miércoles, 17 de diciembre de 2008

"CUANDO EL SEÑOR VUELVA II"

Un Comentario a la Segunda Epístola de Pedro 3:10-14

10. “Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas.”
Pedro describe con pocas pero elocuentes palabras cómo será el final, lo que las Escrituras en varios pasajes llaman “el día del Señor”. Las palabras de Pedro evocan las que Isaías emplea describiendo este día: “Ya llega el día del Señor, día terrible, de ira y furor ardiente, que convertirá la tierra en desierto y acabará con los pecadores que hay en ella.” (Is 13:9 [versión “Dios Habla Hoy”] pero véase todo el pasaje hasta el vers. 13).
“Los cielos pasarán”. La palabra “cielos” designa la bóveda celeste, tal como entonces era concebida: una especie de gigantesca campana como de vidrio, en la que estaban suspendidas las estrellas y los demás cuerpos celestes. Esto es, lo que desde la tierra se puede ver del cielo en una noche despejada. Todo ello desaparecerá junto con la tierra y lo que ella contiene en un incendio de dimensiones cósmicas, como se dice en el vers. 12 más abajo. Isaías evoca ese día diciendo que los cielos “se enrollarán como un libro, y caerá todo su ejército como cae la hoja de la parra.” (Is 34:4).
“Los elementos ardiendo serán deshechos.” ¿Qué designa Pedro con la palabra “elementos”? (Nota 1). Primariamente podría referirse a los cuatro elementos de los que, según la filosofía antigua, estaba constituido el universo: tierra, agua, aire y fuego. Pero más probable es que designe con ella a los cuerpos celestes visibles desde la tierra.
Pedro añade “con gran estruendo”. Si hay alguna cosa que infunde miedo al hombre es un ruido muy fuerte. Cuando escuchamos un ruido terrible sin saber de dónde viene nos aterramos, temiendo que algo muy grave esté sucediendo. Si oímos un gran estruendo que viene de fuera de casa, acudimos a la ventana para ver cuál puede ser la causa. Pedro da a entender que la catástrofe que él anuncia será acompañado de un ruido aterrador que paralizará a todos los habitantes de la tierra. Es el estruendo de la ira de Dios de la que hablan numerosos salmos y varios profetas: Sal 18:13-15; 77:18; 104:7; “Jehová rugirá desde Sión y dará su voz desde Jerusalén” (Jl 3:16 y Am 1:2).
Por último dice que no sólo los cielos sino también la tierra misma con todas las “obras” que sobre ella están serán quemadas. En sentido primario debe entenderse por obras todo lo que constituye obra humana, esto es, todo lo que el hombre ha construido (ciudades, monumentos, puentes, etc.), a lo que habría que añadir en nuestro tiempo las redes de comunicación, así como toda la literatura y la investigación científica. Es decir, todo el quehacer humano y sus afanes diarios. Todo ello desaparecerá en un instante, según está anunciado.
Este versículo ha ejercido una enorme influencia en la concepción que los cristianos tienen del fin de los tiempos. Ya el Señor Jesús había asegurado que el último día vendría de manera inesperada y había usado la figura del ladrón que se introduce en casa cuando todos duermen y menos se le espera, aconsejando que había que estar preparados velando (Lc 21:34).
Esta advertencia está dirigida no sólo a la humanidad entera sino a cada individuo en particular. La muerte no siempre anuncia su venida a través de una enfermedad grave; puede llegar de improviso cuando menos se le espera y la persona está llena de salud y de vida. Compete a cada cual estar listo para presentarse delante de su Señor en cualquier momento para darle cuenta de su vida. Él es un juez que no puede ser sobornado y que juzga nuestros actos imparcialmente y de acuerdo a estándares mucho más exigentes que los del hombre, porque Él es tres veces Santo. De ahí que la Escritura pregunte: “¿Quién es el que podrá estar de pie delante de ti cuando se encienda tu ira?” (Sal 76:7)

11. “Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir,”
Puesto que todo esto que vemos, y en función de lo cual vivimos, ha de desaparecer ¿cómo hemos de vivir nosotros? ¿Atados a las cosas que pronto no serán más? ¿Presos de los halagos de los sentidos? ¿O no deberíamos más bien vivir en función de aquellas cosas que esperamos y que aún no vemos, pero que sabemos que son eternas –es decir, que no desaparecerán nunca?
¡Qué necio sería el que, dejándosele elegir, escogiera vivir para lo que dura apenas unos días en vez de lo que dura años! Sin embargo, la mayoría de los hombres prefiere vivir para lo transitorio y no para lo que es eterno. ¿Por qué esa sinrazón? Porque están obnubilados por los atractivos de lo que tienen delante, por la seducción de los sentidos, y no creen, o dudan, de que exista un más allá diferente, eterno. Es por falta de fe, por incredulidad, por escepticismo.
No existe el más allá para ellos, y si lo hubiera, ¿cómo comprobarlo? Puesto que no se ve, ni se toca, ni se siente, es algo inseguro. En cambio, esto que tocamos y vemos y de lo cual disfrutamos, es algo real, tangible. ¡Necio es más bien –piensan- el que corre detrás de lo nebuloso, de lo distante prometido, y desprecia lo que tiene delante suyo, de lo que puede gozar ahora!
En ese dilema se mueve el hombre: En función de qué vive. Y muchos toman la decisión equivocada, porque son cortos de vista. ¡Oh, gracias, Señor, por habernos librado de esa miopía! ¡Por habernos dado los anteojos de la fe que nos permiten ver lo invisible y penetrar en su oscuridad!
Visto de otro modo podríamos decir que aquí hay un gran contraste. Si todo esto material ha de desaparecer ¿qué valor tiene frente a lo espiritual, que es lo que realmente perdura, y que está representado por la forma en que vivimos, por el ánimo que inspira nuestra conducta, por la actitud que tenemos frente a Dios y a nuestros semejantes?
He aquí lo que realmente cuenta: la vida que llevamos. ¿Vivimos para la carne, o vivimos para Dios? ¿Buscamos servirnos a nosotros mismos en todo, o tratamos de servir al prójimo en todo lo que hacemos? (Gal 5:13)
Jesús nos puso delante como alternativa dos caminos: uno ancho que lleva a la perdición, y otro estrecho que lleva a la vida (Mt 7:13,14). ¿Cuál de ellos hemos escogido? Cuando todas las cosas hayan sido destruidas solo las “obras” que no se ven permanecerán, mientras que las visibles habrán desaparecido. Lo que no se ve son las intenciones que nos animaban, los deseos que nos impulsaban, las apetencias que buscábamos satisfacer. Algunas de ellas forman parte del tesoro que estamos acumulando en el cielo, que ni el orín ni la polilla destruyen, y del que nadie nos podrá privar (Mt 6:19,20). Las demás serán quemadas por el fuego que alude Pablo en 1ª de Corintios 3:12-15. Unas serán la base de nuestra recompensa; las otras el fundamento de nuestro castigo. Escojamos a quién queremos servir; si a Dios o al diablo; escojamos para qué queremos vivir (Js 24:15).
Esta es una elección que todos hacemos a lo largo de la vida –a veces hasta diariamente de una manera inconciente o por hábito- y que decide nuestro destino eterno. Desgraciadamente muchos son los que toman la decisión equivocada y van a sufrir eternamente las consecuencias. ¡No seamos del número de esos necios!

12. “esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán!”
Pedro recalca que la vida santa que debemos llevar está dirigida y gobernada por la espera ansiosa de ese día maravilloso y a la vez terrible en que el Señor retorne a la tierra. Todas nuestras energías espirituales, todos nuestros anhelos, están dominados por la espera del retorno de Cristo, y por lo que él llama “apresurar su venida”. En cierta medida, lo que nosotros hacemos, o la forma en que vivimos, retrasa o acerca la venida del Señor.
Si nuestras lámparas permanecen encendidas, Él está cerca; si apagadas, está lejos. ¿Cómo explicarlo si todos los acontecimientos han sido fijados por Él para el momento preciso? No podría explicarlo, pero lo que Él decide para nosotros lo hace en función de nuestra vida. Como para Él el tiempo no existe, y todo es presente, todo está previsto y ocurre cuando debe ocurrir.
Así como Él puede retrasar su venida para que el mayor número posible de pecadores se arrepienta y sea salvo, de manera semejante puede adelantarla porque son muchos ya los que lo esperan y viven santamente; tal como Pedro, predicando después de Pentecostés, exhortaba a sus oyentes a arrepentirse para ser perdonados y “vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio”, en que Él envíe a su Hijo, tal como fue anunciado (Hch 3:19). (2).
Si Jesús nos enseñó a pedir: “Venga a nosotros tu reino” (Mt 6:10), no es para que esa petición quede sin respuesta, sino porque Dios responde a ella adelantando la venida de su Reino. Jesús va a venir cuando el clamor de los suyos por su venida sea tan intenso que no pueda ser acallado.
Hay una tensión entre el ser colmada la medida de los pecados de la humanidad, que desatan la ira divina, y el brillo de las buenas obras de los escogidos, que suscitan su misericordia. Él vendrá para castigo de las primeras y premio de las segundas, en el día terrible cuyas características describe este versículo repitiendo lo que ya se ha dicho antes (v.10).
La imagen del último día que conjura Pedro ciertamente es aterrorizadora. El fuego abrasara todo lo que está sobre nuestras cabezas y todo lo que hay sobre la tierra se derritirá bajo el impacto de un terrible calor.

13. “Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia.”
Como contraste a la terrible hecatombe esperada y temida, Pedro recuerda la promesa profética hecha por el Señor a Israel de crear un nuevo cielo y una nueva tierra, contenida en Isaías (65:17; 66:22). En esa hecatombe universal el mundo conocido, es decir, lo que existe ahora sobre la tierra, y el aspecto del cielo que contemplamos, desaparecerán como desapareció el mundo antidiluviano sumergido por las aguas. E igual que entonces, de la destrucción surgirá un mundo nuevo en el cual morará la justicia (Is 65:25), es decir, en el cual no habrá pecado.
La naturaleza entera será transformada, dice Pablo al hablar de lo mismo, cuando aparezcan esos cielos y tierra nuevos (Rm 8:20,21). Pero es de notar que mientras que la esperanza anunciada a Israel tenía el carácter de una renovación ligada a la tierra, porque Dios habla de edificar casas y plantar viñas, de vidas largas libres de enfermedad, cuyo término no es frustrado por muertes prematuras (Is 65:20-23), en el Nuevo Testamento esa esperanza adquiere el carácter de un más allá diferente, ligado a la eternidad (Véase Ap 21:1 y vers. siguientes); una tierra en la que no habrá mar (Ap 21:1); un cuerpo redimido de la esclavitud de la corrupción (Rm 8:23).
De una concepción terrenal, material, se ha pasado a una concepción espiritual, celestial. El cristiano, en efecto, ya no tiene su esperanza puesta en este mundo visible, pasajero, sino en uno que para nuestros ojos físicos es invisible, pero que no por eso es menos real y eterno. (2 Cor 4:18).

14. “Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas cosas, procurad con diligencia ser hallados por Él sin mancha e irreprensibles, en paz.” (3).
La consecuencia, o conclusión, a sacar de esta esperanza es que puesto que hemos de vivir algún día en un mundo en el que no habrá pecado, el cristiano debe empezar ya a llevar una vida sin mancha ni reproche, es decir, santa, como Él nos lo pide (1P1:16), para que cuando Él vuelva inesperadamente, según está predicho, nos encuentre listos para ir a su encuentro y ser admitidos en el banquete de bodas llevando puesto el vestido adecuado (Mt 22:1-14).
Al escribir o dictar estas líneas, Pedro puede haber tenido en mente no sólo esta parábola sino también la de las vírgenes sabias y las vírgenes necias que estaban a la espera del novio. Unas tenían sus lámparas encendidas; las otras, no. Las que las tenían encendidas fueron admitidas; las que no habían traído consigo suficiente aceite se encontraron con la puerta cerrada (Mt 25:1-13).
La lección es transparente. Si no estás listo, si no vives en santidad, cuando Él venga no serás admitido en su reino.
En este versículo Pedro recalca dos aspectos que conviene subrayar. El primero es que el cristiano vive en espera de las cosas anunciadas. Su mirada no está puesta en lo transitorio –salvo en lo indispensable. Su vida apunta al más allá.
Lo segundo es que se requiere diligencia, esfuerzo, vigilancia, para llevar una vida santa, porque el enemigo no dejará de ponernos constantemente tropiezos por delante para hacernos caer. Él se encarga de hacer que este mundo material sea atractivo para nosotros, que pongamos nuestra mirada arrobados en él y olvidemos las cosas del cielo, de tal manera que no estemos listos cuando Jesús venga a buscarnos.
Por eso es que Pedro más atrás decía a sus discípulos que él no dejaría de recordarles estas cosas, para que las tengan siempre presentes. Incluso asegura que se encargará de que, después de su partida, haya quienes lo hagan en lugar suyo (1:12-15).
Estas advertencias dirigidas a sus discípulos de entonces están también dirigidas a nosotros que vivimos veinte siglos después de que se escribieran, y no han perdido actualidad. Siguen teniendo vigencia. La lectura de esta epístola debe servir a todos para recordarnos en función de qué vivimos y para no bajar la guardia, pues vivimos en guerra sin cuartel contra el enemigo de nuestras almas.
Un aspecto de la admonición de Pedro que debe también ser mencionado es que mientras vivimos en la expectativa del retorno anunciado de Jesús, hemos vivir no sólo de una manera santa, sino también conservando la paz entre nosotros. No es posible vivir cristianamente si nos peleamos unos con otros. El enemigo lo sabe muy bien. Por eso busca constantemente sembrar discordia en las iglesias. Y muchas veces lo logra. Pero Dios es más poderoso y astuto que él, porque Él ha usado algunas veces las divisiones ocurridas para multiplicar las iglesias y promover el Evangelio.

Notas: 1. La palabra stoijeía (stoijeíon en singular) es traducida por Reina Valera 60 como “rudimentos” de la doctrina, o de la palabra de Dios, en Hb 5:12 y Hb 6:1; como “rudimentos” del mundo en Gal 4:3 y Col 2:8,20, referidos a las ordenanzas rituales de la ley mosaica.
2. Isaías había escrito: “Yo, el Señor, a su tiempo haré que esto se realice pronto.” (60:22b). Los talmudistas enseñan que Dios puede apurar su redención en respuesta al arrepentimiento del hombre. La misma idea está presente en varios textos apocalípticos que circulaban en tiempos de Jesús.
3. Nótese que “cosas” aquí ya no significan las ocho virtudes que se menciona en 1:5-7, ni las que se alude en 1:12, sino el anuncio escatológico contenido en 3:10,13.

#553 (14.12.08) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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