martes, 3 de febrero de 2009

"¿POR QUÉ BAUTIZAS?"

Un Comentario al Evangelio de Juan 1:25-28

“Y le preguntaron y le dijeron: ¿Por qué pues bautizas, si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el profeta? Juan les respondió diciendo: Yo bautizo con agua, mas en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Este es el que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado. Estas cosas sucedieron en Betábara, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando.”

En el artículo anterior sobre este episodio (“¿Tú, quién eres?” #557 del 11.01.09) vimos que a la pregunta que le hacen a Juan Bautista los enviados del templo: “¿Qué dices de ti mismo?” él contesta que él es “la voz de uno que clama en el desierto”, negando que él pretendiera ser el Mesías, o Elías, o el profeta.

Ante esa respuesta los enviados prosiguen su interrogatorio con una pregunta referida a lo que Juan estaba haciendo a orillas del Jordán: ¿Por qué bautizas si tú no eres ninguno de esos personajes que hemos mencionado? Es como si le dijeran: ¿Quién te ha conferido autoridad para hacerlo?

Recordemos que cuando Jesús echó a los mercaderes del templo a Él también lo increparon: “¿Quién te ha dado autoridad para hacer esto?” (Mt 21:23).

En uno u otro caso los representantes del templo son incapaces de comprender que la autoridad que una persona pueda tener para hacer algo pueda proceder directamente de Dios sin intermediarios.

Los administradores de las funciones religiosas aborrecen todo amago de interferencia en el campo que ellos se han reservado en exclusiva, y abominan de los voluntarios e improvisados. Lo cual es en parte comprensible, pues es una forma de prevenir el desorden.

Sin embargo, ha habido algunos personajes de la historia que han realizado hazañas extraordinarias (Juana de Arco) o que han inaugurado formas nuevas de consagración a Dios (Francisco de Asís), obedeciendo a un impulso divino personal y directo. Y por ese motivo han enfrentado una fuerte oposición de las autoridades religiosas que, en el caso de la Doncella de Orleáns, la llevó a la hoguera. (Nota 1)

La nueva pregunta que le hacen a Juan los enviados del templo nos obliga explorar el tema del bautismo. Puesto que en los libros del Antiguo Testamento no figura la práctica del bautismo ¿de dónde sacó Juan la idea de bautizar a los pecadores arrepentidos?

Aunque el bautismo no figure en el AT es un hecho que el Levítico prescribe la realización de muchos lavamientos que debían practicar los sacerdotes oficiantes del Tabernáculo. Estos lavamientos eran símbolo de una purificación no sólo externa sino interna.

Pero no sólo los sacerdotes debían llevar a cabo ese rito, sino también toda persona que quisiera ofrecer un sacrificio que presentaba al sacerdote, debía previamente sumergirse en un pequeño estanque de purificación, llamado “Mikvá”, que estaba situado en el complejo del templo.

Es sabido, de otro lado, que los sectarios de Qumram, que estaban asentados en la orillas del Mar Muerto, en su afán obsesivo de pureza, practicaban un serie de abluciones e inmersiones en agua como parte de su liturgia diaria.

Por último, para no hacer demasiado larga la referencia histórica, es sabido que desde por lo menos dos siglos antes de Cristo, si no más, toda persona que quisiera convertirse al judaísmo debía someterse a un triple rito. Antes que nada –tratándose de un varón- debía ser circuncidado, lo cual simbolizaba su incorporación al pacto sinaítico y su compromiso de obedecer a toda la ley; segundo, una vez que la cicatriz de la circuncisión hubiera sanado, debía realizar un baño de purificación en la “mikvá” del templo. Por último debía ofrecer un sacrificio, que en nuestro tiempo, no existiendo el templo, es reemplazado por una ceremonia de aceptación del converso. Al segundo paso, se le solía llamar “bautizo de prosélitos”.

De modo que el rito en sí que Juan llevaba a cabo con los que acudían a él no debía parecerles a los enviados una práctica innovadora con la que no estuvieran familiarizados, salvo el hecho de que no se hiciera dentro del marco acostumbrado.

No obstante, el bautismo que realizaba Juan era algo muy diferente y de mayor trascendencia que un simple baño ceremonial. Era un bautismo de arrepentimiento en el cual los que se bautizaban confesaban sus pecados.

De ahí que cuando Jesús viene a él para hacerse bautizar Juan objete: ¿Tú vienes a mí? Es decir, ¿acaso tienes tú algún pecado que confesar?, porque él sabía muy bien que en Jesús no había ni sombra de pecado.

Lo que a los enviados de los sacerdotes les indignaba era que Juan bautizara sin estar autorizado ni calificado para hacerlo, ya que él no sólo bautizaba sino que, además, amonestaba a los pecadores arrepentidos acerca de lo que debían hacer y de cómo debían comportarse en adelante: compartir sus bienes con los necesitados, no cobrar más impuestos de lo debido, no extorsionar ni calumniar a nadie, sino contentarse con su paga (¡Cómo se cumplieran en nuestro tiempo esos consejos de Juan!).

A la pregunta de los enviados de por qué él bautizaba Juan contesta: “Yo bautizo con agua, mas en medio de vosotros está uno que vosotros no conocéis.” (Jn 1:26). La clave del sentido de la frase de Juan es la partícula adversativa “mas” o “pero”. Es decir: “Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros…”

Es curioso que el evangelista no nos dé completas aquí las palabras del Bautista, tal como figuran en los sinópticos. A las palabras que Juan consigna, Mateo añade: “El os bautizará en Espíritu Santo y fuego.” (Mt 3:11).

Tengo algo que decir acerca de esta frase de Mateo, pero por ahora concentrémonos en las palabras de Juan que acabamos de citar: “En medio de vosotros está uno…”.

Él alude a la presencia de Jesús entre la multitud de personas que acudían a ser bautizados. ¿Cómo sabía Juan que Jesús estaba ahí? La explicación se da algunos versículos más adelante, cuando dice: “Yo no lo conocía; pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo.’” (vers. 33)

El Bautista sabe que Jesús está ahí porque el Espíritu se lo ha revelado de una manera sobrenatural. ¿Qué más sabía Juan acerca de Jesús? ¿Se habían conocido antes? Según el evangelio de Juan, no parece, pero dado que eran parientes, podemos suponer que por lo menos habían oído hablar el uno del otro.

Jesús había llevado hasta entonces, como sabemos, una vida oculta a los ojos del mundo, pero ahora va a empezar su carrera pública. Se va a revelar a los ojos del mundo y será, como había sido predicho por Simeón, un signo de contradicción, tan desafiante que su carrera pública terminará en el más cruel de los cadalsos.

Pero ¿para cuántas personas Jesús sigue estando oculto en el mundo porque, aunque hayan oído hablar de Él, no lo conocen, esto es, no lo reconocen por lo que es, ni se acercan a Él? Su presencia, que podría hacerles tanto bien, que podría cambiar sus vidas, es ignorada por la mayoría.

Esa gente necesita de Jesús, pero tienen ojos que no ven, y oídos que oyen pero no escuchan sus palabras (Mr 8:18; Is 6:10). Y porque no lo conocen ni lo escuchan siguen llevando vidas atormentadas, heridas, que podrían ser sanadas por Él. Siguen cautivos de los pecados que los esclavizan y de los cuales Él los podría liberar (“Si el Hijo os libertare seréis verdaderamente libres”, Jn 8:36)

Jesús no está ya físicamente entre nosotros pero está mucho más presente que cuando caminaba en el tierra, porque no está limitado por su cuerpo físico, sino que está en todas partes por medio del Espíritu Santo que lo representa (Jn 16:7). Pero el mundo lo ignora. Incluso Él viene a los suyos –como dice el Prólogo de este evangelio- y los suyos no le hacen caso. Son suyos porque dicen ser cristianos y muchos de ellos hasta han sido bautizados, pero Él no juega ningún papel en sus vidas. Ellos viven dándole la espalda. ¡Oh, qué ciertas y actuales son esas palabras: “Vino a lo suyo pero los suyos no lo recibieron.”! (Jn 1:11).

Jesús es el gran ignorado en nuestros días, aunque sean multitudes los que proclaman conocerlo y que se reclaman de Él, y confiesan su nombre. Lo confiesan en vano porque no lo hacen de una manera sincera, porque no se comprometen con Él, porque no le entregan sus vidas.

Son como el joven rico que una vez se acercó a Jesús queriendo hacerse discípulo suyo, pero se alejó decepcionado porque Jesús demandaba demasiado de él. Ignoraba que si bien Jesús demanda mucho para seguirlo, es mucho más lo que da a cambio: “De cierto os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna.” (Lc 18:29,30; cf Jn 10:10).

Pero Jesús está también presente hoy día en medio nuestro en el hambriento, en el sediento, en el desnudo, en el forastero, en el enfermo, en el preso, y no le hacemos caso. Esto es, no le alcanzamos un plato de comida o un vaso de agua, no lo vestimos, ni lo acogemos, ni lo visitamos, como se queja Él mismo (Mt 25:35-40).

Juan prosigue diciendo: “Este es el que viene después de mí”, porque él había venido para preparar la venida de Jesús. Él era sólo el mensajero enviado para anunciar la venida del Mesías esperado (Mal 3:1). Y añade: “Él es antes de mí.” En otros términos, Él es más que yo.

Y porque es más que yo, Él pasa delante de mí, de modo que cuando Él empiece su obra, yo me eclipso. Cuando Él aparezca yo ya habré cumplido mi misión.

Juan añade unas palabras que muestran a la vez su humildad y su conciencia de la grandeza de Aquel cuya venida él había sido enviado a preparar: “Del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado.”

Quitar el calzado de las personas de rango era tarea de siervos o de esclavos, que se cumplía cuando los huéspedes llegaban a la casa y se dejaban descalzar para que se les lavara los pies. Jesús, como bien sabemos, se humilló delante de sus discípulos en la Última Cena, para realizar esa tarea de esclavos. (Jn 13:1-14)

Es muy interesante comparar la frase que acabamos de ver acerca de la superioridad de Jesús con una frase parecida que se encuentra en el Prólogo de este evangelio: “…es antes de mí, porque era primero que yo.” (ves. 15).

¿Quiere decir Juan que Jesús nació primero que él? No. Jesús nació unos seis meses después de Juan. Entonces, ¿cómo puede ser Jesús antes que uno que nació primero?

Lo que el Bautista dice ahí es que Jesús existía antes de que él naciera. Y sólo podía existir antes si era eterno. En ese versículo el evangelista reitera en términos diferentes lo que ha afirmado al inicio de su evangelio: “En el principio era (es decir, existía) el Verbo.” (Jn 1:1). El Verbo estaba con el Padre desde toda la eternidad porque era Dios. Sólo Dios puede existir eternamente.

Este Jesús que se vino desde Galilea a Judea para hacerse bautizar por Juan, y que ahora va a empezar a predicar y a hacer milagros, era un hombre como nosotros, sujeto a todas nuestras flaquezas, -salvo el pecado-, pero a la vez era Dios. ¿Podemos entenderlo? Eso está más allá del alcance de nuestro limitado intelecto. Fue San Agustin el que dijo algo así como (cito de memoria): “No creo porque entiendo, sino creo para entender”. (Nota 2) Más allá de lo que nuestra mente discursiva y lógica puede entender, el Espíritu nos da una comprensión intuitiva de las realidades espirituales que satisface nuestra razón.

Antes de seguir adelante notemos que con frecuencia hay personas en medio nuestro que no conocemos y que son ignoradas por todos, pero que en un momento dado pueden desempeñar un papel crucial. A eso se refiere una anécdota del Eclesiastés: “Una pequeña ciudad, y pocos hombres en ella; y viene contra ella un gran rey, y la asedia y levanta contra ella grandes baluartes; y se halla en ella un hombre pobre, sabio, el cual libra la ciudad con su sabiduría; y nadie se acordaba de ese hombre pobre.” (Ecl 9:14,15). ¿A cuántas de estas personas hemos dado las gracias cuando tocaron nuestras vidas? Quizá ni nos dimos cuenta del bien que nos hicieron.

Pero vayamos al tema que quedó pendiente. En el pasaje paralelo de Mateo que hemos mencionado antes, Juan Bautista dice: “El os bautizará en Espíritu Santo y fuego.” (Mt 3:11). Sabemos por el evangelio de Juan que cuando Jesús empezó su ministerio público, Él continuó con la costumbre de bautizar (Jn 3:22), aunque Él mismo no bautizaba, sino sus discípulos (4:2).

Los evangelios sinópticos no mencionan esta práctica de bautizar, pero el bautismo en agua se convirtió en un rito establecido de la iglesia, después de que Jesús partiera al cielo, y por instrucciones expresas suyas: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo…”. (Véase el pasaje paralelo en Mt 28:18-20).

El bautismo en agua se convirtió en el rito de admisión a la iglesia, en la señal del nuevo nacimiento, según hay huella abundante en el libro de los Hechos. (Véase por ejemplo Hch 2:38,41; 8:35-38; 9:18; 16:31-34; 19:4,5).

Jesús, estando en vida, no bautizó a nadie en el Espíritu Santo y fuego, pero la profecía del Bautista acerca de ese bautismo se hizo realidad el día de Pentecostés, cuando unos 120 discípulos estaban reunidos orando en el Aposento Alto, “y de repente vino del cielo un estruendo, como de un viento recio…y se les aparecieron lenguas como de fuego…y fueron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas…” (Hch 2:2-4)

El bautismo en el Espíritu Santo jugó un papel muy importante en el surgimiento de la iglesia. En verdad fue una especie de catalizador de energías espirituales que hacía que la gente se convirtiera en gran número. Después de Pentecostés el incidente más importante ocurre en casa del centurión Cornelio, en donde, cuando Pedro estaba predicando, de repente cayó el Espíritu Santo sobre los gentiles asistentes y todos empezaron a hablar en otras lenguas (Hch 10:44-46). Como puede verse en ese pasaje, el bautismo en agua y en el Espíritu Santo se dieron juntos, uno después del otro. Esa fue la norma al comienzo de la iglesia. Pasadas las primeras décadas heroicas el bautismo en el Espíritu Santo fue siendo olvidado, pero resurgió con el movimiento pentecostal de comienzos del siglo XX, y se difundió por el mundo entero con el movimiento carismático de la década del 60.

Notas: 1. Francisco, por su lado, tuvo que aceptar algunos cambios a su programa, moderando su deseo de que sus “fraticelli” no poseyeran nada, ni siquiera conventos, como condición para que el Papa aprobara la regla de su orden.
2. Esa frase sintetiza lo que Agustín escribe en varios de sus comentarios sobre los salmos como acotación a una frase muy conocida de Isaías 7:9 -que en RV 60 reza: “Si vosotros no creyereis, de cierto no permaneceréis,”- pero que en la versión griega, llamada la Septuaginta (LXX), dice así: “Si vosotros no creéis, tampoco entenderéis;” así como en su comentario al evangelio de Juan (“Conoceréis la verdad y verdad os hará libres.” 8:32). Sobre uno de esos pasajes Agustín comenta: “Entiende para que creas mi palabra; cree para que entiendas la palabra de Dios.” Sobre otro: “No por haber entendido creyeron, sino creyeron para entender.” En otro lugar explica: “Hay cosas en las que no creemos si no las entendemos, y hay otras que no entendemos si no las creemos.” Por último, en otro comentario escribe: “La fe abre las puertas al entendimiento; la incredulidad se las cierra.”

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