lunes, 1 de marzo de 2010

EL MACHISMO

El machismo es una perversión del espíritu viril inspirada por el maligno que actúa en la sociedad para degradar al hombre al nivel de la bestia, y para atacar a la dignidad de la mujer como criatura de Dios; para rebajarla a la condición de mero objeto sexual, y para destruir esa base de la familia que es la fidelidad mutua.

El hombre supuestamente macho es en muchísimos casos en realidad un cobarde incapaz de asumir sus responsabilidades ante la mujer que sedujo, y ante los hijos que desaprensivamente engendró en ella. Cuando la carga económica empieza a hacerse pesada, o la lozanía de la juventud se marchita, abandona a la pobre ilusa a su suerte para que ella se las arregle como pueda. O, en otros casos, si sus medios económicos se lo permiten, pretende sostener dos o más hogares a la vez (En algunas ciudades del Norte los llaman "canales", porque si se aburre en uno se pasa al otro).

Lo triste es que la sociedad alienta este tipo de conductas otorgando una aureola de conquistador al hombre que pasa de un lecho a otro, olvidando que es en los hogares quebrados, o irregulares, o abandonados por el padre, en donde crecen los desadaptados, los drogadictos, los delincuentes y los terroristas. La sociedad, pues, incuba alegremente su propio azote.

Lo verdaderamente varonil en el hombre no consiste en despertar ilusiones en una mujer deseosa de cariño o de apoyo, para luego defraudarla, o en abusar de ella, sino en ser capaz de hacer feliz a una mujer a lo largo del tiempo y cumplir con sus deberes de padre. Ser padre no consiste solamente en proveer el pan a los vástagos, o en pagar su colegio sino, sobretodo, en cuidar de su desarrollo moral e intelectual como seres humanos; en proporcionarles el ambiente de un hogar estable que les asegure un desarrollo emocional equilibrado, y les dé confianza en sí mismos; en suministrarles un modelo de conducta que los oriente en la vida. ¿Cuántos padres hay que cumplan esa función a cabalidad?

Los miles de juicios de alimentos que se ventilan en los tribunales del país son testigos de la verdadera cara vergonzosa del machismo: hombres que se esconden, o que tratan de eludir su más elemental obligación económica; mujeres que pugnan por sobrevivir, cargadas de hijos; niños escuálidos, enfermizos, prematuramente tristes.

El fenómeno de los niños abandonados que infestan las grandes ciudades latinoamericanas, dedicados en pandillas al pillaje, a las drogas y a la prostitución infantil es una de las consecuencias más funestas de la irresponsable mentalidad machista que infesta nuestra cultura. Aunque distintas en muchos aspectos, la cultura negra de Norteamérica y la cultura latinoamericana tienen este rasgo en común que las ata a la pobreza: La incapacidad del hombre de asumir las responsabilidades que su virilidad le impone. Y a eso le llaman machismo, cuando deberían llamarlo cobardía.

Nunca he leído una definición del machismo. Supongo que los psicólogos y sociólogos que han estudiado el fenómeno pueden suministrarnos más de una. Líneas más arriba lo definí de paso sin proponérmelo como: "la incapacidad del hombre de asumir las responsabilidades que su virilidad le impone." Pero más que una definición ésa es una descripción de sus efectos.

Intentaré una definición más general y abstracta: "Machismo es la imposición, por cualquier medio, en las esferas familiar y social, de una determinada concepción abusiva de las prerrogativas masculinas."

Como quiera que queramos definirlo, el machismo es lo más opuesto a la hombría, y sus efectos más nocivos se descargan sobre los más débiles: las mujeres con hijos pequeños y los niños mismos (Nota 1). Digo mujeres con hijos pequeños porque la mujer sola, o con hijos mayores, está en mejores condiciones para defenderse.

Es en el campo de la familia en donde el machismo da lugar a una de las deformaciones más perniciosas de nuestra sociedad: los hogares abandonados por el padre y los hogares irregulares. A estos dos fenómenos, tan extendidos en nuestro medio, debemos atribuir, en gran parte, la absoluta falta de moral social y cívica en grandes sectores de nuestra población y de nuestras autoridades –como lo estamos viendo en estos días. (2) Es cierto que existe también una inmoralidad grupal que se propaga por contagio.
Es sabido que la conciencia moral de los niños se forma (o se deforma, pues los niños son por instinto altamente morales) bajo la influencia de los modelos de conducta que su entorno les facilita. El primer entorno de los niños son sus padres y suele ser decisivo.

Aquí, ya la sola ausencia del padre crea un vacío, una carencia. El niño pequeño absorbe la impotencia, la frustración y rebeldía de la madre ante la injusticia de su situación. Esto se agrava cuando el niño empieza a comprender que su padre simplemente abandonó a su madre, o la traicionó; cuando comprueba que el padre se niega a asumir la responsabilidad económica que le corresponde, y que a esa negativa se deben las privaciones que él sufre. No es sorprendente que en esas condiciones el niño, sintiéndose abandonado, transite hacia la adolescencia llevando una carga reprimida de odio y rechazo frente a toda autoridad constituida.

Similarmente perniciosa es la costumbre tan común de mantener, oculta o abiertamente, uno o más hogares paralelos (3). ¿Qué concepto de la moral puede tener el hijo pequeño cuando ve que su padre -a quien en temprana edad todavía admira- engaña a su madre, o lleva una vida doble? ¿O cuando percibe que su madre -la querida oculta- no puede aparecer en público con su padre? O que él no puede llamar "papá” en la calle a su progenitor? Por decirlo así, el niño bebe la deshonestidad, la trampa, la maniobra subrepticia, la desvergüenza, con la leche materna. A ello se agregan las humillaciones, las injusticias, los resentimientos y las rivalidades feroces que esas situaciones con frecuencia originan. ¡Cuántas reivindicaciones de nuestro pasado reciente, cuántas posturas o banderas políticas, tienen como trasfondo este tipo de situaciones!

Las inmoralidades de la vida pública no son sino la proyección, a escala social multiplicada, de las inmoralidades de la vida privada. El que es inmoral en su vida privada lo será también en su vida pública. Es ilusorio pretender corregir la corrupción en el gobierno si no se reforman primero las costumbres individuales. Pero no hay reforma de costumbres sin conversión, sin la transformación del individuo que produce la gracia. Ése es el secreto de nuestra venalidad y de la ineficacia de las campañas contra la corrupción. Persigue corregir los efectos sin tratar con las causas. Pero la única medicina, lo sabemos bien, que puede sanar la causa de esos males es Jesucristo.

Notas: 1. Así como también sobre los hombres física o socialmente desfavorecidos.
2. Nótese que hay una correlación que se retroalimenta entre esos dos factores: población corrupta/autoridades inmorales. Pero lo opuesto es también cierto, y sería deseable que existiera en nuestro caso: población con sólidos principios morales/autoridades insobornables y rectas.
3. Una de las grandes claudicaciones históricas de la Iglesia Católica en nuestro medio es no haber denunciado esta práctica y no haberse opuesto a ella con todos los medios a su alcance. Al guardar silencio se convertía inevitablemente en cómplice porque, como dice el dicho: “El que calla, otorga”. Pero ¿cómo iba a hacerlo si era conocido que los grandes del país y los poderosos tenían hogares paralelos? ¿Cómo iba a mantener relaciones armoniosas con el poder si denunciaba desde el púlpito la vida privada de las cabezas de la economía y del gobierno? Habrían hecho callar a los que se atrevieran a criticarlos. Pero esa es una pobre excusa, porque debió haber denunciado el pecado aun a riesgo de perder privilegios y, si fuere necesario, hasta la vida. La poligamia disfrazada que practican muchos en nuestra sociedad es la mayor responsable de la descomposición moral que la afecta.

Por eso yo quiero aprovechar esta ocasión, aunque parezca inusitado, para mencionar el caso de un sacerdote que sí lo hacía con mucho valor, porque yo he sido testigo. El Padre Petermeyer, que tuvo a su cargo en la década del 50 durante algunos años la parroquia de José Leal en Lince, denunciaba con una franqueza e intensidad que dejaba estupefactos y asustados a sus feligreses, los pecados que los hombres y las mujeres suelen cometer en las áreas sexual y familiar, y los abusos contra el servicio doméstico. Podría pensarse que la dureza de sus palabras alejaría a la gente. Pero no. Más bien ocurría lo contrario. El vigor de su prédica, que la crudeza de su acento tosco alemán hacía más impactante, atraía como moscas a mucha gente. La suya era una verdadera voz profética que hablaba a la conciencia de sus oyentes.

La debilidad de muchos púlpitos consiste en que al denunciar el pecado, en lugar de hablar sin miramientos a la conciencia de la gente, como hacía Jesús, se limita a hablarles a su sensibilidad o a su inteligencia, y a usar un lenguaje diplomático. Pero si Jesús hubiera usado un lenguaje diplomático no lo habrían crucificado.

NB. Este artículo fue publicado en la revista “Oiga” en dos partes, hace unos veinte años, bajo el pseudónimo de Joaquín Andariego. Lo he revisado y ampliado para esta impresión.

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