martes, 16 de febrero de 2010

LA VERACIDAD DE LAS PALABRAS Y EL CUMPLIMIENTO DE LO OFRECIDO

Uno de los signos que mejor nos permiten apreciar la madurez que ha alcanzado un cristiano es la veracidad de sus palabras. ¿Dice siempre la verdad sin desfigurarla, o se permite pequeñas libertades al narrar algo? ¿Cumple siempre lo que promete? ¿Acude puntualmente a sus citas? ¿No se le escapan algunas mentirillas blancas para justificarse? Esas son pequeñas señales con las que nosotros damos a conocer a los demás el grado de nuestra adhesión a la verdad, la consistente o deficiente integridad de nuestro carácter.

Haciendo un esfuerzo de imaginación ¿podríamos imaginar a Jesús diciendo una pequeña mentira para salir del paso? Si sus discípulos lo descubrieran con las manos en la masa mintiendo ¿seguirían creyendo en Él? Si Jesús hubiera mentido tan sólo una vez no existiría el Cristianismo, porque nadie habría querido seguirle a riesgo de su vida ni habría muerto por Él. La confiabilidad de una persona depende de la confiabilidad de sus palabras.

Pero no necesitamos hacer ningún esfuerzo imaginativo para visualizar a un creyente mintiendo, porque nuestra experiencia nos ha enseñado que los cristianos también mienten, en algunos casos con tanta o mayor frecuencia que cualquier incrédulo. La mentira está en el ambiente, forma parte de nuestra cultura peruana y los cristianos no nos hemos podido librar de ese mal hábito que contamina a nuestra sociedad.

Sin embargo, si hemos de ser discípulos de Aquel que dijo de sí mismo: "Yo soy la verdad..." (Jn 14:6) no podemos ser menos veraces que nuestro modelo. Por eso tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento condenan la mentira.

El apóstol Pablo escribe en Efesios: "Desechando la mentira (es decir, descartándola, ni siquiera tocándola), hablad verdad unos con otros" (4:25), citando Zc 8:16 (“Hablad verdad cada cual con su prójimo…”). ¿Qué razón hay para insistir en ello? "...porque somos miembros los unos de los otros", miembros de un mismo cuerpo.

Sabemos por la biología que los miembros del cuerpo están interrelacionados y actúan coordinadamente, intercambiando señales -químicas y de otro tipo- sobre su funcionamiento. ¿Sería posible que un miembro mande señales falsas, mentirosas a otro? No, no es posible: las células no son hombres para que mientan. Pero podría ocurrir que un miembro del cuerpo se malogre, que esté enfermo y que envíe señales equivocadas a otros miembros. En esos casos todo el organismo puede trastornarse. La capacidad del organismo para mantener la salud -es decir, sus defensas naturales- son superadas por los agresores y no pueden corregir al órgano que anda mal. El cuerpo entero sufre y se enferma.

Cuando en el cuerpo de Cristo un miembro manda una señal equivocada, o peor, falsa, a otro, todo el cuerpo sufre, se produce confusión. Aquí pues, Pablo nos da una de las razones más poderosas para la veracidad: la salud del cuerpo de Cristo, de la Iglesia, está en juego. La mentira, la hipocresía, le hacen mucho daño, y más aun, la calumnia .

En la epístola a los Colosenses Pablo repite el mismo consejo en otros términos: "No os mintáis unos a otros..." (3:9). Eso pertenece al viejo hombre, del que ya os habéis despojado para vestiros del nuevo. La mentira es cosa del reino de las tinieblas, de su príncipe que, como dijo Jesús, es el padre de la mentira (Jn 8:44).

Si realmente hemos abandonado ese reino, no podemos mentir.

Mentir equivale a retroceder, a volver atrás al reino que hemos dejado. Por lo mismo, no podemos faltar a las citas a las que nos hemos comprometido ni podemos llegar tarde, pues si lo hacemos habremos mentido a la persona a la que aseguramos que llegaríamos a tal o cual hora. No sólo le mentimos, sino que también le robamos el tiempo que perdió esperándonos, sin que podamos sacar ningún provecho de ello, porque nadie puede utilizar el tiempo que hizo perder a otro. El tiempo es intransferible.

Pero hay más: Si mentimos, aunque sea ocasionalmente, o peor, si mentimos regularmente, no podemos crecer espiritualmente hasta el conocimiento pleno de la verdad (Col 3:10), porque la estaríamos negando en los hechos. El que miente hace las obras de su padre, el diablo (Jn 8:44). No podemos tener comunión con el diablo, mintiendo, y, a la vez, tener comunión con Cristo. Es algo incompatible. Él es la verdad, vino a “dar testimonio de la verdad” (Jn 18:37). ¿Cómo puedo yo ser su discípulo si miento, si doy testimonio de la mentira? Creo que no hemos llegado a comprender plenamente la seriedad del pecado de la mentira.

Jesús dijo: "Sea vuestro hablar sí, sí; no, no, porque lo que es más de esto, del mal procede" (Mt 5:37); y más tarde lo repetirá Santiago (5:12). Todo lo que agregamos para dar fiabilidad a nuestras palabras procede del diablo, porque el juramento parece excusar que mintamos cuando no juramos. Esa es la trampa del juramento que Jesús rechazó: Si no juro al decir algo, me está permitido mentir, aunque sea un poquito.

Pero Jesús nos está diciendo: nunca puedes mentir. ¿Que cosa es mentir? Faltar a la verdad. Es decir, negar la verdad, torcerla, desfigurarla, disimularla, ocultarla, herirla afirmando como verdadero lo que no lo es. ¿Cómo podría un discípulo de la Verdad, torcerla, negarla, herirla sin negar a su Maestro?

A veces, sin llegar a jurar, para confirmar la verdad de lo que decimos, en vista de que el otro duda, decimos: “Te doy mi palabra de honor”, con lo cual garantizamos la verdad de lo dicho. Pero toda palabra de un cristiano es palabra de honor, compromete su honor, porque toda palabra emitida nos compromete ante Dios que la escucha. Pero no sólo compromete nuestro honor, sino también el honor de Dios de quien nos declaramos hijos, así como todo acto indigno de un hijo deshonra a su padre.

¿Habías pensado alguna vez en eso? El que miente pierde su honor. En consecuencia, carece de honor, esto es, de honra. El que no tiene honra no es "honrado"; no puede recibir honra de los demás, que es lo que ser "honrado" significa: recibir honor. No merece honor ni honra (Nota 1). Pero el que no es honrado no es honesto, como bien sabemos, porque son palabras sinónimas. Es decir, es un deshonesto, capaz de cualquier acto doloso. Por eso decimos que el que puede mentir, puede también robar. Y, de hecho, el que miente calumniando, roba la honra de otros.

De ahí la importancia que tiene el que el hombre público no mienta. Si miente, pierde autoridad, pierde cara, ya que el pueblo necesita confiar en sus autoridades. Porque ¿cómo confiarán en un mentiroso? La mentira es síntoma de una grave deficiencia de carácter que podría llevarlo fácilmente a robar.

En el salmo 15 se describe al hombre íntegro como al que "aun jurando en daño suyo, no por eso cambia" (v. 4c). Esto es, ni aun en el caso de que cumplir con un compromiso lo perjudique, deja por eso de cumplirlo. El hombre justo, el hombre íntegro, no puede faltar a su palabra, aun si no le conviene cumplirla. Está atado por ella.

En el Antiguo Testamento hay dos ejemplos clásicos de lo que expresa este salmo. Uno es el caso del pueblo de Israel en plena conquista de la Tierra Prometida que, por no consultar con Dios, le creyó a los gabaonitas e hicieron pacto con ellos de respetar sus vidas, a pesar de que Dios les había ordenado que no perdonaran la vida de ninguno de los habitantes de la tierra que iban a conquistar. Cuando se dieron cuenta de que habían sido engañados, ya no pudieron dar marcha atrás: habían comprometido su palabra y tuvieron que cumplirla, mal que les pesara (Jos 9).

El otro caso es el juramento que precipitadamente pronunció Jefta de sacrificar al Señor al primero que saliera de su casa a recibirlo, si Dios le daba victoria sobre sus enemigos. Él pensaba naturalmente que el que primero vendría sería, según la costumbre que tenía, su mascota, su perrito, pero resultó ser su hija. Y cuando la vio, rasgando sus vestidos, le dijo que ya no podía retirar la palabra dada a Dios. ¿Y qué le contestó ella, aunque le costaba la vida? "Si le has dado palabra al Señor, haz de mí conforme a lo que prometiste". (Jc 11:30-36). (2).

Estos episodios están allí, entre otras razones, para enseñarnos la importancia que tiene cumplir la palabra dada. En ambos casos se derivan grandes perjuicios para el que empeñó su palabra -en el segundo, en verdad, toda una tragedia. Pero los hombres fieles al Señor no pueden dejar de cumplir lo dicho. La palabra empeñada es sagrada. Así lo entendían los israelitas, para quienes la palabra era un contrato. Así lo entienden también algunos pueblos no cristianos, que en eso nos dan ejemplo, para vergüenza nuestra.

En el libro de Números leemos: "Cuando alguno hiciere voto al Señor, o hiciere juramento ligando su alma con obligación, no quebrantará su palabra; hará conforme a todo lo que salió de su boca." (30:2). ¡Cómo esta palabra nos acusa! "Hará conforme a todo lo que salió de su boca". ¿Quiénes son los que pueden decir sinceramente que cumplen esa orden del Señor?

Ese pasaje habla del cumplimiento de los votos. ¿Qué es un voto? Una promesa hecha al Señor. El que ha pronunciado juramento ha ligado su alma. Ya no es libre. Por eso dice Proverbios: "es un lazo, una trampa, para el hombre hacer (precipitadamente) un voto y después de hecho, reflexionar" (20:25). Una vez hecho ya es tarde. Mejor sería que reflexione primero y después hable. El hombre íntegro no se apresura a pronunciar palabra que lo comprometa, sino que la medita primero pausadamente; no vaya a ser que después tenga ocasión de arrepentirse de haber abierto su boca.

Dios dijo: "Sed santos porque yo soy santo" (Lv 11:45; 1P 1:16). Dios no puede mentir porque Él es la verdad misma. Si mintiera no sería Dios. Entonces ¿cómo puede mentir el que quiera ser santo como Dios le manda?

Notas (1) No obstante, el mundo honra a los mentirosos, los encumbra, los halaga. Se diría que mentir es una condición necesaria para tener éxito.

(2) Hoy hay una tendencia a desvirtuar el desenlace trágico de ese episodio, porque no figura en el texto la muerte de la hija y hiere nuestra sensibilidad, que no concibe un sacrificio humano. Pero esos eran otros tiempos y todo el contexto indica que Jefta cumplió su juramento.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”


#613 (07.02.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

No hay comentarios: