El
divorcio suele tener consecuencias nefastas en la vida de
los individuos afectados.
No sólo en la vida de los esposos, como bien saben
todos los que han pasado por esa experiencia, sino también, y esto es más
grave, en los hijos. El divorcio produce en ellos una herida profunda porque
ellos ven a sus padres como una unidad. La presencia y cariño de ambos padres
les proporciona seguridad. Cuando la unidad y armonía entre sus padres se
rompe, el niño se siente amenazado y culpable. Al mismo tiempo, si el divorcio
va acompañado de peleas y agresiones o, lo que es peor, de una competencia
entre padre y madre por el cariño de los hijos, los niños se desconciertan, se
sienten tironeados y experimentan un fuerte conflicto emocional, porque, en
general, aman por igual a ambos progenitores y les angustia que se les presione
para decidirse por uno de ellos en perjuicio del otro.
No
es sorprendente pues que todos los estudios que se han realizado sobre los
efectos a largo plazo del divorcio, o de la separación, sobre los hijos
menores, muestren resultados muy dañinos para su psicología, para su confianza
en sí mismos y para su desarrollo como seres humanos.
(Este pasaje está tomado de las pags. 66 y 67 de mi
libro “Matrimonios que Perduran en el Tiempo”, Editores Verdad y Presencia, Tel
4712178)
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