jueves, 11 de febrero de 2010

LA SAMARITANA II

Este segundo artículo sobre la samaritana está también basado en una charla radial que a su vez estaba basada en la prédica del Ps. John Osteen mencionada la semana pasada. En este caso, sin embargo, mi contribución personal es mayor que en el primer artículo.

En la charla anterior hablamos de cómo Jesús, atravesando Samaria, encontró junto al pozo de Jacob, en el pueblo de Sicar, a una mujer que había ido a sacar agua (Jn 4:1-42). Y de cómo Jesús empezó a hablar con ella, pese a que Él era judío y ella samaritana. Vimos cómo Jesús le habló de un agua viva que Él podía darle y que si ella bebía de esa agua nunca volvería a tener sed. Le estaba hablando metafóricamente del agua viva que en otra parte dijo que Él habría de dar a todo aquel que creyera en Él (Jn 7:38).

Y narramos cómo la mujer le dijo: Dame de beber esa agua, y cómo ese pedido encarna la sed que tiene la humanidad de ser salvada del pecado y sus consecuencias. Esa mujer era muy desgraciada, ciertamente. Se había divorciado cinco veces. Yo no sé si ustedes conocen a alguien, hombre o mujer, que se haya divorciado tantas veces y sea feliz. Divorcio es lo mismo que fracaso y nunca ocurre sin que haya sufrimiento de ambas partes y de los hijos. Pero el divorcio para los judíos y los samaritanos era algo mucho peor para una mujer que para un hombre. No era como entre nosotros ahora una sentencia judicial en que uno de los cónyuges, o ambos de común acuerdo, solicitan y que no conlleva deshonra. No. Entonces el divorcio era un estigma para la mujer. De hecho, no se llamaba divorcio, sino repudio. Cuando un hombre quería separarse de su mujer le daba una carta de repudio, esto es, de rechazo. Y eso bastaba para deshacerse de ella. Era una decisión inapelable.

Esta mujer había sido rechazada por cinco maridos sucesivos. No sabemos por qué causa, si por culpa de ella o de los hombres con los que se había casado. Pero lo cierto es que, como consecuencia, ella era mirada como una mujer devaluada, descastada, deshonrada. Y ahora simplemente vivía con un hombre que no era su marido legítimo, quizá porque ya nadie se quería casar con ella. Si alguna vez tuvo algún atractivo físico ya lo había perdido posiblemente. Jesús, aunque nunca la había visto antes, sabía todo eso. Conocía toda su vida. Ella no necesitaba contársela. Pero Él quería tocar su corazón; quería hablarle precisamente de su vida; quería que ella reconociera la condición en que se hallaba. Pero, fíjense, no le reprocha: “Oye ¿Por qué estás viviendo con un hombre que no es tu marido?”. No, no la acusa. Todo lo contrario. La trata con delicadeza, la trata con la cortesía que se debe a una dama. Quizá ya nadie la trataba como a una dama, sino como a una cualquiera. Pero Él no. Él le habla con gentileza. Sabe que ya no está casada, pero le dice: “Llama a tu marido”. No la humilla. Quería que ella reconociera por sí misma su propia condición.

¡Qué distinto es el mundo! ¡Qué distinto se porta la sociedad con los caídos! La sociedad levanta un dedo acusador contra los descarriados; se ensaña con ellos. Jesús sabe cuánto debe haber sufrido esa mujer por haber sido rechazada, abandonada por cinco maridos, uno después de otro. Sabe que ella es infeliz y se compadece de ella.

¡Qué contraste entre los hombres y Dios! Los hombres vemos en el caído lo que es vergonzoso. Dios ve un alma que puede ser salvada. Nosotros vemos a un ser despreciable; Dios ve a alguien que necesita ayuda. Nosotros vemos lo que hay de odioso en él; Dios ve lo que tiene de amable, esto es, digno de ser amado, lo que hay de bueno en él o en ella. ¡Cuán distinto es Dios del mundo!

Y cuando ella se da cuenta de que Él sabe toda su vida, que no hay nada que pueda ocultarle, ella comprende que la persona con quien habla es un ser especial y le dice: Señor, me parece que eres profeta.

Ahí quería llevarla Jesús. Quería que ella reconociera su condición de pecadora y que comprendiera que Él tenía algo decisivo que darle, algo que era mucho más valioso que el agua que se recoge en un balde.

Y eso quiere Jesús también que nosotros hagamos: Quiere que comprendamos que Él sabe todo acerca de nuestras vidas, que no hay nada en nosotros que podamos ocultarle, y que, sea lo que sea lo que nosotros hayamos hecho, Él nos ama a pesar de todo y quiere salvarnos. No ve en nosotros lo que nos avergüenza. Ve la imagen y semejanza de Dios en nuestras almas. Ve el potencial de bien que hay en nosotros. No el mal que hemos hecho.

Esa mujer entonces le dice: Yo sé que ha de venir el Mesías y que cuando Él venga, nos dirá todas las cosas que deseamos saber. Esa mujer de vida desarreglada, que nosotros creeríamos que no tiene ningún pensamiento de Dios, esa mujer espera al Mesías. Espera al Salvador. Ella tiene esa esperanza.

Es que, contrariamente a lo que nosotros solemos suponer, los pecadores, los que están alejados de Dios, no son felices en su situación. Tienen un ansia, quizá inconsciente pero profunda, de algo mejor. Buscan algo que ignoran pero que presienten. Tienen una sed espiritual. Tienen un vacío dentro que sólo Dios puede llenar.

Y a veces lo buscan equivocadamente, lo buscan donde no se halla. Por eso están llenos los locales de las sectas, los conventículos esotéricos. Es gente que busca a Dios donde no se encuentra, pero desean hallarlo.

Y he aquí que entonces sucede algo maravilloso. Sabemos que Jesús ocultó su identidad de Hijo de Dios al mundo hasta el final de su vida pública. A los demonios que sabían quién era Él, les ordenaba que se callaran. No quería que el mundo lo supiera. Pero se revela a ella: El Mesías que tú esperas, soy yo, el que habla contigo. No se reveló a ningún personaje importante, a ningún rey o maestro de la ley. Pero sí se descubre ante esa mujer indigna y humillada, ante esa pecadora.

Recordemos que Él dijo en otro momento: “Yo te alabo Padre, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños.” (Mt 11:25). A los pobres, a los ignorantes, Él les revela cosas que los sabios ni sospechan.

Él hizo todo un viaje para buscar a esta mujer, porque sabía que ella tenía necesidad de Él, y que ella estaba dispuesta a recibir su ayuda. Así es Jesús. Él sabe que la humanidad tiene necesidad de alivio, tiene necesidad de paz, y Él quiere dárnosla. Por eso Él dijo: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré, yo os haré descansar.” (Mt 11:28).

Y por eso va a buscar a esa mujer en Sicar, desafiando el calor y el camino áspero. Por eso le habla cuando no estaba bien visto que lo hiciera. Por eso va Él a todas partes donde hay un pecador con el corazón dispuesto a escucharlo.

Sí, por eso viene Él a Lima, por eso va Él a Huancayo. Por eso va Él a Arequipa, al Cuzco, a Lurigancho, al penal San Jorge. Por eso va Él a todas partes. Para eso su Espíritu recorre el mundo entero, en busca de pecadores dispuestos a arrepentirse, a ser renovados interiormente, a ser regenerados, a empezar de nuevo.

Para eso vino Él al mundo, para eso se ha quedado entre nosotros hasta el fin de los tiempos. Y todo el que tenga necesidad de Él puede hallarlo.

Esta mujer, que había ido a llenar su cántaro con agua, lo encontró cuando ni siquiera se imaginó que podría hallarlo. ¡Y cómo habrá sido la revelación que ella tuvo cuando Él le dijo: Yo soy el Mesías. ¡Cuál habrá sido su deslumbramiento, que en un impulso súbito, dejó su cántaro de agua y se fue corriendo al pueblo gritando excitada: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que yo he hecho! ¿No será el Mesías? ¡Vengan, vengan a ver a este hombre.”! (Jn 4:29).

Y de esa manera, esta mujer pecadora, despreciada, se convierte en la primera predicadora del Evangelio, la primera evangelista, porque dice Juan unos párrafos más abajo que los habitantes de la ciudad creyeron por su palabra. Nadie antes que ella había hablado a las gentes de Jesús. Ella lo hizo incluso antes que Jesús enviara a los 72 discípulos de dos en dos a predicar por los pueblos. Una mujer, y no una santa, fue la primera persona que predicó a Jesús. ¿Se dan cuenta? Y lo hizo sin que Jesús se lo pidiera, aunque Él sabía que lo iba a hacer. Lo hizo porque estaba deslumbrada por su descubrimiento, por la chispa de fe que había prendido en su alma.

Justo cuando ella se fue, los discípulos que habían ido al pueblo a buscar comida regresaron y le dijeron: “Maestro, come.” Pero Él contestó: “Yo tengo una comida de la cual vosotros no sabéis nada.” Y ellos se preguntaron: “¿Le habrá dado alguien de comer?” Pero Él les dijo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre.” (Jn 4:32-34).

¡Cuán importante era para Jesús hacer la voluntad de su Padre que Él la llama comida! ¡Y dejó todo por cumplirla! Él se alimentaba de hacerla.

¿Cuál era la voluntad de su Padre? Lo que estaba Él haciendo en ese momento: Salvar a la gente extraviada, tocar a los desgraciados, a los afligidos, aliviarlos, sanarlos.

“Yo he venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido, y no son los sanos sino los enfermos los que tienen necesidad de médico.” (Mt 18:11; 9:12).

Y nosotros ¿qué hacemos? ¿Cumplimos la voluntad de nuestro Padre? ¿Es tan importante para nosotros que por cumplirla nos privamos de alimento si fuera necesario? Esa voluntad no ha cambiado. Sigue siendo la misma que hace dos mil años. Y Jesús nos ha mandado a predicar el Evangelio. Él nos ha dado ese mandato. Nos lo ha dado a todos sus discípulos. No sólo a unos cuantos. Nos lo dio a todos. Y nos mandó a sanar enfermos, a expulsar demonios, a buscar y a salvar lo que estaba perdido; a aliviar, como Él había hecho, las necesidades de nuestros semejantes.

A dar de comer al hambriento, como Él lo hizo. A socorrer a las viudas y a los huérfanos; a visitar a los encarcelados. ¿Y qué cosa oiremos en el día del juicio? ¿Venid benditos de mi Padre?, o ¿apartaos de mí, malditos? ¿De qué lado estaremos: a su derecha o a su izquierda?

¿Sustentamos al hambriento, o no lo hicimos? ¿Dimos de beber al sediento, o no lo hicimos? ¿Fuimos a visitar enfermos, o no lo hicimos? Fíjense que no se trata sólo de hambre, o sed o de enfermedades materiales, sino también de carencias espirituales. ¿Hemos aliviado las necesidades de nuestros semejantes? Porque no hay fe que salve si no se manifiesta en obediencia a los mandatos de Jesús. Él lo dijo bien claro: “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.”(Mt 7:23).

Y he aquí que mientras Jesús está hablando con sus discípulos viene hacia Él la multitud de los habitantes del pueblo. Y Él comenta con sus discípulos: “Vosotros decís que faltan cuatro meses para la cosecha” porque era finales de marzo o comienzos de abril y faltaban, en efecto, cuatro meses para la siega. Y agrega: “Alzad los ojos y mirad los campos que están blancos para la siega.” Ahora es la cosecha. Esa multitud que viene hacia Él son los campos blancos para la siega. (Jn 4:35).

Esa humanidad necesitada de Dios es el trigo ya maduro que Dios quiere que cosechemos. Ahí está listo para que nosotros lo seguemos. Hoy día. No mañana.

No hay que esperar mejor oportunidad, cuando la ocasión se presenta. Hoy es el día de salvación. Hoy tenemos que hablar al amigo que está en problemas, al hermano que está enfermo, a la madre abandonada que pasa necesidad.

Cuando alguien viene a tocar tu puerta y te pide un pedazo de pan, ahí está la cosecha. Cuando viene alguien a pedirte un favor, un consejo, ahí está la cosecha.

¿Cómo le hablas? ¿Lo despides de mala manera? “Ya, ya ocioso, vete a tocar otra puerta.” ¿O lo acoges y le preguntas: qué necesitas? ¿Te interesas por su problema? ¿Tratas de discernir si es verdad lo que te relata, o si es un cuento? Y si te parece sincero ¿tratas de ayudarlo? Y si te parece que miente ¿no le dices, al menos, que Jesús lo ama y quiere salvarlo?

No nos engañemos. Jesús nos ha dado un mandato y Él nos pedirá cuentas de cómo lo cumplimos: “Porque tuve hambre y me diste de comer, y tuve sed y me diste de beber; estaba desnudo y me vestiste.” (Mt 25:35,36).

¡Ah! ¡Feliz tú si alguna vez lo hiciste! ¡Desgraciado tú si te has negado siempre a hacerlo!

#612 (31.01.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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