miércoles, 3 de diciembre de 2008

"LOS DÉBILES EN LA FE II"

Un Comentario a Romanos 14:7-13

Tal como se ha podido ver en el artículo anterior, Pablo aborda en este capítulo el espinoso tema de la diferente fortaleza en la fe que habían alcanzado los creyentes de su tiempo (y en particular los de Roma), unos débiles y otros fuertes, especialmente en relación con las normas y prácticas dietéticas de la ley judía, así como las relativas al sábado. Como corolario de esta discusión él enuncia en los dos versículos siguientes uno de los principios básicos de la vida cristiana:

7,8. “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos.” (c.f. Gal 2:20)
Nosotros nos hacemos la ilusión de que somos los dueños de nuestra vida y de que somos un fin en nosotros mismos. Pero Pablo nos devuelve a la realidad: Nosotros no somos el fin de nuestra existencia, ni se agota el sentido nuestra vida, -que tiene un principio y un final, la muerte- en los ideales, propósitos y metas que, conciente o inconcientemente, hemos perseguido. Nuestra vida tiene un fin ulterior y un dueño, al cual todas nuestras experiencias se ordenan, y hacia el cual todos nuestros esfuerzos convergen, esto es, nuestro Creador. Nosotros le pertenecemos porque Él nos ha creado. No somos autónomos. Somos seres dependientes de Alguien que está muy por encima de nosotros y que es el que dispone de nuestro inicio y de nuestro final.

Nosotros vivimos y morimos para Él porque, querámoslo o no, nuestra vida terrena terminará ante el trono de Dios y Él determinará nuestro destino eterno. Si estaremos con Él, seremos eternamente felices; si separados de Él, seremos eterna y terriblemente infelices.

Así como un objeto cualquiera pertenece al que lo hizo, que puede hacer con él lo que quiera, incluso destruirlo, nosotros de igual manera pertenecemos al que nos creó, el cual puede hacer con nosotros lo que quiera, incluso también destruirnos, borrarnos de la existencia. De hecho, si no lo hace, siendo nosotros tan ingratos, es por pura misericordia.

Por eso es que resulta tan absurdo, tan ridículo, que los hombres se rebelen contra su Creador, como si ellos fueran dueños de su vida y de su muerte, es decir, de su ser; y su vida no dependiera del aliento vital que Él les comunicó.

Claro está que para justificar su actitud de pretendida autonomía, muchos, como niños engreídos, niegan la existencia de un Creador a quien deben todo. Esa negación de Dios no es más que la racionalización de sus deseos. Niegan que Dios exista porque la existencia de Dios les incomoda y les molesta, ya que su existencia supone la vigencia de normas morales a las que no quieren someterse, porque chocan con la forma de vida que desean llevar.

Cuán superior es, en cambio, la actitud del cristiano que reconoce que él no se ha dado la vida a sí mismo, sino que la recibió de Dios y, por tanto, vive enteramente para Aquel que lo llamó a la existencia y de quien su vida depende; para Aquel que le ha dado todo lo que tiene: un cuerpo y un alma con sus facultades, y un espíritu que aspira volver a su Creador; para Aquel, por último que murió para redimirlo del pecado y de la condenación eterna. Toda su vida está ordenada por esta aspiración: volver al seno de Dios de donde salió. Entretanto mientras permanece en este mundo, en este cuerpo, se deleita en Dios y se goza en servirle. (Nota 1).

9. “Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven.”
Pero por encima de las razones expuestas, el motivo principal por el cual nuestra vida está ordenada hacia Dios es el hecho de que Jesús muriera y resucitara por nosotros, pagando con su sangre el precio de nuestra redención.

Se podría alegar que esta frase de Pablo distorsiona el mensaje del Evangelio porque Jesús no murió y resucitó para ser Señor, sino para redimirnos del pecado y de la muerte eterna. Pero no hay contradicción. La frase de Pablo: “para esto murió y resucitó” incluye el concepto de redención, lo lleva implícito, de manera que podríamos leerla así: Porque Cristo para esto nos redimió, muriendo y resucitando y volviendo a vivir, para ser Señor de todos los que murieron y de los que viven, es decir de todos los seres humanos. Con este fin se sometió al sacrificio con que culminó su paso por la tierra. Por algo les dijo a sus discípulos al despedirse de ellos antes de ascender al cielo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” (Mt 28:18). “Toda potestad” supone señorío.

Ese señorío suyo incluye también el sometimiento del príncipe de este mundo a su poder. Jesús vino “para deshacer las obras del diablo” (Jn 3:8); para vencer al “hombre fuerte” y despojar su casa (Lc 11:21,22); “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo.” (Hb 2:14), al cual arrancó “las llaves de la muerte y del Hades.” (Ap 1:18)

En la epístola a Filipenses, Pablo elabora esta idea en un famoso pasaje: “Cristo Jesús… siendo en forma de Dios, se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres… se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo sumo y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.” (Flp 2:5-11).

10. “Pero tú, ¿porqué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo.”
En vista de lo anterior Pablo increpa al lector, oyente imaginario, (2) porque juzga al hermano que no tiene el mismo conocimiento que él y, por tanto, no goza de la misma libertad que él. No sólo lo juzga sino que también lo menosprecia. Al decir eso retoma lo que ha dicho unos versículos atrás: “¿Tú quién eres para juzgar al criado ajeno?” (v.4). Si tanto su vida como la tuya le pertenecen a Dios, y ambos son iguales ante Él, ¿cómo te atreves tú a juzgar lo que él hace para su Señor?

Este versículo y los tres versículos siguientes forman un bloque en el que se expresa una norma fundamental de la vida cristiana: No nos juzguemos unos a otros porque Uno es el que juzga. Nos juzga hoy y nos juzgará el día de nuestra muerte. ¿Y que autoridad tenemos nosotros, hombres pecadores, para juzgar al hermano? Recuérdese que Jesús dijo a los que acusaban a la pecadora queriendo apedrearla: “El que esté libre de pecado, tire la primera piedra.” (Jn 8:7).

Todos sin excepción alguna, terminada nuestra existencia terrena, comparecemos ante el tribunal de Dios para ser juzgados por Él, como nos lo recuerda Pablo elocuentemente en otro lugar: “Porque es necesario que todos comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho en el cuerpo, sea bueno o sea malo.” (2Cor 5:10). Si tú y tu hermano van a ser juzgados por Cristo ¿por qué te adelantas a emitir juicio? ¿Acaso estás tú autorizado a hacerlo? ¿El inculpado puede erigirse en juez?

11. “Porque escrito está: Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios.” (c.f. Flp 2:10,11).
Pablo cita aquí una declaración hecha por Dios a través del profeta Isaías: Todos doblaremos nuestras rodillas ante el Señor y juez, y todos confesaremos con nuestra boca que Él es Dios y Señor (Is 45:23). (3)

No es ésta la confesión para salvación de la que habla Pablo en Rm 10:9,10, una confesión hecha en vida, sino una confesión “post mortem”, para juicio, una confesión obligada, que harán los que ya la hicieron en la tierra y los que se negaron a hacerla mientras vivían. Es decir, unos la harán voluntariamente y con gozo; otros la harán obligados y presos del terror. Los primeros la harán con alegría porque, aunque tengan mucho de qué avergonzarse, saben que la sentencia les será favorable (Rm 8:1); los segundos lo harán atemorizados, porque saben lo que les espera (Jn 3:18).

En ese día todos tendrán que reconocer que Jesús es Señor y Juez de vivos y muertos. Tendrán que reconocer que Él murió por sus pecados y que todos hubieran podido ser librados de la culpa y ser absueltos si lo hubieran reconocido por lo que Él era y es. Pero los que se negaron a reconocerlo como Juez y Señor, por ese mismo hecho están condenados, ya que nadie es inocente delante de Él. Todos somos culpables, creyentes y no creyentes, con la diferencia de que a los primeros la fe los ha purificado y salvado; y que a los segundos su desobediencia a la verdad los ha condenado, y “la ira de Dios está sobre ellos”. (Jn 3:36).

¿Qué debemos pues hacer? Si algún día tendremos que doblar rodillas delante de Él, querámoslo o no, hagámoslo mejor de una vez y de buena gana, para que cuando llegue el día de rendición final de cuentas nos encontremos a la derecha, no a la izquierda del Juez Supremo (Mt 25:33).

12. “De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí.”
Este versículo anuda con el versículo 10: ¿Por qué juzgas a tu hermano? ¿Acaso vas a dar tú cuenta de su vida, de lo que hizo o no hizo, de sus pecados y de sus buenas y malas obras? Él dará cuenta de sí, y tú la darás de ti mismo.

Todos compareceremos ante el tribunal de Cristo para ser juzgados no por los actos ajenos sino por los propios. El juicio es individual, personal. Delante de su trono estará cada uno solo. Nadie podrá echarle la culpa a otro de la sentencia que reciba porque, aunque otros puedan habernos inducido al mal, la decisión de ceder o no ceder a la tentación la tomó cada uno. Esta es la gran verdad que afirma este versículo: cada uno dará cuenta de sí. Siendo así las cosas ¿por qué desprecias a tu hermano si su premio o su castigo no te concierne a ti?

De otro lado es cierto que cada uno de nosotros dará cuenta también de la manera cómo influyó en otros, si para bien o para mal -o del daño que les hizo. Nosotros no somos responsables de los actos ajenos, pero sí de la manera cómo los ayudemos a seguir el camino del bien, o los hicimos tropezar y desviarse de él. La cuenta que cada uno de nosotros dará de sí incluye su radio de influencia, si fue luz que brilló y alumbró toda la casa, o si la apagó; si en lugar de ponerla en alto la puso bajo el celemín para que no alumbrara (Mt 5:15,16); si la oscureció, o la disimuló, como hacen algunos que están en autoridad para congraciarse con el mundo.

13. “Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano.”
En conclusión, en lugar de juzgarnos y acusarnos unos a otros por diferencias de opinión sobre asuntos de menor cuantía, tengamos cuidado de no ser ocasión de caída o de tropiezo para otros.

¡Cuántas veces lo hemos sido sin darnos cuenta por ligereza! ¡Cuántas veces hemos hecho pensar mal a otros y hemos hecho que nos juzguen mal, o hemos juzgado precipitadamente a otros!

Las ocasiones y las formas cómo eso ocurre son muchas y muchas veces son involuntarias y por descuido, o por falta de reflexión. “La mujer del César –dice un dicho antiguo- no sólo debe ser honesta, sino que debe parecerlo” para que no se murmure de ella ni de su marido.

Esto nos lleva a un tema asociado pero delicado. ¿Puede una mujer casada cristiana ser ocasión de tentación para otros? Nunca debería serlo. Depende de cómo se vista y de qué actitud adopte; de cómo mire y de cómo hable. Pedro dijo al respecto palabras que convendría recordar: “Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios.” (1 P 3:3.4).

¿Y el hombre casado puede serlo? Tampoco, pero no depende tanto de cómo se vista o se arregle, sino de la atención que preste al sexo femenino, de sus palabras corteses que pueden ser malinterpretadas.

Pero lo dicho no atañe sólo a las personas casadas. También atañe a los solteros. ¿Puede una muchacha cristiana ser ocasión de caída para otros? Nada en su vestimenta o comportamiento debe serlo, lo que supone desechar la indumentaria osada que la moda actual impone y vestirse sobriamente y con discreción. De otro lado, su comportamiento, aunque sea alegre, debe estar libre de toda coquetería llamativa. De lo contrario será mal juzgada.

En cuanto al hombre, debe dejar de lado toda pose de conquistador, y portarse con naturalidad. Las iglesias pueden y deben ser lugar de encuentro para las personas de ambos sexos que estén solas, a fin de que cada uno encuentre, con la ayuda del Espíritu Santo, su “idóneo” o su “idónea”. Pero. como dice Pablo en otro lugar, todo debe hacerse “decentemente y con orden”, es decir, con discreción (1Cor 14:40).

Notas: 1. Una de las razones –entre otras- por las cuales nosotros debemos vivir para Dios es que todos los elementos de los que nos valemos en el mundo no nos pertenecen sino que le pertenecen a Él y proceden de Él. Tomemos, por ejemplo, el aire que respiramos. ¿Lo hemos producido nosotros, o lo hemos comprado acaso en algún lugar? No obstante, tenemos a nuestra disposición todo el aire que necesitamos, que forma parte de la atmósfera de la tierra que Él ha creado para nosotros. (La tierra es el único planeta del sistema solar que tiene una atmósfera en la que puede existir vida). La boca, la lengua y los labios con que hablamos ¿Los hemos inventado nosotros? Los hemos recibido formados y expeditos para ese fin cuando nacimos. Todo lo que tenemos y que utilizamos para vivir, incluso para pensar, no es nuestro sino dado, prestado para que lo usemos y demos algún día cuenta del uso que le dimos.
2. Pablo usa aquí un recurso retórico usual entonces: asumir que el lector es una persona con la cual se polemiza, o contra la cual se presenta un agravio o acusación.
3. Pablo cita libremente el texto de Isaías que en la Septuaginta reza: “Ante mí doblará toda rodilla y toda lengua jurará por Dios.” Como Jesús había dicho claramente que no debíamos jurar de ninguna manera, quizá él tuviera escrúpulos de reproducir lo que Jesús prohíbe (Mt 5:33-37). Este es uno de las instancias en que el mensaje del Evangelio presenta una moral más elevada que la que enseña el Antiguo Testamento, acomodándose a la dureza de corazón del pueblo elegido (Mt 19:8).


#525 (01.06.08)
Depósito Legal #2004-5581.
Director: José Belaunde M.
Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18.
Tel 4227218.
Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI.

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