viernes, 17 de junio de 2011

ABRAHAM, ESPOSO Y PADRE

Por José Belaunde M.


Abram se encontraba en la tierra de Harán, a donde había emigrado con su padre años atrás, cuando Dios se le aparece y le dice: "Vete de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré.” Le dice además que hará de él una nación grande y que en él serán “benditas todas las naciones de la tierra.” (Gn 12:1-3). El Génesis no dice, sin embargo, por qué motivo Dios escoge a Abram para este privilegio extraordinario, subrayando el hecho de que lo hace por pura gracia.

Abram no discute con Dios cuando le dice que salga de su tierra. ¿A dónde Señor? Ya te lo diré. Tenía tanta confianza en Dios que, como dice Hebreos, “salió sin saber a dónde iba.” (Hb 11:8).

¿Quién haría eso? ¿Dejar lo seguro, donde se siente a gusto, y vive rodeado de los suyos, para ir a la aventura, hacia lo desconocido? Obedecer a Dios debe haberle costado mucho a Abram: morir a sí mismo.

Abram parte con su mujer y su sobrino Lot, llevando consigo sus posesiones en ganado y en siervos, y Dios lo va guiando de un lugar a otro en la tierra de Canaán (Nota 1). Pasado algún tiempo le dice (resumiendo): “Yo te he prometido que haré de ti una gran nación. Esta será la tierra de tu descendencia, éste será su territorio como heredad perpetua, aquí habitarán.” (Gn 15)

La promesa de Dios hace las veces de escritura pública, cuyo valor es tan firme como su palabra. Es una promesa territorial cuya extensión se va ampliando a medida que se la reitera, y que Abram prueba su fidelidad. Primero es la tierra que abarque su vista, y luego todo lo que sus pies recorran (Gn 13:15,17); después abarcará desde el río Nilo hasta el Éufrates (15:18).

Pero notemos lo inverosímil de esa promesa: Dios le promete que tendrá no sólo un hijo, sino una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo (2), cuando su mujer es estéril y no puede darle ni siquiera un hijo para comenzar. Sin embargo, Abram le cree a Dios. Por eso se le llama “el padre de la fe”. La Escritura dice que le creyó a Dios “y le fue contado por justicia.” (Gn 15:6; cf Gal 3:6). Su fe lo justificó porque creyó en algo que era humanamente imposible.

¿Cuántos hombres no quisieran ser el origen de un linaje tan numeroso como para constituir una nación entera? Antes los hombres mostraban orgullosos a sus muchos hijos y se hacían fotografiar ufanos con ellos. Hoy sólo quieren tener uno o dos hijos, máximo tres. Los tiempos y las condiciones de vida, es cierto, han cambiado mucho.

La fe que demuestra tener Abram es la clase de fe que Dios espera de nosotros. Creer en lo posible no tiene mucho mérito; creer en lo imposible, sí lo tiene.

Abram era un pastor nómada que se trasladaba con su ganado de un lugar a otro en busca de pastos frescos (lo que hoy día diríamos un empresario ganadero). Él llegó a ser muy rico porque la bendición de Dios estaba sobre él.

Sin embargo, con el correr de los años la fe de Saraí, que siempre había acompañado a la de su marido, empezó a flaquear. Tuvo pena de él porque habían ya pasado más de diez años y no se cumplía la promesa que Dios le había hecho. Ella se sentía culpable porque era estéril. ¿Sería Dios realmente capaz de hacerla fecunda? Abram dejó que la debilidad de la fe de su mujer debilitara la suya. En lugar de fortalecerlo, ella lo debilitó. Con frecuencia ocurre que la falta de fe de un cónyuge influye negativamente en la del otro.

Descorazonada, Sara le propone a su esposo tener un hijo con su sierva, Agar, que sería como si lo tuviera ella misma, puesto que era su esclava. Era inevitable, sin embargo, que un proyecto nacido de una falta de confianza en Dios, tuviera malas consecuencias para ambos.

Abram, deseoso de tener un hijo, accedió a la propuesta de su mujer, que después traería a ambos muchos sinsabores, porque cuando Agar estuvo encinta, comenzó a mirar con desprecio a su ama, pues ella le había dado a su patrón el hijo que su mujer no podía darle.

Abram, sin embargo, fue un buen esposo porque le dio la razón a su mujer cuando ella se quejó del menosprecio que sufría de parte de su sierva, pues le dijo que hiciera con ella lo que quisiera. Pero a la vez fue injusto con la sierva porque ella iba a ser madre de un hijo suyo (Gn 16:5,6).

Ante el maltrato que empezó a sufrir de su ama, Agar huyó al desierto y estaba en peligro de morir de hambre y sed. Pero Dios se apiadó de ella, y le envió un ángel que le ordenó volver donde su ama y le estuviera sumisa. Al mismo tiempo le anunció que tendría un hijo que sería un guerrero, al que pondría por nombre Ismael (que quiere decir “Dios oye”) por cuanto Dios “ha oído tu aflicción.” (Gn 16:11).

Notemos que no dice: “Dios ha oído tu ruego”, sino “Dios ha oído tu aflicción”, sin que ella orara. Dios interviene muchas veces al ver nuestra aflicción sin necesidad de que se lo pidamos. Ella quedó tan impresionada de que Dios se compadeciera de su situación, siendo ella una esclava, que llamó al pozo donde la encontró el ángel, “Pozo del viviente que me ve.” (Gn 16:13,14). Abram tenía ochenta y seis años cuando nació Ismael, el hijo de Agar (v. 16).

Trece años después, cuando Abram tiene ya noventa y nueve años, Dios le confirma su pacto y le cambia el nombre a él y a su mujer. Él ya no se llamará Abram (es decir, “padre enaltecido”) sino en adelante se llamará Abraham (“padre de muchedumbres”); y ella ya no se llamará más Saraí sino Sara (“princesa”). Dios le declara además que el pacto que ha celebrado con él es un pacto perpetuo, con él y su descendencia, a la cual multiplicará en gran manera, y a la que dará en posesión perpetua la tierra de Canaán (Gn 17:5-8).

Le da asimismo como señal de su pacto la circuncisión. En adelante todo varón de su casa deberá ser circuncidado, y todo niño que le nazca, a él o a sus siervos, será circuncidado al octavo día. Pero cuando Dios le asegura que Sara “vendrá a ser madre de naciones”, Abraham se postra y se ríe, diciéndose: “¿A hombre de cien años ha de nacer hijo? ¿Y Sara, ya de noventa años, ha de concebir?” Y añade: “Ojalá Ismael viva delante de ti.” (Gn 17:17,18).

¿Dudó Abraham en ese momento de la promesa de Dios? Aparentemente sí, pues pensó que la descendencia numerosa le vendría por Ismael. ¿Cómo es entonces él llamado “el padre de la fe”? Él le había creído a Dios cuando se sentía fuerte, pero ya viéndose impotente, dudó de que Dios pudiera concederle algo humanamente imposible.

Pero Dios, sin enojarse, le reitera que no será a través de Ismael cómo tendrá la descendencia prometida (aunque ese niño será también bendecido), sino que será a través del hijo que dentro de un año dará a luz Sara, al cual pondrá por nombre Isaac (es decir, risa).

Frente a la solemnidad de la promesa, esta vez Abraham sí le creyó a Dios. Entonces se circuncidó él mismo, y circuncidó a Ismael y a todo varón de su casa, al siervo nacido en ella y al extranjero comprado por dinero (17:27).

Si Abraham dudó un momento riéndose para sí de la promesa de Dios ¿cómo es que Pablo dice de él “que creyó en esperanza contra esperanza para llegar a ser padre de muchas gentes”, y que su fe no se debilitó “al considerar su cuerpo que estaba ya como muerto…o la esterilidad de la matriz de Sara”? ¿Y que “tampoco dudó por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe…plenamente convencido de que era capaz de hacer todo lo que había prometido”? (Rm 4:18-21) (3)

Eso nos muestra que la fe no excluye nuestras luchas con las dudas que a veces suscitan los obstáculos que enfrentamos, o con las objeciones que nos presenta la razón. La fe no es firme porque sea siempre automática e inamovible, sino es firme porque se sobrepone a las dudas y a las perplejidades que nos asaltan.

Tal como le había prometido Dios, Sara concibió y dio a luz un hijo al año del anuncio que le había hecho. ¿Cuánto tiempo esperó Abraham para que Dios cumpliera su promesa? Nada menos que veinticinco años.

A veces nosotros nos desesperamos porque tarda lo que le hemos pedido a Dios reclamando una promesa suya. Si demora es porque Dios está probando nuestra fe, y porque su cumplimiento superará en mucho lo esperado. ¿Pero quién sería capaz como Abraham de esperar veinticinco años?

Al crecer Isaac, la presencia del hijo de la esclava se convirtió en una piedra de tropiezo para la paz del hogar de Abraham, porque el mayorcito molestaba al menor y, como es natural, eso disgustó a Sara, que ya había tenido inconvenientes antes a causa de Agar.

Vale la pena que nos detengamos un momento para considerar la diferencia entre la situación de Agar y la de Sara, y entre la de los hijos de ambas. Sara era la patrona; Agar, la sierva. Isaac era el hijo del patrón y el heredero; Ismael, el hijo de la esclava. Era inevitable, humanamente hablando, que hubiera envidia y resentimiento en Ismael ante la inferioridad de su situación respecto de su hermano menor.

¿Cuántas veces se producen en la vida de las familias situaciones penosas porque se ha violado el principio de la monogamia matrimonial, o el de la fidelidad conyugal? Dios nos ha dado leyes sabias para nuestra felicidad y para la armonía en nuestras vidas. Si las violamos, sufrimos las consecuencias. Es cierto también que a veces surgen dificultades que nosotros mismos no hemos suscitado, sino que son fruto de circunstancias de las que nosotros no somos responsables. Pero si se investiga bien, detrás de los hechos que perturban, siempre se encontrará como origen del problema, el pecado de alguno, lejano o cercano.

Abraham era un hombre recto que procuraba andar en los caminos de Dios, aunque no carecía de defectos, pero la sociedad de su tiempo, que aún no había recibido la luz del Evangelio, consideraba como normales ciertas prácticas –como la poligamia y el concubinato- que después condenaría. Por mucha buena voluntad que él tuviera, y por mucha paciencia que mostrara Sara, no podían evitar los conflictos que la situación doméstica irregular traía consigo.

Sara, comprensiblemente, se empeñó en que su marido alejara de su casa a la sierva y a su hijo (Gn 21:10). Era natural también que a Abraham le repugnara acceder al pedido de su mujer, porque amaba a Ismael. Pero Dios le dijo: Oye a tu mujer en todo lo que ella te diga, “porque en Isaac te será llamada descendencia.” (v. 11, 12). Esto es, por encima de toda otra consideración, toma en cuenta el deseo de tu mujer. Para tranquilizarlo Dios le aseguró que de Ismael también haría un pueblo grande y numeroso (Gn 25:12-18), del que, dicho sea de paso, descienden algunas tribus árabes, como los madianitas y amalecitas, que fueron enemigos de Israel, tal como lo había sido su antepasado. Aunque le doliera separarse de su hijo, Abraham, que vivía en comunión con Dios, hizo lo que Dios le ordenó.

Pero le faltaba a Abraham pasar por la última prueba, la prueba suprema, en la que Dios le pediría que le sacrifique a Isaac, al hijo amado que había esperado durante veinticinco años, y en quien reposaba el cumplimiento de la promesa de que él sería padre de multitudes (Gn 22:1,2). Porque si Isaac moría ¿cómo podría tener él la descendencia prometida? ¿Sería capaz Sara de concebir nuevamente?

El texto sagrado no nos dice qué pasó por la mente de Abraham cuando Dios le pidió que sacrificara a Isaac. No sabemos si se resistió, o si dudó, o si lloró. Sólo nos dice que Abraham obedeció, y que se puso de inmediato en camino con Isaac para ir al lugar que Dios le había indicado (v. 3).

A nosotros nos puede sorprender que Abraham aceptara como natural algo que a nosotros nos horroriza: que Dios le pida que inmole a su hijo. Pero tenemos que ponernos en la cultura y en la mentalidad de ese tiempo, en que los sacrificios humanos no eran cosa excepcional.

Cuando iban de camino Abraham debe haber sentido como una espada en el pecho la pregunta que le hace Isaac: “Llevamos la leña y el fuego para el holocausto, pero ¿dónde está el cordero que vamos a sacrificar?” En su respuesta Abraham transmite de alguna manera a su hijo la fe que él tiene en el Dios que todo lo provee. En su interior él debe haber conservado la esperanza de que Dios daría una salida al terrible dilema en que él se encontraba (Gn 22:7,8).

Notemos, de otro lado, que el sacrificio de Isaac por su padre tiene un enorme contenido simbólico: Dios que envía a su único Hijo a la tierra para morir como sacrificio expiatorio por los pecados de todos los hombres. Así como Jesús subió al Calvario cargando el madero en que iba a ser clavado, Isaac subió al monte Moriah cargando la leña que iba a servir para su propio holocausto. Isaac no se resistió cuando su padre lo ató sobre el altar y la leña en que iba a ser sacrificado (v. 9), así como Jesús tampoco se resistió cuando lo clavaron en la cruz. Pero en el instante mismo en que Abraham levantó el cuchillo para matar a su hijo, el ángel del Señor lo llamó desde el cielo: “Detén tu mano y no toques a tu hijo, porque yo ya sé que me temes y que no me rehúsas lo que más amas.” Dios sólo quería comprobar si Abraham estaba dispuesto a sacrificarle lo que más amaba, no que lo hiciera en los hechos. (4)

¿Estamos nosotros dispuestos a renunciar, por amor a Dios, a lo que más amamos? ¿A lo que ha sido durante años objeto de nuestras oraciones y de nuestra esperanza? ¿Quién de nosotros sacrificaría a uno solo de sus hijos, aunque tenga varios, sólo porque Dios se lo pide? Dios lo hizo por nosotros sin que nosotros se lo pidiéramos.

En premio a su fidelidad Dios le reitera una vez más a Abraham su promesa: “En tu simiente –notemos el singular- serán benditas todas las naciones de la tierra.” (Gn 22:18). Esa simiente, dice Pablo en Gálatas, es Cristo, en quien efectivamente, han sido bendecidas todas las naciones de la tierra (Gal 3:16).



El texto no nos dice nada acerca de lo que pensó Sara cuando Dios le pidió a Abraham que sacrificara al hijo de sus entrañas. ¿Consintió ella en obediencia a Dios de acuerdo con su marido? Es improbable. Quizá Abraham no le dijo cuál era su intención al partir con su hijo. ¿Pero lo haría Abraham sin consultarla? ¿Y en ese caso, qué le diría cuando regresara de su viaje solo y sin su hijo?

Si Isaac tenía unos catorce años en ese episodio, como es probable, Sara tendría unos ciento cuatro años y viviría hasta la edad de ciento veinte y siete años. Cuando ella murió, Abraham quiso darle honrosa sepultura. Para ello compró de los lugareños una heredad en Macpela, donde había una cueva, en la que después él mismo y sus primeros descendientes, serían sepultados (Gn 23; 25:7-9).

Abraham quedó solo con su hijo todavía soltero. ¿Cómo podría él tener una numerosa descendencia si su hijo no se casaba? Abraham se ocupó entonces de encontrar una novia para su hijo. Él no quería buscarla entre los habitantes idólatras de Canaán entre los cuales él vivía. Tampoco quería que Isaac fuera a buscarla a la tierra de donde él había salido, por temor, sin duda, de que permaneciera en ella. Sin embargo, él quería que perteneciera a su propia familia, como era entonces costumbre. Y le dio el encargo de ir a traerla al siervo en quien tenía más confianza. El capítulo 24 del Génesis, que narra cómo Eliezer cumplió el encargo, es uno de los más bellos de toda la Biblia.

Hoy día los padres no buscan –como se hacía hasta hace poco- novia para sus hijos, ni novio para sus hijas. Sin embargo, ésa era una costumbre muy sana, porque los jóvenes se enamoran con frecuencia de la persona que menos les conviene, pues el amor –o lo que pasa por amor, es decir, el deseo- es ciego. Pero ¿quién mejor que los padres, si aman a sus hijos, pueden saber qué es lo más les conviene? Pero si bien esa sana costumbre ha sido desechada los padres pueden orar en cambio para que sea Dios quien escoja el novio o la novia para sus hijos, porque Dios no se equivoca.

Aún más. Los padres harían bien en vigilar qué clase de amigos tienen sus hijos, con qué clase de personas de uno u otro sexo salen; y pueden, de manera discreta, procurar que se hagan de buenas amistades, o que frecuenten círculos donde encuentren buena compañía, y eviten, de ser posible, donde encuentren la que no sea conveniente para ellos. De las amistades con que se liguen en la juventud depende en buena parte su futuro.

Notas: 1. El vers. 5 dice que Abram y Lot partieron llevando consigo a “las personas que habían adquirido en Harán”. Los seres humanos eran considerados entonces como “bienes muebles” que se compraban y vendían cuando eran reducidos a esclavitud. El cristianismo no abolió de inmediato la esclavitud cuando se convirtió en religión oficial del imperio romano al final del siglo IV, pero creó las condiciones para que al cabo de cierto tiempo desapareciera. El hecho de que reapareciera cuando Europa colonizó el nuevo continente trayendo esclavos del África, y la justificara, fue un grave retroceso.


2. San Agustín hace la observación de que si bien para la Abraham su descendencia sería tan numerosa que no la podría contar (Gn 15:5), para Dios no sería incontable, porque así como Él conoce a cada una de las estrellas del cielo, de igual modo Él conoce a cada uno de los seres humanos que son descendencia de Abraham por la fe.


3. Esta no fue la única vez en que Abraham dudó de la promesa que Dios le había hecho. Véase 15:2,3 en que la duda precede a la confirmación solemne de la promesa. Es como si Dios estuviera enseñando a Abraham a creerle. Los padres de la iglesia se resisten a admitir, sin embargo, que Abraham dudara de la promesa de Dios. Algunos de ellos atribuyen por ejemplo la risa del patriarcaen Gn 17:17 no a que dudara sino a la alegría que le produjo el saber que su mujer iba a concebir un hijo pese a su avanzada edad.


4. Este episodio que los rabinos llaman akeda, y que ocupa casi todo el capítulo 22, es para el judaísmo uno de los pasajes más importantes de toda la Biblia.

NB. Quiero aprovechar la oportunidad para saludar muy cordialmente a todos los padres en este su día. ¡Que lo pasen muy felices!

#681 (19.06.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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