martes, 13 de enero de 2009

¿TÚ, QUIÉN ERES?

Un Comentario al Evangelio de Juan 1:19-24

“Este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas para que le preguntasen: ¿Tú, quién eres? Confesó, y no negó, sino confesó: Yo no soy el Cristo. Y le preguntaron: ¿Qué pues? ¿Eres tú el profeta? Y respondió: No. Le dijeron: ¿Pues quién eres? Para que demos respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo? Dijo: Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías. Y los que habían sido enviados eran de los fariseos.”

Inmediatamente después del prólogo de su evangelio Juan nos presenta a Juan Bautista en plena actividad de su ministerio.

La forma que asume su narración implica que él da como supuesto que sus lectores sabían bien quién era este personaje, pues no da ninguna explicación acerca de él.
El evangelista Lucas, siendo un historiador acucioso, es quien hace la presentación más completa de Juan Bautista de que disponemos. Su narración empieza situándolo en el tiempo y en el contexto histórico inmediato. Él nos informa quién reinaba en Roma, y desde hacía cuánto tiempo; y cómo era gobernada Palestina por los romanos, y quiénes oficiaban en el templo como sumos sacerdotes (Lc 3:1-3).

Pero Lucas nos dice además en ese pasaje que “vino palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto…”, posiblemente cuando él llevaba una vida de anacoreta en la zona inhóspita al Este del Jordán, impulsándolo a iniciar lo que sería un corto pero efectivo ministerio, tal como había sido predicho por Isaías.

La obra que llevaba a cabo el Bautista de predicar y bautizar por su cuenta, y sin que ninguna autoridad reconocida de su tiempo se lo ordenara, inquietó a las autoridades religiosas de Jerusalén, quienes enviaron una pequeña delegación de los suyos para que investigara.

Ellos –así como por su lado, Herodes Antipas - estaban inquietos con muy buen motivo. Si no todo el pueblo, al menos una parte considerable del mismo, estaba muy descontenta de vivir bajo la férula romana, no sólo por tratarse de una dominación extranjera, sino también a causa de los altos impuestos con que los romanos los explotaban. En el distrito del Norte, en Galilea (Nota 1) había habido en el pasado reciente más de un conato de levantamiento, y el último había sido aplastado cruelmente por Poncio Pilato (Lc 13:1).

Cualquiera que fueran sus sentimientos patrióticos a las autoridades judías de Jerusalén les interesaba la paz y el orden público, así como el mantenimiento del “status quo” que pare ellos era favorable. Ellos eran concientes de que cualquier agitador que convocara a algunos cuantos seguidores podría provocar una represión violenta de los romanos y la pérdida de muchas vidas (Jn 11:47-50).

Así pues, la delegación de sacerdotes y levitas va donde Juan Bautista y le hace lo que podríamos considerar es una insólita pregunta: “¿Tú, quién eres?”, pues ellos sabían muy bien quién era Juan y quién era su padre, pues Zacarías había servido en el templo. Pero la pregunta tiene mucho sentido porque en ese tiempo había en el pueblo una enorme expectativa por la aparición del Salvador de su pueblo, que vendría a librarles del yugo extranjero, tanto es así, que más de un aventurero, o visionario, había pretendido falsamente serlo, arrastrando consigo a la muerte a muchos ilusos.

Antes de que se lo preguntaran directamente, y para calmar sus temores (pues ellos en realidad no esperaban al Mesías, ni deseaban su venida, sino lo contrario) Juan les contestó francamente “Yo no soy el Cristo.”, es decir, el Ungido, (que es lo que "mesías" quiere decir en hebreo) cuya venida temen.

Ante esta respuesta ellos no se dan por satisfechos ya que, según las Escrituras, los judíos esperaban la venida en los últimos tiempos de otros dos personajes, anunciada en los rollos sagrados. Ellos quieren saber si Juan es –o pretende ser- uno de ellos. Esto es, si Juan es Elías, o en su defecto, aquel a quien, sin darle un nombre preciso, el Deuteronomio llama simplemente “el Profeta” (18:15-19). (2)

Ahora bien, Elías, como bien sabemos, fue el gran vocero de Dios de la historia del reino de Israel; un varón grande en hechos, valentía y poder milagroso (aunque en términos de milagros fuera de hecho superado por su discípulo Eliseo). Él se enfrentó a la malvada Jezabel, mujer del vacilante rey Acab, e inflingió un durísimo golpe a la idolatría con la matanza de los 450 sacerdotes de Baal (1R 17,18).

Pero la aureola de su fama fue sobre todo marcada por el hecho de que él no muriera, como el común de los mortales, sino que fuera arrebatado al cielo, ante los ojos atónitos de Eliseo, por un carro de fuego, tal como se narra en 2R 2:11,12. Por ese motivo se pensó que él no había muerto y podía, por tanto, reaparecer en cualquier momento.

El profeta Malaquías había predicho que Dios enviaría a Elías antes del “día del Señor, grande y terrible,” y que él restablecería el amor y la unidad en las familias (Mal 4:5). El pueblo judío vivía en la expectativa de su retorno.

Pero Malaquías había hablado también de un mensajero que prepararía el camino de la venida del Señor. Marcos comienza su evangelio citando estas palabras de Malaquías, así como otra profecía pertinente de Isaías, antes de presentarnos a Juan bautizando en el desierto: “He aquí yo envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti. Voz que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas” (Mr 1:2,3; Mal 3:1; Is 40:3).

Jesús mismo cita esas palabras de Malaquías al referirse al Bautista (Mt 11:10), y luego afirma (para los que quieran recibir su palabra) que Juan es Elías (vers. 14). Y añade, como dando a entender que pocos prestarían atención o fe a esas palabras suyas: “El que tenga oídos para oír, oiga.” (vers. 15) (3)

Jesús hizo en esa ocasión el más vivo elogio de su pariente, diciendo que no se había levantado hijo de mujer (es decir, hombre alguno) más grande que Juan (Mt 11:11).

Recordemos que poco antes de dirigirse a Jerusalén para enfrentar su destino, Jesús había llevado a tres de sus discípulos (Pedro, Santiago y Juan), a la cima del Monte Tabor, y se había transfigurado delante de ellos, de tal modo que su rostro y sus vestidos resplandecían. Junto a Él aparecieron Moisés y Elías, rodeados de gloria y hablando con Él (Mt 17:1-5; Lc 9:31).

Al bajar del monte, y a la pregunta de sus discípulos acerca del anuncio de que Elías vendría antes de que venga el Mesías, Jesús les confirmó que así estaba profetizado, en efecto, y añadió: “Mas os digo que Elías ya vino y no lo conocieron,(es decir, no reconocieron quién era en realidad) sino que hicieron con él todo lo que quisieron.” (Mt 17:12). Mateo termina el pasaje comentando: “Entonces los discípulos comprendieron que les había hablado de Juan Bautista.” (vers. 13). (4)

El otro personaje mencionado por la delegación es el profeta anunciado en tersas palabras por Moisés en el Deuteronomio, y del que no se vuelve a hablar en todo el AT: “Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará el Señor tu Dios; a él oiréis,” añadiendo, nótese bien, lo siguiente: y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare.” (Dt 18:15,18).

¿Quién es este personaje misterioso del que tan poco se sabe? ¿Sería acaso David, el rey poeta, que al final de su vida cantó: “El espíritu del Señor ha hablado por mí y su palabra ha estado en mi lengua.”? (2S 23:2).

En verdad él cantó esas palabras, pero no las dijo sólo de sí mismo –aunque ciertamente, siendo profeta, Dios había hablado a través de él- sino que esas palabras aludían proféticamente, más allá de su persona, a otro que vendría después de él y de quien él era un tipo o figura.

En más de una ocasión Jesús se refirió indirectamente a las palabras de Moisés que hemos citado y que conjugan bien con las que cantó David. Por ejemplo, orando al Padre antes de salir con sus discípulos hacia Getsemaní, la víspera de su pasión, Jesús dijo: “Porque las palabras que me diste yo les he dado.” (Jn 17:8). (5)

Días antes, discutiendo con los judíos en Jerusalén, Jesús les dijo: “Porque no he hablado por mi cuenta; el Padre que me envió Él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar.” (Jn 12:49; compárese con 8:28: “…según me enseñó el Padre, así hablo.”).

En su segundo discurso al pueblo, el apóstol Pedro, hablando de Jesucristo en el pórtico de Salomón, citó de la siguiente manera las palabras de Moisés que hemos visto: “El Señor vuestro Dios os levantará profeta de entre vuestros hermanos, como a mí; a él oiréis en todas las cosas que os hable.” (Nótese que en el lenguaje bíblico “oir” es lo mismo que “obedecer”.) Pedro añadió, citando Dt 18:19: “y toda alma que no oiga a aquel profeta, será desarraigada del pueblo.” (Hch 3:22,23) (6)

Así pues, que no quede la menor duda, el Profeta anunciado por Moisés, acerca del cual le preguntaron también los sacerdotes y levitas a Juan Bautista, no es otro sino Jesús de Nazaret.

Para despejar toda duda de que él pudiera ser el Mesías Juan confesó decididamente primero: “Yo no soy el Cristo”. (Cristo, en griego, y Mesías, en hebreo, quieren decir lo mismo, esto es, Ungido). (7)

Entonces ellos, insatisfechos de que Juan negara ser tanto el Mesías, como Elías o el Profeta, vuelven a la carga: “Pues quién eres? ¿Qué dices de ti mismo?"

Y yo te pregunto a ti, lector: Tú ¿quién eres? ¿Qué dices de ti mismo?

No me contestes, como hace la mayoría cuando se le hace esa pregunta: “Yo me llamo Fulano de Tal”, porque eso no te define sino secundariamente. Nuestro nombre y apellido es algo exterior a nosotros, es decir, a nuestra realidad intrínseca. Puede ser que definan nuestras raíces y que signifiquen algo en términos del contexto social en que vivimos, en el lugar, (ciudad o país) que habitamos. Por eso es que algunos lo pronuncian con orgullo, levantando la frente. Pero si vamos a otro lugar, a otra ciudad, o a otro país, y pronunciamos nuestro nombre y apellido seguros de nosotros mismos, acentuando las palabras como para que se escuchen bien, dejaremos a nuestro interlocutor indiferente. Y si vamos a otro continente, ni siquiera podrán pronunciarlo correctamente.

Pero aun si tu nombre fuera famoso y conocido internacionalmente, ¿quién eres tú realmente? ¿Quién eres tú como ser humano? Si te despojaran de todo lo que tienes y de lo cual te jactas; si te desnudaran, por así decirlo, de todo lo que no está contenido entre tu cabeza y tus pies, ¿qué puedes decir de ti mismo? ¿Cuáles son tus pensamientos y sentimientos habituales? ¿Podrías exhibirlos, si fuera posible, en una pantalla pública para que todos los vieran? ¿Cuánto quisiera la gente de bien dar por ellos? ¿Y tus actos? ¿Podría escribirse un libro narrando lo que has hecho en la vida para que se lo arranque la gente ansiosa de leerlo? ¿O estarías dispuesto a pagar una gran suma, si fuera necesario, para que no se publique ese libro?

Pero lo más importante: ¿Quién eres tú para Dios? Pudiera ser que la aureola de tu prestigio, o de tu riqueza, sea para Él como trapos de inmundicia (Is 64:6).

¿Qué cosa eres tú delante de sus ojos? ¿Un alma perdida? ¿O alguien que huye de Él, negando que exista, porque su conciencia lo acusa? ¿Alguien que con su ejemplo arrastra a la gente por el mal camino? ¿Se agrada Dios de ti, o voltea Él su rostro para no verte? (Is 59:2)

Sea lo que fueres, para Dios eres alguien por quien Jesús derramó su sangre, y eso te hace importante, aunque en verdad no es mérito tuyo sino suyo. Eres un alma redimida, si te has arrepentido y crees en Él. De lo contrario eres alguien que desprecia a su dueño, que lo compró al precio de su sangre.

Lo mejor que podemos decir de nosotros mismos, en verdad, es que somos pecadores arrepentidos y que, si seguimos en vida, es por su gracia. Lo demás es secundario. Tus títulos, tus logros, tu fama, no se cotizan en el cielo.

Pero tampoco vales mucho por la función que desempeñas, así seas presidente, o ministro, o gran empresario. Tampoco cuenta si eres pastor, o líder, o maestro en la iglesia.

Lo que realmente cuenta es si sirves o no a tu prójimo, si cumples la voluntad de Dios para tu vida; cuenta cómo te desempeñas en el lugar donde Dios te puso. Eres alguien para Él si sirves, como Aquel que dijo que había venido a servir y no a ser servido (Mr 10:45). Más aun, vales algo si a tus ojos sinceramente eres un siervo inútil porque solamente hiciste lo que tenías que hacer (Lc 17:10).

Juan Bautista sólo pudo decir de sí mismo. “Yo soy la voz de uno que clama en el desierto.” Él no se creía otra cosa. ¿Qué es lo que grita ese profeta que parece un loco, vestido con pieles de camello? “Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas.” ¿Cómo se prepara el camino del Señor? ¿Cómo enderezar sus sendas para que su mensaje penetre en el corazón de los hombres? Mediante el arrepentimiento.

“Arrepentíos, arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”
(Mt 3:2).

¿Es eso mucho decir? Eso basta. Jesús empezó su predicación proclamando el mismo mensaje (Mr 1:15; Mt 4:17). Lo había aprendido de Juan. O quizá fue al revés: El espíritu que habitaba en Él le inspiró a Juan lo que debía proclamar.

Notas: 1. "Galil" quiere decir distrito.
2. Para que ellos pudieran pensar que Juan podía ser uno de esos tres grandes personajes, ellos debían reconocer que había en él algo muy especial que lo hacía destacarse por encima de los mejores. Sin quererlo ellos rinden a Juan con esas preguntas un tremendo homenaje.
3. El ángel que anunció a Zacarías el nacimiento de su hijo, le dijo que éste iría delante del Señor en el espíritu y poder de Elías (Lc 1:17).
4. Herodes Antipas había estado casado con la hija de Aretas IV, rey de los nabateos, a la que repudió para casarse con Herodías, mujer de su hermano Felipe. Juan Bautista denunció ásperamente este matrimonio como ilegal, lo que le valió que Antipas lo encarcelara, primero, y que luego lo hiciera decapitar a instancias de Herodías (Mt 14:1-12). Sin embargo, el escritor Josefo dice que Antipas decidió matar al Bautista porque temió que con su elocuencia pudiera provocar una revuelta, y pensó que era mejor eliminarlo antes de que fuera tarde. (Ambas motivaciones, sin embargo, pueden haberse dado simultáneamente). Él añade que la gente común pensaba que la derrota sufrida por Antipas ante Aretas, que lo atacó para vengar la afrenta sufrida por su hija, fue un justo castigo por haber hecho matar a Juan.
5. Es cierto que Jesús no es el único de quien se dice que Dios puso sus palabras en su boca. Lo mismo le dijo Dios a Jeremías (Jr 1:9), que en esto y en otros aspectos es también una figura de Cristo.
6. En su epístola a los Romanos Pablo habla de los miembros del pueblo elegido que por su incredulidad fueron desgajados del tronco del olivo, símbolo de Israel, para que en su lugar sean injertados los gentiles (Rm 11:17-21).
7. En la continuación de la escena que comentamos Juan se referirá misteriosamente al que había de venir después de él y de quien él, según dijo, no era digno ni de “desatar la correa del calzado” (Jn 1:26,27).

#557 (11.01.09) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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