martes, 27 de enero de 2009

SIMEÓN II

En el 2do capítulo del Evangelio de Lucas se dice que después de haber tomado al niño en sus brazos Simeón bendijo a Dios, diciendo:

“Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; ” (vers.29), (Nota 1) que es como si dijera: “Ahora puedo morir en paz , porque has cumplido tu promesa.”

Cuando hemos alcanzado las metas y propósitos que Dios nos ha inspirado, podemos despedirnos de la vida en paz con nosotros mismos y con Dios, porque hemos llevado una vida de realización personal en la que se han cumplido nuestros sueños y deseos.

¡Pero qué triste debe ser morir sin haber logrado nuestras metas, cuando hemos fracasado! ¡Qué triste debe ser morir, como les ocurre a muchos, habiendo vistos todos sus sueños y propósitos frustrados! ¡Qué triste debe ser morir en derrota!

Hay algunos hombres y mujeres buenos a quienes eso les ocurre. Dios lo permite porque les tiene reservado un triunfo mayor en el cielo. ¿Pero quiénes son los que mueren siempre viendo sus propósitos frustrados y, lo que es peor, sin una compensación en el más allá? Los malos, porque, aunque parezca que triunfaron, al final Dios no permite que alcancen sus objetivos. Y si alguna vez parece que ya alcanzan la victoria, Dios se las arrebata al último momento y les reserva un final trágico.

O si de hecho ocurre que algunos llegan a alcanzar sus metas perversas, lo hacen atormentados por la enfermedad, o por los remordimientos, o en medio de tragedias familiares.

Los periódicos y revistas hablan con frecuencia de los éxitos de personas que viven en pecado y que se vuelven famosos. Muchos de ellos son artistas de la farándula, del cine o la TV. Ellos hacen mucho mal porque con frecuencia sus vidas desordenadas constituyen un mal ejemplo que muchos jóvenes anhelan imitar. Pero el público no sabe cómo terminan sus vidas esas personas, porque lo medios no hablan de ellos cuando se han retirado de las candilejas y ya no los alumbran los reflectores de la fama. Los medios hablan de sus triunfos, pero rara vez de sus fracasos, salvo cuando tienen muertes trágicas, porque los fracasos no se venden bien.

Cuando dejan de ser famosos ¿quién se entera de cuánto han sufrido en la oscuridad y de cómo han pagado el mal que hicieron? Y si, para desgracia suya, no se arrepintieron, lo van a seguir pagando por toda la eternidad.
Hay una recompensa para el bueno y hay un castigo para el malo, porque “Dios paga a cada cual según sus obras.” (Que cada cual busque por sí mismo las referencias) No hay frase en todas las Escrituras que se repita con más frecuencia que ésa. Así que tengamos cuidado con lo que hacemos, porque vamos a recoger el fruto, aquí en esta vida, o en la otra, de todos nuestros actos, de todas nuestras palabras, de todos nuestros pensamientos. La Escritura dice que “lo que el hombre sembrare eso también cosechará.” (Gal 6:7).

“Porque han visto mis ojos tu salvación,” (v 30). Lo que él tanto ansiaba ver antes de morir se ha cumplido, porque en ese niño que tiene en brazos él ve la salvación de su pueblo. ¿Cómo pudo verla si es apenas una criatura? Porque él vio por la fe que en ese niño se cumplirían todas las profecías y promesas que Dios había dado a su pueblo (2).

En ese niño él vio la salvación de Israel. Detengámonos un momento en ese idea: la salvación es ante todo una persona, el Salvador, no acontecimientos, porque en Él se cumpliría todo lo que Dios había predicho y preparado; todo lo que Dios se proponía hacer, no sólo con el pueblo elegido sino con el mundo entero.

Simeón no sabe cómo se cumplirían esas profecías, porque nadie puede adivinar cómo Dios hace las cosas. Pero él supo que en ese niño, una vez llegado a adulto, se cumplirían.

Una vez más, como hemos dicho antes, la fe nos permite ver cosas que nadie puede ver con los ojos naturales. Nos permite ver la realización de nuestros sueños. La fe es como un larga vista especial de rayos ultrarojos, que nos permite ver el futuro y penetrar en el mundo espiritual.

Y sigue cantando Simeón: “La cual has preparado en presencia de todos los pueblos;” (v. 31).

¡Un momento! ¿Cuánta gente estaba ahí presente oyendo lo que Simeón decía? Un puñado de personas. ¿Cómo puede decir entonces: “en presencia de todos los pueblos”? ¿Acaso cuando Jesús nació su nacimiento fue anunciado por los periódicos con grandes titulares: “¡Ha nacido el Salvador!”? No había periódicos en ese tiempo. ¿Pero acaso fue anunciado su nacimiento por los medios que había entonces y que los reyes usaban? ¿Por heraldos que iban con una comitiva a caballo de ciudad en ciudad, precedidos por el resonar de trompetas, proclamando la gran noticia?
¿Cómo nació Jesús? Desconocido por todos. Oculto en una cueva. Sólo se enteraron del acontecimiento unos pastorcillos despreciados, que, eso sí, fueron avisados por una legión de ángeles. ¡Qué honor para esos humildes pastores!

Sin embargo, Siméon dice: “En presencia de todos los pueblos.” Esa es en realidad una profecía que tendría un glorioso cumplimiento futuro, porque la obra de Jesús ha llegado a ser conocida en todo el orbe. No hay personaje de la historia que sea más conocido que Jesús. Hasta los paganos saben de Él. Los cristianos lo aman; otros lo odian, pero todos han oído hablar de Él. No hay nadie que no haya oído el nombre de Jesús, como se dice en Hechos que el Evangelio sería predicado “hasta los confines de la tierra.” (1:8). A lo máximo habrá quizá alguna tribu perdida de la selva a la que aún el nombre de Jesús no haya llegado.

Y al final, como dice la Escritura: “Todo ojo lo verá.” (Ap 1:7), cuando vuelva en las nubes y aparezca su señal en el cielo (Mt 24), para regocijo de unos y lamento de otros.

Simeón continúa su canto: “Luz para revelación de los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.” (v. 32)

La primera frase es una profecía de Isaías que ha tenido un cumplimiento maravilloso (Is 42:6; 49:6; 60:3). La obra de Jesús como Salvador estaba dirigida no sólo a los judíos, como ellos pensaban, sino que Él vino a salvar a todos los pueblos de la tierra.

¿Qué había dicho Jesús de sí mismo? “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.” (Jn 8:12)

El sería luz del mundo, no de un solo pueblo. Pero si bien es cierto que su luz alcanzaría a todos las naciones de la tierra y las iluminaría quitándoles el velo que cubría sus ojos, eso que no quita que Él haya dado gloria a su pueblo más que ningún otro hijo de Israel, porque no ha habido un judío más famoso y más conocido en el mundo entero que Jesús. Aun los mismos judíos que antes lo rechazaban lo reconocen. Y aunque no vean en Él al Mesías, han empezado a admirarlo. Hay en la intelectualidad judía contemporánea un movimiento para reclamar a Jesús para sí como judío. No dicen que Él fuera el Salvador que esperaban, y menos que fuera el Hijo de Dios, pero sí afirman algunos que fue un gran profeta, o un gran maestro, un gran rabí.

“Y José y su madre estaban maravillados de todo lo que se decía de Él.” (v. 33).
¿Podemos imaginar lo sorprendidos que estarían sus padres al oír lo que se decía de su hijo? Claro está que ellos sabían muy bien que su Hijo era alguien de extraordinario desde el momento en que el ángel le anunció a María que daría a luz un hijo, y por forma sobrenatural, sin intervención de varón, como había sido concebido.

José recordaba muy bien cómo un ángel se le había aparecido en sueños y le había dicho: “No temas recibir a María como mujer en tu casa, porque lo que en ella es engendrado es obra del Espíritu Santo.” (Mt 1:20). Con todo, lo que Simeón decía de su Hijo no podía menos que maravillarlos y llenarlos, por un lado, de satisfacción, pero también quizá de cierto temor, por la enorme responsabilidad que descansaba sobre sus hombros.

Entonces Simeón los bendice de nuevo a ambos …pero fíjense ¡qué curioso!, se dirige a su madre para decirle algo. ¿Por qué no se dirige a José, que era su padre, como sería natural? Después de todo, el padre es responsable de su hijo. ¿Por qué se dirige a la madre? ¿Acaso las madres tienen corona?

Sí, en efecto, para Dios las madres tienen una corona. Es verdad. Pero Simeón no se dirige a la madre del niño por ese motivo, sino porque la madre tiene una relación íntima con el hijo que ha llevado nueve meses en el seno. Ella es la que puede entender mejor ciertas cosas. Nosotros los hombres somos un poco duros de entendimiento para ciertas cosas espirituales que las madres entienden mejor.

Por eso Simeón se dirige a ella. Pero también porque tiene algo que decirle que le concierne a ella en particular.

Lo que profetiza Simeón tiene un tinte trágico: “He aquí éste será puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha.” Cuando Él empiece su vida pública sus acciones y sus palabras harán que muchos se levanten y muchos caigan en Israel.

¿Quiénes son los que serían levantados? Los que crean en Él, los que lo reciban como Mesías, -que serían en su mayoría humildes-; los que pongan su confianza en Él. ¿Y quiénes son los que caerían? Los que no crean en Él sino que lo rechacen, -que serían en su mayoría los poderosos de la tierra.

Jesús diría más tarde: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.” (Mt 5:3). Y también: “Los últimos serán los primeros y los primeros, últimos.” (Mt 10:31).

Simeón continúa diciendo: “Y para señal que será contradicha.” Es decir, que Él seria un signo de contradicción.

Sobre este punto Jesús dijo una vez. “Yo no he venido para traer paz sino espada.” (Lc 12:5). Sorprendente en alguien que había dicho: “La paz os dejo, mi paz os doy.” (Jn 14:27). Pero lo que él quiso decir en Lucas es que su predicación sería motivo de discusión y de división en el seno de las familias y en los pueblos; que unos estarían a favor suyo, y que otros estarían en contra. Unos lo tendrían como maestro, pero otros como un peligro para la sociedad judía, y éstos al final prevalecerían.

De ahí que Simeón añada: “Para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones.” La contradicción que traería el ministerio público de Jesús haría que los pensamientos ocultos de muchos salgan a flote y se manifiesten, más allá de las bonitas palabras y de las sonrisas hipócritas. ¿Cómo se manifestarían? En sus palabras y en sus hechos. Porque habría quienes a pesar de las oposiciones le seguirían siendo fieles, así como habría otros que le darían la espalda, que terminarían odiándolo. Incluso habría uno que, habiéndolo seguido un tiempo como discípulo, lo traicionaría.

De ahí que Simeón le diga a María: “Y una espada atravesará tu alma,” porque ella vería cómo, pese a todo el bien que hacía su hijo, muchos se le opondrían, comenzarían a intrigar contra Él, lo apresarían, lo juzgarían, lo condenarían injustamente y lo crucificarían. Esa sería la espada que traspasaría su alma.

No hay madre que no se alegre por los triunfos y logros de sus hijos. Y ella debe haberse alegrado mucho al ver la respuesta favorable y el entusiasmo que la prédica de su Hijo suscitaba en muchos y cómo lo respaldaban. Pero ¿qué madre no se angustia y sufre cuando ve que todo lo bueno que hace su hijo es ocasión de que lo ataquen? Eso fue lo que vio ella y debe haberle dolido mucho.

Cuando el Evangelio es predicado a las naciones en nuestros días, en verdad los pensamientos ocultos de los que escuchan se manifiestan, porque la forma como responden a la predicación revela lo que tienen dentro. Unos responden con fe, otros responden con indiferencia , o ridiculizándolo, incluso algunos oponiéndose activamente. ¿De qué depende cómo reaccionen?

Del estado y de las intenciones de su corazón. Muchos, si no todos, viven en pecado, como era nuestro caso, pero algunos se sienten mal por ello, mientras que otros, endurecidos, se sienten a gusto o hasta se jactan de sus iniquidades.

Cuando la palabra humana, ungida por el Espíritu Santo, llega a los oídos de unos y otros, aquellos cuyos corazones han sido preparados como tierra fértil por el sufrimiento y las pruebas, la reciben de buena gana y la hacen suya, porque la necesitan. Otros, en cambio, la rechazan porque tienen su corazón recubierto como por una caparazón impenetrable hecha de preconceptos, o de prejuicios o de soberbia, más dura que el acero. A muchos el éxito de que gozan en el mundo les da una suprema confianza en sí mismos. Ellos no necesitan de Dios.

Pero si Dios se compadece de ellos –y no sabemos porqué se compadece de algunos y de otros no- les envía pruebas y tribulaciones que quebranten la dureza de esa coraza y abran un resquicio por donde la luz puede penetrar.

Es una realidad de la vida, como lo ilustra la parábola del Hijo Pródigo, que el sufrimiento nos hace sabios. Mientras nos va bien no necesitamos de Dios. Lo rechazamos, como dice un salmo: “antes que fuera yo humillado, descarriado andaba, mas ahora guardo tu palabra.” (Sal 119:67).

¿No ha sido ése nuestro caso? Démosle pues gracias a Dios por lo que padecimos, porque fue el sufrimiento lo que nos hizo abrir los ojos y reconocer la realidad de nuestra miseria y comprender por fin cuánto necesitábamos de Él.

Notas: 1. Las palabras de Simeón del v. 29 al 32 constituyen un cántico, conocido en la liturgia tradicional como “Nunc dimitis” y que ha sido puesto en música por algunos compositores famosos.
2. El deseo de ver la salvación que Dios ha prometido es una constante de los salmos (50:14; 84:8; 119:81,123,166,174), y de Isaías, lo que muestra que la piedad de Simeón tenía sus raíces en la mejor tradición de su pueblo.

NB. Este artículo y el precedente están basados en una charla dada en una reunión de la “Edad de Oro”, de la CC “Agua Viva”, el 14 de enero pasado.

#559 (25.01.09) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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