptica la prédica del infierno empezó a ser abandonada pues se consideró que más efectivo para atraer a los pecadores era predicar acerca del amor infinito de Dios para con ellos. Lo cual es naturalmente cierto en muchos casos.
Hoy día casi nunca se escucha predicar sobre el infierno. Sin embargo, es un tema que muchas almas extraviadas, y aún muchos cristianos tibios, necesitan oír para enderezar sus vidas. Teniendo en cuenta la creciente corrupción de costumbres que prevalece en la sociedad moderna, antes cristiana, el recuerdo de la condenación eterna puede ser una prédica salutífera, medicinal y oportuna.
Nadie duda de la conveniencia de hablar acerca del temor de Dios. Pero ¿qué cosa es el temor de Dios en parte sino temor de “Aquel que puede destruir alma y cuerpo en el infierno” como dijo Jesús? (Mt 10:28).
El Antiguo y el Nuevo Testamento tienen mucho que decir acerca del infierno, y Jesús habló mucho acerca de él, sin duda porque sin su sacrificio en la cruz la humanidad entera estaba condenada a ser echada por toda la eternidad en el lago de fuego y azufre del que habla el Apocalipsis. Eso nos hace comprender el inmenso valor y el gran beneficio que significó la salvación obrada por Él.
La palabra “infierno” viene del latín “infernus”, que significa “lugar oscuro debajo de la tierra”. Según la doctrina cristiana esa palabra designa en primer lugar el estado de tormento que sufren los ángeles que se rebelaron contra Dios siguiendo a Lucifer -es decir, los demonios- y los seres humanos que mueren sin arrepentirse de sus pecados. En segundo lugar designa el lugar al cual son confinados los demonios y los condenados. Todas las menciones que se encuentran en las Escrituras acerca del infierno son hechas en términos locales: horno de fuego (Mt 13:42); lago de fuego y azufre (Ap 20:14,15); abismo (Lc 8:31); tártaro (2P 2:4), término que RV60 traduce como infierno, pero que en la mitología griega designa el lago subterráneo en el que los malvados son castigados.
En tercer lugar el término “infierno” traduce en muchos casos la palabra hebrea Seol, que, como veremos enseguida, designaba en el Antiguo Testamento el lugar, situado en lo profundo de la tierra, a donde iban a parar los seres humanos al morir (Gn 37:35; Jb 14:13; Nm 16:32,33; Sal 55:15; Pr 9:18, etc.). (2).

LO QUE DICE EL ANTIGUO TESTAMENTO
La revelación de las verdades acerca del más allá fue progresiva. En el Antiguo Testamento el Seol designa a veces la tumba (Jb 17:13,14; Sal 16:10; Is 38:10); a veces el lugar donde residen las almas de los muertos como sombras en un estado de semi conciencia, (“tierra de tinieblas y sombras de muerte…de oscuridad, lóbrega… cuya luz es como densas tinieblas.” Jb 10:21,22). Ecl 9:10 dice que “en el Seol… no hay obra ni trabajo, ni ciencia ni sabiduría.” Tampoco hay memoria de Dios ni se le alaba (Sal 6:5; cf Sal 88:10-12; Is 38:18). (3).
Sin embargo, a partir de los profetas escritores (Isaías, Jeremías y los que los siguieron) el AT empieza a mostrar una perspectiva más clara de la vida futura. Por de pronto Ecl 11:9 habla de un juicio al final de la vida terrena, a lo que también alude Is 66:16 (cf Ez 33:20).
En el mismo capítulo Isaías habla de los hombres que se rebelaron contra Dios cuyo “gusano nunca muere ni su fuego se apagará” (Is 66:24), pasaje que Jesús cita en Mr 9:43-48, para referirse al castigo eterno. Ya el Sal 140:10 habla de los que “serán echados en el fuego, en abismos profundos de donde no salgan.”
Pero es el profeta Daniel quien anuncia claramente por primera vez en el AT la resurrección de los muertos, en que “unos serán despertados para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua.” (Dn 12:2), noción que ya algunos pasajes de los salmos y profetas anteriores permitían vislumbrar (Sal 16:10; 49:15), como cuando Isaías 25:8 anuncia que Dios “destruirá a la muerte para siempre”; y Oseas 13:14 dice que Dios redimirá al hombre del Seol, pasaje que Pablo cita (1Cor 15:55).
Durante la época intertestamentaria empezó a delinearse la noción de que el Seol estaba dividido en dos secciones: una en el que los impíos eran atormentados (Sal 140:10) y otra en la que los justos eran consolados, lugar al que el evangelio de Lucas llama “el seno de Abraham” (Lc 16:22-26).
Esa noción está plasmada en los libros apócrifos (o deuterocanónicos), escritos entre el siglo II AC y el primer siglo de nuestra era, (Sabiduría de Salomón, Sirácida, Macabeos 1 y 2), y en los escritos llamados seudoepigráficos como el 1er libro de Enoc, Jubileos, Esdras 4, y el 2do Apocalipsis de Baruc, algunos de los cuales es probable que Jesús y los apóstoles conocieran (Ver Jd 14).
La Septuaginta traduce la palabra hebrea Seol por la palabra Hades, con que en la cosmología griega se designaba al mundo inferior donde moran todos los muertos, y en ese sentido la usa el libro de los Hechos (2:27-31). Pero hemos visto que Lucas la emplea como sinónimo del infierno, y en el mismo sentido la usa el Apocalipsis (1:18; 20:14).
Si bien es cierto que en el Antiguo Testamento la muerte y el Seol, o Hades, están bajo el dominio del diablo –imperio que Jesús destruyó al morir (Hb 2:14; 2Tm 1:10)- en su texto está claro que el Seol está al servicio de Dios. Es Él quien hace descender ahí (2Sm 2:6; Sal 55:23) y es Él quien hace subir de ahí figuradamente al hombre cuando lo libra del peligro de morir (Sal 86:13). Aun en el Seol está presente y reina Dios. (Sal 139:8).


LA REVELACIÓN PLENA DEL NUEVO TESTAMENTO
Nadie ha hablado con más frecuencia y elocuencia acerca de la realidad del castigo eterno que Jesús. ¿Estaría Él equivocado? ¿Exageraba, o tenía buenos motivos para hacerlo? Después de todo Él vino para librarnos de ese peligro al que estamos expuestos todos. Si Él se hizo hombre, sufrió y murió para salvarnos de la condenación eterna, es porque la amenaza del infierno es una cosa inminente y terrible, algo de lo que todo hombre sensato debe procurar escapar.
Veamos lo que dice Jesús acerca del infierno. Como preámbulo recordemos que el Precursor, Juan Bautista, al anunciar que detrás suyo vendría uno más poderoso que él, dice: “Su aventador está en su mano, y limpiará su era, y recogerá el trigo en su granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará.” (Lc 3:17). Esa frase afirma que en el día del juicio Jesús separará la paja del trigo, es decir, guardará para sí a los que representan al buen grano, y entregará a los réprobos al fuego en que arderán eternamente.
Al hablar del pecado contra el Espíritu Santo, Jesús dice: “Cualquiera que blasfeme contra el Espíritu no tiene jamás perdón, sino que es reo de juicio eterno,” es decir, de condenación eterna (Mr 3:29). Asimismo Él dice dos veces: “Mejor es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno.” (Mt 5:28,29). Más adelante reitera dos veces ese principio afirmando: “Mejor te es entrar en la vida cojo o manco que, teniendo dos manos o dos pies, ser echado en el fuego eterno.” (Mt 18:8,9). Notemos dos características que vuelven una y otra vez en el discurso de Jesús acerca del infierno: en él arde un fuego, un fuego que nunca se apaga.
La palabra que en el texto original del Nuevo Testamento Jesús emplea de manera preferente en estos pasajes –y que suele traducirse como “infierno”- es el término “gehenna” que deriva de las palabras hebreas “ge” (tierra o valle) y “hinnom” (4). La palabra gehenna designaba a la quebrada o valle angosto situado al Sur de Jerusalén, en el que los idólatras, especialmente en tiempos de los reyes impíos Acaz y Manasés, sacrificaban a sus hijos al abominable dios Moloc, haciéndolos pasar por el fuego (2R 16:3; 21:1-6; 23:10; 2Cro 28:3; 33:6; Jr 19:5;32:35). ¡A qué extraños extravíos puede llevar el diablo a los que se entregan en sus manos! En tiempos posteriores el lugar vino a ser conocido como el “Valle de Tofet” (escupitajo). El rey Josías profanó el valle echándole huesos quemados se seres humanos y lo convirtió en el botadero de la ciudad donde la basura era quemada y ardía constantemente (Jr 7:31-34; 19:1). Por ese motivo la gehenna se convirtió para los judíos en un símbolo del castigo eterno que algunos identifican sin motivo con el “valle de Josafat” del que habla el profeta Joel (3:12), y donde tendría lugar el juicio futuro (Is 30:32,33).
En cinco ocasiones en el evangelio de Mateo, y en una en el de Lucas, Jesús habla del “horno de fuego en que será el llanto y el crujir de dientes.” (Mt 13:42,50; 22:13; 24:51; 25:30; Lc 13:28). Si lo repite tantas veces es para subrayar la importancia que tiene para el hombre tener esa verdad siempre presente y no olvidarla. ¿La descuidaríamos nosotros echándola al olvido, haciendo caso omiso de sus advertencias? ¿No se la recordaremos a aquellos que están en peligro de sufrir ese terrible destino?
Ya hemos mencionado ese pasaje en que Jesús dice que no debemos temer “a los que matan el cuerpo mas el alma no pueden matar; temed más bien a Aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mt 10:28), donde, como dice Jesús en otra parte, citando a Isaías, “el gusano no muere y el fuego nunca se apaga.” (Mr 9:44), refiriéndose a dos aspectos del sufrimiento que se padece en el infierno: el gusano del remordimiento, y un fuego ardiente cuya naturaleza no podemos comprender.
Se ha cuestionado el carácter perpetuo de la condenación del infierno, pero al final de la escena del juicio de las naciones, que Jesús predice que ocurrirá cuando Él vuelva a la tierra, Él declara: “E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.” (Mt 25:46). El paralelismo de ambas frases nos muestra que en ambas el adjetivo “eterno/a” (aionios en griego) es usado en sentido literal. Si la recompensa es perpetua, el castigo también lo es.


¿QUIÉNES VAN AL INFIERNO?
Al comienzo de su evangelio Juan comenta: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él.” (Jn 3:36), es decir, se condena, a menos que crea y se arrepienta antes de morir, porque el destino eterno de la persona se decide en ese momento.
En su confrontación con sus opositores Jesús les dice: “Yo me voy y me buscaréis; pero en vuestro pecado moriréis.” –entiéndase: “porque no creéis en mí.”- (Jn 8:21). El que muere en pecado, e.d. sin arrepentirse, se condena irremediablemente. Y enseguida añade: “a donde yo voy, vosotros no podéis venir.” A donde Él va, esto es, al cielo, que está cerrado para los que lo rechazan. Como sólo hay dos destinos finales posibles para el hombre, el que no entra al cielo, se va al infierno.
Más adelante Jesús dirá: “El que no permanece en mí, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen y los echan en el fuego y arden.” (Jn 15:6). El que no permanece en Él es el que habiendo escuchado la palabra y creído en ella, no persevera sino que vuelve atrás, esto es, al mundo. Ése tal se condena.
Por su lado, el apóstol Pablo en repetidos pasajes habla de la condenación eterna. Él advierte que los que hacen las obras de la carne “no heredarán el reino de Dios.” (Gal 5:19-21), esto es, por implicancia, se condenan. El mismo mensaje se repite en 1Cor 6:9,10 y Ef 5:5. Él subraya claramente la oposición que existe entre salvarse y condenarse (2Cor 2:15,16), y afirma que los que no “obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo (e.d. los que no creen)… sufrirán pena de eterna perdición.” (2Ts 1:8,9).
A su vez el apóstol Pedro anuncia la condenación eterna de los falsos profetas que seducen a la gente con sus doctrinas equivocadas (2P 2:1-3,12). ¡Y cuántos de esos hay en nuestros días! No saben lo que les espera.
Acerca del mundo tal como lo conocemos y del futuro que le espera, él escribe: “Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con gran estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas.” (2P 3:10).
En el día del juicio los cielos y la tierra serán renovados, pero no para bien de los que se condenan, los cuales afrontarán el destino que ellos mismos eligieron para sí: “Pero los cielos y la tierra que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos.” (2P 3:7). ¡Cómo no hemos de sentir pena por ellos y advertirles adónde les lleva el camino que siguen ciegamente! El profeta Ezequiel nos advierte de parte de Dios que es nuestro deber amonestar a los pecadores para que se arrepientan, y que si no lo hacemos, y ellos se pierden porque callamos, Él demandará su sangre de nuestro mano (Ez 3:18).
Sin embargo, hemos de tener muy claro que si bien Dios creó el infierno para castigo de Lucifer y de sus huestes, y de todos aquellos extraviados que siguen sus caminos, el mismo apóstol Pedro escribió que Dios no quiere que “ninguno se pierda, sino que todos vengan al arrepentimiento.” (2P 3:9). (5).
Notemos también que, pese a su corta extensión, la epístola de Judas advierte dos veces acerca del peligro de la condenación eterna (Jd 7,13).
Pero las palabras más contundentes acerca del castigo eterno se encuentran en el libro del Apocalipsis, que “contrasta la victoria de Cristo en la Jerusalén celestial con la condenación de los que son arrojados al lago de fuego y azufre”, (R. Garrigou-Lagrange) evento al que el libro llama “la muerte segunda”. Es decir, hay una muerte física del cuerpo, que es la primera muerte, a la que todos estamos destinados, y una segunda muerte, mucho más terrible que la primera, porque es irrevocable e irreversible, pero que no es para todos, sino sólo para los que se niegan a aceptar la gracia de la salvación.
“Y el tercer ángel los siguió diciendo: Si alguno adora a la bestia y a su imagen (e.d. a Satanás)… él también beberá del vino de la ira de Dios, que ha sido vaciado puro en el cáliz de su ira; y será atormentado con fuego y azufre…y el humo de su tormento sube por los siglos de los siglos.” (Ap 14:9-11). El destino terrible de los que se condenan es contrastado con el de los que se salvan: “Bienaventurados…los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras les siguen.” (vers. 13).
Más adelante el libro dice: “Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos según lo que estaba escrito en los libros, según sus obras. Y el mar entregó a los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron a los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida, fue lanzado al lago de fuego.” (Ap 20:12-15).
Creo que estas citas son suficientes para hacernos comprender la tremenda realidad del infierno, y la necesidad de que todos los seres humanos escuchen el mensaje del Evangelio para que, por el poder de la sangre de Cristo, puedan ser librados del peligro de caer ahí y de ser desterrados para siempre de la presencia de Dios, lo cual es el más terrible de todos los castigos y la mayor de todas las torturas que puede sufrir el hombre.

Notas: 1. Un ejemplo clásico es el famoso sermón de Jonathan Edwards “Los pecadores en manos de un Dios airado”, pronunciado durante el primer avivamiento de Nueva Inglaterra, a mediados del siglo XVIII.
2. Vale la pena notar que la noción de un lugar donde residen los muertos y son castigados, es común a muchos pueblos y religiones de la antigüedad y formaba parte de la cosmología de los egipcios y de los griegos.
3. En Ef 4:9 hay una alusión a esta concepción antigua del Seol cuando se dice que Cristo descendió “a las partes más bajas de la tierra”, esto es, a la morada de los muertos, y que el llamado “Credo de los Apóstoles” recoge: “…descendió a los infiernos…”.
4. Más propiamente ge ben-hinnom (valle del hijo de Hinnom: Jos 15:8; 18:16; 2Cro 33:6; Jr 19:2; Jr 32:35), llamado a veces ge bené-Hinnom (valle de los hijos de Hinnom: 2Cro 28:3), que Jeremías profetizó que sería llamado “Valle de la Matanza” (Jr 19:6).
5. El descenso de Jesús al infierno, (que menciona el Credo de los Apóstoles), tomado en el sentido de la sección superior del Hades, esto es, el seno de Abraham, donde los justos son consolados, es una prueba de que Él asumió plenamente nuestra condición humana (Is 53:8,9; 1Cor 15:3,4; 2Cor 5:14). Él descendió al Hades como lo hacen todos los seres humanos, salvo que, en su caso particular, Él lo hizo además para predicar a los muertos que estaban ahí temporalmente confinados en espera de la redención (1P 3:18-20).

NB. El tema de la condenación eterna es un asunto delicado y complejo, pero ineludible. Voy a dedicar a sus diferentes aspectos unos tres o cuatro artículos adicionales, que serán publicados paulatinamente.


Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#703 (27.11.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).