martes, 20 de enero de 2009

SIMEÓN I

SIMEÓN I

Hoy vamos a hablar de un personaje muy simpático que figura en un conmovedor episodio del 2do. capítulo del Evangelio de San Lucas, y que se llama Simeón.


Simeón es un nombre de alcurnia, si se quiere, en el Antiguo Testamento, para comenzar, porque uno de los hijos de Jacob se llamaba así, y porque varios personajes ilustres de la historia del pueblo hebreo llevaron ese nombre. Ése era el nombre de pila, como bien sabemos del apóstol Pedro, porque Simón es la forma griega de Simeón.


Simeón quiere decir en hebreo: “el que ha sido escuchado”. Y realmente como veremos enseguida, nuestro personaje de hoy fue escuchado por Dios y de una manera maravillosa.


Pero leamos antes que nada lo que nos dice el Evangelio. El episodio que narra Lucas ocurre justo cuando José y María, en obediencia a la ley de Moisés, van a presentar a su hijo primogénito en el templo y a hacer la ofrenda prescrita por la ley.


“Y he aquí había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, y este hombre, justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre él. Y le había sido revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor (Nota 1). Y movido por el Espíritu, vino al templo al templo. Y cuando los padres del niño Jesús lo trajeron al templo, para hacer conforme al rito de la ley, él le tomó en sus brazos, y bendijo a Dios” (Lc 2:25-28)


Lo primero que se dice ahí es que Simeón era un hombre justo y piadoso. ¿Qué quiere decir que era justo? (2).


En el NT al varón de Dios se le llama “creyente” (cuyo contrario es “incrédulo”), porque lo que lo caracteriza es la fe. En el AT, se le llama “justo” (cuyo contrario es “injusto”) porque lo que lo caracteriza es la forma como vive, su conducta, sus obras. Eso no quiere decir que, en el caso del creyente, las obras no cuenten, ni que, en el caso del justo, la fe no sea importante, sino que en uno u otro las obras o la fe no son lo primordial.


Justo es pues el hombre (o la mujer) que trata de conformar su vida en todo a lo que prescribe la ley de Dios, el que trata de vivir en obediencia a su palabra. Pero no se trata de una justicia exterior, consistente sólo en actos visibles –como en el caso del fariseo- sino una que brota de la rectitud del corazón. Como dice el Salmo 32: “Bienvaventurado el hombre…en cuyo espíritu no hay engaño.” (v. 1). Esto es, se trata de una virtud interior que se manifiesta exteriormente en la vida diaria.


Dice además que era “piadoso”. Así se llama a toda persona que busca a Dios de todo corazón. Dios ha prometido en su palabra que el que lo busque de esa manera lo hallará, como dice el profeta Jeremías: “Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo corazón.” (Jr 29:13). Jesús dijo también: “Buscad y hallaréis…porque todo el que busca halla.” (Mt 7:8).


Dicho de otra manera, piadoso es el hombre cuyo corazón está dirigido ante todo hacia su Creador, y cuya vida y pensamientos están dominados por su amor a Él.


Todos nosotros necesitamos buscar a Dios si queremos que Él nos dé una nueva revelación para nuestra vida, una nueva revelación de su Ser, aquella revelación que necesitamos para fortalecer nuestro ser interior.


Dios quiere que nosotros lo busquemos asiduamente, como dice el Salmo 27: “Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Señor; no escondas tu rostro de mí.” (ver. 8,9).


Dice Lucas además que Simeón esperaba la consolación de Israel. ¿Qué quiere decir eso? Que él esperaba la aparición del Mesías de su pueblo. El la esperaba ardientemente. Todas las energías de su ser estaban concentradas en la expectativa de la venida del Mesías que vendría a consolar a su pueblo de todas las amarguras por las que había pasado y aún pasaba, y para darle una nueva vida como nación (3).


Esperaba la venida del Mesías porque Dios lo había prometido en su palabra. Para él lo que Dios había dicho era algo concreto, real, tangible.


El que ama a Dios confía en sus promesas, porque sabe que Dios es fiel. Para Simeón esa no era una esperanza vaga. El sabía que el Mesías iba a venir y no dudaba en lo más mínimo de ello.


Y porque él lo esperaba de esa manera, el Espíritu le había revelado que él no moriría sin haber visto al Ungido de Dios. Que Dios le hiciera una promesa semejante era una gracia extraordinaria, que muestra hasta qué punto Dios amaba a ese hombre que tanto lo amaba.


¿Saben ustedes que Dios responde a nuestras oraciones en la medida de nuestro amor por Él? Jesús dijo que el Padre le concedía todo lo que él le pedía. ¿Por qué estaba seguro? Porque Dios había dicho: “Este es mi hijo amado en quien tengo mi complacencia” Si tú vives y buscas a Dios de tal manera que Él se complazca en ti, puedes estar seguro de que Él te concederá todo lo que le pidas. Como dice un salmo: “Le has concedido el deseo de su corazón y no le negaste la petición de sus labios.” (Sal 21:2).


Y yo pregunto ¿cuántos de los que están aquí esperan ver con sus propios ojos al Señor Jesús en su segunda venida, como está prometido? Si esperas su venida ardientemente como esperaba Simeón, es posible que el Señor te conceda verlo, que prolongue tu vida todo el tiempo que sea necesario para que llegues a ver a Jesús aparecer en el cielo.


Yo, al menos, espero ver con mis propios ojos al Señor venir en las nubes, tal como los ángeles dijeron que vendría, a los apóstoles que lo habían visto ascender al cielo. (Hch 1:11).


Lucas dice que el Espíritu Santo estaba sobre Simeón. Cuando el ES está sobre una persona el Espíritu actúa en ella y a través de ella; el ES la cuida, la guía, la consuela, la unge, le revela cosas.


Cuando el ES está sobre una persona el Espíritu le habla: “Haz esto”, o “no lo hagas”. “Anda a tal parte”. “Dile esto a esta persona”. O sentimos el impulso de orar por alguien justo en el momento en que esa persona está pasando por una situación difícil y necesita que se ore por ella. ¿Quién podría ser el que nos inspire eso?

¿Pero cómo va a hablarnos el Espíritu si no vivimos en comunión con Él? Si no vivimos en esa comunión Él quizá pueda hablarnos, pero no escucharemos nada porque tendremos los oídos espirituales tapados como con cera.


O porque las cosas del mundo que absorben nuestra atención interfieren con la voz de Dios como la estática en una comunicación radial.


Recordemos que Jesús comenzó su predicación en la sinagoga de Nazaret citando el pasaje de Isaías que empieza así: “El espíritu del Señor está sobre mí por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres.” (Lc 4 : Is 61).


Aunque Él era Dios Él no hizo nada antes que el Espíritu Santo viniera sobre Él cuando fue bautizado por Juan en el Jordán.


Dice el texto que Simeón fue movido por el ES para ir al templo, ¡qué curioso! justo cuando José y María se encontraban allí para presentar a su Hijo. ¡Con cuánta razón se dice que Dios es el Señor de las coincidencias! Claro está que ésa es una manera de hablar. No es que se trate de coincidencias, sino que Dios tiene todas las cosas bajo su control, y Él ha previsto el tiempo preciso para cada acontecimiento.


Simeón sintió que el Espíritu Santo lo impulsaba a ir al templo y él obedeció a ese impulso inmediatamente. ¿Pero qué hubiera pasado si él se hubiera dicho: “No, hoy estoy muy cansado. Mañana iré. Total, el templo no se va a mover de su sitio”? ¿O si tan sólo se hubiera demorado una hora y no hubiera ido inmediatamente?

Hubiera perdido la oportunidad que Dios le concedía de ver al Mesías como él deseaba tanto. El deseo más ardiente de toda su vida se habría visto frustrado. ¡Qué importante es no sólo obedecer a Dios, sino obedecerlo en el momento en que Él nos habla! ¡Cuántas bendiciones nos habremos perdido porque no obedecimos al momento! ¡Porque nos demoramos o fuimos lentos!


Si él no hubiera obedecido inmediatamente esta página del evangelio de Lucas no habría sido escrita. No sólo eso, sino que por más santo y bueno que él hubiera sido, su nombre no figuraría en el Evangelio, y yo no estaría en este momento hablándoles acerca de él. ¡Miren lo que se hubieran perdido! ¡Gracias Simeón por tu obediencia fiel!


Cuando él vio a los padres de Jesús reconoció que ese bebé recién nacido que su madre llevaba en sus brazos era el futuro Salvador de Israel.


No vio a un adulto con aspecto de guerrero poderoso. Tampoco vio a un profeta de verbo fogoso. No vio a un adolescente que llevara la marca del llamado de Dios. ¡No! ¡Vio a un bebe que no podía hablar, y que tenía que ser cargado!


Y supo ¡Ése es!


¿Quién puede ver en un bebé recién nacido a un héroe? Porque era un héroe lo que los judíos piadosos esperaban. Un líder político y militar que condujera los ejércitos de Israel a la victoria y venciera a las legiones romanas y restableciera el trono de David. Esa era la concepción que ellos tenían del Mesías, olvidando lo que Isaías había profetizado acerca de Él: “No quebrará la caña cascada, ni apagará el pabilo que humeare.” (Is 42:3). Y por eso fue que muchos no quisieron reconocer en Jesús al Salvador de Israel. No se ajustaba a sus preconcepciones.


Como dice el Evangelio de Juan. “Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron.” (1:11)

Pero Simeón sí reconoció en esa pequeña criatura al Mesías esperado. Él vio en ese bebé la semilla del futuro. El vio en el grano de mostaza el arbusto frondoso en cuyas ramas algún día se posarían las aves del campo. El lo vio con los ojos de la fe.


La fe nos permite ver lo que aún no existe. Nos permite ver el edificio soñado cuando aún no se tienen los planos ni se ha comprado el terreno. La fe nos permite ver lo que deseamos cuando parece imposible, y las dificultades arrecian.


Nos permite ver la victoria cuando hemos sido derrotados; el triunfo final después de la batalla perdida.


La fe nos permite ver lo que los ojos de la carne no pueden ver.


Entonces, dice el texto, Simeón tomó al niño en sus brazos. ¿Permiten los padres que un extraño tome en sus brazos a su hijo recién nacido? De ninguna manera. Lo cuidan como un tesoro y no permiten que nadie lo toque.

Pero ellos le permitieron hacerlo porque reconocieron que Simeón era un varón de Dios. Había algo en él que permitía adivinar que él era un hombre justo y piadoso, y que les inspiraba confianza, como para dejar que por un momento cargara a su hijo.


¿De qué depende que la gente vea en uno ese algo indefinible que inspire confianza? De la vida que uno ha llevado en el pasado, porque todo lo que hemos hecho de una manera consistente y habitual deja su marca en nuestro aspecto y, sobre todo, en nuestro rostro.


Nuestro carácter está reflejado en nuestra cara y en nuestros ojos. Por algo se dice que los ojos son las ventanas del alma. Dejan ver lo que está dentro.


¡Aprendamos a “leer” el rostro y la mirada de la gente, y nos libraremos de muchas sorpresas desagradables!


Cuando él lo tomó en sus brazos, ¡Oh, qué dicha maravillosa! ¡Tener en sus brazos al Mesías! ¿Qué fue lo que hizo él? Dio gracias a Dios, lo bendijo. Eso es lo que el hombre piadoso hace cuando le sucede algo bueno. Se alegra, claro está, pero primero le agradece a Dios.


Eso debemos hacer todos, cualesquiera que sean las circunstancias y las cosas que nos sucedan. Por algo escribió Pablo: “Dad gracias a Dios en todo”. (1 Tes 5:18). No sólo en lo bueno. También en lo malo.


Dar gracias a Dios también en lo malo es reconocer que todo está bajo su control y que nada sucede sin que Él lo permita, y si lo permite, por algo bueno será: “A los que aman a Dios todas las cosas colaboran para bien.” (Rm 8:28).


Darle gracias a Dios aun en lo malo no es muestra de masoquismo, sino es una manifestación de nuestra fe en que detrás de lo que es momentánea o aparentemente malo, Dios nos prepara algo bueno. Dios premia la fe de los que contra viento y marea confían en Él para bien, y no para mal y no se desalientan por las contrariedades momentáneas. (Continuará).


Notas: 1. Bengel, comentarista del siglo XVIII, destaca el contraste que existe entre los dos usos del verbo “ver “ en este versículo: “ver” la muerte y “ver” al Mesías.

2. Díkaios en griego; Tsadiq en hebreo.

3. Véase al respecto Is 40:1; 51:3; 66:13.


Estimado lector: Si tú nunca has recibido al Señor mediante un acto voluntario y conciente de fe, te animo a hacerlo en este momento, diciendo con toda sinceridad una sencilla oración como la que sigue:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”


NB. Este artículo y su continuación están basados en una charla dada en una reunión de la “Edad de Oro”, de la CC “Agua Viva”, el 14 de enero pasado.


Respondiendo al pedido de varias personas he puesto en mi blog (JOSEBELAUNDEM. BLOGSPOT.COM) un escrito en que expongo mi opinión acerca de lo que está sucediendo en la franja de Gaza.


Corrección: En el artículo “El Sentido de la Navidad” #555, Nota 1, punto 6) escribí: “Donde no había sinagoga, como en Atenas…”. Eso es un error que debo rectificar porque el texto dice que en Atenas había una sinagoga donde Pablo discutió con los judíos.


#558 (18.01.09) Depósito Legal #2004-5581.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

lo felicito por su comentario, realmente me fue de mucha ayuda, ya que precisamente en esta epoca navideña estaba redactando mi predica un poco distinto enfocandome un poco en las personas paralelas y lo que hicieron en su momento; tengo en mente tambien a la anciana de 92 años aprox; realmente le agradezco y que nuestro Sr Jesucristo lo bendiga ricamente....BOXTHA

Unknown dijo...

Que linda enseñanza