lunes, 1 de febrero de 2010

AGRADECIMIENTO III

En nuestra charla anterior hablamos acerca de cómo Dios tiene el mundo bajo su control y cómo, en consecuencia, nada puede ocurrir al hombre sin que Dios lo quiera o lo permita. Eso es lo que su palabra afirma.

Pero entonces, preguntamos, si nada ocurre sin que Dios esté involucrado ¿quiere eso decir que nuestras enfermedades vienen de Dios, y que, cuando nos enfermamos, debemos aceptar la dolencia y el sufrimiento que nos causa sin resistir?

Preguntamos también si es Dios el único origen de todas las cosas buenas y malas que ocurren en el mundo y que nos suceden a nosotros, o si hay otras causas detrás de los males que nos afligen.
El tema es muy vasto y complejo y voy a tratar de cubrir lo esencial en el curso de esta corta charla. En primer lugar, es cierto que todo lo que ocurre, sea bueno o malo, viene en última instancia de Dios. Pero no siempre es Dios el origen inmediato de lo que ocurre en el mundo.
Muchas cosas ocurren porque nosotros, los hombres, las hemos causado. Si yo, por ejemplo, subo a mi automóvil borracho y choco, no puedo echar la culpa del accidente a Dios. Yo soy responsable del choque, aunque Dios haya permitido que ocurra. El hubiera podido, es verdad, impedir que yo choque, y nosotros no sabemos con qué frecuencia Dios interviene para librarnos de sufrir las consecuencias de nuestras imprudencias. ¿Por qué unas veces nos salva y otras no? Eso es algo que quizá un día en el cielo sabremos.
Si yo me dedico a comer en exceso alimentos muy pesados, no puedo echarle la culpa a Dios si me enfermo del estómago. Yo soy el responsable de esa enfermedad.
Pero no todos los males que afligen al hombre son consecuencia de sus propios actos. Pueden ser consecuencia de actos o de omisiones ajenas. En muchos casos resultan de circunstancias en las que no hay responsables identificables, o cuyas causas son para nosotros impenetrables. Sin embargo, detrás de todas las circunstancias y de los factores humanos, en última instancia son el demonio y sus huestes, que actúan en la sombra, los causantes de los males que afligen al hombre.
Hay muchas personas, y hasta teólogos hoy día, que niegan la existencia del diablo como un ser personal. Dicen que es un mito mediante el cual en el pasado el hombre trataba de explicarse la presencia del mal en el mundo, y añaden que en nuestra época ilustrada y científica ya no es dable permanecer aferrados a esa concepción pre-científica superada. Debemos descartar, afirman, toda intromisión de lo sobrenatural en la realidad física, porque lo sobrenatural no existe.
Sin embargo, no se puede estar parado en la palabra de Dios y negar al mismo tiempo la existencia del diablo, porque la revelación divina la afirma. Jesús habló muchas veces explícitamente del demonio y en muchas ocasiones expulsó al espíritu maligno de una persona. No podemos decir que Él era víctima de concepciones míticas. Tampoco se puede sostener, como hacen algunos, que Él condescendió a adaptarse a la mentalidad de su tiempo y adoptó a ella su lenguaje. Eso haría de Él un mentiroso. Él sabía muy bien lo que hacía y lo que decía, y dijo claramente en el Evangelio de Juan: "El enemigo -esto es, el demonio- no ha venido sino para robar, matar y destruir". (Jn 10:10). Ahí Él no está hablando de ningún producto de la imaginación popular, sino de una realidad muy presente en nuestras vidas contra la cual Él vino a luchar.
Satanás ha intervenido en la historia humana desde el comienzo de la creación. Como consecuencia de su rebeldía, Adán cedió a Satanás el señorío sobre la tierra que Dios le había otorgado. Desde entonces Lucifer y sus huestes por envidia tratan de mil maneras de hacer daño al hombre y de apartarlo de Dios.

En el poema de Job hemos visto cómo Dios otorga permiso a Satanás para que después de haber hecho perecer a los hijos de Job y que le arrebaten su fortuna, le permite tocar el cuerpo del patriarca, pero respetando su vida. Como consecuencia, Job se enferma de sarna (Jb caps 1 y 2).
En el episodio en que Jesús sanó a una mujer que vivía encorvada y los fariseos le reprocharon que sanara en sábado, Jesús les preguntó si no era justo liberar, aun en el día de reposo, a una mujer que había vivido 18 años oprimida por el diablo (Lc 13:16).

Pero hay casos en que las Escrituras dicen que es Dios el causante directo de la enfermedad de un hombre, a quien castiga de esa manera por un grave pecado. Eso ocurrió, por ejemplo, con Herodes Agripa, en el libro de los Hechos, a quien un ángel del Señor tocó y que murió en medio de horribles dolores, por haberse atribuido el honor que sólo se debe dar a Dios (Hch 12:23). O con el rey Uzías, en el libro de Crónicas, que enfermó de la lepra por haber usurpado en su soberbia el papel de sacerdote en el templo (2Cro 26:16-21).

Es muy difícil discernir en qué forma se conjugan los diferentes factores que intervienen en las enfermedades. Si es Dios que prueba o que castiga al hombre, o si es Satanás quien lo aflige con el permiso de Dios, o si es el propio hombre quien se ha acarreado con sus propios actos la enfermedad que lo atormenta. Nosotros no podemos penetrar en la mente de Dios. Si, como el libro de Proverbios afirma, no podemos siquiera seguir el rastro en el aire del águila que vuela ¿cómo podríamos saber algo mucho más complejo, como es la forma en que esos tres factores que he mencionado se conjugan para causar la enfermedad? (Pr 30:19).

Pero sí podemos estar seguros de tres cosas: Una es que las causas naturales que originan la enfermedad, esto es, los microbios, las bacterias y virus, así como el desgaste natural del cuerpo, sólo obran o existen a causa del pecado. Sin el pecado original -esto es, sin la corrupción de la naturaleza que trajo la caída de Adán- no habría enfermedad ni muerte en el mundo. Las bacterias, microbios y virus que hubiera sólo ejercerían una influencia beneficiosa. El hombre no moriría y viviría sano.

De otra parte, como lo sugiere la orden dada a Adán antes de la caída, de comer sólo lo que la flora le ofrezca (Gn 1:29), según el proyecto original de Dios el hombre sería vegetariano. Hay un pasaje además en Isaías que sugiere fuertemente que en la restauración de todas las cosas al final de los tiempos, los animales no serán carnívoros -esto es, no se comerán unos a otros- sino herbívoros, y no habrá animales venenosos: “Morará el lobo con el cordero y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro, el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará…Y el león como el buey comerán paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el niño destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. No harán ni dañarán en todo mi monte santo, porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová como las aguas cubren el mar.” (Is 11:6-9).

Segundo, Jesús vino al mundo a librar al hombre del pecado y de la condenación eterna. Vino también a liberarlo de la enfermedad. Esto es, Él no sólo "llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" , como dice la primera epístola de Pedro (2:24), sino también, como dice Isaías, "llevó todas nuestras dolencias y nuestras enfermedades" (Is 53:4).

Hay quienes interpretan esta última frase en un sentido espiritual. Se trata de dolencias y enfermedades del alma, afirman. Pero hay un episodio en el Evangelio de Mateo que claramente muestra que se trata de enfermedades del cuerpo. Narra el evangelista que una tarde le trajeron a Jesús muchos enfermos y Él los sanó a todos con su palabra, "para que se cumpliera -noten bien- lo dicho por el profeta Isaías cuando dijo: 'Él llevó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades'". (Mt 8:16,17). La propia Biblia es el mejor intérprete de la Biblia. Ese pasaje despeja toda duda acerca de cómo debe interpretarse esa frase famosa de Isaías.

La tercera cosa es que Dios quiere sanarnos. Hay muchos pasajes de las Escrituras en que se muestra meridianamente cómo es la voluntad de Dios que sanemos de nuestras enfermedades. Un leproso, según narra Marcos, se acercó a Jesús un día y le dijo: 'Si quieres, puedes sanarme'. Jesús le contestó: 'Quiero' y lo sanó. (1:40-42).

En el libro del Éxodo, Dios le dice a su pueblo Israel, cuando camina por el desierto: "Yo soy Jehová tu sanador." (Ex 15:26) En la epístola de Santiago se nos dan las pautas para vencer a la enfermedad: "Confesaos vuestras ofensas unos a otros y orad unos por otros para que seáis sanados." (St 5:16).

Otra manifestación de la voluntad de Dios de sanarnos es la existencia en la naturaleza de multitud de hierbas y plantas que tienen virtudes medicinales. Esas plantas no existirían ni tendrían esas propiedades curativas si Dios no lo hubiera querido. Si Dios ha provisto en la naturaleza medios para que seamos curados, es porque nuestra salud es su voluntad.

Un hecho indudable permanece, sin embargo, y es que así como Jesús vino al mundo para salvar al hombre de sus pecados, y no obstante, no todos los hombres se salvan, de manera semejante, Jesús ha venido al mundo a librarnos de nuestras enfermedades y, sin embargo, no todos los hombres se sanan.

La razón es que si bien Jesús ha redimido a todos los hombres en principio, para que la salvación provista por Jesús le alcance, cada hombre debe apropiarse de ella individualmente, creyendo en su sacrificio expiatorio. De igual manera, si bien Jesús llevó todas las dolencias de la humanidad en la cruz, cada ser humano personalmente debe apropiarse por fe de la sanidad que Jesús le ofrece.

¿Cómo puede hacerlo? La Biblia explica: Orando sin dudar del poder de Dios, y creyendo en su bondad y en su poder infinitos; reclamando las promesas de salud que contiene la Biblia y saturándose de ellas por la lectura y la meditación.

Por último, hay que tener en cuenta que si hay enfermedades o trastornos que son causados por Satanás sin ninguna otra causa aparente, Jesús nos ha dado autoridad para resistir al demonio y ordenarle que se vaya y que no siga atormentando nuestro cuerpo (Lc 10:19). Esto es algo que todo creyente que tenga un mínimo conocimiento de la palabra de Dios puede hacer, y es un arma muy efectiva contra muchos males, no sólo contra las enfermedades, con que el demonio trata de afligirnos.

Vayamos pues a las Escrituras, estudiemos sus promesas y aferrémonos a ellas para usarlas como armas certeras para deshacer las maquinaciones del demonio contra nuestra salud y nuestras vidas. Recordemos la promesa contenida en Romanos de que frente a todos los ataques del enemigo nosotros “somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó.” (8:37).

#607 (27.12.09) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

NB. El presente artículo fue escrito como texto de una charla radial el 15 de octubre de 1998. Se publica por primera vez.

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