viernes, 3 de octubre de 2014

LA BENDICIÓN DEL AMOR FRATERNAL I

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
LA BENDICIÓN DEL AMOR FRATERNAL I
Un Comentario en dos partes del Salmo 133
Introducción: Según una tradición antigua este salmo habría sido compuesto por David para celebrar el fin de la guerra fratricida entre su casa y la casa de Saúl. Habiendo sentido los efectos negativos de la discordia, el pueblo unido estaba más sensible que nunca a las bendiciones de la reconciliación y de la paz. Pero este salmo forma parte de la serie de cánticos graduales (del 120 al 134) que el pueblo solía entonar mientras subía en peregrinación a Jerusalén con ocasión de alguna de las tres fiestas principales, en las que, según la ley de Moisés, todos los israelitas debían subir a Jerusalén. Pero por razones lingüísticas, se piensa que esos salmos fueron compuestos después del exilio, unos quinientos años después del rey poeta, y celebran el espíritu de unidad que reinaba entre los peregrinos. De modo que no hay seguridad acerca de la fecha de su composición. Pero es muy interesante que Dios ordenara que las doce tribus, que estaban diseminadas por todo el territorio de la Tierra Santa, se reunieran tres veces al año para ofrecer sacrificios en el templo de Jerusalén, donde estaba la presencia de Dios.
1. “Mirad cuán bueno y cuán deleitoso es habitar los hermanos juntos en unidad.” (Nota 1)
¡Mirad, qué cosa maravillosa y digna de admiración! Es algo pocas veces visto. No
dejen de verlo y examinarlo. Dios lo aprueba y a todos nos encanta.
El salmista emplea dos veces el adverbio “cuán” para expresar su asombro. No se conforma con describir lo maravilloso del espectáculo, sino que nos invita a admirarlo nosotros mismos. Es algo que no nos podemos perder.
No se contenta con llamarlo bueno, sino añade además que es deleitoso, como la conjunción de dos estrellas de gran magnitud.
Pero sabemos que muchas veces lo deleitoso no es bueno sino malo, peligroso. En este caso, sin embargo, es tan bueno como es delicioso.
Sabemos por experiencia cuántas veces las relaciones familiares son ocasión de tristeza por causa de las divisiones y rivalidades entre los hermanos, al punto que puede ser mejor que se separen, que no estén juntos para no pelearse. Eso lo vemos incluso en la Biblia.
No era bueno que los rebaños de Abraham y de Lot, aunque ellos se querían mucho, estuvieran juntos, porque los pastores de ambos tenían disputas por los pozos de agua y los pastizales, y por eso decidieron separarse (Gn 13:5-12).
No era bueno que Ismael e Isaac estuvieran juntos, porque el mayor hostilizaba al menor, y por eso Dios ordenó a Abraham que los separara despidiendo a Agar (Gn 21:9-14). Pero Dios no se olvidó de ella, cuando ella creía que moriría en el desierto de sed y hambre junto con su hijo, sino que envió un ángel para socorrerlos (Gn 21:9-21)
Uno pensaría que los hermanos, siendo de la misma sangre, deberían vivir en armonía pero, en la práctica, no siempre ocurre, porque intervienen otros factores que causan división entre ellos, sobre todo cuando se trata del reparto de bienes y de la herencia.
Pero el factor decisivo en la relación armoniosa de los hermanos es el amor que
los padres se tienen. Cuando ellos son unidos y se aman con un amor profundo y sincero, lo transmiten necesariamente a sus hijos, de modo que el amor que éstos se tienen es un reflejo del amor de sus progenitores. Pero si los padres no se aman, difícilmente los hijos se amarán. Al contrario, si los padres se pelean, los hijos tenderán a pelearse. De modo que es una obligación de los esposos amarse, para que sus hijos se amen.
Pero el segundo factor necesario es que los padres no muestren preferencia por ninguno de sus hijos, sino que los traten a todos por igual. Sabemos cómo la preferencia que Jacob tenía por su hijo José hizo que sus hermanos lo odiaran y buscaran su daño, vendiéndolo a unos comerciantes amalecitas que iban a Egipto (Gn 37). ¡Vender a su hermano como esclavo! ¿Quién haría eso? De ahí que la unidad y la armonía entre los hermanos sea una cosa admirable, porque no es frecuente.
Lo mismo debería ocurrir entre los parientes, y entre los que son hermanos en espíritu, como lo son los creyentes. Pero vemos que también entre ellos hay divisiones y rivalidades, como las ha habido en la historia, por motivos a veces doctrinales, o de jerarquía, o de autoridad y de estatus, pero, sobre todo, cuando hay bienes materiales de por medio. Satanás se gloría de las divisiones de la iglesia y las fomenta.
¡Qué triste es cuando los intereses materiales son causa de división en las iglesias! ¿De qué depende entonces en esos casos la unidad entre los hermanos? De la actitud de los pastores, de que ellos fomenten el trabajo conjunto y sean imparciales entre sus colaboradores, y que sean verdaderos padres para ellos, como ocurre en la iglesia a la que yo asisto.
La unidad y la armonía entre los creyentes es buena para ellos porque gozan de paz, y se alientan unos a otros en el progreso de la virtud; es buena para los recién convertidos, porque son edificados al ver la unidad que reina en la iglesia; y es buena para el mundo en general, porque cuando reina, dan un buen testimonio. En cambio, lo contrario, la falta de unidad, es perniciosa para todos, y da un mal testimonio ante el mundo.
Por eso es que Jesús pidió al Padre que sus discípulos de todos los tiempos fueran uno: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste.” (Jn 17:20,21). Si Dios es uno, es bueno que los que le sirven lo sean también. Cuando no hay unidad entre los cristianos su testimonio se debilita.
También Pablo, por su lado, pidió que los hermanos fuesen de una misma mente y opinión (1Cor 1:10).
Pero los primeros cristianos eran también uno en el afecto: “Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y de un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común.” (Hch 4:32). Incluso vendían sus propiedades, y traían el producto de la venta y se lo entregaban a los apóstoles.
La unidad es importante en todos los campos de la actividad humana, también en los países, como dijo Jesús: “Todo reino dividido contra sí mismo es asolado; y una casa dividida contra sí misma, cae.” (Lc 11:17).
Es como lo que ocurre en una orquesta, cuando hay unidad entre los diversos instrumentos, sean de cuerda o de viento, y aunque cada cual tenga para tocar una particella diferente con notas diferentes, pero sacadas de una misma partitura: el resultado es una dulce armonía que contenta el alma. ¡Pero qué desagradable es cuando no hay concierto entre ellos! El resultado es una desagradable disonancia que crispa los nervios.
Bien recalcan por eso las Escrituras que Dios no es autor de confusión sino de paz (1Cor 14:33). La paz es llamada con razón “la paz de Dios.” (Flp 4:7). Hay un salmo que pide que oremos por la paz de Jerusalén (Sal 122:6); pero yo entiendo que de pedirse no sólo por la paz en la ciudad misma, sino también por la paz en la Jerusalén espiritual, que es la iglesia,
Cuanto más estrecha sea la unidad, mejor será el fruto de ella. La unidad de los hermanos es algo bueno en sí mismo y es buena en sus efectos. Y es, además, deleitosa o agradable, en primer lugar para Dios. Siendo la Trinidad misma un modelo de unidad, ¡cuánto debe agradarle ver esa unidad reflejada en sus criaturas! ¿No se gozan acaso los padres en la armonía que reina en sus hijos, cuando se divierten y juegan juntos sin pelearse?
Es agradable, en segundo lugar, para nosotros, que nos beneficiamos de ella, pues los asuntos familiares caminan más próspera y fácilmente cuando reina la armonía entre los parientes. Y más bien ¡cuántas malas consecuencias trae lo contrario, incluyendo pérdidas económicas, cuando prevalece la contienda entre las familias! ¿Quiénes ganan con eso? Los abogados.
En tercer lugar, es buena para los que la contemplan y la admiran, pues no es una cosa común: “El que de esta forma sirve a Cristo es acepto por Dios y aprobado por los hombres” escribe Pablo (Rm 14:18).
La palabra hebrea naiyim, que es traducida como “deleitosa” o “agradable”, es usada tanto respecto de la armonía de la música, como de un campo de trigo pronto a ser cosechado, o como de la miel, cuya dulzura es opuesta a lo amargo de la hiel.
Si volvemos nuestra atención a la frase “habitar juntos”, observaremos que en países como los EEUU, donde existe una gran movilidad, cuando crecen los hijos las familias se separan pronto, porque ellos con frecuencia se van a vivir en ciudades o estados muy distantes unos de otros, sea por razones de estudio o de oportunidades de trabajo y, por ese motivo, los lazos familiares, o de amistad, no son muy fuertes, ya que la amistad se fortalece con la cercanía.
Pero antes de que la facilidad del transporte y la aparición del automóvil, que propició la aparición de los suburbios en torno de las ciudades (fenómeno que ocurrió también en nuestro país), la gente, los parientes cercanos y los amigos, solían habitar cerca unos de otros. Eso fue la regla durante siglos. La cercanía física fomentaba los lazos familiares y de amistad. En la Lima antigua, los parientes y los amigos vivían a pocas cuadras unos de otros, y eso fortalecía los lazos entre ellos. (2)
Pero sabemos también que puede ocurrir lo contrario, que la cercanía produzca roces, discusiones, peleas y rivalidad. ¿De qué depende uno u otro resultado? De lo que las personas tienen dentro de sí; de su carácter o personalidad; en fin, de quién reine en su corazón, Dios o el diablo.
Pero no nos hagamos la ilusión de que todos los cristianos sean santos. Algunos son contenciosos, porque el hombre viejo no ha muerto enteramente en muchos de ellos (Ef 4:22). El egoísmo, las ambiciones, el deseo de dominar a otros, producen desencuentros y conflictos aun entre los santos. Por eso podemos exclamar con toda razón: ¡Cuán bello, agradable y deleitoso es que los hermanos, los parientes y los amigos habiten en unidad y armonía! ¡Cuánto nos agrada a nosotros y cuánto más agrada a Dios!
Los lugares y ambientes donde reinan la unidad y la armonía que son fruto del amor entre hermanos, son bendecidos por la gracia de Dios. Él se complace en ellos porque se cumple el mandamiento nuevo que dio Jesús a sus discípulos: “Amaos unos a otros como yo os he amado”(Jn 13:34). Esa unidad supera las diferencias y rivalidades.
Conviene que nos detengamos un momento en la palabra “hermanos” (en hebreo aj). Esa palabra designa, en primer lugar, a los hijos de un mismo padre y madre, o a los que tienen un progenitor común. Pero en la antigüedad designaba también a los parientes cercanos, a los que estaban unidos por lazos de sangre y, por extensión, a los miembros de una misma tribu, que al principio no era otra cosa sino la ampliación del clan familiar.
Pero entre los cristianos designa a los que tienen por Padre al mismo y único Dios, y a Jesucristo como hermano mayor, y por eso nos llamamos unos a otros “hermanos”.
La palabra “hermano” puede tener un efecto casi mágico. En el episodio que hemos mencionado arriba de la disputa entre los pastores de Abraham y de Lot, que estaba a punto de agravarse, bastó que Abraham le dijera a su sobrino: “No haya ahora altercado entre nosotros dos, entre mis pastores y los tuyos, porque somos hermanos(Gn 13:8), para que Lot cediera y estuviera dispuesto a aceptar la solución equitativa de separación que le propuso su tío.
Notas: 1. La palabra yajad significa juntos o unidos, pero es traducida por algunas versiones como “armonía”. La diferencia de sentido no es grande.
2. Esa comunión puede darse también en nuestro tiempo pese a las mayores distancias, aunque sea más difícil, si usamos los medios que la tecnología pone a nuestra disposición, el teléfono y el Internet.
NB. Al escribir este artículo me he apoyado sobre todo en el comentario de Ch. Spurgeon y los de otros autores que él cita en su libro “El Tesoro de David”. Pero también me ha sido útil el libro de P. Reardon “Cristo en los Salmos”, así como los comentarios clásicos de M. Poole y M. Henry.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios yo te invito a pedirle perdón a Dios por todos tus pecados haciendo la siguiente oración:
 “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#847 (14.09.14). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

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