martes, 9 de agosto de 2011

EL CONCILIO DE JERUSALÉN II

Consideraciones acerca del libro de Hechos X


Por José Belaunde M.


En el artículo anterior (El Concilio de Jerusalén I) hemos visto cómo la asamblea convocada para resolver el tema de la circuncisión de los creyentes gentiles, aprobó la propuesta de Santiago de imponer a los cristianos no judíos sólo cuatro normas de conducta que garantizaran la convivencia y la unidad entre creyentes judíos y no judíos fuera de Israel.

Al terminar de hablar Santiago la asamblea, con los apóstoles y ancianos a la cabeza, decidió escribir una carta a la iglesia de Antioquía y a las otras iglesias gentiles nacientes, y enviarla por medio de dos miembros prominentes de la congregación de Jerusalén. Con ese fin escogieron a Judas, llamado Barsabás (Nota 1) y a Silas, quienes irían acompañados de Bernabé y de Pablo. La carta, que está específicamente dirigida a los creyentes gentiles, decía lo siguiente: “Los apóstoles, los ancianos y los hermanos (2), a los hermanos de entre los gentiles que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia (es decir en los lugares por donde Pablo y Bernabé han pasado fundando iglesias compuestas principalmente por gentiles), salud.” (Hch 15: 23) Esta frase constituye el exordio y el saludo. Lo que sigue es el contenido propiamente dicho de la misiva.

“Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, (con estas palabras se desautoriza a los judaizantes que apelaban a la autoridad de Santiago) os han inquietado con palabras perturbando vuestras almas, mandando circuncidaros y guardar la ley (he aquí el meollo del problema y lo que la carta pretende aclarar definitivamente: para ser discípulo de Cristo no hay necesidad de hacerse primeramente judío), nos ha parecido bien, habiendo llegado a un acuerdo, (es decir, lo que os escribimos es una decisión a la que por consenso ha llegado toda la iglesia) elegir varones y enviarlos a vosotros con nuestros amados Bernabé y Pablo, hombres que han expuesto su vida por el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo.” (v. 24-26). (Con estas palabras la iglesia de Jerusalén da su respaldo pleno a la predicación de Pablo y Bernabé).

“Así que enviamos a Judas y a Silas, los cuales también de palabra os harán saber lo mismo”. (Es decir, ellos les explicarán aquellos aspectos sobre los cuales pudieran tener dudas. Tienen nuestro respaldo para hacerlo). Lo que sigue es la parte más importante de la carta: “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros (lo que les decimos no es sólo nuestra opinión, sino es lo que el Espíritu nos inspira decirles después de haberle consultado) no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias (para que judíos y gentiles podáis sentaros a la misma mesa sin que lo que uno coma sea chocante para el otro, ni tenga reproche alguno sobre la conducta del otro): que os abstengáis de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; de las cuales cosas, si os guardareis, bien hacéis. Pasadlo bien” (3) (v. 27-29) (Estas dos palabras finales son el saludo de despedida).

Llegados a este punto la asamblea tuvo prisa por comunicar su decisión a la iglesia de Antioquía y a las demás iglesias mencionadas antes, enviando la carta por medio de los miembros citados de la iglesia de Jerusalén, Judas Barsabás, y Silas, junto con Bernabé y Pablo.

Los emisarios no se contentaron con entregar la carta a la iglesia de Antioquía sino que la leyeron a la congregación reunida (v.30,31), añadiendo Judas y Silas, que eran profetas, las palabras de consolación que les movió a decir el Espíritu. Cumplido el encargo que les fue confiado, -después de cuánto tiempo no se sabe, pero la versión árabe dice: “pasado un año”- Judas, con los demás de la comitiva cuyos nombres no se mencionan, retornó a Jerusalén, pero Silas se quedó en Antioquía (v.34). (4) “Fueron despedidos en paz por los hermanos,” dice el texto (v. 33), lo cual quiere decir que dejaron a la iglesia de Antioquía también en paz, habiendo calmado las inquietudes que los promotores de la circuncisión habían suscitado.

Pablo y Bernabé se quedaron también durante un tiempo más en esa ciudad, que era su centro de operaciones, confirmando “a los hermanos con abundancia de palabras.” (v. 32) (5).

Es interesante observar –como anota Adolf Schlatter (6)- que el sentido propio y la importancia coyuntural que tenían las cuatro abstenciones mencionadas en la carta se perdió pronto, porque los escritores cristianos del segundo siglo se refieren a ellas como si prohibieran la idolatría, el adulterio y el asesinato, como si su propósito hubiera sido formular un código elemental de ética, lo cual no era el caso (7).

Es interesante notar asimismo que el decreto de Jerusalén –por llamarlo de alguna manera- no contiene ninguna declaración doctrinal. De lo que trata es del comportamiento que deben guardar los hermanos en las iglesias formadas por judíos y gentiles para que puedan tener “koinonía” y poder, además, comer juntos y, esto es muy importante, “partir el pan” juntos.

En realidad la cuestión acuciante que estaba en el tapete en ese momento era la unidad de la iglesia. ¿Habría una sola iglesia formada por creyentes judíos y gentiles, o dos iglesias separadas, una formada por judíos que seguían guardando escrupulosamente toda la ley de Moisés, y otra formada por gentiles que no se ceñían a ella, salvo el Decálogo? ¿Una iglesia que consideraba a la comunidad de Jerusalén como la iglesia madre y otra que miraba a la de Antioquía? Ciertamente la iglesia de Antioquía era la iglesia madre de las iglesias fundadas por Pablo y Bernabé en sus viajes. ¿Pero podía la iglesia de Antioquía tomar decisiones vitales prescindiendo de la de Jerusalén, donde estaban los tres pilares de la iglesia, Pedro, Juan y Santiago? Antioquía nunca lo habría soñado, ni Pablo –tan preocupado por mantener la unidad de la iglesia- lo hubiera permitido. Él insistió en que fuese Jerusalén la que decidiera las cuestiones que habían causado zozobra entre los creyentes.

Aquí hay una paradoja: De un lado él insistía con gran énfasis en señalar que el encargo y el llamado que él había recibido de predicar a los gentiles no dependía de ningún hombre, sino que procedía directamente de Dios; de otro, él daba gran importancia a que las decisiones sobre los temas en que había opiniones encontradas, fueran tomadas por la iglesia de Jerusalén donde estaban los apóstoles que habían estado con Jesús, y sus allegados más cercanos.

Un aspecto intrigante del llamado “Decreto de Jerusalén”, es que no se menciona para nada el sábado, a pesar de la importancia que tenía para los judíos. Los pueblos paganos, como sabemos, no guardaban el sábado, no tenían un día de descanso semanal, y tildaban a los judíos de ociosos por hacerlo. ¿Guardaban el descanso semanal los discípulos judíos de Jesús después de su muerte? Aparentemente sí, pero es una pregunta difícil de contestar por la falta de evidencias seguras. Por lo pronto no se reunían los sábados para orar sino solían hacerlo al día siguiente, que empezaron a llamar “el día del Señor(8), en recuerdo de la resurrección de Jesús. Pero no descansaban ese día, ni les hubiera sido fácil hacerlo a los que trabajaban por su cuenta y a los asalariados. Pero los fariseos convertidos, que eran celosos de la ley y que querían imponer la circuncisión a todos los creyentes, posiblemente sí guardaban el sábado. ¿Por qué no trataron de imponer con el mismo rigor a los gentiles el descanso sabatino si ése era también un punto muy importante de la ley?

Jesús mismo sí lo guardaba pues Él cumplió toda la ley, aunque criticara la excesiva reglamentación de su cumplimiento desarrollada por las tradiciones judías, la llamada Torá oral, y diera al sábado un nuevo significado. Pero es poco probable que los “nazarenos”, o que Santiago, el hermano del Señor, viviendo en un ambiente judío, no se sintieran obligados a guardarlo.

Todo hace pensar que Jesús nunca tuvo la intención de reemplazar el descanso en sábado por el descanso en el primer día de la semana, y así lo entendió la iglesia de Jerusalén. Fue Pablo quien vio la dificultad que para los gentiles convertidos representaba guardar el sábado fuera de la tierra de Israel (Col 2:16).

Otro aspecto interesante de la carta redactada por la iglesia de Jerusalén es que no decreta ni impone a sus destinatarios las cuatro directivas de conducta, sino sólo las recomienda: haréis bien en guardar estas cosas (Hch 15:29). La iglesia de Jerusalén, pese a su reconocida eminencia, no ejercía autoridad sobre las iglesias hermanas. Sólo más tarde se desarrollará el principio de autoridad de una iglesia sobre otras, y eso muy lentamente.

Otro aspecto que conviene señalar también es que la carta no está dirigida a todas las iglesias gentiles, sino sólo a la iglesia de Antioquía y a las de Siria y Cilicia que dependían de ella, y no a todos sus miembros, sino a los hermanos gentiles de entre ellas, porque los creyentes judíos seguían guardando toda la ley. Ese parece ser el sentido del ver. 21, donde se dice que la ley de Moisés es enseñada en las sinagogas todos los sábados, lo cual quiere decir que los discípulos judíos acudían a la sinagoga en sus ciudades, y que probablemente guardaban toda la ley.

Eso nos pone ante el cuadro siguiente: en las iglesias mixtas, es decir formadas por creyentes judíos y gentiles, al hacer mesa común, los creyentes judíos se ceñían, como estaban acostumbrados, a las prescripciones alimenticias de la ley mosaica; los creyentes gentiles, por su lado, a fin de no chocar a sus hermanos judíos, se abstenían de lo indicado en los tres puntos de la carta tocantes a la alimentación.

Con el tiempo, a medida que la iglesia judía fue superada en número por las iglesias donde predominaban los creyentes de origen gentil, es decir, pagano, las prescripciones alimenticias mosaicas fueron cayendo en desuso entre los cristianos, incluso judíos. Vale la pena notar que, recordando la advertencia hecha por Jesús (Mt 24:15-18), los cristianos de Jerusalén huyeron de la ciudad antes de que fuera sitiada por los romanos, salvando de esa manera la vida. Bajo la dirección de Simeón, hermano y sucesor de Santiago, ellos se establecieron en la vecina ciudad de Pella, pero subsistieron por poco tiempo.

Referente a lo “sacrificado a los ídolos” Pablo en su primera epístola a los Corintios (iglesia a la cual no fue dirigida la carta de Jerusalén) sostiene que, dado que los ídolos nada son, pues los dioses no existen ya que hay un solo Dios, los cristianos pueden comer de toda la carne que se venda en el mercado, sin preguntar si ha sido sacrificada a los ídolos o no. Pero si alguno le advierte al que está a la mesa que la carne que está a punto de comer ha sido sacrificada a ídolos, sería bueno que se abstenga de comerla para no ser tropiezo al que hizo la advertencia –cuya conciencia es débil- pues al verle comerla, podría ser estimulado a hacer algo que su conciencia repruebe y se contamine. El principio que él sienta al respecto es “todo me es lícito, pero no todo edifica”. (Ver 1ª Cor 8 y 10:23-33).

Queda sin embargo la pregunta: ¿La prohibición de comer sangre, que es anterior a la ley de Moisés (véase Gn 9:3,4), sigue siendo válida en nuestro tiempo? En el Nuevo Testamento no hay respuesta explícita a esa pregunta, aparte de lo indicado en el episodio que comentamos. Por ese motivo la práctica de las iglesias ha sido variada, aunque la tendencia predominante es ignorar esa prohibición.

Notas: 1. En Hch 1:23 se menciona a otro Barsabás (e.d. hijo de Saba), llamado José, que tenía por sobrenombre “el Justo”, y que fue uno de los dos candidatos propuestos para completar el número de los doce apóstoles, reemplazando al traidor Judas Iscariote.

2. Con esta introducción se designa en orden jerárquico a los que asistieron a la reunión y adoptaron por consenso las decisiones que se tomaron, esto es, en primer lugar, a los apóstoles, cuya autoridad provenía de haber acompañado y haber sido instruidos por Jesús. Nadie podía transmitir mejor que ellos lo que su Maestro hubiera pensado acerca de los asuntos graves que se planteaban a la iglesia. Enseguida se menciona a los ancianos, como colaboradores inmediatos suyos, que asumían determinadas responsabilidades en la iglesia; y por último, a los miembros “de a pie” de la congregación, cuya opinión fue también tenida en cuenta.

3. El significado de estas cuatro prohibiciones fue explicado en el artículo anterior: “El Concilio de Jeruslén I”.

4. El v. 33 sugiere, en efecto, que los cuatro no fueron los únicos que descendieron a Antioquía, sino que fueron acompañados por otros más, puesto que dice: “fueron despedidos” en plural. Pero si Silas, Pablo y Bernabé se quedaron en Antioquía, Judas Barsabás sería el único que fue despedido. Sin embargo, el vers. 34 sólo figura en el texto occidental, pero no en el texto alejandrino, que es más antiguo. Si ese versículo fue añadido por un copista, como algunos creen, Silas habría retornado a Jerusalén con Judas. En ese caso, cuando posteriormente al separarse de Bernabé a causa de la disputa que tuvieron sobre Juan Marcos, Pablo escoge a Silas por compañero para su próximo viaje misionero, habría que pensar que fue a buscarlo a Jerusalén. Sea como fuere, Silas, cuyo cognomen romano era Silvanus, era un socio muy adecuado para Pablo en esta nueva etapa, porque era también ciudadano romano como él.

5. Nótese que cuando las palabras son de la iglesia se menciona a Bernabé antes que a Pablo, pero cuando habla el narrador Pablo es mencionado primero.

6. En su libro “Die Geschichte der ersten Christenheit”.

7. La idolatría, la fornicación y el asesinato eran los tres pecados cardinales que ningún judío podía cometer aun en el caso de peligro de muerte, mientras que se toleraba que pudiera cometer otros menos graves de ser necesario para salvar su vida.

8. En latín “Domínicus dies”, (de “Dóminus”, es decir, “señor”) de donde vienen las palabras “domingo”, en español; “doménica”, en italiano; “dimanche”, en francés, etc.

#670 (20.03.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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