viernes, 27 de enero de 2012

LA BATALLA DE LA ORACIÓN

Por José Belaunde M.

El capítulo décimo del libro del profeta Daniel contiene enseñanzas muy profundas acerca de la oración y -esto puede quizá sorprender a algunos de mis lectores- acerca de los conflictos que la oración provoca en las esferas celestiales. Que la oración pueda suscitar conflictos en los cielos es posiblemente una noción novedosa para muchos, pero las Escrituras lo muestran claramente.


El episodio en cuestión nos narra cómo el profeta se había puesto a ayunar y a orar durante tres semanas en medio de gran angustia interior, hasta que se le apareció en visión un ángel de aspecto impresionante, que empezó a hablarle y, entre otras cosas, le dijo:


"Daniel, varón muy amado, escucha atento las palabras que te hablaré y ponte en pie, porque he sido enviado a ti ahora. Mientras hablaba conmigo, me puse en pie temblando. Entonces me dijo: Daniel, no temas, porque desde el primer día en que dispusiste tu corazón para entender y humillarte en la presencia de tu Dios, fueron oídas tus palabras, y a causa de tus palabras yo he venido. Mas el príncipe de Persia se me opuso durante veintiún días. Pero Miguel, uno de los principales príncipes, vino a ayudarme..." (10:11-13).


Lo primero que nos dice este párrafo es que orar es no sólo hablar con Dios, alabarle, pedirle cosas, sino también tratar de entender sus propósitos, sus pensamientos, sus palabras. Esto es algo que concierne directamente nuestras vidas. ¡Sobre cuántas cosas necesitamos preguntar a Dios acerca de sus propósitos! ¡Cuánto tiempo perdido y energías gastadas inútilmente nos ahorraríamos si lo hiciéramos con frecuencia!


Lo segundo es que orar es humillarse delante de Dios y reconocer nuestra condición pecadora, nuestra pequeñez y nuestra dependencia del Creador, ante quien somos menos que el polvo. Y hemos de hacerlo si es que deseamos recibir aquello que imploramos "porque Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes." (1P5:5)


En tercer lugar, fijémonos en que son nuestras palabras las que provocan la respuesta de Dios, no tan sólo nuestros pensamientos, aunque ciertamente Él los conoce y escucha. Dios quiere que le hablemos. La palabra hablada comunica a la oración una urgencia que el pensamiento sólo no le da.


Por último, el pasaje nos dice que la oración, cuando es conforme a la voluntad de Dios y persigue los propósitos de Dios, provoca una batalla en los cielos entre las huestes angélicas y las demoníacas, porque Satanás tiene intereses contrarios a los que persigue esa oración y se opone a ella con todas sus fuerzas.


San Pablo se refiere a este conflicto en su epístola a los Efesios: "Porque nuestra lucha no es contra sangre ni carne (esto es, contra seres humanos) sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores mundiales de estas tinieblas, contra huestes espirituales de maldad en los lugares celestiales". (Así en el original, 6:12). El príncipe de este mundo, como lo llama Jesús, aunque ha sido arrojado de la presencia de Dios, tiene acceso con toda su corte a las esferas celestes donde se decide lo que ocurre en la tierra, y tiene autorización para oponerse, hasta cierto punto, a los designios de Dios y tratar de hacer prevalecer los suyos.


Este es un misterio que apenas nos ha sido entreabierto en las Escrituras, pero que explica muchas de las cosas que ocurren en el mundo y que de otra manera serían para nosotros inexplicables. Nos permite entender también cómo Jesús pudo decir, antes de su pasión, que la hora del príncipe de las tinieblas había llegado. Es decir, la hora en que Lucifer triunfaría transitoriamente.


Es interesante que averigüemos cuál era el motivo por el cual Daniel se puso a ayunar y a orar. No lo precisa el texto en este pasaje, pero el capítulo anterior consigna una larga oración en que Daniel, afligido por la desolación de su patria, pide a Dios perdón por los pecados de su pueblo, que había sido conquistado por Nabucodonosor y deportado a Babilonia, e intercede por ellos. Daniel le recuerda a Dios la profecía anunciada en su nombre por boca de Jeremías, de que, al cabo de 70 años, el pueblo de Israel retornaría a su tierra (Compárese Dn 9:1-19, en especial el vers. 2 con Jr 25:8-14; 29:4-14, y, en especial los vers. 25:11,12 y 29:10). Estamos autorizados a suponer que la oración de Daniel en el capítulo décimo era por la misma intención de su plegaria en el capítulo previo; esto es, que oraba por la liberación de su pueblo, en cumplimiento de la profecía de Jeremías, y por la restauración del templo derruido de Jerusalén, como era el deseo de todo judío piadoso.


Ahora bien, si Dios había prometido que el pueblo retornaría al cabo de 70 años ¿qué necesidad había de orar por el cumplimiento de esa promesa? Lo que Dios ha establecido debe cumplirse de todas maneras. ¿No es acaso Dios todopoderoso? ¿Tiene acaso Dios necesidad de la ayuda humana? ¿Dependerá el Creador de su criatura? Sin embargo, así como el Hijo de Dios se humilló a sí mismo haciéndose hombre como cualquiera de nosotros, de cierta manera Dios se humilla a sí mismo también haciendo que el cumplimiento de su voluntad en la tierra dependa de la oración del hombre. De otro modo Jesús no habría enseñado a sus discípulos a pedir por el cumplimiento de la voluntad del Padre: "...hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo." (Mt 6:10).


Por lo demás, Dios quiere también que el hombre colabore en los planes suyos que lo favorecen, de tal modo que, por decirlo de alguna manera, no tenga el hombre en todo la mesa servida. Dios, dijo un autor antiguo, quiere ser rogado para hacer aquello que se propone.


Dios, pues, necesitaba que alguien orara por el cumplimiento de esa profecía, para ponerla en obra. Necesitaba que alguien se pusiera en la brecha a interceder por el pueblo. Tan pronto como Daniel empezó a orar, se suscitó una batalla en las regiones celestes. Satanás conocía muy bien la profecía que Jeremías había proclamado por orden divina, pues era pública, y como él se opone a todo lo que Dios quiere, apenas se puso Daniel a orar por su cumplimiento, el Maligno mandó inmediatamente a sus huestes a trabajar para impedir que se cumpliera. De otro lado, podemos suponer que la oración de Daniel era también contraria a los planes y propósitos que la potestad satánica que regía los asuntos de la nación persa había concebido, y a la que la Escritura llama "el príncipe de Persia". (Dn 10:13).


Aquí nos enfrentamos a otro misterio que las Escrituras no revelan plenamente pero que dejan entrever. Así como al lado de cada ser humano hay un ángel de la guarda (Mt 18:10) que lo cuida y un diablo que lo tienta, así también hay sobre cada familia, sobre cada unidad social, sobre cada villa y cada ciudad, sobre cada nación y cada pueblo, autoridades angélicas y demoníacas de rango creciente que intervienen en sus destinos con designios contrarios a los de Dios y que influyen en los acontecimientos. Podemos, por ejemplo, postular, aunque no podamos probarlo, que hace unos años había una potencia satánica que azuzaba el conflicto entre nuestro país y nuestro vecino del Norte y que se oponía a la paz, así como hay potencias satánicas detrás de toda guerra en el planeta.


Pero volvamos a la historia de Daniel. Los propósitos de Satanás son siempre opuestos a los de Dios y es natural que el maligno deseara mantener al pueblo elegido en esclavitud y frustrar de esa manera el plan de salvación que Dios quería llevar a cabo a través de Israel. Así como tampoco, podemos suponer, convenía a los intereses del imperio persa -conquistador a su vez del imperio babilónico- el que una minoría industriosa y disciplinada, como lo era la comunidad judía, abandonara el país.


Pero el ángel que se aparece a Daniel lucha en las regiones celestes contra las huestes espirituales de maldad con la ayuda del arcángel Miguel, que es príncipe sobre Israel, para hacer prevalecer los designios divinos. La batalla en los cielos empezó tan pronto como Daniel comenzó a orar, y ahora el ángel viene a anunciarle la victoria, obtenida cuando su oración ha colmado la medida necesaria. Nuestra oración suscita, pues, en toda ocasión una batalla en los cielos entre las fuerzas que favorecen y las fuerzas que se oponen a nuestras metas, y el propósito de nuestra plegaria se logra cuando nuestra oración ha colmado la medida que Dios requiere.


¡Con cuánta frecuencia nuestros deseos y propósitos no se cumplen, o son obstaculizados, porque son contrarios a los propósitos de Satanás! Si no oramos, o si no oramos con la necesaria persistencia, le dejamos el campo libre a nuestro enemigo para llevar a cabo su obra destructora. Eso hacemos una y otra vez por nuestra falta de oración o por nuestra tibieza en ella. ¡Cuántas cosas nefastas nos han ocurrido a nosotros, o a nuestras familias, porque no nos hemos mantenido vigilantes en oración pidiendo a los ángeles que construyan una muralla protectora en torno a los nuestros! ¡Y cuántas bendiciones hemos dejado de recibir porque permitimos que Satanás las obstaculizara! El diablo viene a robar, matar y destruir (Jn 10:10), lo sabemos muy bien, pero si oramos continuamente, lo mantenemos a raya y frustramos sus propósitos.


Hasta qué punto el desenlace de la batalla celestial depende de la oración en la tierra, nos lo muestra el episodio de la batalla contra los amalecitas, narrado en el capítulo 17 del libro del Éxodo. Los amalecitas atacaron a los israelitas y Josué les salió al frente con el ejército de Israel, mientras Moisés subía al monte a orar, acompañado por Aarón y Hur. Cuando Moisés mantiene en alto las manos en oración las fuerzas de Israel vencen a las de Amalec; cuando las deja caer cansado, los de Amalec ganan. El resultado de la batalla en la tierra refleja el resultado de la batalla en los cielos. Los de Israel prevalecen cuando los ángeles prevalecen; los de Amalec ganan cuando las huestes de maldad llevan la mejor parte. No es que los ángeles puedan realmente ser vencidos por las fuerzas demoníacas. Pero es la oración en la tierra la que fortalece la intervención angélica o la que determina con cuánto ardor darán la pelea por nosotros. Si dejamos de orar, ellos aflojan o dejan de luchar. Quizá se digan: no les interesa tanto lograr la victoria. Su ayuda se amolda a nuestra insistencia y tenacidad, a la intensidad de nuestro deseo de triunfar.


Si pudiera escribirse la historia secreta, espiritual, de los pueblos, podríamos ver hasta qué punto los acontecimientos grandes y pequeños de su devenir han sido determinados por la oración y por la batalla que ella desata en los cielos; podríamos ver hasta qué punto –aunque no en un sentido absoluto sino sólo relativo- Dios ha puesto el cumplimiento de sus planes en nuestras manos.


Lo dicho se aplica a lo que está sucediendo en el Perú en estos tiempos. Nuestro país se encuentra en una encrucijada expectante pero difícil y necesita salir del atraso económico que aun aflige con pobreza a una parte de la población. Al mismo tiempo, necesita mantener un clima político y social ordenado que permita poner en marcha las reformas necesarias y avanzar hacia el futuro. Contra ello conspiran la agitación generada por las demandas y expectativas insatisfechas de la población, los esfuerzos del terrorismo por volver a levantar la cabeza, y la escasa coherencia de algunos actores políticos. Cuál sea el resultado de esta contienda dependerá en buena medida de la fe y de la perseverancia de las oraciones de la iglesia. El triunfo de las fuerzas del bien sobre las del mal en nuestra patria dependerá de que mantengamos los brazos en alto, como hizo Moisés en el episodio que hemos mencionado arriba, y de que haya quienes, como hicieron Aarón y Hur en esa ocasión, sostengan los brazos de los intercesores.


NB. Este artículo fue transmitido por radio el 8.4.00. Fue revisado e impreso por primera vez el 7.12.03.


Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”


#710 (22.01.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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