martes, 20 de julio de 2010

CONSIDERACIONES ACERCA DEL LIBRO DE HECHOS I

Por José Belaunde M.
El Ministerio de Pedro

Después de haber presenciado en las afueras de Jerusalén la ascensión de Jesús a los cielos (Hch 1:9-11. Nota 1), los once apóstoles retornaron al aposento alto donde moraban y “perseveraban unánimes en oración” junto con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y sus hermanos (Hch 1:14).

Antes de ser llevado al cielo Jesús les había anunciado que recibirían poder “cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” para que fueran testigos de su nombre y del mensaje de salvación (la Buena Nueva) no sólo en Jerusalén, en Judea y en Samaria, sino hasta los confines de la tierra. (Hch 1:8). A este encargo solemne (que figura también en los pasajes finales de otros Evangelios) se le suele llamar “la Gran Comisión.”

El aposento alto donde moraban era posiblemente el mismo cenáculo donde Jesús había pasado con ellos su última noche y había celebrado la Santa Cena. Muy probablemente la casa pertenecía a María, la madre de Juan Marcos, el autor del segundo evangelio. (Hch 12:12).

¿Quiénes eran las mujeres que hemos visto menciona el libro? Podían ser las esposas, y quizá algunas hijas de los once, a las que se habían juntado las mujeres que apoyaron a Jesús en su ministerio, y que Lucas menciona (Lc 8:2; 24:10).

También se menciona por primera vez entre los creyentes, junto con su madre, a los hermanos de Jesús que antes lo rechazaban (Jn 7:5) pero quienes seguramente habían creído después de la resurrección. El libro no menciona cómo ni cuándo sucedió esto, pero uno de ellos, Santiago (o Jacobo) (2) a quien, según Pablo, Jesús resucitado se apareció (1Cor 15:7), llegó a ocupar un posición importante en la iglesia de Jerusalén. (Véase Hch 15:13-21).

Estando pues reunidos ciento veinte “hermanos” (3), número que posiblemente incluye sólo a los varones, Pedro se levantó en medio de ellos como su líder natural para hablarles. (4). Después de mencionar la traición y muerte de Judas Iscariote, les señaló la necesidad de nombrar a uno que tomara el lugar que había quedado vacío entre los doce que habían estado con Jesús desde el bautismo de Juan y que habían sido testigos de su resurrección.

Para ello escogieron a dos: a José llamado “hijo del sábado” (que es lo que Barsabas quiere decir), a quien conocían como “el Justo”, y a Matías, cuyo nombre no aparece en los evangelios, ni vuelve a mencionarse después de este episodio, lo cual no es muy significativo en sí mismo porque, aparte de Juan, tampoco menciona el libro de los Hechos a ninguno de los otros apóstoles. (5) .

El método de usar suertes para conocer la voluntad de Dios y escoger entre los dos fue muy usado en el Antiguo Testamento (Pr 16:33. Véase Ex 28:30; Nm 27:21; 1Sm 28:6; Nh 7:65), pero es la única vez que se emplea en el Nuevo Testamento. Después de Pentecostés los apóstoles se apoyaron solamente en la guía del Espíritu Santo para las decisiones que debían tomar.

Es interesante que, más adelante, cuando se vuelve a producir un vacío en el número de los doce con la muerte de Santiago, hijo de Zebedeo (Hch 12:1,2), los apóstoles no sintieron la necesidad de reemplazarlo por otro que tomara su lugar. Esto sólo lo consideraron necesario cuando ellos empezaron a dar testimonio de la muerte y resurrección de Jesús al mundo, esto es, desde nuestra perspectiva, al comenzar la vida de la iglesia.

Todos conocemos lo que ocurrió en Pentecostés, el primer derramamiento del Espíritu Santo experimentado por la naciente congregación de los seguidores de Jesús. Muchos creen que ese acontecimiento, y la fiesta que celebramos anualmente para conmemorarlo, se llaman así porque justamente ese día descendió el Espíritu Santo sobre los discípulos congregados en el aposento alto. Pero no es así.

Pentecostés es el nombre en griego de una fiesta judía que se celebraba cincuenta días después de la Pascua, y que se llamaba así porque esa palabra griega quiere decir quincuagésimo. (Lv 23:15,16) El nombre en hebreo de la fiesta era Shavuot, o “fiesta de las semanas”, y que caía según el calendario judío, siete semanas y un día después de que se hubiera mecido delante del Señor “una gavilla por primicia de los primeros frutos” el día de la·fiesta de los panes sin levadura. (Lv 23:10,11).

Pentecostés era una fiesta agrícola que festejaba el fin de la cosecha. Y es interesante constatar el sentido simbólico de la ofrenda de esa gavilla mecida como primicia de los primeros frutos pues, de un lado, la transformación que se operó en los ciento veinte congregados es la primicia de los primeros frutos de la acción del Espíritu Santo en los creyentes; y, de otro, la conversión y el bautismo de tres mil personas ese mismo día es el primer fruto de la predicación apostólica al inicio de la vida de la iglesia. (Hch 2:41)

Tres eran los festivales anuales que atraían a Jerusalén multitud de peregrinos judíos de todas las regiones del Medio y Cercano Oriente, y de la cuenca del Mediterráneo a donde habían sido dispersados (6). ¿Cuán grande era su número? Según el historiador judío Josefo, la cifra alcanzaba a tres millones de personas. Pero ese número parece inverosímil para una ciudad cuya población permanente ha sido calculada entre cincuenta mil y cien mil habitantes. Pero así sólo fueran unos cuantos cientos de miles los peregrinos es obvio que Dios había programado calculadamente el descenso del Espíritu Santo y el inicio de la predicación apostólica para que tuviera el mayor impacto posible en su primera audiencia, y en los días que siguieron y, a través de esta primicia de convertidos, a todas las regiones de donde esos nuevos cristianos provenían, pues muy pronto empezaron a surgir comunidades cristianas en lugares a los que aún no habían llegado los apóstoles. Eso quiere decir que si la venida del Espíritu Santo, y la predicación apostólica que suscitó, hubieran tenido lugar en una época del año en que la ciudad de Jerusalén no estaba colmada de peregrinos, el impacto inicial hubiera sido mucho menor y la difusión inicial del Evangelio, bastante limitada y menos rápida.

¿Quiénes fueron los fundadores de esas congregaciones alejadas, o quiénes llevaron la semilla del Evangelio a esos lugares todavía no alcanzados por los apóstoles? Muy probablemente los que habían sido bautizados el día de Pentecostés y en los días subsiguientes. Ellos fueron los embajadores de Cristo no previstos por los hombres, pero sí por Dios.

La curva de crecimiento numérico de la iglesia de Jerusalén en esos días es exponencial De ciento veinte personas congregadas en la mañana, a tres mil varones convertidos ese mismo día, que se elevaron a cinco mil poco después con los que se agregaron cuando Pedro predicó en el pórtico de Salomón después de haber sanado a un paralítico que pedía limosna a la puerta del templo. (Hch 3:1-10; 4:4) (7).

Poco más de treinta años después, el año 64, el emperador Nerón dio inicio en Roma a la primera persecución de cristianos en el imperio, en el curso de la cual, según el historiador romano Tácito “una vasta multitud fue condenada”.

¿Cómo había surgido esa congregación? Que se sepa ningún apóstol había llegado aún a la capital imperial. ¿Quién pudo haber llevado la fe a esa ciudad? Aunque no se tengan datos precisos muy probablemente fueron algunos de los escucharon predicar a Pedro el primer o el segundo día, y que fueron subsiguientemente bautizados, entre los que se encontraban también algunos romanos, dice el texto (Hch 2:10). Ellos retornaron a casa con su nueva fe transformados e imbuidos de gran celo evangelístico, como suele ocurrir con los nuevos creyentes.

Y si eso sucedió en Roma podemos suponer que algo similar ocurrió en muchas otras de la ciudades y regiones de donde provenían los peregrinos que acudieron a Jerusalén para las fiestas (Hch 2:9-11). Podríamos pues decir, parafraseando una frase popular, que “Dios lo tenía todo calculado.” Podemos pensar no sólo que todo eso había sido previsto por la Providencia que gobernaba la marcha de la iglesia, sino que también la gracia acompañaba a todos los que se habían convertido en Jerusalén en esas fechas cuando retornaron a sus lugares de origen y los urgía a compartir su fe.

Un aspecto singular del fenómeno de Pentecostés que no se debe olvidar es el de las lenguas "como de fuego” que flotaban sobre cada uno de los ciento veinte congregados en el aposento alto. No eran de fuego físico, como el que conocemos, sino de algo inmaterial que se le asemejaba. Sabemos que en el Antiguo Testamento en varias ocasiones la presencia de Dios se manifestaba con la aparición de algo que asemejaba al fuego. El primer caso es el del arbusto ardiente que contempló Moisés, desde el cual Dios le habló, y que no ardía de un fuego material sino de otra naturaleza, porque no se consumía (Ex 3:1-5). Otro es el de la columna de fuego que iba delante de los israelitas en el desierto para alumbrarlos y guiarlos de noche cuando caminaban (Ex 13:21,22), y que reposaba sobre el tabernáculo cuando se detenían (Ex 40:38). Pero en Pentecostés el fuego simbolizaba además el fuego interno de entusiasmo y de amor que ardía en el pecho de los que recibían el Espíritu Santo. ¿Qué cristiano no ha sentido alguna vez ese fuego por Dios arder en su pecho?

Pero no todos los que escuchaban predicar a Pedro y a los apóstoles por primera vez estaban asombrados por lo que oían, sino que algunos se burlaban de ellos diciendo: “están llenos de vino dulce.” (“mosto” en Reina Valera 60, Hch 2:13), por lo que Pedro tuvo que alzar su voz para negar que estuvieran ebrios. (Hch 2:15). La palabra que aparece en el original griego en ese lugar es gleukos (que se pronuncia “gliucos”), que designaba al vino dulce nuevo que era altamente inebriante, y de la cual deriva nuestra conocida palabra “glucosa”.

Los últimos versículos del capítulo dos describen cómo era la vida de la naciente comunidad de creyentes en Jesús, con qué atención recibían la enseñanza de los apóstoles, cómo acudían diariamente al templo (aún no se había producido un rompimiento con la religión oficial judía), cómo se reunían para comer juntos todas las tardes y partían el pan (lo cual parece ser una alusión a la Santa Cena) y cómo compartían en común todas las cosas, en una forma espontánea de comunismo primitivo.

¿De qué vivían los hermanos, puesto que muchos de ellos habían abandonado sus ocupaciones? Los que tenían posesiones las vendían y se repartía el producto entre todos (Hch 2:45). Más adelante se precisa que “ninguno decía ser suyo propio lo que poseía” sino que lo vendían y traían el precio, y “lo ponían a los pies de los apóstoles”, que lo administraban según las necesidades de cada cual (Hch 4:32-35).

Uno de esos generosos fue un creyente llamado Ananías quien, de acuerdo con su mujer, vendió una propiedad, pero no trajo a Pedro el precio completo de la venta, sino que se reservó una parte. Pero Pedro, advertido por el Espíritu Santo del engaño, le increpó su falsedad y que pretendiera mentir al Espíritu Santo, esto es, a Dios (8). Ananías al instante cayó muerto como fulminado, y poco después a su mujer, que se acercó a Pedro sin saber lo acontecido a su marido, le sucedió lo mismo (Hch 5:1-11). Este un ejemplo temprano de consagración falsa a Dios, de querer aparentar una devoción hipócrita para jactarse ante los demás de su supuesta generosidad. ¿Cuántos seguidores han tenido Ananías y Safira en la historia de la iglesia?

Según su costumbre Pedro y Juan subían al templo todos los días a orar a la hora novena, esto es, a las tres de la tarde, la hora de la oración y de los sacrificios. Al entrar al templo por la puerta llamada la Hermosa, que daba al atrio de las mujeres, vieron a un paralítico que pedía limosna. En ese momento Pedro pronunció una frase que se ha hecho famosa: “Oro y plata no tengo, pero lo que tengo te doy. En el nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda.” Alzado por Pedro, el paralítico enseguida lo hizo y comenzó a caminar y a saltar siguiendo a los apóstoles (Hch 3:1-8).

El milagro hecho en un mendigo conocido por todos hizo que el pueblo se agolpara en el Pórtico de Salomón, al interior del templo. Ahí Pedro pronunció su segundo discurso que registra el libro de Hechos, con un éxito semejante al primero. Esta vez Pedro reprochó al pueblo que en lugar de acoger al Santo enviado por Dios, hubieran matado al “autor de la vida”, a quien Dios ha resucitado de los muertos; y los instó a arrepentirse para que fuesen perdonados sus pecados. (Hch 3:19)

Era normal que los sacerdotes y sus partidarios, los saduceos, no apreciaran que los apóstoles anunciaran que Jesús había resucitado, en primer lugar, porque ellos habían conspirado contra su vida; y en segundo lugar, porque ellos no creían en la resurrección de los muertos (Mt 22:23). Llevados ante el Sanedrín, Pedro, que es el que siempre toma la palabra, “lleno del Espíritu Santo”, se dirigió a la asamblea sin temor alguno y les reprochó haber crucificado a Jesús (9), a quien su Padre había resucitado de los muertos, y en cuyo nombre el paralítico estaba ahora delante de ellos sano. Y concluyó proclamando que “no hay otro nombre bajo el cielo… en quien podemos ser salvos.” (Hch 4:12)

Como no podían encarcelarlos ese momento porque el pueblo estaba a su favor, las autoridades del Sanedrín los conminaron bajo amenazas que no siguieran enseñando en el nombre de Jesús. Poco contaban ellos con el fuego interno que animaba a Pedro y Juan, así como a los otros discípulos, el cual no les iba a permitir permanecer callados, porque no sólo no les hicieron caso, sino que continuaron predicando enfervorizados y haciendo milagros, de modo que hasta de las ciudades vecinas traían a los enfermos para que fueran sanados (Hch 5:12-16).

Disgustados por lo que estaba ocurriendo, los sacerdotes y los saduceos mandaron apresar a los apóstoles y los echaron a la cárcel, pero un ángel vino y los sacó de la prisión, y los animó a seguir anunciado las palabras de vida al pueblo (Hch 5.17-20). Convocado el Sanedrín al día siguiente para ver el asunto, cuando los alguaciles fueron a la cárcel a traer a los apóstoles se dieron con la sorpresa de que no estaban, a pesar de que todas las puertas estaban cerradas, de modo que cuando se enteraron las autoridades perplejas “dudaban en qué vendría a parar aquello.” (Hch 5:24).

Encima les informaron que los apóstoles, contraviniendo su orden expresa, estaban en el templo enseñando al pueblo. Entonces los volvieron a apresar y los trajeron nuevamente ante el concilio para echarles en cara: “¿No os mandamos estrictamente que no enseñaseis en ese nombre? Y ahora habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina y queréis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre.” (Hch 5:28). Pero Pedro y los apóstoles sin miedo alguno respondieron: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres.” (v. 29) Esas palabras resuenan todavía en nuestros oídos porque fueron dirigidas también a nosotros y a los cristianos de todos los tiempos.

Los apóstoles volvieron a proclamar ante ellos el mensaje de salvación de Jesús, de tal manera que las autoridades enfurecidas querían matarlos. Entonces se levantó Gamaliel, doctor de la ley muy apreciado por el pueblo (10), y habiendo hecho sacar a los apóstoles, les recordó a sus colegas cómo en el pasado habían surgido líderes que habían atraído a muchos seguidores, pero que sus movimientos se habían desvanecido en poco tiempo. Y concluyó: “Si ésta es obra de hombres, se desvanecerá, pero si es de Dios, no la podréis destruir.” (Hch 5:38,39)

Como los demás convinieron con su consejo de soltar a los apóstoles para ver qué pasaba, los volvieron a llamar y “después de azotarlos, les intimaron que no hablasen en el nombre de Jesús, y los pusieron en libertad.” Los apóstoles salieron “gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre.” Y siguieron predicando igual en el templo y en las casas. (Hch 5:40-42).

Notas: 1. En realidad lo que debe haber ocurrido es que el cuerpo glorioso de Jesús se desvaneció ante sus ojos, así como se materializaba en sus apariciones. Su cuerpo ascendió, es decir, se fue hacia arriba, porque Jesús se adoptó a la concepción espacial que tenían los hombres de su tiempo, según la cual el cielo espiritual estaba en las alturas. De lo contrario no entenderían lo ocurrido.

2. El nombre del segundo hijo de Isaac en hebreo es Yaacov, (que quiere decir “el que coge el talón”, esto es, “el suplantador”) de donde viene “Jacobo” en español. En griego se escribía “Iacov”, de donde viene en español antiguo el nombre de “Iago”. Si a éste le anteponemos el prefijo “san” e intercalamos una “t” por razones de pronunciación, tenemos nuestro conocido nombre “Santiago”, que es más usual entre nosotros que Jacobo.

3. Esta es la primera vez que se usa esta palabra para designar a los creyentes en Jesús.

4. En dos ocasiones Jesús lo había designado para ocupar esa posición: Mt 16:13-18; Jn 21:15-19.

5. Su nombre es posiblemente una variante de Matatías, Matiyahu en hebreo (“don de Jehová”), que figura dos veces en la genealogía de Jesús que consigna Lucas (2:25,26).

6. Pesaj ( Pascua) -que se había fusionado con la fiesta de los panes sin levadura-, Shavuot (Pentecostés) o fiesta de las semanas, y Sucot, o fiesta de los tabernáculos.

7. Muchos interpretan la cifra de cinco mil que menciona el último versículo citado como la del número de hombres que se convirtieron ese día. Pero el sentido del texto hace pensar más bien que con los nuevos convertidos, la cifra total de creyentes llegó a esa cantidad.

8. Esta es una de las primeras declaraciones que afirman sin lugar a equívocos la divinidad del Espíritu Santo.

9. Ojo, no culpa a los romanos que llevaron a cabo la crucifixión, sino a los que la promovieron.

10. Pablo declarará más tarde haber sido discípulo de Gamaliel (Hch 22:3). Leyendas posteriores aseguran que luego se convirtió al cristianismo. Pero eso es altamente improbable porque Gamaliel fue el fundador de una dinastía famosa de rabinos.

NB. Este artículo, y los siguientes del mismo título, han sido inspirados por la lectura del interesante libro de Paul L. Meier, ”In the Fullness of Time”, de donde procede también parte de la información consignada.

#636 (18.07.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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