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martes, 21 de octubre de 2014

EL MARIDO SUSTENTA Y CUIDA A SU ESPOSA

Pasaje tomado de mi libro
Matrimonios que Perduran en el Tiempo

EL MARIDO SUSTENTA Y CUIDA A SU ESPOSA como Cristo a la iglesia (Ef 5:29). Hay maridos que descuidan la salud de su esposa, o que le exigen esfuerzos superiores a sus fuerzas. Al comportarse de esa manera demuestran que no la aman como a su propio cuerpo, sino que la tratan como si fuera un cuerpo ajeno. Pero es el suyo propio y es más frágil (1P 3:7). Si no la cuidan, después no pueden quejarse de que su salud se deteriore o se enferme. En verdad en muchos casos el microbio responsable de la enfermedad de la mujer es el marido.

El marido debe proveer el pan –insisto en ello- el vestido y la vivienda, etc., y todas las necesidades de su casa, como lo manda la palabra. De lo contrario “ha negado la fe y es peor que un incrédulo.” (1Tm 5:8). Pero es un hecho que la vida moderna, por el costo de vida, que incluye los altos precios de los servicios esenciales y del colegio, entre otros rubros, obliga con frecuencia a la mujer a trabajar para contribuir al presupuesto familiar. Pero ése no es el ideal, sino una deformación impuesta por las realidades económicas actuales. Sin embargo, cuando hay hijos pequeños la mujer debe en lo posible permanecer en el hogar y no confiar a sus hijos a una empleada doméstica, porque en ese caso, será ella quien los forme y les enseñe quizá hábitos indeseables.

Si es necesario que la mujer trabaje es mejor que lo haga en su casa. Hay muchas formas de ganar dinero hoy en día que no requieren acudir a un centro de trabajo. El Internet lo ha hecho posible.
(Vol II, por publicar, Editores Verdad & Presencia. Av. Petit Thouars 1191, Santa Beatriz, Lima, tel. 4712178.)

viernes, 8 de noviembre de 2013

NINGÚN HOMBRE DEBE PENSAR EN EL MATRIMONIO SI NO ESTÁ EN CONDICIONES DE PROVEER PARA SU CASA

Pasaje tomado de mi libro
Matrimonios que Perduran en el Tiempo

NINGÚN HOMBRE DEBE PENSAR EN EL MATRIMONIO SI NO ESTÁ EN CONDICIONES DE PROVEER PARA SU CASA. Si bien en nuestros tiempos puede ser necesario que la mujer colabore también para ese fin, ése no es el orden natural de las cosas. El que las circunstancias obliguen a que la mujer contribuya con su trabajo al sustento familiar es una de las aberraciones de la vida económica moderna que esclaviza por igual a hombres y mujeres, y es enemiga de la familia.
Que la mujer trabaje voluntariamente para mejorar la economía familiar, o porque la necesidad apremia, es otra cosa. Pero sería totalmente inequitativo que ella contribuya económicamente al hogar y que el marido retenga el manejo exclusivo de las finanzas familiares. Hay esposos cristianos que ocultan a sus esposas cuánto ganan, o cuáles son sus fuentes de ingresos. No es mi propósito ahora tratar de ese tema en detalle, pero es contrario a la confianza mutua que debe existir en el matrimonio que el marido oculte esa información a su mujer.
Que no queden pues dudas. La primera obligación del marido es ser el sustento espiritual, psicológico, emocional, afectivo de su mujer, que colme las expectativas de ella, las expectativas con las cuales ella se ha casado. ¿O acaso las mujeres cuando se casan no están llenas de ilusiones y de expectativas?
Piensa un momento, amigo. Tu esposa ha invertido su vida y su cariño en ti. ¿Habrá hecho una buena inversión? ¿Eres tú para ella una inversión segura, confiable? Nuevamente te pregunto a ti, varón ¿Has cumplido con las expectativas de tu mujer? ¿Estás colmando lo que ella espera de ti? ¿Lo que Dios ordena que hagas? ¿La estás haciendo feliz? Que cada cual conteste esta pregunta por sí mismo.

Págs. 110 al 112 - Editores Verdad y Presencia, Av. Petit Thouars 1189, Santa Beatriz, Lima, Telf. 4712178.

jueves, 11 de julio de 2013

LA MUJER CASADA...

Pasaje tomado de mi libro
Matrimonios que perduran en el tiempo

LA MUJER CASADA no debe ofrecer su cuerpo a ojos ajenos, es decir, aquellas partes de su cuerpo que, desnudas, atraen las miradas masculinas. Si lo hace mancha su cuerpo. Pero no sólo se trata de la exhibición de algunas partes de su cuerpo que la moda moderna desnuda, sino también de aquellos vestidos que dibujan o insinúan su silueta.
         Dios ha puesto en el cuerpo de la mujer, en sus formas, en su contorno, en la gracia de sus movimientos y en su caminar, un poderoso atractivo para el hombre. Ese atractivo, que cumple una función santa en la "economía" del amor y del matrimonio, sólo debe ser desplegado ante el marido. Si se exhibe ante ojos ajenos ese atractivo es violado, manchado por las miradas impuras que provoca, y ya no puede ser el "huerto cerrado" de que habla el Cantar de los Cantares, donde el marido encuentre sus delicias  (4:12).
         Desgraciadamente hay muchas mujeres casadas, aun cristianas, que movidas por la vanidad e impulsadas por los caprichos de la moda, gustan de impresionar a otros hombres con su belleza. No se dan cuenta de que ellas se hacen culpables de los malos deseos que inspiran, del adulterio que otros hombres cometen con ellas en su pensamiento (Mt 5:28). Y hay hombres a quienes les gusta exhibir la belleza de sus mujeres. Es como si ofrecieran el cuerpo de su mujer a otros. ¡Necios, no  se dan cuenta de lo que hacen!
(Páginas 30 y 31. Editores Verdad y Presencia, Tel. 4712178)


martes, 22 de noviembre de 2011

ELOGIO DE LA MUJER VIRTUOSA II

Por José Belaunde M.

Lo que impulsa a la mujer virtuosa a trabajar diligentemente no es un cerrado interés propio, limitado al bienestar de los suyos, sino el amor que alcanza también a los menos favorecidos, porque ella “alarga su mano al pobre y extiende sus manos al menesteroso.” (Pr 31:20). Ella es generosa y caritativa. No tiene reparos de ocuparse personalmente de las personas necesitadas; de sus necesidades materiales y de sus necesidades espirituales, que a veces son mayores que las primeras.
Ella cumple con lo que ordena Dt 15:7,8 (“Cuando haya en medio de ti menesteroso… en alguna de tus ciudades… no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano contra tu hermano pobre, sino abrirás a él tu mano liberalmente…”), de modo que ella es bendecida por todos los que ella ha salvado de la miseria (Jb 29:13). Ella se comporta como lo haría más adelante Dorcas (Hch 9:39), conciente de que el que da a los pobres, presta a Dios (Pr 19:17a) (Nota 1). Lo que ella hace con sus manos (vers. 13,19,24) le sirve para “compartir con el que padece necesidad.” (Ef 4:28; cf Hb 13:16). ¡Qué bueno fuera que los que adquieren y negocian lo hicieran no sólo para enriquecerse sino también para dar!

“No tiene temor de la nieve por su familia porque toda su familia está vestida de ropas dobles.” (vers. 21). Su familia está bien provista, tanto para el invierno como para el verano, porque ella es precavida y piensa de antemano en lo que se puede necesitar meses por delante. Donde nuestra traducción dice “ropas dobles”, el original hebreo dice “escarlata” (y así lo traducen otras versiones), color entonces costoso y elegante con el que solía teñirse la lana y que era considerado abrigador (2S 1:24).

“Ella hace para sí tapices (o cobertores para su cama) y sus vestidos son de lino fino y púrpura.” (vers. 22) La túnica de lino blanco y el manto de lana teñido de púrpura eran en la antigüedad la vestimenta característica de la gente distinguida o rica (Lc 16:19). (2) Pero en ella no son un atuendo de elegancia externa, sino simbolizan el honor y la dignidad que la recubren.

“Su marido es conocido en las puertas.” Las ciudades amuralladas de entonces tenían puertas grandes y macizas que se abrían por la mañana y se cerraban de noche. En las explanadas que había delante de las puertas los hombres se reunían a discutir sus asuntos, y a hacer negocios, y los magistrados trataban de los asuntos de la ciudad. Incluso es posible que algunos fueran acompañados de siervos que les llevaban sillas para sentarse, pues dice: “Su marido es conocido en las puertas, cuando se sienta con los ancianos de la tierra.” (vers. 23) Es decir, con los hombres principales. Su marido es uno de ellos, y es honrado y estimado por todos, no sólo por su propio valor, sino por haber sabido escoger como esposa a una mujer tan apreciada, cuya sabia administración doméstica lo deja en libertad para ocuparse de los asuntos públicos. Bien dice un proverbio: “La mujer virtuosa es corona de su marido.” (Pr 12:4a).
El hombre que puede confiar en su mujer, y a quien él da el honor que ella se merece, es un hombre que está seguro de sí. Por eso se dice que la mujer hace al hombre. Hay un dicho antiguo que dice que “detrás de todo gran hombre, hay una gran mujer”, sin la cual él no habría podido llegar a ocupar la posición que alcanzó, ni cosechar tantos logros. Ese hombre puede hacer escuchar su voz en las reuniones y en las asambleas, porque se siente respaldado, y porque cuando regresa a su hogar se encuentra con una mujer que lo ama, que lo trata bien, que lo cuida y lo engríe. Dicen que las mujeres nunca dejan de ser madres, y hasta que son madres de sus maridos. Algo hay de cierto en ello.
También en el aspecto íntimo, la mujer es el respaldo del hombre. Ella lo levanta, no lo achica; ella le aconseja, no lo critica; ella lo anima, no lo disminuye; ella lo estimula, no lo desanima; ella le da valor, no lo acobarda. La mujer hace al hombre realmente. Por eso dice la Escritura: “Cual ave que se va de su nido, tal es el hombre que se va de su lugar.” (Pr 27:8). No tiene dónde descansar cuando se va del lado de su mujer, y se vuelve triste y se deprime.

“Ella hace telas y vende, y provee de cintos al mercader.” (vers. 24) (3). Ella teje con gran habilidad, y como está siempre ocupada tiene siempre cosas hechas con sus manos para vender a los comerciantes viajeros. Respecto de lo segundo no se trata de cintas (como traduce RV60) sino de los cintos, o cinturones, a veces lujosos, que usaban tanto hombres como mujeres para ajustar sus mantos a la cintura, de lo que ya se ha hablado en el artículo anterior a propósito del vers. 17 (Véase Jr 13:1; 2S 20:8; Is 11:5; Ef 6:14)

“Fuerza y honor son su vestidura y se ríe de lo porvenir.” (vers. 25). Este verso es muy importante. Habla de su entereza de carácter y de la rectitud de su corazón y de su conducta, cualidades que le permiten sonreír a lo que pueda depararle el futuro, porque tiene la conciencia limpia y ha puesto su confianza en el Señor. Cuando nuestra conciencia no está en paz, cuando nos acusa, no podemos tener paz ni alegría, y no podemos mirar con confianza el porvenir.
Ella puede sonreír a lo que le reserva el futuro porque no ha dedicado sus mejores años a engalanarse, divertirse y pasarla bien, como muchas mujeres, las cuales cuando su belleza decae lucen tristes y amargadas, porque nadie se ocupa de ellas ni las busca. La mujer virtuosa, que aquí encomiamos, en cambio, sabe que con el tiempo ella cosechará el fruto de sus desvelos y de sus buenas obras.
En el Antiguo Testamento ponerse una vestidura es mostrar su verdadero carácter, como cuando Job dice: “Vístete de honra y de hermosura.” (Jb 40:10). O cuando Dios se viste de magnificencia (Sal 93:1; cf Is 51:9; 52:1). En el lenguaje del Nuevo Testamento, asimismo, cuando uno adquiere ciertas cualidades se dice que se viste de ellas, como cuando Pablo exhorta a los colosenses a vestirse de “entrañas de misericordia, de benignidad, de humildad…” (Col 3:12; cf Ef 4:24). O cuando exhorta: “Vestíos del Señor Jesucristo…” (Rm 13:14).
Vale la pena notar que fortaleza y dulzura no suelen ir juntas en una mujer. O prima lo uno, o prima lo otro. Pero ¡qué maravilla es cuando se manifiestan juntas por igual!

“Abre su boca con sabiduría y la ley de clemencia está en su lengua…”. (vers. 26) (Otras versiones traducen el hebreo así: “…y la instrucción amorosa está en su lengua.”) (4) Sus palabras son a la vez sabias, apacibles y oportunas, como dice un proverbio: “y la palabra a su tiempo, ¡cuán buena es!” (15:23; cf 25:11). Ella no ofende con sus palabras ni es malhablada, como son muchas que andan difundiendo chismes de puerta en puerta. Ella sabe guardar silencio cuando es necesario, y si abre la boca, lo hace con discreción, porque es conciente de que “en las muchas palabras no falta pecado.” (Pr 10:19).
Ella es sabia consejera de su marido y de sus familiares. Ella piensa en lo que puede afectar a las personas que la rodean y tiene consideración de sus sentimientos. El amor de Dios que la llena aflora en su mirada, en su sonrisa y en sus palabras. En ese amor de Dios está el secreto de su excelencia.

“Considera los caminos de su casa y no come el pan de balde.” (vers. 27). Ella observa los actos y los hábitos de sus hijos, y los corrige sin aspereza cuando es necesario. Aun al reprender “la ley de clemencia está en su lengua,” es decir, la ley de la bondad, de la piedad, de la compasión. No se entromete en lo que no le compete, ni en la vida de sus vecinos, sino concentra su atención en lo que está bajo su responsabilidad (Pr 14:1). ¡Cómo no proclamar que ella se ha ganado con creces la prosperidad y el respeto de que goza!

“Sus hijos se levantan y la llaman bienaventurada.” (vers. 28a) (5). Sus hijos, que se han beneficiado durante años de sus virtudes, no se cansan de elogiarla y bendecirla. Ellos no sólo la aman sino se sienten orgullosos de tener tal madre.
Así como ella ha hecho bien a todos, ahora los beneficiados le devuelven el bien que ha hecho, alabándola. Así como ella se levanta temprano para ocuparse de su casa (vers. 15), ahora ellos se levantan para elogiarla. Ocupada como ha estado siempre en el bienestar de los suyos, ahora ellos tornan su atención sobre ella para alabarla.
“Y su marido también la alaba.” (vers 28b) Su esposo más que ninguno tiene sobradas razones para encomiar sus cualidades, porque nadie como él ha gustado el fruto suave de sus virtudes y de su amoroso cuidado.
Pero si su marido la hubiera maltratado, ella se hubiera sentido disminuida, desanimada, y no habría podido poner todas sus cualidades a disposición de él. ¡Cuán importante es que el marido trate bien a su mujer! Porque la mujer es como una planta delicada. Si una planta es descuidada, si no es regada con amor, se marchita. Pero si es regada con cariño, con cuidado, con atención, con cortesía, florece. Las mujeres bien lo saben. Los hombres deben también saberlo.
El hombre que no trata bien a su mujer se pierde lo mejor que ella puede darle, porque no da los frutos que ella podría dar si fuera bien tratada. Ella, en verdad, no puede dar todo lo que puede y tiene dentro, si no es cuidada, alabada, atendida, querida, por su marido. Por eso dice el texto: “su marido también la alaba”. La mujer necesita ser alabada por su marido para florecer como esposa. Necesita que el hombre le dé el honor que le corresponde; el honor que se merece siéndole él fiel a ella. No humillándola, como muchas veces ocurre desgraciadamente entre nosotros, siéndole infiel.
Cuando los años pasan y la belleza juvenil del rostro se marchita, la mujer virtuosa adquiere otra clase de belleza, aquella belleza que le dan precisamente sus virtudes; esa belleza que brilla a través de sus ojos, de la serenidad de su rostro y de la dignidad de su porte. ¡Cómo no hemos de alabar nosotros a tal mujer, a la mujer que tiene tales virtudes! ¡Cómo no lo llamaremos feliz al hombre que encuentra y se une a una mujer así! ¡Al hombre que sabe tratar como se debe el tesoro que Dios puso en sus manos para que lo cuide!
De manera que en esta palabra que Dios nos ha dado en las Escrituras, está el secreto de la felicidad para el hombre. Primero, en hallar una mujer así, porque dice Proverbios: “el que halla una esposa, halla el bien” (Pr 18:22a). Y segundo, en saber valorar lo que Dios le ha dado.

Su marido dice además de ella: “Muchas mujeres hicieron el bien, mas tú sobrepasas a todas”. (vers 29) (6) Aunque pudiera haber muchos maridos felices que reclamaran para su mujer el primer lugar, para cada cual su mujer es la mejor. No la ajena, sino la propia. Así que cada marido puede decir a su esposa: “tú las sobrepasas a todas”, sin decir una mentira, porque para él ella es incomparable.

El autor del poema agrega: “Engañosa es la gracia y vana la hermosura”. (vers 30a). Los hombres corren equivocadamente con frecuencia tras la gracia exterior y son decepcionados. La hermosura es algo visible que nos atrae ciertamente a todos, pero no es lo que más importa. A la belleza del rostro no siempre corresponde la belleza del alma. Al contrario, muchas veces la belleza del rostro esconde un carácter intrigante, mezquino, egoísta e hipócrita. Mi padre, que era muy sabio, decía: “Los hombres se casan con una cara bonita, pero tienen que convivir con un carácter”, con el carácter de su esposa. Igual pueden decir naturalmente las mujeres. Se casan, o se enamoran, de un hombre apuesto, buen mozo, pero después tienen que convivir no con la apostura, no con la gallardía del marido, sino con su buen o mal carácter. Por ello lo primero que los novios deben preocuparse por conocer bien cada uno del otro es el carácter. El que escoge a su mujer por su belleza, la amará mientras eso dure y no se marchite, pero el que la escoge por sus virtudes la amará cada día más.
Nuestro carácter decide lo que somos, y cómo vivimos; decide la felicidad que damos a los nuestros, a aquellos con los cuales vivimos. Más que el físico, lo que nosotros debemos cultivar ante todo es nuestro carácter. Porque de él depende no solamente en gran medida nuestro destino, sino también cómo nosotros impactamos a las personas con las cuales compartimos nuestra vida, en especial a los más cercanos, al cónyuge, a los hijos, a los familiares, a todos los que tenemos cerca.

“La mujer que teme a Jehová, ésa será alabada.” (vers. 30b). El libro de los Proverbios comienza diciéndonos que “el temor del Señor es el principio de la sabiduría.” (Pr 1:7). Cuando una persona está poseída por ese santo temor todas sus acciones y sus palabras, su manera de vestirse y de comportarse -e incluso de entretenerse- llevan una marca peculiar que infunde la influencia del Espíritu en ella y que suscita respeto y afecto en los demás.

“Dadle del fruto de sus manos.” (vers. 31a). Cuando ella se presente delante de su Creador, ella podrá mostrarle el fruto de una vida dedicada a cumplir con esmero la tarea que Él le había encomendado, y será eternamente recompensada por ello.

“Y alábenla en las puertas sus hechos.” (vers. 31b). Ella es elogiada en la plaza pública por todos los que conocen sus virtudes y saben cómo ella ha bendecido a muchos con sus hechos. Pero yo creo que aquí las puertas representan antes que nada la entrada a las moradas celestiales donde ella podrá escuchar algún día las palabras de aprobación que serán coreadas por una legión de ángeles: “Bien hecho, sierva buena y fiel. Entra en el gozo de tu Señor."(Mt 25:21).

Notas: 1. El proverbio continúa diciendo: “y el bien que ha hecho se lo volverá a pagar.” Ella ciertamente experimentó la verdad de ese dicho en la prosperidad que bendecía sus labores. Nótese que la frase: “extiende sus manos al menesteroso…”, puede significar también que lo acoge en su casa.
2. El lino era importado de Egipto (Ez 27:7) La púrpura era un colorante hecho de conchas marinas de las costas de Fenicia, y era, por tanto, un producto que denotaba riqueza y lujo (Jc 8:26; Cnt 7:5; Ez 27:16; Hch 16:14).
3. El original hebreo dice “cananeo”. Siendo ese pueblo conocido por su floreciente comercio, esa palabra se convirtió en sinónimo de comerciante.
4. Abrir la boca es un hebraísmo que significa hablar largamente o con solemnidad.
5. La palabra “levantarse” expresa el ánimo pronto con que se hace lo debido (Ex 2:17; Jos 18:4). Es también un gesto de respeto (Jb 29:8; Is 49:7).
6. El original dice aquí “muchas hijas”, como con frecuencia y con delicadeza el Antiguo Testamento designa a las mujeres: Gn 34:1; Jc 21:21; Is 3:16,17.

NB. Este artículo y el anterior del mismo título están basados en el artículo “La Mujer Fuerte”, publicado el 29.04.07 (#468), el cual ha sido revisado y ampliado. A su vez, ese artículo estaba basado en una charla dada en el ministerio de la “Edad de Oro”. Al hacer la revisión he consultado con provecho, entre otros comentarios, los de H. Ironside y de B. Waltke.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#702 (20.11.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 17 de junio de 2011

ABRAHAM, ESPOSO Y PADRE

Por José Belaunde M.


Abram se encontraba en la tierra de Harán, a donde había emigrado con su padre años atrás, cuando Dios se le aparece y le dice: "Vete de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré.” Le dice además que hará de él una nación grande y que en él serán “benditas todas las naciones de la tierra.” (Gn 12:1-3). El Génesis no dice, sin embargo, por qué motivo Dios escoge a Abram para este privilegio extraordinario, subrayando el hecho de que lo hace por pura gracia.

Abram no discute con Dios cuando le dice que salga de su tierra. ¿A dónde Señor? Ya te lo diré. Tenía tanta confianza en Dios que, como dice Hebreos, “salió sin saber a dónde iba.” (Hb 11:8).

¿Quién haría eso? ¿Dejar lo seguro, donde se siente a gusto, y vive rodeado de los suyos, para ir a la aventura, hacia lo desconocido? Obedecer a Dios debe haberle costado mucho a Abram: morir a sí mismo.

Abram parte con su mujer y su sobrino Lot, llevando consigo sus posesiones en ganado y en siervos, y Dios lo va guiando de un lugar a otro en la tierra de Canaán (Nota 1). Pasado algún tiempo le dice (resumiendo): “Yo te he prometido que haré de ti una gran nación. Esta será la tierra de tu descendencia, éste será su territorio como heredad perpetua, aquí habitarán.” (Gn 15)

La promesa de Dios hace las veces de escritura pública, cuyo valor es tan firme como su palabra. Es una promesa territorial cuya extensión se va ampliando a medida que se la reitera, y que Abram prueba su fidelidad. Primero es la tierra que abarque su vista, y luego todo lo que sus pies recorran (Gn 13:15,17); después abarcará desde el río Nilo hasta el Éufrates (15:18).

Pero notemos lo inverosímil de esa promesa: Dios le promete que tendrá no sólo un hijo, sino una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo (2), cuando su mujer es estéril y no puede darle ni siquiera un hijo para comenzar. Sin embargo, Abram le cree a Dios. Por eso se le llama “el padre de la fe”. La Escritura dice que le creyó a Dios “y le fue contado por justicia.” (Gn 15:6; cf Gal 3:6). Su fe lo justificó porque creyó en algo que era humanamente imposible.

¿Cuántos hombres no quisieran ser el origen de un linaje tan numeroso como para constituir una nación entera? Antes los hombres mostraban orgullosos a sus muchos hijos y se hacían fotografiar ufanos con ellos. Hoy sólo quieren tener uno o dos hijos, máximo tres. Los tiempos y las condiciones de vida, es cierto, han cambiado mucho.

La fe que demuestra tener Abram es la clase de fe que Dios espera de nosotros. Creer en lo posible no tiene mucho mérito; creer en lo imposible, sí lo tiene.

Abram era un pastor nómada que se trasladaba con su ganado de un lugar a otro en busca de pastos frescos (lo que hoy día diríamos un empresario ganadero). Él llegó a ser muy rico porque la bendición de Dios estaba sobre él.

Sin embargo, con el correr de los años la fe de Saraí, que siempre había acompañado a la de su marido, empezó a flaquear. Tuvo pena de él porque habían ya pasado más de diez años y no se cumplía la promesa que Dios le había hecho. Ella se sentía culpable porque era estéril. ¿Sería Dios realmente capaz de hacerla fecunda? Abram dejó que la debilidad de la fe de su mujer debilitara la suya. En lugar de fortalecerlo, ella lo debilitó. Con frecuencia ocurre que la falta de fe de un cónyuge influye negativamente en la del otro.

Descorazonada, Sara le propone a su esposo tener un hijo con su sierva, Agar, que sería como si lo tuviera ella misma, puesto que era su esclava. Era inevitable, sin embargo, que un proyecto nacido de una falta de confianza en Dios, tuviera malas consecuencias para ambos.

Abram, deseoso de tener un hijo, accedió a la propuesta de su mujer, que después traería a ambos muchos sinsabores, porque cuando Agar estuvo encinta, comenzó a mirar con desprecio a su ama, pues ella le había dado a su patrón el hijo que su mujer no podía darle.

Abram, sin embargo, fue un buen esposo porque le dio la razón a su mujer cuando ella se quejó del menosprecio que sufría de parte de su sierva, pues le dijo que hiciera con ella lo que quisiera. Pero a la vez fue injusto con la sierva porque ella iba a ser madre de un hijo suyo (Gn 16:5,6).

Ante el maltrato que empezó a sufrir de su ama, Agar huyó al desierto y estaba en peligro de morir de hambre y sed. Pero Dios se apiadó de ella, y le envió un ángel que le ordenó volver donde su ama y le estuviera sumisa. Al mismo tiempo le anunció que tendría un hijo que sería un guerrero, al que pondría por nombre Ismael (que quiere decir “Dios oye”) por cuanto Dios “ha oído tu aflicción.” (Gn 16:11).

Notemos que no dice: “Dios ha oído tu ruego”, sino “Dios ha oído tu aflicción”, sin que ella orara. Dios interviene muchas veces al ver nuestra aflicción sin necesidad de que se lo pidamos. Ella quedó tan impresionada de que Dios se compadeciera de su situación, siendo ella una esclava, que llamó al pozo donde la encontró el ángel, “Pozo del viviente que me ve.” (Gn 16:13,14). Abram tenía ochenta y seis años cuando nació Ismael, el hijo de Agar (v. 16).

Trece años después, cuando Abram tiene ya noventa y nueve años, Dios le confirma su pacto y le cambia el nombre a él y a su mujer. Él ya no se llamará Abram (es decir, “padre enaltecido”) sino en adelante se llamará Abraham (“padre de muchedumbres”); y ella ya no se llamará más Saraí sino Sara (“princesa”). Dios le declara además que el pacto que ha celebrado con él es un pacto perpetuo, con él y su descendencia, a la cual multiplicará en gran manera, y a la que dará en posesión perpetua la tierra de Canaán (Gn 17:5-8).

Le da asimismo como señal de su pacto la circuncisión. En adelante todo varón de su casa deberá ser circuncidado, y todo niño que le nazca, a él o a sus siervos, será circuncidado al octavo día. Pero cuando Dios le asegura que Sara “vendrá a ser madre de naciones”, Abraham se postra y se ríe, diciéndose: “¿A hombre de cien años ha de nacer hijo? ¿Y Sara, ya de noventa años, ha de concebir?” Y añade: “Ojalá Ismael viva delante de ti.” (Gn 17:17,18).

¿Dudó Abraham en ese momento de la promesa de Dios? Aparentemente sí, pues pensó que la descendencia numerosa le vendría por Ismael. ¿Cómo es entonces él llamado “el padre de la fe”? Él le había creído a Dios cuando se sentía fuerte, pero ya viéndose impotente, dudó de que Dios pudiera concederle algo humanamente imposible.

Pero Dios, sin enojarse, le reitera que no será a través de Ismael cómo tendrá la descendencia prometida (aunque ese niño será también bendecido), sino que será a través del hijo que dentro de un año dará a luz Sara, al cual pondrá por nombre Isaac (es decir, risa).

Frente a la solemnidad de la promesa, esta vez Abraham sí le creyó a Dios. Entonces se circuncidó él mismo, y circuncidó a Ismael y a todo varón de su casa, al siervo nacido en ella y al extranjero comprado por dinero (17:27).

Si Abraham dudó un momento riéndose para sí de la promesa de Dios ¿cómo es que Pablo dice de él “que creyó en esperanza contra esperanza para llegar a ser padre de muchas gentes”, y que su fe no se debilitó “al considerar su cuerpo que estaba ya como muerto…o la esterilidad de la matriz de Sara”? ¿Y que “tampoco dudó por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe…plenamente convencido de que era capaz de hacer todo lo que había prometido”? (Rm 4:18-21) (3)

Eso nos muestra que la fe no excluye nuestras luchas con las dudas que a veces suscitan los obstáculos que enfrentamos, o con las objeciones que nos presenta la razón. La fe no es firme porque sea siempre automática e inamovible, sino es firme porque se sobrepone a las dudas y a las perplejidades que nos asaltan.

Tal como le había prometido Dios, Sara concibió y dio a luz un hijo al año del anuncio que le había hecho. ¿Cuánto tiempo esperó Abraham para que Dios cumpliera su promesa? Nada menos que veinticinco años.

A veces nosotros nos desesperamos porque tarda lo que le hemos pedido a Dios reclamando una promesa suya. Si demora es porque Dios está probando nuestra fe, y porque su cumplimiento superará en mucho lo esperado. ¿Pero quién sería capaz como Abraham de esperar veinticinco años?

Al crecer Isaac, la presencia del hijo de la esclava se convirtió en una piedra de tropiezo para la paz del hogar de Abraham, porque el mayorcito molestaba al menor y, como es natural, eso disgustó a Sara, que ya había tenido inconvenientes antes a causa de Agar.

Vale la pena que nos detengamos un momento para considerar la diferencia entre la situación de Agar y la de Sara, y entre la de los hijos de ambas. Sara era la patrona; Agar, la sierva. Isaac era el hijo del patrón y el heredero; Ismael, el hijo de la esclava. Era inevitable, humanamente hablando, que hubiera envidia y resentimiento en Ismael ante la inferioridad de su situación respecto de su hermano menor.

¿Cuántas veces se producen en la vida de las familias situaciones penosas porque se ha violado el principio de la monogamia matrimonial, o el de la fidelidad conyugal? Dios nos ha dado leyes sabias para nuestra felicidad y para la armonía en nuestras vidas. Si las violamos, sufrimos las consecuencias. Es cierto también que a veces surgen dificultades que nosotros mismos no hemos suscitado, sino que son fruto de circunstancias de las que nosotros no somos responsables. Pero si se investiga bien, detrás de los hechos que perturban, siempre se encontrará como origen del problema, el pecado de alguno, lejano o cercano.

Abraham era un hombre recto que procuraba andar en los caminos de Dios, aunque no carecía de defectos, pero la sociedad de su tiempo, que aún no había recibido la luz del Evangelio, consideraba como normales ciertas prácticas –como la poligamia y el concubinato- que después condenaría. Por mucha buena voluntad que él tuviera, y por mucha paciencia que mostrara Sara, no podían evitar los conflictos que la situación doméstica irregular traía consigo.

Sara, comprensiblemente, se empeñó en que su marido alejara de su casa a la sierva y a su hijo (Gn 21:10). Era natural también que a Abraham le repugnara acceder al pedido de su mujer, porque amaba a Ismael. Pero Dios le dijo: Oye a tu mujer en todo lo que ella te diga, “porque en Isaac te será llamada descendencia.” (v. 11, 12). Esto es, por encima de toda otra consideración, toma en cuenta el deseo de tu mujer. Para tranquilizarlo Dios le aseguró que de Ismael también haría un pueblo grande y numeroso (Gn 25:12-18), del que, dicho sea de paso, descienden algunas tribus árabes, como los madianitas y amalecitas, que fueron enemigos de Israel, tal como lo había sido su antepasado. Aunque le doliera separarse de su hijo, Abraham, que vivía en comunión con Dios, hizo lo que Dios le ordenó.

Pero le faltaba a Abraham pasar por la última prueba, la prueba suprema, en la que Dios le pediría que le sacrifique a Isaac, al hijo amado que había esperado durante veinticinco años, y en quien reposaba el cumplimiento de la promesa de que él sería padre de multitudes (Gn 22:1,2). Porque si Isaac moría ¿cómo podría tener él la descendencia prometida? ¿Sería capaz Sara de concebir nuevamente?

El texto sagrado no nos dice qué pasó por la mente de Abraham cuando Dios le pidió que sacrificara a Isaac. No sabemos si se resistió, o si dudó, o si lloró. Sólo nos dice que Abraham obedeció, y que se puso de inmediato en camino con Isaac para ir al lugar que Dios le había indicado (v. 3).

A nosotros nos puede sorprender que Abraham aceptara como natural algo que a nosotros nos horroriza: que Dios le pida que inmole a su hijo. Pero tenemos que ponernos en la cultura y en la mentalidad de ese tiempo, en que los sacrificios humanos no eran cosa excepcional.

Cuando iban de camino Abraham debe haber sentido como una espada en el pecho la pregunta que le hace Isaac: “Llevamos la leña y el fuego para el holocausto, pero ¿dónde está el cordero que vamos a sacrificar?” En su respuesta Abraham transmite de alguna manera a su hijo la fe que él tiene en el Dios que todo lo provee. En su interior él debe haber conservado la esperanza de que Dios daría una salida al terrible dilema en que él se encontraba (Gn 22:7,8).

Notemos, de otro lado, que el sacrificio de Isaac por su padre tiene un enorme contenido simbólico: Dios que envía a su único Hijo a la tierra para morir como sacrificio expiatorio por los pecados de todos los hombres. Así como Jesús subió al Calvario cargando el madero en que iba a ser clavado, Isaac subió al monte Moriah cargando la leña que iba a servir para su propio holocausto. Isaac no se resistió cuando su padre lo ató sobre el altar y la leña en que iba a ser sacrificado (v. 9), así como Jesús tampoco se resistió cuando lo clavaron en la cruz. Pero en el instante mismo en que Abraham levantó el cuchillo para matar a su hijo, el ángel del Señor lo llamó desde el cielo: “Detén tu mano y no toques a tu hijo, porque yo ya sé que me temes y que no me rehúsas lo que más amas.” Dios sólo quería comprobar si Abraham estaba dispuesto a sacrificarle lo que más amaba, no que lo hiciera en los hechos. (4)

¿Estamos nosotros dispuestos a renunciar, por amor a Dios, a lo que más amamos? ¿A lo que ha sido durante años objeto de nuestras oraciones y de nuestra esperanza? ¿Quién de nosotros sacrificaría a uno solo de sus hijos, aunque tenga varios, sólo porque Dios se lo pide? Dios lo hizo por nosotros sin que nosotros se lo pidiéramos.

En premio a su fidelidad Dios le reitera una vez más a Abraham su promesa: “En tu simiente –notemos el singular- serán benditas todas las naciones de la tierra.” (Gn 22:18). Esa simiente, dice Pablo en Gálatas, es Cristo, en quien efectivamente, han sido bendecidas todas las naciones de la tierra (Gal 3:16).



El texto no nos dice nada acerca de lo que pensó Sara cuando Dios le pidió a Abraham que sacrificara al hijo de sus entrañas. ¿Consintió ella en obediencia a Dios de acuerdo con su marido? Es improbable. Quizá Abraham no le dijo cuál era su intención al partir con su hijo. ¿Pero lo haría Abraham sin consultarla? ¿Y en ese caso, qué le diría cuando regresara de su viaje solo y sin su hijo?

Si Isaac tenía unos catorce años en ese episodio, como es probable, Sara tendría unos ciento cuatro años y viviría hasta la edad de ciento veinte y siete años. Cuando ella murió, Abraham quiso darle honrosa sepultura. Para ello compró de los lugareños una heredad en Macpela, donde había una cueva, en la que después él mismo y sus primeros descendientes, serían sepultados (Gn 23; 25:7-9).

Abraham quedó solo con su hijo todavía soltero. ¿Cómo podría él tener una numerosa descendencia si su hijo no se casaba? Abraham se ocupó entonces de encontrar una novia para su hijo. Él no quería buscarla entre los habitantes idólatras de Canaán entre los cuales él vivía. Tampoco quería que Isaac fuera a buscarla a la tierra de donde él había salido, por temor, sin duda, de que permaneciera en ella. Sin embargo, él quería que perteneciera a su propia familia, como era entonces costumbre. Y le dio el encargo de ir a traerla al siervo en quien tenía más confianza. El capítulo 24 del Génesis, que narra cómo Eliezer cumplió el encargo, es uno de los más bellos de toda la Biblia.

Hoy día los padres no buscan –como se hacía hasta hace poco- novia para sus hijos, ni novio para sus hijas. Sin embargo, ésa era una costumbre muy sana, porque los jóvenes se enamoran con frecuencia de la persona que menos les conviene, pues el amor –o lo que pasa por amor, es decir, el deseo- es ciego. Pero ¿quién mejor que los padres, si aman a sus hijos, pueden saber qué es lo más les conviene? Pero si bien esa sana costumbre ha sido desechada los padres pueden orar en cambio para que sea Dios quien escoja el novio o la novia para sus hijos, porque Dios no se equivoca.

Aún más. Los padres harían bien en vigilar qué clase de amigos tienen sus hijos, con qué clase de personas de uno u otro sexo salen; y pueden, de manera discreta, procurar que se hagan de buenas amistades, o que frecuenten círculos donde encuentren buena compañía, y eviten, de ser posible, donde encuentren la que no sea conveniente para ellos. De las amistades con que se liguen en la juventud depende en buena parte su futuro.

Notas: 1. El vers. 5 dice que Abram y Lot partieron llevando consigo a “las personas que habían adquirido en Harán”. Los seres humanos eran considerados entonces como “bienes muebles” que se compraban y vendían cuando eran reducidos a esclavitud. El cristianismo no abolió de inmediato la esclavitud cuando se convirtió en religión oficial del imperio romano al final del siglo IV, pero creó las condiciones para que al cabo de cierto tiempo desapareciera. El hecho de que reapareciera cuando Europa colonizó el nuevo continente trayendo esclavos del África, y la justificara, fue un grave retroceso.


2. San Agustín hace la observación de que si bien para la Abraham su descendencia sería tan numerosa que no la podría contar (Gn 15:5), para Dios no sería incontable, porque así como Él conoce a cada una de las estrellas del cielo, de igual modo Él conoce a cada uno de los seres humanos que son descendencia de Abraham por la fe.


3. Esta no fue la única vez en que Abraham dudó de la promesa que Dios le había hecho. Véase 15:2,3 en que la duda precede a la confirmación solemne de la promesa. Es como si Dios estuviera enseñando a Abraham a creerle. Los padres de la iglesia se resisten a admitir, sin embargo, que Abraham dudara de la promesa de Dios. Algunos de ellos atribuyen por ejemplo la risa del patriarcaen Gn 17:17 no a que dudara sino a la alegría que le produjo el saber que su mujer iba a concebir un hijo pese a su avanzada edad.


4. Este episodio que los rabinos llaman akeda, y que ocupa casi todo el capítulo 22, es para el judaísmo uno de los pasajes más importantes de toda la Biblia.

NB. Quiero aprovechar la oportunidad para saludar muy cordialmente a todos los padres en este su día. ¡Que lo pasen muy felices!

#681 (19.06.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).