Por José Belaunde M.
LIBRES O ESCLAVOS DEL PECADO I
El ser humano en la tierra está enfrascado
en un gran combate, un combate que no puede evitar y que tiene que enfrentar
todos los días de su vida, a todo lo largo de su existencia terrena. Del
resultado de este combate depende no sólo su felicidad en esta vida, sino sobre
todo, su destino final. Esto es, su felicidad en la vida futura, su felicidad
más allá de la muerte.
¿Qué combate es éste? No es lo que se suele
llamar "la lucha por la vida", la lucha por el sustento diario,
aunque ésta sea también una realidad ineludible de la existencia, sino que es
un combate de una trascendencia mucho mayor; un combate mucho más importante y
crucial. Es el combate contra el pecado.
Del resultado de esta batalla depende en
primer lugar, como ya se ha dicho, la felicidad del hombre sobre la tierra,
porque todos los males que afligen al hombre, todas las desgracias que lloran
los seres humanos, todos sus sufrimientos, todas sus pruebas, provienen del
pecado.
Del pecado, en primer lugar, de nuestros
primeros padres, Adán y Eva, cuya caída en el huerto del Edén dio origen a las
condiciones generales, o estructurales -por emplear un término que está de moda- de
la existencia humana. Esto es, en primer lugar, la condición mortal de su
cuerpo; el hecho de estar sujeto a las enfermedades y al dolor, así como a las
inclemencias del clima y de la naturaleza,, y a la necesidad de ganar su pan –es
decir, su sustento- con el sudor de su frente, es decir, con un esfuerzo
penoso. El hecho además de estar sujeto al egoísmo que gobierna la conducta
humana, y del que se deriva tanto sufrimiento y del que provienen tantas
injusticias; el estar expuesto al odio, a la hostilidad, a las rivalidades, a
la agresión de sus semejantes, a la guerra, etc., etc. Todas estas cosas que
perturban nuestra vida, son consecuencia del hecho de que, al desobedecer Adán
y Eva a Dios, la naturaleza humana se corrompió; y no sólo ella, sino que junto
con ella, también la creación misma, como se dice en Romanos, fue sometida a la
esclavitud de la corrupción y el orden natural fue perturbado (Rm 8:20,21).
Las condiciones penosas de la existencia
humana traídas por lo que llamamos el pecado original, son ciertamente
ineludibles, inescapables; pero el mayor o menor grado en que nos afligen
depende, hasta cierto punto, de cuánto éxito tengamos nosotros en nuestra lucha
personal con nuestro propio pecado.
Porque, además de las consecuencias
generales del pecado que acabo de mencionar, muchos de los males individuales
que afligen al hombre son consecuencia de los pecados que él mismo comete
durante su vida. Males tales como algunas enfermedades, como el Sida, o la
sífilis -por citar sólo ejemplos patentes- que contrae el hombre a causa de sus
pecados sexuales; o los desarreglos físicos, o psicológicos, que le sobrevienen
por abandonarse a determinados vicios o excesos, como la borrachera, la gula,
las drogas, etc.
O como, también, las consecuencias de sus
decisiones erradas, tomadas por vivir en pecado; como podría ser un mal
matrimonio al que él o ella se vieron empujados por un embarazo inoportuno, o
por la simple pasión, sin que haya verdadera compatibilidad de carácter entre
ellos. O como el divorcio, que destroza su vida, que es con frecuencia causado
por la infidelidad propia, o la de su cónyuge. O las complicaciones penales,
tales como la prisión, o las multas, provocadas por delitos que el hombre
comete cegado por sus pasiones, o empujado por su codicia.
Tampoco podemos dejar de mencionar las
consecuencias funestas que pueden tener los pecados de los padres, o de los
antepasados, que pueden marcar la existencia de sus descendientes por varias
generaciones. La Biblia
dice repetidas veces, como para recalcar la seriedad de esta advertencia, que
Dios "visita la maldad de los padres
sobre los hijos hasta la tercera y la cuarta generación." (Ex 20:5).
Esas palabras explicarían, por ejemplo, la tragedia que persigue a algunas
familias, como la de los Kennedy, en los EEUU, consecuencia quizá del pecado de
algún antepasado no muy lejano; o en otros casos, como consecuencia de haber
practicado el ocultismo, o la hechicería. No obstante, nosotros estamos
convencidos de que el miembro de una familia sobre la que pese un funesto
pasado, pero que se convierte a Dios de todo corazón, quedará libre de esa
maldición.
También sufre el hombre terriblemente por
las consecuencias de los pecados que comete la sociedad como un todo, de los
pecados societarios, fruto del egoísmo o del odio de sus miembros, o de la
simple culpable negligencia, que crean condiciones opresivas o desfavorables para
la existencia de muchos individuos, y que pueden llegar a desatar guerras entre
los pueblos, o causar miserias, hambrunas, desgobierno...
En fin, por mucho que nos extendiéramos no
acabaríamos nunca de enumerar todas las desgracias que pueden alcanzar al
hombre como consecuencia del pecado propio o del ajeno.
El pecado está en los miembros del hombre,
dice Pablo, y por eso el hombre peca aun sin quererlo; peca aun aborreciendo el
mal que hace (Rm 7:15-23). Por eso es que tiene que luchar contra el pecado. Y
todo hombre, casi sin darse cuenta, emprende esa lucha, aun el descreído y el
pagano, porque ambos tienen un sentido moral instintivo que los empuja hacia el
bien (Rm 2:14-16). Al decir que tiene que luchar contra el pecado decimos
implícitamente que tiene que luchar contra sí mismo, porque en verdad, siendo
el hombre un ser dividido, junto con la aspiración al bien, lleva en su sangre,
por así decirlo, la tendencia que lo empuja al mal.
Esta tendencia al mal se manifiesta en
aquello que llamamos tentaciones, de las que ninguno está libre mientras viva,
ni el más santo, puesto que ni el mismo Jesús estuvo libre de ellas. En verdad,
sólo el certificado de defunción, que se expide al morir, puede garantizar que
el hombre se vea libre de tentaciones. Pero mientras haya en él un hálito de
vida, el hombre será tentado. Sólo los cadáveres no son tentados.
Y hablamos aquí no sólo de las tentaciones
sensuales, físicas, sino también de
aquellas más sutiles y dañinas del espíritu, como son las del orgullo, o del
egoísmo, del odio, o de los celos, etc., que no siempre reconocemos como
tentaciones, aunque lo son y muy peligrosas.
Sin embargo, todos los cristianos confesamos
que Jesús se hizo hombre y vino a la tierra para redimirnos del pecado y de sus
consecuencias, para libertarnos de la esclavitud del pecado. Ésta es una de las
más grandes y consoladoras verdades del Cristianismo, que el Nuevo Testamento
proclama en numerosos y elocuentes pasajes. Veamos algunos de ellos.
Por de pronto, en el Evangelio de San Juan,
Jesús, hablando a sus oyentes judíos acerca de la esclavitud del pecado, dijo: "Si el Hijo os libertare, seréis
verdaderamente libres." (Jn 8:36), frase que ellos malentendieron.
En el capítulo sexto de la epístola a los
Romanos Pablo escribe que nuestro viejo hombre fue crucificado junto con Cristo
para que no sirvamos más al pecado. (Rm6:6). Nuestro viejo hombre, es decir,
nuestra naturaleza carnal, pecaminosa. Si ha sido crucificada, está muerta y ya
no puede pecar más.
En el mismo capítulo, más adelante, Pablo
escribe que habiendo sido libertados del pecado, hemos venido a ser siervos de
la justicia (6:18), es decir, que ahora obramos bien movidos por una necesidad
interior. No obstante, poco antes ha escrito: "No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que
le obedezcáis en sus concupiscencias." (6:12).
¿Cómo puede el pecado reinar en nosotros,
es decir, dominarnos, si ya hemos sido libertados de su poder? ¿No es eso
contradictorio?
El apóstol Juan, por su lado, en su primera
epístola dice: "Todo el que es
nacido de Dios no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en
él; y no puede pecar porque es nacido de Dios." (1Jn 3:9). Recalco
estas palabras: “No puede pecar porque
es nacido de Dios.”
Pero pocas líneas más arriba, en la misma
epístola, Juan ha escrito: "Si
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no
está en nosotros." (1:8). Allí no está hablando de los pecados que
hubiéramos podido cometer en el pasado, antes de convertirnos, sino de los
presentes, de los que podemos cometer en cualquier momento, porque enseguida
añade: "Estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno
hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo."
(2:1).
¿Cómo si alguno hubiere pecado? ¿No dirá en
seguida que el que es nacido de Dios no puede pecar? ¿En qué quedamos?
Es un hecho indudable que la mayoría de los
seres humanos están todavía bajo el yugo del pecado que los esclaviza y no
pueden dejar de pecar, aunque quieran. Eso lo sabemos. Pero si las palabras del
Nuevo Testamento que he citado tienen algún valor, todos los que han nacido de
nuevo, todos los que han sido regenerados por el Espíritu Santo, los que se han
convertido a Dios de todo corazón, no están ya bajo el dominio del pecado, ya
no son sus esclavos. Cristo los ha libertado.
No obstante, como hemos visto, la Biblia dice con igual
énfasis que sí podemos pecar y lo hacemos; que estamos expuestos a la tentación
y algunas veces cedemos a ella. ¿Cómo explicarnos esta contradicción? ¿Cómo
explicar que el creyente esté libre del pecado y a la vez esté sujeto a las
tentaciones que le pueden llevar a pecar? ¿Cómo explicar que hayamos sido
libertados y aún estemos en prisión? ¿Cómo explicarnos que algunas veces
volemos raudos hacia un cielo puro, sintiendo el alma tan inocente como la de
un niño, y otras nos arrastremos gimiendo bajo el peso de nuestra
concupiscencia?
Si hemos sido libertados del pecado ¿a qué
vienen esas tentaciones a atormentarnos? Si ya Jesús nos hizo libres ¿por qué
no podemos caminar con la misma libertad y pureza con la que Él caminó por
Galilea en los días de su carne, y a la que hemos sido llamados? ¿Si hemos sido
santificados (1 Cor 6:11), por qué seguimos pecando?
He aquí una gran cuestión que desafía a
nuestra comprensión de las Escrituras y que vamos a tratar de elucidar en el
próximo artículo.
NB. Este artículo y su continuación fueron
originalmente charlas transmitidas por la radio a mediados del año 1999. Se
distribuyeron entonces 200 fotocopias de cada una. Se hizo hace siete años una
impresión de 7000 ejemplares cada una, y se ha hecho recientemente una
impresión más numerosa.
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Amado lector: Jesús dijo: “De qué le
sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás
seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios es muy
importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra
que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te exhorto a arrepentirte
de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la
siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la
cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé
que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente
muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo
quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el
mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados
con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir
para ti y servirte.”
#795
(08.09.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección:
Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución
#003694-2004/OSD-INDECOPI).
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