martes, 15 de septiembre de 2009

NO HACEMOS BIEN CALLANDO

El episodio que vamos a comentar brevemente ocurrió durante uno de los recurrentes períodos de la guerra crónica que el reino de Samaria sostuvo con su vecino del Norte y enemigo ancestral, el reino de Siria. El rey de ésta, Ben Hadad, había puesto sitio a la capital de su rival tal como, según el contexto del relato, Eliseo había anunciado al rey de Israel que ocurriría si es que persistía en el pecado de idolatría de su padre Acab (2R6:24).

Como consecuencia del prolongado asedio se desató una gran hambruna en la ciudad sitiada, al punto que una cabeza de asno (anormal cuya carne era impura según la ley de Moisés y, por tanto, los israelitas estaban prohibidos de comerla) se vendía por una pequeña fortuna (Pero ¿quién querría comer la cabeza de una asno?), y una pequeña cantidad de ¡estiércol de paloma! se vendía por una suma menor pero también significativa (v. 25). Con esos ejemplos de la clase de “alimentos refinados” que la gente se disputaba a precio de oro el autor sagrado nos hace ver hasta qué extremos había llegado la escasez de provisiones en la ciudad. ¿De qué sirve todo el dinero del mundo cuando no hay nada que comprar?

Otro ejemplo de la terrible necesidad por la que atravesaban es el caso de las dos mujeres que, para sobrevivir, acordaron que juntas matarían y comerían al hijo pequeño que tenía cada una de ellas. Primero comieron el de una –cuya carne suponemos les duraría algunos días- pero cuando le tocó a la segunda entregar al suyo, se negó a hacerlo y escondió a su hijo, gesto materno que bien podemos comprender, pero que era una violación del pacto acordado entre ambas (v. 28,29). (Ahí la pregunta es: ¿Hizo bien esta mujer en negarse a entregar a su hijo para matarlo? ¿Qué piensa el lector?) (Nota 1) Cuando la agraviada acudió al rey Joram para que le haga justicia, él rasgó sus vestiduras para expresar su consternación ante el sufrimiento y las situaciones penosas que el sitio provocaba (v. 30).

Nótese que estos actos horribles de salvajismo humano y de canibalismo ya habían sido anunciados por las maldiciones que Dios, por boca de Moisés, pronunció sobre el pueblo elegido como consecuencia de su futura desobediencia: “Y comerás el fruto de tu vientre, la carne de tus hijos y de tus hijas…” (Dt 28: 53-57). Esas escenas de salvajismo volvieron a ocurrir cuando Nabucodonosor sitió Jerusalén (1R 25:1-3) y, mucho más calamitosamente, cuando los romanos sitiaron Jerusalén el año 70, mataron a toda su población y destruyeron el templo, tal como Jesús lo había predicho (Mr 13: 1,2,19; Lc 21:5,6) ¡Cuán terrible es la suerte de los apóstatas que habiendo conocido la palabra del Señor y gozado de su favor, se apartan de sus caminos! ¡O peor aún, de los que cierran su corazón y rechazan la salvación que Dios les alcanza!

Antes de narrarle al rey la disputa que tenía con su compañera, la mujer había clamado: “¡Salva, rey señor mío!” y él le contestó: Si no te salva Jehová ¿de dónde te puedo salvar yo? ¿Del granero o del lagar?” (2R 6:26,27) Es decir, yo no tengo grano ni vino para darte, no puedo darte de comer ni de beber. Sin embargo, ni al rey y a sus cortesanos, ni a sus soldados, les faltaba lo uno y lo otro; ni les faltaba tampoco qué comer a los caballos del rey que se menciona más adelante (2R 7:13). (2)

Naturalmente se puede decir que los soldados y los caballos eran indispensables para la defensa de la ciudad (y aún en nuestra época, en tiempos de guerra se da preferencia al avituallamiento de la tropa que al de la población). Pero el hecho de que el rey y sus cortesanos comieran bien mientras el pueblo perecía de inanición, nos muestra elocuentemente el abismo que separaba entonces a la realeza del pueblo. La vida de un caballo al servicio del soberano valía más que la de un ciudadano común y corriente. Esta comparación no es ninguna exageración, sino un ejemplo de la escala de valores que reinaba en el mundo antiguo antes de la venida de Cristo, y reina todavía en las regiones que aún no han escuchado el evangelio.

Exasperado por los acontecimientos, el rey montó en cólera contra Eliseo, atribuyendo a sus advertencias la culpa de lo que estaba sucediendo, y ordenó que se le cortara la cabeza (2R 6:31). Al hacerlo olvidaba que él mismo era responsable de que ocurriera el mal que el profeta había predicho de parte de Dios que vendría sobre Samaria. Como dice un proverbio: “La insensatez del hombre tuerce su camino, y luego contra Jehová se irrita su corazón.” (Pr 19:3)

Entretanto Eliseo estaba reunido con los ancianos de la ciudad –es decir, con los hombres principales- que sin duda estarían angustiados por los acontecimientos y habrían venido donde el profeta (con un espíritu diferente al del rey) para saber cuál podría ser la salida que Dios tenía reservada para la ciudad.

Llegado a donde estaba Eliseo al mismo tiempo que el mensajero que debía cumplir la sentencia, el rey exclamó –pues, aunque el texto es confuso, es en su boca en la que deben ponerse las siguientes palabras: “Ciertamente este mal de Jehová viene. ¿Por qué he esperar más a Jehová?” (2R 6:33) En otros términos: Si es Dios quien ha decretado estas calamidades ¿de qué sirve que me haya puesto este cilicio y haga penitencia si Él no acepta nuestras señales de arrepentimiento? (v. 30) Esas no eran palabras de piedad sino de despecho, y recuerdan las que Malaquías pone en boca de los que no esperan ya en Dios: “Por demás es servir a Dios. ¿Qué aprovecha que guardemos su ley y que andemos afligidos en presencia de Jehová de los ejércitos?” (Mal 3:14)

Pero el profeta, que ha salido al encuentro del rey sin temor alguno, le dice que a la mañana siguiente la harina de trigo y la harina de cebada se venderían en la ciudad a precio de regalo.

Uno de los cortesanos del rey le contestó en tono burlón: “Eso va a ocurrir porque el Señor va a abrir las ventanas de los cielos”, en alusión a lo ocurrido en el diluvio, sólo que esta vez llovería sin agua sin alimento. A lo que Eliseo le retrueca: “Tú lo verás con tus ojos pero no comerás de ello.” (2R7:1,2) Esas palabras tendrían un trágico cumplimiento más adelante (2R7:12).

Había al lado de la puerta de la ciudad, viviendo posiblemente en unas casuchas adosadas a la muralla, hechas para ellos, cuatro leprosos que ponderaban acerca de la situación peligrosa en que se encontraban. Como se recordará la ley de Moisés ordenaba que los que tuvieran alguna mancha en la piel que pudiera ser síntoma de alguna enfermedad contagiosa (en esa época no se distinguía entre la lepra en sentido propio, y cualquier otra enfermedad de la piel (Lv 13:46) tenían que vivir apartados de la ciudad para impedir que contagiaran a otras personas. (Recuérdese el ejemplo de la curación de los diez leprosos por Jesús, Lc 17:11-19, en especial el vers. 12).

Ellos sacaron una conclusión lógica: Si tratamos de entrar a la ciudad –supuesto que nos dejen- o si nos quedamos aquí, moriremos de todas maneras, sea de hambre, o en medio del fragor de la batalla, cuando los sirios se acerquen a las murallas para escalarlas. Vayamos mejor al campamento de los sirios. Si nos dejan con vida, viviremos, y si nos dieren muerte, moriremos. (2R 7:4). Que es como si dijeran: “Que sea lo que Dios quiera. Nuestra vida está en sus manos.” ¿No es ésta la mejor actitud que puede adoptar un cristiano estando en situación de peligro? Hacer todo lo humanamente posible para salvar la vida, o para escapar del peligro, pero dejar el resultado de sus esfuerzos a Dios, quien decidirá lo que más convenga, porque Él siempre quiere lo mejor para sus hijos.

En algún momento dado el hombre tiene que tomar una decisión entre los dos campos del mundo que están en guerra. No puede quedarse en el medio sin decidirse por uno u otro. Hay que escoger entre el reino de las tinieblas y el reino de la luz. El que pretenda quedarse en el medio cómodamente, será arrollado junto con los que se pierden. En realidad ese tal toma una decisión sin darse cuenta: se niega a buscar el reino de la luz, lo rechaza implícitamente.

Los leprosos se salvaron como muchos a veces aceptan al Señor: para darle una oportunidad, como quien dice, por si acaso; para ver qué pasa, o como si fuera de casualidad. Y es extraordinario comprobar cómo el testimonio de algunos (que yo he oído y leído) corresponde a ese patrón: “Si tú existes, Jesús, sálvame”. La misericordia de Dios es grande y en ella se cumple su palabra: “Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo” (Rm 10:13). ¡Cuán grande es la misericordia y fidelidad del Señor que aún una fe tan imperfecta obtiene su galardón, porque Él no deja que su palabra caiga por tierra!

Los leprosos fueron abundantemente premiados por la decisión desesperada que tomaron, pues al llegar al campamento de los sirios vieron que no había nadie, como si los soldados y los oficiales lo hubieran abandonado súbitamente sin llevarse nada, pues todo, sus caballos, sus tiendas, estaban allí. No sólo salvaron los leprosos sus vidas de una muerte segura, sino que comieron y bebieron hasta saciarse, y encontraron abundantes despojos (2R 7:8). Los que siguen su ejemplo en el plano espiritual pueden decir con el salmista: “Me regocijo en tu palabra como el que halla abundantes despojos.” (Sal 119:162).

¿Qué es lo que había ocurrido en el campamento para que los leprosos lo encontraran sin un soldado que lo guardara? Para salvar a la ciudad como era su propósito, Dios había hecho que las tropas sirias oyeran un estruendo al anochecer y se imaginaran que el ejército de algún rey aliado de Israel acudía para salvar a la ciudad, y todos habían huido despavoridos para salvar sus vidas. (2R 7:6,7)

“No estamos haciendo bien. Hoy es día de buena nueva y nosotros callamos; y si esperamos hasta el amanecer, nos alcanzará nuestra maldad.” (2R 7:9)

Una vez que hubieron saciado su hambre los leprosos se dijeron: No hacemos bien. Hoy es día de buena nueva. Lo que nos ha ocurrido es una noticia extraordinaria; no podemos callarla. No es algo que haya ocurrido tan sólo para nosotros, es algo de lo que todos (incluso los que viven en la ciudad del pecado) pueden beneficiarse. Lo que nos ha salvado puede salvarlos también a ellos. No necesitan morir espiritualmente de hambre teniendo la palabra de Dios a sus puertas.

No hacemos bien callando. Si tú has encontrado la verdad no haces bien en guardarla para ti. Debes compartirla con otros para que ellos también puedan salvarse: “…Cuando yo dijere al impío: Impío de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, pero su sangre yo la demandaré de tu mano.” (Ez 33:8). El que tiene la buena nueva y no la esparce, pudiendo hacerlo, es reo de la condenación de aquellos que pudieron haberse salvado con su testimonio, pero que se perdieron por negligencia o indiferencia suya. Esta es una palabra terrible que todos debemos tener en cuenta.

“Si esperamos hasta el amanecer”. El día en que amanezca la luz de Cristo está a punto de llegar. Falta poco y entonces nos alcanzará nuestro pecado si hemos fallado en transmitir a otros lo que hemos recibido. Dios nos pedirá cuentas de nuestro silencio. Pensamos que nadie ha sido testigo de nuestra cobardía o de nuestra dejadez, pero cuando venga la luz, aún lo más oculto de nuestras vidas será descubierto a la vista de todos y cada uno recibirá el pago que corresponda (Sal 62:12).

Entonces los leprosos retornaron a la ciudad y gritaron a los guardas que estaban a la puerta avisándoles que el campamento estaba intacto, pero que no había nadie porque los sirios se habían ido. Los guardas fueron y avisaron al rey, que al comienzo no quiso creerlo, temiendo que fuera una trampa que le tendían sus enemigos para que sus tropas salieran de la ciudad y las atacaran en el llano. Para asegurarse envió dos mensajeros a caballo a fin de que comprobaran si era cierto lo que decían los leprosos. Y cuando lo vieron, dieron cuenta al rey.

“Entonces el pueblo salió y saqueó el campamento de los sirios.” (2R 7:16). Y tal como había predicho Eliseo, la harina de trigo y la harina de cebada se vendieron a precio de regalo.

Al consejero que se había burlado de Eliseo el rey lo había puesto para cuidar la puerta de la ciudad, y el pueblo en su desborde lo arrolló y lo mató. Tal como el profeta le había anunciado, vio la inesperada abundancia en que no había creído, pero no llegó a comer de ella. (v. 17).

Es muy aleccionador comprobar, de otro lado, que quienes avisaron a los moradores de Samaria que el enemigo había huido dejando todo y, por tanto, los salvaron de morir de hambre, no fueron sus hombres valientes bien armados, sino cuatro leprosos despreciados, tenidos por parias, a quienes ni siquiera dejaban entrar a la ciudad por miedo al contagio.

Esta es una ocasión en que la palabra de Dios escrita por Pablo se cumplió mucho tiempo antes de que la trazara su pluma: “Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres….sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil y lo menospreciado y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia.” (1Cor 1:25,27-29).

Notas: 1. Es indudable que ambas demostraron ser unas madres desnaturalizadas al pactar comerse la carne de sus propios hijos, porque una verdadera madre antes estaría dispuesta dar su cuerpo por la vida de su hijo que sacrificar la vida de su hijo para salvar la propia.
2. Sin embargo, hay un sentido profundo involuntario en las palabras del rey: Si Dios no viene en nuestra ayuda, ¿qué esperanza de salvación podemos poner en los esfuerzos del hombre?

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