Mostrando entradas con la etiqueta libertad en Cristo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta libertad en Cristo. Mostrar todas las entradas

martes, 10 de diciembre de 2013

LIBRES O ESCLAVOS DEL PECADO II

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
LIBRES O ESCLAVOS DEL PECADO II
En nuestra charla pasada hablamos de esa contradicción aparente que existe entre, de un lado, las afirmaciones explícitas que contiene la Escritura de que, cuando nos convertimos a Cristo, fuimos libertados de la esclavitud al pecado y ya no podemos pecar, y, de otro, la constatación innegable de que, en la práctica, los creyentes sí pecamos, como también la Escritura, en algunos pasajes que citamos, reconoce.
¿Cómo conciliar esas declaraciones opuestas? ¿Cómo conciliar la realidad de que hemos muerto al pecado, con el hecho innegable de que el pecado todavía vive en nosotros y todavía pecamos? ¿Hay una manera de resolver esa contradicción?
Para entender este conflicto debemos tener en cuenta cómo está constituido el ser humano. Contrariamente a la concepción común, derivada de la filosofía griega, de que el hombre está conformado por dos elementos diferentes, uno material y otro espiritual, esto  es, por cuerpo y alma, la Escritura afirma (1Ts 5:23), que el hombre tiene una constitución tripartita, estando compuesto por espíritu, alma y cuerpo.
Hay muchos que afirman que alma y espíritu son la misma cosa, que no son sino diferentes maneras de considerar una sola realidad. Pero la epístola a los Hebreos dice claramente que la espada aguda de dos filos, que es la palabra de Dios, penetra hasta la línea de separación de alma y cuerpo (4:12) dando a entender que sin bien, en efecto, la división entre ambos es muy sutil, no por eso es menos real. Es cierto que es muy difícil hablar de realidades inmateriales que están más allá de nuestros sentidos, y sobre las que sólo nos es posible especular. Pero, por lo mismo, tenemos que descansar en lo que la verdad revelada en las Escrituras dice acerca del hombre y atenernos a ella.
Dejando pues sentado que el hombre es trino, nuestro espíritu es la parte más íntima de nuestro ser, el asiento de nuestro yo; aquella parte que procede directamente de Dios, a la que Dios habla y que puede comunicarse con Dios.
En nuestra alma residen nuestras facultades: memoria, inteligencia, afectos, pasiones, los rasgos de nuestro carácter, etc. Los animales tienen también alma, aunque menos desarrollada que la del hombre, pero no espíritu, que es un elemento específicamente humano.
El cuerpo es la envoltura física, material, visible en la que el alma y el espíritu operan. El cuerpo no tiene vida propia; muere cuando alma y espíritu lo abandonan.
Pues bien, sabemos que Dios había advertido a Adán y Eva que si comían del fruto del árbol prohibido, morirían (Gn 2:16,17). Pero cuando ellos comieron del fruto y le desobedecieron, de hecho no murieron sino siguieron viviendo, lo que podría hacernos pensar que Dios se había equivocado, o que había pronunciado una amenaza que no podía o no deseaba cumplir.
Pues bien, el hecho es que, aunque no murieran físicamente, la vida del espíritu, la vida divina en ellos, que era lo que los mantenía en relación íntima con su Creador, sufrió un grave daño, se apagó, quedando ellos, como se dice en Romanos, "destituidos de la gloria de Dios" (3:23). No murieron físicamente, pero sí murieron espiritualmente. A partir de entonces el hombre seguirá viviendo, pero estando muerto en sus delitos y pecados (Ef 2:1).
No podemos saber exactamente cómo se tradujo ese cambio en su constitución orgánica, pero la Escritura afirma categóricamente que, como consecuencia de su pecado, la muerte entró en el mundo y pasó a todos los hombres (Rm 5:12). Eso nos da a entender que el hombre antes de la caída era posiblemente inmortal y que, como consecuencia del pecado, la vitalidad de su cuerpo fue mortalmente afectada de tal modo que, en adelante, estaría sujeto a la enfermedad, a la decadencia, al dolor y a la muerte. Así pues, si bien los efectos no fueron inmediatamente visibles, el hombre sí murió físicamente, como Dios había dicho.
El espíritu del hombre no murió literalmente en un sentido pleno porque, de lo contrario, su alma y su cuerpo hubieran muerto también. El espíritu del hombre es inmortal a semejanza del de Dios, en cuya imagen fue creado. Pero la vida de Dios que lo animaba quedó truncada, ensombrecida, y, como consecuencia, su alma quedó a la merced de todos los impulsos, pasiones e instintos de su naturaleza carnal que de allí en adelante la dominaron y la corrompieron. Al mismo tiempo, la agudeza de su inteligencia quedó como enturbiada y ensombrecida.
Podemos comparar lo sucedido en su espíritu con lo que sucede cuando giramos a la izquierda la perilla del "dimmer" de una lámpara, que controla el paso de la electricidad al foco. La luminosidad del foco disminuye y queda sólo un fulgor mortecino que no penetra la oscuridad.
La vida de Dios que tiene el espíritu no se extinguió totalmente, porque el hombre siguió aspirando al bien, pero su voluntad quedó inerme ante el asalto de las pasiones carnales y se volvió incapaz de sobreponerse a ellas. Esa es la condición actual del hombre. Por eso piensa, siente y actúa como lo hace. Por eso es que, como se lamenta Pablo, aun detestando el mal, lo comete. Por eso no puede resistir sino difícilmente a las tentaciones y, casi inevitablemente, peca (Rm 7:21-23).
Como dice el Eclesiastés: "No hay hombre justo en la tierra que haga el bien y nunca peque." (7:20).
El hombre se convirtió en esclavo del pecado, al cual sirve, quiéralo o no, y en eso consiste lo peor de su muerte. Esa es la condición humana que Pablo describe con colores tan vivos en el sétimo capítulo de la epístola a los Romanos.
Para librar al hombre de esa esclavitud vino, entre otras razones, Jesús a la tierra, convertido en el cordero de Dios "que quita el pecado del mundo" (Jn 1:29), esto es, que quita su poder sobre el mundo y los hombres.
Cuando el hombre se vuelve hacia Cristo, cuando nace de nuevo, cuando nace de lo alto, no sólo le son perdonados todos sus pecados, sino que también recupera la vida divina que había perdido, y se restablece su comunión con Dios. Usando la comparación que figura más arriba, el foco que está casi enteramente apagado vuelve a brillar como cuando se gira a la derecha el botón del "dimmer".
Al influjo de esa nueva vida, su ser se llena de gozo, de amor, de paz y esperanza, y de un gran deseo de pureza. Su ser ha sido regenerado, ha renacido a la vida del espíritu.
Pero, fíjense bien, ese cambio glorioso se produce sólo en su espíritu, no en su alma, que permanece sujeta como antes a las pasiones y deseos que habitan en ella, y a las que está acostumbrada. El alma no ha sido transformada y sigue exigiendo sus derechos. Las pasiones que encierra exigen seguir siendo satisfechas.
El cuerpo humano tampoco experimenta cambio alguno cuando el espíritu renace. Sigue estando sujeto a la decadencia y a la muerte, al dolor y a la enfermedad.
Sin embargo, la vida renovada del espíritu que el hombre ha recibido, empieza a hacer sentir su influencia en el alma y empieza a transformarla, a limpiarla, a purificarla. Es un proceso gradual, no ocurre instantáneamente.
La primera consecuencia que experimenta el hombre la expresa Pablo, al comienzo del octavo capítulo de Romanos: "El espíritu de vida en Cristo Jesús, me ha librado de la ley del pecado y de la muerte." (8:2). El hombre deja de ser esclavo del pecado que lo dominaba como una ley, porque ahora está bajo el imperio de una ley superior. Ya no está inerme ante las tentaciones, porque tiene una fuerza interior que le permite resistirlas.
Y si acaso cede ante la tentación, se siente pésimo; ya no se goza en el pecado. El pecado ha perdido para él su sabor; ya no puede permanecer en el fango, e inmediatamente se arrepiente.
No obstante, como he dicho antes, su antigua naturaleza carnal, el hábito de su carne, lo que Pablo llama "el hombre viejo", no ha desaparecido, sigue vivo y, aunque con menos vigor, reclama que sus gustos y caprichos sean satisfechos, que sus inclinaciones habituales sean obedecidas. En muchos casos, pareciera que, como consecuencia de la conversión, las pasiones se hicieran más fuertes, como si se negaran a morir. Porque eso es lo que tienen que hacer: morir por entero, ya que han sido clavadas con Cristo en la cruz (Col 2:14).
Pero eso no ocurre automáticamente. Esa es una tarea que incumbe al propio hombre, como dice Pablo: "En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos...y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios..." (Ef 4:22,24).
Se trata de un proceso gradual que no se produce sin lucha. Esta es precisamente la lucha de que venimos hablando, la lucha contra el pecado, la lucha más grande que el hombre tiene que enfrentar, la lucha contra sus pasiones que se niegan a morir, y que quieren seguir dominándolo; la lucha por la santidad. Y como es una lucha sin cuartel, el hombre por desgracia a veces cae; pierde algunas batallas y queda malherido, aunque no pierde la guerra, a menos que se abandone y vuelva atrás.
El hombre salvo está constantemente jalado en dos direcciones contrarias, por las dos naturalezas que viven en él, la vieja y la nueva, como cuando dos bandos contrarios tratan de arrancarse una presa y cada una tira para su lado.
Gálatas alude a esta lucha cuando dice: "Andad en el Espíritu y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el espíritu y el deseo del Espíritu contra la carne. Y ambos se oponen entre sí para que no hagáis lo que quisierais." (5:16,17).
Cuando el hombre quiere seguir sus impulsos superiores y entregarse de lleno a la vida del espíritu, su vieja naturaleza se resiste y le dice: No seas zanahoria, te has vuelto un cucufato fanático; vamos, una canita al aire de vez en cuando no hace daño.
Y cuando el hombre empieza a ceder a las sugestiones de su carne, su espíritu se opone y le recuerda el gozo y la paz que experimenta cuando está cerca de Dios.
He aquí la condición del creyente, a la vez justo y pecador, desgarrado entre dos tendencias opuestas. ¿Comprendes ahora amigo lector cómo es verdad que, si estás en Cristo, has sido libertado de la esclavitud al pecado porque, aunque todavía te atraiga, ya no lo amas? ¿Y por qué todavía eres asediado por tentaciones y a veces, lamentablemente, cedes a ellas y pecas?
Pero tienes una promesa: "Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad". (1Jn 1:9).
En esta lucha no estamos solos, tenemos el auxilio de la gracia, y la promesa de Dios de ayudarnos, como escribe Pablo: "No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana (esto es, superior a vuestras fuerzas); pero fiel es Dios que no os dejará ser tentados más allá de lo que podéis resistir, sino que dará también junto con la tentación la salida, para que podáis soportar." (1Cor 10:13). El resultado de este combate espiritual depende en gran parte del hombre, aunque no lucha solo, como hemos dicho. Depende en gran medida de a cuál de los dos rivales que luchan en su interior él alimente más: Si a la carne o al espíritu.
Si fortalece la vida del espíritu, orando y alimentándose de la palabra de Dios, buscando su rostro, la vida de la carne irá muriendo y podrá oponerse cada vez con menos fuerza al espíritu. Pero si descuida la vida del espíritu y, por el contrario, cultiva sus viejos hábitos, frecuentando los lugares y las compañías que eran el escenario de sus pecados pasados, si asiste a los mismos espectáculos, y hojea las mismas revistas; si contempla los mismos programas y películas, y tiene las mismas conversaciones, la vida de su espíritu languidecerá, mientras que la de su carne se verá fortalecida. No podrá pues quejarse si sigue en la práctica siendo esclavo de sus antiguos pecados y sirviendo al diablo. No vaya a ser que su nuevo estado venga a ser peor que el primero y que le hubiera sido mejor no conocer el camino de la justicia y de la santidad (2P 2:21). ¡Ay de él si ése fuera el caso!
ANUNCIO: YA ESTÁ A LA VENTA EN LAS LIBRERÍAS CRISTIANAS Y EN LAS IGLESIAS MI LIBRO “MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO” (Vol 1) INFORMES: EDITORES VERDAD & PRESENCIA. AV. PETIT THOUARS 1191, SANTA BEATRIZ, LIMA. TEL. 4712178.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#796 (15.09.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

viernes, 1 de junio de 2012

LA LIBERACIÓN DE PEDRO


Por José Belaunde M.
El libro de los Hechos nos narra en su capítulo 12 (del vers. 1 al 19) cómo Pedro fue liberado de la cárcel por medio de la intervención de un ángel. Más allá de su interés histórico ese episodio encierra un significado espiritual muy instructivo que vamos a examinar en las próximas líneas.
Ese capítulo cuenta cómo el rey Herodes --no el Herodes que quiso matar al niño Jesús y ordenó la matanza de los niños de Belén; ni su hijo, Arquelao, que gobernaba cuando nació Jesús; ni tampoco su otro hijo, Herodes Antipas, que reinaba cuando Jesús fue crucificado; sino Herodes Agripa, nieto del primero y sobrino de los segundos, que tuvo un final terrible, narrado a continuación del episodio que nos ocupa (Hch 12:20-23). Este Herodes pues, cuarto en la línea de los reyes de Judea que llevan ese nombre, para congraciarse las simpatías de las autoridades judías, ordenó matar a Santiago, o Jacobo, no el hermano del Señor sino hermano del apóstol Juan, llamado Boanerges (Mr 3:17), uno de los hijos del trueno (Nota 1).
Dado el buen resultado que obtuvo con ese martirio a los ojos de parte del pueblo, Herodes quiso hacer lo mismo con el apóstol Pedro. Para ello ordenó meterlo en prisión y tenerlo fuertemente custodiado, para que no se escape (2). Entretanto la Iglesia de Jerusalén, afligida, oraba por él.
El texto sagrado dice así: "Aquella misma noche estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, sujeto con dos cadenas, y los guardias delante de la puerta custodiaban la cárcel. Y he aquí que se presentó un ángel del Señor y una luz resplandeció en la celda; y tocando a Pedro en el costado, le despertó diciendo: 'Levántate pronto'. Y las cadenas se le cayeron de las manos." (Hch 12:6,7).
Si miramos más allá del significado literal, histórico, del relato a lo que los hechos y personajes representan  simbólicamente, podemos ver que Pedro es aquí figura del hombre que vive alejado de Dios, prisionero de la carne y de los atractivos del mundo, que está ciego espiritualmente, teniendo el entendimiento entenebrecido por el velo del error. Y he aquí que, atravesando las paredes de esa cárcel espiritual, se le acerca un ángel compasivo. "Ángel" quiere decir "mensajero", alguna persona con carga por los perdidos que le trae las buenas nuevas del Evangelio, de la palabra de Dios, al pecador.
Al acercarse esa persona al extraviado y hablarle, brilla una luz en medio de la oscuridad en que se halla encerrado el hombre: la luz de Cristo que "resplandece en medio de las tinieblas" (Jn 1:5). De ese Jesús que dijo de sí mismo: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga de ninguna manera andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida." (Jn 8:12).
El ángel, dice la Escritura, le toca el costado, donde está el corazón, que, simbólicamente es el centro de la vida emocional y mental del individuo, el asiento de sus pensamientos y sentimientos. El corazón del hombre alejado de Dios está tan ajeno a las realidades espirituales y tan dormido espiritualmente como lo estaba Pedro físicamente, cansado por las privaciones y el hambre. Y el ángel le dice: "¡Despierta! ¡Levántate! ¡Resurge a la vida!"
Tan pronto como el pecador oye la voz del que lo llama y se despierta, obedece y se levanta, se le caen de las manos las cadenas que le ataban. Las cadenas del pecado, de los vicios, del orgullo y de la ignorancia espiritual. Así como Pedro estuvo libre en ese momento, el pecador está libre a partir de ese instante para caminar y moverse. Jesús dijo: "Si el Hijo os libertare seréis verdaderamente libres" (Jn 8:36).
Continúa la Escritura: "Le dijo el ángel: 'Cíñete y cálzate las sandalias. Y lo hizo así. Y le dijo: 'Envuélvete en tu manto y sígueme'" (v. 8).
El ángel le da a Pedro una orden cuádruple: 1) Cíñete; 2) Cálzate; 3) Envuélvete en tu manto; y 4) Sígueme.
Pienso que toda persona familiarizada con el significado de las Escrituras entenderá el sentido espiritual de estas instrucciones. Cuando le dice: "Cíñete", está hablando de ajustarse la cintura con el cinturón de la verdad (Ef 6:14a), que nos hace libres, como se ajustaban los antiguos la ropa ancha con un cinto para  poder moverse con libertad. Por eso "ceñirse los lomos" en las Escrituras es sinónimo de estar listo, dispuesto.
Cuando le dice: "cálzate", se está refiriendo a las sandalias "del evangelio de la paz" (Ef 6:15), que le ayudan a caminar apoyando los pies firmemente en el suelo y no caerse. El calzado, a la vez fuerte y ligero, que llevaban puestos los soldados era una parte importante de su apresto (o uniforme, como diríamos hoy) porque le permitía pararse y correr con seguridad, sin peligro de ser herido por las piedras y objetos filudos del camino.
Es interesante que Dios le diga a Moisés en el  desierto que se quite el calzado (Ex 3:5), y que a Pedro le diga lo contrario: "cálzate". Para entrar en la presencia del Señor debemos quitarnos el calzado que está contaminado con la suciedad del mundo, es decir, purificarnos. Para salir al mundo nos calzamos con el Evangelio de la paz para poder pisar seguro y fuerte.
El manto con que Pedro debe envolverse puede interpretarse de dos maneras diferentes, aunque afines. En primer lugar, el manto es la sangre de Cristo que nos cubre y nos limpia todas nuestras manchas. En segundo lugar, el manto es el hombre nuevo con que el cristiano debe vestirse una vez que ha arrojado de sí las cadenas del antiguo, que lo ataban al pecado (Ef 4:22-24). El hombre nuevo, sabemos, es la naturaleza regenerada, nacida de lo alto por obra de la Palabra de Dios y que ha de ir desarrollándose y creciendo.
Por último el ángel le dice: "Sígueme". Esa palabra es la que Jesús les dice a todos aquellos que han escuchado su voz con oídos abiertos y han creído en Él. "Sígueme" es el llamado del Buen Pastor a sus ovejas que se hallan extraviadas, pero que reconocen su voz. "Sígueme" es la voz del Galileo que continúa resonando todavía en nuestros oídos: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame." (Mt 16:24).
Prosigue la Escritura: "(Pedro) saliendo le seguía, pero no sabía si era verdad lo que hacía el ángel, o si estaba viendo una visión." (v.9).
Al comienzo el hombre recién regenerado no atina a entender bien qué es lo que le ocurre. Duda si es verdad o un engaño de su fantasía, o autosugestión, esa paz, esa alegría que le embarga; esa nueva esperanza que brilla en su alma. Le parece que lo que experimenta es demasiado bello para ser verdad.
Y sigue el relato: "Cuando pasaron la primera y la segunda guardia, llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad, la cual se abrió sola y salieron; avanzaron por una calle y, de pronto, el ángel desapareció." (v.10).
El hombre recién renacido debe superar diversos obstáculos que se oponen al goce pleno de su nueva libertad, y que corresponden a la primera y segunda guardia. Ellos son  el espejismo de su mente engañada por razones sutiles, que lo tuvo sugestionado tanto tiempo y del que todavía no acaba de librarse; y la atracción del mundo que ahora deja, pero que aún a ratos seductoramente le reclama: "Ven a mis brazos, querido, y gocémonos como antes."
Cada persona tiene barreras internas diferentes, de acuerdo a su personalidad y al camino que ha recorrido en la vida. Para unos pueden ser conocimientos pretendidamente ocultos que lo tenían fascinado, o la suficiencia que otorga el dinero, o viejos resentimientos con sus padres o hermanos, etc. Hay tanta variedad de ataduras.
Pero más allá de esos obstáculos comunes que los asedian, todos suelen tener una barrera personal más difícil de superar que las otras, una verdadera puerta de hierro que les cierra la salida de la prisión en que se hallan y que amenaza frustrar su libertad recién ganada. Para unos puede ser un vicio degradante, o un mal hábito muy pernicioso. Para otros puede ser el amor desordenado al dinero, o la atracción del sexo, o el alcohol o las drogas; o el ansia excesiva de figuración social o de poder. Cada cual tiene su talón de Aquiles al cual el diablo puede apuntar una flecha certera. Pero, siguiendo fielmente a la voz del que los llama, todos pueden atravesar esas barreras, aun las más férreas, y alcanzar la libertad plena.
Cuando el hombre nacido de nuevo ha pasado por la última puerta y gana la calle, es  decir, cuando ha madurado, ya no tiene necesidad de la ayuda cercana y constante que lo ha acompañado hasta ahora, como a Pedro el ángel, que lo ha guiado y protegido como a un bebito que empieza a caminar. Ahora él está librado a sí mismo. Ya ha crecido como cristiano y tiene que caminar con sus propios pies, aunque no esté realmente solo, pues el Espíritu no deja de acompañarlo y guiarlo.
Finalmente la Escritura dice: "Entonces Pedro, volviendo en sí, dijo: 'Ahora sé verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel y me ha arrebatado de la mano de Herodes y de todo lo que el pueblo de los judíos esperaba." (v.11)
Una vez afianzado en la fe y más seguro de sí, el pecador convertido comprende que lo que le ha ocurrido no es un sueño irreal sino la más maravillosa realidad. El ha pasado de muerte a vida (Jn 5:24); del reino de las tinieblas al reino de la luz (1P 2:9). Ha sido librado de las cadenas del mundo que lo retenían con sus atractivos.
Herodes representa al mundo y al poder engañoso de las cosas visibles que lo tenían capturado con sus halagos en una prisión dorada pero inflexible. Pedro escapó a la sentencia del rey impío que quería cortarle la cabeza. El pecador escapa de la condenación eterna que le esperaba al final de su vida.
Este corto relato describe simbólicamente el itinerario espiritual que han seguido en principio todos los convertidos, cuando escucharon la  palabra de Dios y no fueron rebeldes a ella, sino que obedecieron a su llamado. Hay, sin embargo, quienes escuchan la voz del que los llama, pero prefieren permanecer en la cárcel de su situación presente, de su error y de su engaño, de los vicios y del pecado, sea porque no creen posible alcanzar la libertad, sea porque esa cárcel tiene para ellos atractivos inconfesados que no quieren dejar. Prefieren la prisión a la libertad, la comodidad del momento al riesgo futuro, como los israelitas que querían retornar a Egipto (Ex 14:12; Nm 14:3,4). Son ciegos u ociosos engreídos que caminan por la ruta ancha y cómoda del pecado, cuyo fin es la muerte eterna.
Demos gracias a Dios si por su gracia nosotros no nos contamos entre ellos, si hemos escapado de la perdición que nos amenazaba. Pero si fuéramos del número de los primeros que aún resisten al llamado, démonos vuelta inmediatamente y dirijamos nuestra mirada a Jesús en la cruz, que tiene sus brazos extendidos para librarnos. El está cerrando el camino que lleva al abismo. No te escapes de sus brazos que quieren atraerte a su pecho. No deseches esa salvación que se te ofrece gratuitamente, y que puede ser tuya con sólo decir: la acepto. "Sí Jesús, yo vengo a tí a pedirte que me perdones y me salves. No me rechaces. Escóndeme en tu seno"

Notas: (1) El texto dice "agradar a los judíos". Cuando la palabra "judíos" aparece en el Nuevo Testamento a partir del Evangelio de Juan, no suele significar todo el pueblo judío de Judea y Galilea, sino específicamente, los dirigentes judíos que se opusieron a Jesús y que perseguían a la naciente iglesia. Pablo (Saulo) era al comienzo uno de ellos.
(2) A Herodes le interesaba mantenerse en buenas relaciones con las autoridades del templo y de la sinagoga, y hacerse popular, porque los judíos, en principio, no reconocían su autoridad como legítima y la toleraban sólo porque les había sido impuesta por los romanos.

NB. Este artículo fue publicado hace ocho años en una edición limitada después de haber sido transmitido como charla en una radio local. Lo vuelvo a publicar nuevamente sin cambios.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#728 (27.05.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).