viernes, 26 de agosto de 2011

LA INQUIETUD DE ZAQUEO I

Por José Belaunde M.


A PROPÓSITO DE LUCAS 19:1-10
(Transcripción de una charla dada en el ministerio de la “Edad de Oro”)

Todos conocen, creo yo, al personaje de Zaqueo. ¿Saben ustedes quién fue Zaqueo? Alguien a quien lo habían saqueado, ¿no es cierto? Por eso se llama Zaqueo. Ah no, no fue por eso, sino a causa de su pequeña estatura. ¿Tampoco fue por eso? Bueno… Lo curioso del caso es que el nombre de Zaqueo quiere decir “puro”, y se parece a la palabra hebrea zadiq, que quiere decir “justo”. Así que él era un hombre puro, es decir que como él era recaudador de impuestos, él era puro dinero, puro cobro, puro impuesto.



Pero veamos lo que el libro de Lucas dice acerca de él:


“Habiendo entrado Jesús en Jericó, iba pasando por la ciudad. Y sucedió que un varón llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos, y rico, procuraba ver quién era Jesús; pero no podía a causa de la multitud, pues era pequeño de estatura. Y corriendo delante, subió a un árbol sicómoro para verle; porque había de pasar por allí.” (Lc 19:1-4).


Estas palabras sirven de introducción al pequeño episodio que nos narra Lucas. Nos dicen que Zaqueo era un hombre rico, como lo somos todos nosotros, al menos en espíritu. Él cumplía una función pública necesaria, muy importante en el ordenamiento social de ésa y de todas las épocas. Porque ¿cómo se podría vivir en el Perú, imagínense, sin la SUNAT? Imposible. Sin la SUNAT no podría existir el país, no existiría la administración pública si no contara con los fondos que la SUNAT recauda.


Pues bien, Zaqueo formaba parte de la SUNAT en el Israel de entonces. Mejor dicho, él era un representante de la SUNAT romana, porque era recaudador de impuestos -que es lo que la palabra “publicano” quiere decir- por cuenta del Imperio Romano.


A él le había costado mucho llegar a ser no solamente publicano, sino ser jefe de publicanos (que es lo que la palabra griega architalones, que figura en el original quiere decir), porque entonces era costumbre –y lo siguió siendo durante mucho tiempo- que esa clase de cargos se vendieran al que pagara más por ellos, por lo que se esperaba que los publicanos, mediante su oficio, se resarcieran de su inversión con parte de lo que cobraban.


Ese era el motivo por el cual la gente no los quería. Los publicanos eran muy mal vistos en todo el Imperio Romano por sus frecuentes abusos. En la sociedad judía de esa época eran considerados traidores a su pueblo, porque colaboraban con el dominador extranjero. En el caso de los judíos el rechazo era agravado por su contacto frecuente con los gentiles y por el hecho de que trabajaban en sábado.


La palabra “publicano”, como vemos en los evangelios, era en la práctica sinónimo de pecador. Por ese motivo le reprochaban a Jesús que andara con los publicanos. Los fariseos se decían, ¿cómo es posible que este hombre, que dice ser profeta, y justo, ande con pecadores, esto es, con prostitutas y publicanos? Los judíos piadosos no se juntaban con esa clase de gente a quienes despreciaban. ¡Hasta ahí no más, de lejos! No querían saber nada con ellos.


Sin embargo este hombre pecador, que vivía a espaldas de Dios, tenía una inquietud espiritual en su alma, que hacía que se interesara por ese profeta de quien había oído hablar, y al que seguían las multitudes porque hacía milagros; por ese hombre que era llamado por algunos “Hijo del Altísimo”. Entonces cuando Jesús llegó a Jericó, él inmediatamente se propuso ir a ver a este personaje de quien todo el mundo hablaba y que tanto lo intrigaba.


Esto es interesante. A veces las personas más inesperadas tienen una inquietud secreta por las cosas de Dios. Nosotros no debemos descartar a nadie, por indigno o despreciable que nos parezca, porque aún en el más grande pecador, aún en el mayor pecador público, puede haber una pequeña semilla de deseo, o ansia, por conocer a Dios. Dicho de otro modo, hay un vacío en su alma que ni el dinero, ni la posición, ni los placeres, pueden llenar. San Agustín dice que en el interior de todo ser humano hay un hueco que tiene la forma de Dios, y que solamente Dios puede llenar.


Pues bien, Jesús había entrado a la ciudad de Jericó yendo de camino a Jerusalén. Él iba a sabiendas, plenamente consciente de que iba para ser enjuiciado, para ser torturado, y para ser llevado a la cruz. Él no evade su destino, sino, como dice Lucas en otro lugar, Él “afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lc 9:51) a cumplir su destino, la misión para la cual había venido a la tierra.


Pero a pesar de que Él estaba yendo a afrontar la gran prueba de su crucifixión y muerte, Él seguía estando deseoso de salvar a todas las almas que pudiera. Él intuye en su espíritu que hay en esa ciudad un gran pecador que tiene necesidad de ser salvado. Al entrar a Jericó, que todavía estaba lejos de Jerusalén, Él sabía que tenía que alojarse donde alguien antes de partir al día siguiente prosiguiendo su viaje. Como Dios lo tiene todo perfectamente calculado, tal como ese detective de la televisión que ustedes recuerdan seguramente, que decía tenerlo todo perfectamente calculado, y luego todo le salía mal. Sólo que Dios lo tiene todo perfectamente calculado, pero todo le sale muy bien, porque Él nunca se equivoca.


En este caso Jesús iba a resolver simultáneamente dos necesidades, iba a cumplir dos propósitos. Uno, encontrar una casa donde Él y sus discípulos pudieran alojarse esa noche; y dos, salvar a ese pecador que tenía necesidad de Dios. Jesús, como buen cazador y Maestro, iba a matar dos pájaros de un tiro y resolver dos problemas a la vez.


Pues bien, Zaqueo trataba de ver a Jesús en medio de la multitud, pero como era pequeño de talla no alcanzaba a verlo. (Nota). Jesús subía por una calle que, siendo al inicio ancha, se iba estrechando poco a poco, y Zaqueo hacía esfuerzos por empinarse pero no alcanzaba a verlo.


Ahora yo me digo, ¿cuántos hombres y mujeres de talla pequeña tienen una necesidad de Dios tan grande, tan grande que no les cabe en el cuerpo, y por eso se agitan, y por eso van de aquí a allá, buscando a Dios a veces equivocadamente en lugares donde no se le encuentra? Sabe Dios a dónde habría ido Zaqueo antes para calmar esta inquietud. Ahora él trataba de ver a Jesús, intrigado por el personaje, pero la multitud se lo impedía. Muchas veces ocurre que las multitudes y los atractivos del mundo impiden que las personas que buscan confusamente a Dios, que tienen una sed sincera de Él, lo encuentren. Quizás eso nos ocurrió a nosotros, que en una época buscábamos a Dios, pero los atractivos del mundo nos jalaban de un lugar a otro, nos llevaban de aquí para allá y no podíamos arribar al puerto que aspirábamos, hasta que llegó el momento de Dios. Eso es lo que iba a pasar con Zaqueo.


Mientras trataba sin éxito de ver a Jesús, Zaqueo vio que más adelante en la calle por la cual caminaba Jesús lentamente, rodeado de la multitud que no le dejaba avanzar, había un árbol. Ahí vio su oportunidad. Corrió entonces y se subió al árbol para ver a Jesús cuando pasara. Por lo menos podría ver su cabellera, o sus hombros, y quizá hasta su cara.


En su afán de ver a Jesús, Zaqueo no escatimó hacer algo que era indigno de la posición que él ocupaba: subirse a un árbol como cualquier hijo de vecino. Al hacerlo Zaqueo se exponía al ridículo. ¿Estamos nosotros dispuestos a exponernos al ridículo, a que se burlen de nosotros, por buscar a Cristo, por servirlo? El rey David no temió exponerse al ridículo, danzando delante del arca de Jehová, cuando la traían en triunfo a Jerusalén, a pesar de que su esposa Mical su burló de él (2Sm 6:14-23).


Lucas continúa narrando: “Cuando Jesús llegó a aquel lugar, donde estaba Zaqueo, mirando hacia arriba, le vio, y le dijo: Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa. Entonces él descendió aprisa, y le recibió en su casa gozoso.” (Lc 19:5,6).


Jesús avanza rodeado de sus seguidores. Camina lentamente. Se detiene bajo un árbol sabiendo que alguien está ahí arriba, esperándolo. Levanta la vista y le habla al hombre que está ahí subido como un mono en el árbol: “¡Zaqueo date prisa! ¡Baja pronto! Porque yo voy a alojarme esta noche en tu casa.”


Zaqueo debe haberse quedado atónito, sorprendido. ¡Hey! ¿Cómo sabe él mi nombre? ¿Cómo sabe cómo me llamo? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Cómo es eso? ¿Cómo sabe que yo tengo deseos de verlo? ¿Y cómo sabe Él que yo tengo una casa grande como para poder alojarlo? ¿Quién se lo ha contado? ¡Ah! ¡Con razón es profeta, pues! ¡Era verdad lo que decían! ¡No era falso!


Sin embargo, Zaqueo tiene también que haberse dicho: ¿Y cómo es que este santo profeta me hace a mí, que soy un pobre pecador, el honor de venir a alojarse en mi casa? ¿A mí que soy un hombre indigno? ¡Cómo es posible!


Yo imagino que todos esos pensamientos deben haber pasado por la mente de Zaqueo cuando iba corriendo a su casa para llegar rápido y darle órdenes a su mujer y a los sirvientes que preparen las cosas para recibir a Jesús dignamente. Quizá también para prepararle un banquete a Él y a sus discípulos.


Yo me imagino que mientras Zaqueo corría, las lágrimas le bañaban el rostro. La emoción que él sentía de que Jesús le hubiera hablado cuando menos lo esperaba, y encima que Jesús hubiera sabido su nombre, y que él quería verlo, le aceleraba los latidos del corazón. ¡Y que Jesús todavía le dijera: “Yo voy a quedarme en tu casa esta noche!”


¿Cómo es posible? Zaqueo llegó a su casa hecho un hombre diferente. Por lo que viene enseguida, vemos que en el camino él había sido cambiado. Una mirada de Jesús, cuatro palabras suyas, habían sido suficientes para transformarlo, para hacer de él una persona nueva. Podemos decir sin temor a equivocarnos que Zaqueo había nacido de nuevo en esa hora, y que al llegar a su casa él era otro hombre, ya no era el mismo Zaqueo de antes. Miren, cómo son las cosas: Una sola mirada de Jesús, una sola palabra de Jesús, tiene el poder de cambiar a las personas.


Nosotros sabemos que pocos hombres tienen el corazón más duro que los avaros, que los que aman el dinero, y que ellos son las personas más difíciles de convertir al Señor. Pero aquí había sucedido un milagro: El publicano Zaqueo había sido súbitamente cambiado por la gracia de Dios.


Continúa la palabra: “Al ver esto, todos murmuraban, (es decir, muchos que estaban ahí alrededor) diciendo que había entrado a posar con un hombre pecador.” (vers. 7) ¡Cómo es posible que ese milagrero, que se jacta de ser un profeta y un hombre santo, entre a la casa de un desvergonzado como ése! Siempre hay personas que critican lo que Dios hace, que no están de acuerdo, que son más sabios que Dios. ¿Pero qué sabe esa gente de los propósitos de Dios? ¿Qué sabe esa gente, que se cree justa y santa, de la misericordia divina para los pecadores?


Los que critican a Jesús no tendrían reparos en dejar que Zaqueo se condene. Lo condenan en vida por sus actos pero no tienen misericordia de su alma. Lo que distingue a Jesús de sus adversarios que se justifican a sí mismos, es que no tienen compasión por los perdidos. Pero Jesús no actúa de esa manera. Él no trata de contentar a los que se creen buenos. Lo que Él hace es buscar a los que tienen necesidad de Él, quienes quiera que sean, donde quiera que estén, cualquiera que sea su estado. Él busca al ladrón, busca a la prostituta, busca al drogadicto, y va a buscarlos al huarique más infecto si es necesario. Así obra Jesús. Por eso no tuvo miedo de entrar en la casa de un pecador al cual la sociedad piadosa de su tiempo desechaba por ser un traidor a su patria, un colaboracionista. Jesús busca a los que tienen necesidad de Él, dondequiera que se encuentren, en el rincón más escondido, no importa dónde sea y no importa lo que la gente piense de ellos. No hay nadie que sea tan indigno, o menospreciado, como para que Dios no tenga compasión por él.


¿No podemos nosotros afirmar algo semejante de nosotros mismos? Cuando nosotros nos convertimos al Señor ¿éramos acaso unos santos? A ver que levante la mano el mentiroso o la mentirosa que lo afirme. ¿Quién merecía que Dios se compadeciera de él? ¿Dónde está el santo? Todos nosotros habíamos pecado, y todos estábamos destituidos de la gloria de Dios (Rm 3:23); así los grandes como los pequeños, los famosos como los desconocidos, los sabios como los ignorantes, porque todos tenemos una cosa en común, y esa es que somos pecadores. Eso nos distingue a todos.


Pero preguntémonos también: ¿Solemos tener nosotros compasión de los miserables, de los marginados, como la tenía Jesús? ¿Estamos dispuestos a hablarles, a trabar amistad con ellos?


“Entonces Zaqueo, (al llegar Jesús a su casa) puesto en pie, dijo al Señor: He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado.” (vers. 8). (Continuará)




Nota: Aristóteles dice que los hombres de talla corta suelen tener un alma magnánima, porque la fuerza de su alma, estrechada en un cuerpo pequeño, se focaliza y agudiza.


Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, arrepintiéndote de tus pecados y entregándole tu vida a Jesús:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#688 (14.08.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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