martes, 10 de diciembre de 2013

LIBRES O ESCLAVOS DEL PECADO II

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
LIBRES O ESCLAVOS DEL PECADO II
En nuestra charla pasada hablamos de esa contradicción aparente que existe entre, de un lado, las afirmaciones explícitas que contiene la Escritura de que, cuando nos convertimos a Cristo, fuimos libertados de la esclavitud al pecado y ya no podemos pecar, y, de otro, la constatación innegable de que, en la práctica, los creyentes sí pecamos, como también la Escritura, en algunos pasajes que citamos, reconoce.
¿Cómo conciliar esas declaraciones opuestas? ¿Cómo conciliar la realidad de que hemos muerto al pecado, con el hecho innegable de que el pecado todavía vive en nosotros y todavía pecamos? ¿Hay una manera de resolver esa contradicción?
Para entender este conflicto debemos tener en cuenta cómo está constituido el ser humano. Contrariamente a la concepción común, derivada de la filosofía griega, de que el hombre está conformado por dos elementos diferentes, uno material y otro espiritual, esto  es, por cuerpo y alma, la Escritura afirma (1Ts 5:23), que el hombre tiene una constitución tripartita, estando compuesto por espíritu, alma y cuerpo.
Hay muchos que afirman que alma y espíritu son la misma cosa, que no son sino diferentes maneras de considerar una sola realidad. Pero la epístola a los Hebreos dice claramente que la espada aguda de dos filos, que es la palabra de Dios, penetra hasta la línea de separación de alma y cuerpo (4:12) dando a entender que sin bien, en efecto, la división entre ambos es muy sutil, no por eso es menos real. Es cierto que es muy difícil hablar de realidades inmateriales que están más allá de nuestros sentidos, y sobre las que sólo nos es posible especular. Pero, por lo mismo, tenemos que descansar en lo que la verdad revelada en las Escrituras dice acerca del hombre y atenernos a ella.
Dejando pues sentado que el hombre es trino, nuestro espíritu es la parte más íntima de nuestro ser, el asiento de nuestro yo; aquella parte que procede directamente de Dios, a la que Dios habla y que puede comunicarse con Dios.
En nuestra alma residen nuestras facultades: memoria, inteligencia, afectos, pasiones, los rasgos de nuestro carácter, etc. Los animales tienen también alma, aunque menos desarrollada que la del hombre, pero no espíritu, que es un elemento específicamente humano.
El cuerpo es la envoltura física, material, visible en la que el alma y el espíritu operan. El cuerpo no tiene vida propia; muere cuando alma y espíritu lo abandonan.
Pues bien, sabemos que Dios había advertido a Adán y Eva que si comían del fruto del árbol prohibido, morirían (Gn 2:16,17). Pero cuando ellos comieron del fruto y le desobedecieron, de hecho no murieron sino siguieron viviendo, lo que podría hacernos pensar que Dios se había equivocado, o que había pronunciado una amenaza que no podía o no deseaba cumplir.
Pues bien, el hecho es que, aunque no murieran físicamente, la vida del espíritu, la vida divina en ellos, que era lo que los mantenía en relación íntima con su Creador, sufrió un grave daño, se apagó, quedando ellos, como se dice en Romanos, "destituidos de la gloria de Dios" (3:23). No murieron físicamente, pero sí murieron espiritualmente. A partir de entonces el hombre seguirá viviendo, pero estando muerto en sus delitos y pecados (Ef 2:1).
No podemos saber exactamente cómo se tradujo ese cambio en su constitución orgánica, pero la Escritura afirma categóricamente que, como consecuencia de su pecado, la muerte entró en el mundo y pasó a todos los hombres (Rm 5:12). Eso nos da a entender que el hombre antes de la caída era posiblemente inmortal y que, como consecuencia del pecado, la vitalidad de su cuerpo fue mortalmente afectada de tal modo que, en adelante, estaría sujeto a la enfermedad, a la decadencia, al dolor y a la muerte. Así pues, si bien los efectos no fueron inmediatamente visibles, el hombre sí murió físicamente, como Dios había dicho.
El espíritu del hombre no murió literalmente en un sentido pleno porque, de lo contrario, su alma y su cuerpo hubieran muerto también. El espíritu del hombre es inmortal a semejanza del de Dios, en cuya imagen fue creado. Pero la vida de Dios que lo animaba quedó truncada, ensombrecida, y, como consecuencia, su alma quedó a la merced de todos los impulsos, pasiones e instintos de su naturaleza carnal que de allí en adelante la dominaron y la corrompieron. Al mismo tiempo, la agudeza de su inteligencia quedó como enturbiada y ensombrecida.
Podemos comparar lo sucedido en su espíritu con lo que sucede cuando giramos a la izquierda la perilla del "dimmer" de una lámpara, que controla el paso de la electricidad al foco. La luminosidad del foco disminuye y queda sólo un fulgor mortecino que no penetra la oscuridad.
La vida de Dios que tiene el espíritu no se extinguió totalmente, porque el hombre siguió aspirando al bien, pero su voluntad quedó inerme ante el asalto de las pasiones carnales y se volvió incapaz de sobreponerse a ellas. Esa es la condición actual del hombre. Por eso piensa, siente y actúa como lo hace. Por eso es que, como se lamenta Pablo, aun detestando el mal, lo comete. Por eso no puede resistir sino difícilmente a las tentaciones y, casi inevitablemente, peca (Rm 7:21-23).
Como dice el Eclesiastés: "No hay hombre justo en la tierra que haga el bien y nunca peque." (7:20).
El hombre se convirtió en esclavo del pecado, al cual sirve, quiéralo o no, y en eso consiste lo peor de su muerte. Esa es la condición humana que Pablo describe con colores tan vivos en el sétimo capítulo de la epístola a los Romanos.
Para librar al hombre de esa esclavitud vino, entre otras razones, Jesús a la tierra, convertido en el cordero de Dios "que quita el pecado del mundo" (Jn 1:29), esto es, que quita su poder sobre el mundo y los hombres.
Cuando el hombre se vuelve hacia Cristo, cuando nace de nuevo, cuando nace de lo alto, no sólo le son perdonados todos sus pecados, sino que también recupera la vida divina que había perdido, y se restablece su comunión con Dios. Usando la comparación que figura más arriba, el foco que está casi enteramente apagado vuelve a brillar como cuando se gira a la derecha el botón del "dimmer".
Al influjo de esa nueva vida, su ser se llena de gozo, de amor, de paz y esperanza, y de un gran deseo de pureza. Su ser ha sido regenerado, ha renacido a la vida del espíritu.
Pero, fíjense bien, ese cambio glorioso se produce sólo en su espíritu, no en su alma, que permanece sujeta como antes a las pasiones y deseos que habitan en ella, y a las que está acostumbrada. El alma no ha sido transformada y sigue exigiendo sus derechos. Las pasiones que encierra exigen seguir siendo satisfechas.
El cuerpo humano tampoco experimenta cambio alguno cuando el espíritu renace. Sigue estando sujeto a la decadencia y a la muerte, al dolor y a la enfermedad.
Sin embargo, la vida renovada del espíritu que el hombre ha recibido, empieza a hacer sentir su influencia en el alma y empieza a transformarla, a limpiarla, a purificarla. Es un proceso gradual, no ocurre instantáneamente.
La primera consecuencia que experimenta el hombre la expresa Pablo, al comienzo del octavo capítulo de Romanos: "El espíritu de vida en Cristo Jesús, me ha librado de la ley del pecado y de la muerte." (8:2). El hombre deja de ser esclavo del pecado que lo dominaba como una ley, porque ahora está bajo el imperio de una ley superior. Ya no está inerme ante las tentaciones, porque tiene una fuerza interior que le permite resistirlas.
Y si acaso cede ante la tentación, se siente pésimo; ya no se goza en el pecado. El pecado ha perdido para él su sabor; ya no puede permanecer en el fango, e inmediatamente se arrepiente.
No obstante, como he dicho antes, su antigua naturaleza carnal, el hábito de su carne, lo que Pablo llama "el hombre viejo", no ha desaparecido, sigue vivo y, aunque con menos vigor, reclama que sus gustos y caprichos sean satisfechos, que sus inclinaciones habituales sean obedecidas. En muchos casos, pareciera que, como consecuencia de la conversión, las pasiones se hicieran más fuertes, como si se negaran a morir. Porque eso es lo que tienen que hacer: morir por entero, ya que han sido clavadas con Cristo en la cruz (Col 2:14).
Pero eso no ocurre automáticamente. Esa es una tarea que incumbe al propio hombre, como dice Pablo: "En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos...y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios..." (Ef 4:22,24).
Se trata de un proceso gradual que no se produce sin lucha. Esta es precisamente la lucha de que venimos hablando, la lucha contra el pecado, la lucha más grande que el hombre tiene que enfrentar, la lucha contra sus pasiones que se niegan a morir, y que quieren seguir dominándolo; la lucha por la santidad. Y como es una lucha sin cuartel, el hombre por desgracia a veces cae; pierde algunas batallas y queda malherido, aunque no pierde la guerra, a menos que se abandone y vuelva atrás.
El hombre salvo está constantemente jalado en dos direcciones contrarias, por las dos naturalezas que viven en él, la vieja y la nueva, como cuando dos bandos contrarios tratan de arrancarse una presa y cada una tira para su lado.
Gálatas alude a esta lucha cuando dice: "Andad en el Espíritu y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el espíritu y el deseo del Espíritu contra la carne. Y ambos se oponen entre sí para que no hagáis lo que quisierais." (5:16,17).
Cuando el hombre quiere seguir sus impulsos superiores y entregarse de lleno a la vida del espíritu, su vieja naturaleza se resiste y le dice: No seas zanahoria, te has vuelto un cucufato fanático; vamos, una canita al aire de vez en cuando no hace daño.
Y cuando el hombre empieza a ceder a las sugestiones de su carne, su espíritu se opone y le recuerda el gozo y la paz que experimenta cuando está cerca de Dios.
He aquí la condición del creyente, a la vez justo y pecador, desgarrado entre dos tendencias opuestas. ¿Comprendes ahora amigo lector cómo es verdad que, si estás en Cristo, has sido libertado de la esclavitud al pecado porque, aunque todavía te atraiga, ya no lo amas? ¿Y por qué todavía eres asediado por tentaciones y a veces, lamentablemente, cedes a ellas y pecas?
Pero tienes una promesa: "Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad". (1Jn 1:9).
En esta lucha no estamos solos, tenemos el auxilio de la gracia, y la promesa de Dios de ayudarnos, como escribe Pablo: "No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana (esto es, superior a vuestras fuerzas); pero fiel es Dios que no os dejará ser tentados más allá de lo que podéis resistir, sino que dará también junto con la tentación la salida, para que podáis soportar." (1Cor 10:13). El resultado de este combate espiritual depende en gran parte del hombre, aunque no lucha solo, como hemos dicho. Depende en gran medida de a cuál de los dos rivales que luchan en su interior él alimente más: Si a la carne o al espíritu.
Si fortalece la vida del espíritu, orando y alimentándose de la palabra de Dios, buscando su rostro, la vida de la carne irá muriendo y podrá oponerse cada vez con menos fuerza al espíritu. Pero si descuida la vida del espíritu y, por el contrario, cultiva sus viejos hábitos, frecuentando los lugares y las compañías que eran el escenario de sus pecados pasados, si asiste a los mismos espectáculos, y hojea las mismas revistas; si contempla los mismos programas y películas, y tiene las mismas conversaciones, la vida de su espíritu languidecerá, mientras que la de su carne se verá fortalecida. No podrá pues quejarse si sigue en la práctica siendo esclavo de sus antiguos pecados y sirviendo al diablo. No vaya a ser que su nuevo estado venga a ser peor que el primero y que le hubiera sido mejor no conocer el camino de la justicia y de la santidad (2P 2:21). ¡Ay de él si ése fuera el caso!
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Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#796 (15.09.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

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