Mostrando entradas con la etiqueta divinidad de Jesús. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta divinidad de Jesús. Mostrar todas las entradas

lunes, 21 de julio de 2014

¿POR QUÉ SE AMOTINAN LAS GENTES? II

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
¿POR QUÉ SE AMOTINAN LAS GENTES? II
Un Comentario del Salmo 2:7-9
7-9. “Yo publicaré el decreto; Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; yo te he engendrado
hoy. Pídeme y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra. Los quebrantarás con vara de hierro; como vasija de alfarero los desmenuzarás.”
En esta estrofa es el mismo Cristo, el Hijo de Dios, el que habla, recordando el decreto proclamado por su Padre Dios desde toda la eternidad, y que expresa su voluntad inconmovible. Las palabras “Mi hijo eres tú” expresan la relación existente entre el Padre, la cabeza de la Trinidad, y el Verbo, de quien el Credo atestigua: “Engendrado, no creado; de la misma naturaleza que el Padre.”
Esas palabras del Credo son un eco de lo que escribe Juan en el Prólogo de su Evangelio: “En el principio era el Verbo, y el verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.” (Jn 1:1).
Por eso el decreto divino afirma: “Yo te he engendrado hoy.” Hoy es el día sin comienzo ni fin en que vive la Trinidad. Por eso también Hebreos dice que el Hijo es “el resplandor de su gloria (entiéndase, del Padre) y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas por la palabra de su poder.” (Hb 1:3). Igualmente, refiriéndose a la eternidad del Hijo, Colosenses afirma: “Él es antes de todas las cosas y todas las cosas subsisten en Él.” (Col 1:17).
Hablando acerca de Jesús, poder y sabiduría de Dios (1Cor 1:24), el libro de Proverbios dice: “Jehová me poseía en el principio, ya de antiguo, antes de sus obras. Eternamente tuve el principado…” (Pr 8:22,23a). Y más abajo afirma: “Cuando establecía los fundamentos de la tierra, con Él estaba yo ordenándolo todo…” (Pr 8:29b, 30a).
Las palabras del salmo segundo que comentamos están reflejadas en la voz del cielo que se oyó cuando Jesús fue bautizado por Juan: “Este es mi hijo amado, en quien tengo complacencia.” (Mt 3:17), y nuevamente en el monte de la transfiguración, pero con el agregado: “A Él oíd.” (Mt 17:5).
Pablo, predicando en Antioquía de Pisidia, cita las palabras “Mi hijo eres tú; yo te he engendrado hoy,” vinculándolas a la resurrección de Jesús (Hch 13:33). Recordando esas palabras el apóstol afirma que Jesús “fue declarado Hijo de Dios… por la resurrección de entre los muertos…” (Rm 1:4).
La epístola a los Hebreos cita dos veces las palabras que comentamos de este salmo para probar, primero, que Jesús es superior a los ángeles (Hb 1:5); y segundo, que no fue Él mismo sino su Padre quien lo estableció como sacerdote para siempre “según el orden de Melquisedec”, tal como está escrito en el salmo 110:4 (Hb 5:5,6).
De Jesús dijo también Dios: “Yo haré de mi primogénito el más grande de los reyes de la tierra.” (Sal 89:27).
Pero no debemos olvidar que las palabras que comentamos se refieren en primer lugar al día en que el Verbo se hizo carne en el vientre de María, sin intervención de varón, cuando el Espíritu Santo vino sobre ella y ella concibió por el solo poder del Altísimo que la cubrió con su sombra (Lc 1:35). Ese día el Padre bien pudo haber dicho: “Mi hijo eres tú; yo te he engendrado hoy”, porque esas palabras se cumplieron literalmente.
El Hijo único de Dios dice que su Padre le dijo: “Pídeme y yo te daré por herencia las naciones, y en propiedad los confines de la tierra.”
La heredad del Señor en el Antiguo Testamento era el pueblo de Israel, el pueblo que Él escogió en Abraham como propio (Gn 17:1-7). La heredad de Cristo son todos los pueblos y naciones de la tierra. Según H.A. Ironside, es como si el Padre le dijera al Hijo: Tu propia gente no te ha querido, el pueblo de Israel te ha rechazado (cf Jn 1:11), pero yo tengo para ti algo más grande que ser aceptado por ellos. Pídeme y yo te daré por herencia todas las naciones del mundo entero.
No está de más que recordemos que Satanás le hizo a Jesús un ofrecimiento semejante cuando ayunaba en el desierto: Darle todos los reinos del mundo si postrándose delante de él, le adoraba. Jesús lo rechazó diciéndole: “Vete Satanás porque escrito está que al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo servirás.” (Mt 4:8-10). Pero bien pudo haberle también contestado: No necesito que me des nada de eso porque lo que tú me ofreces me pertenece por herencia. (Nota)
No obstante, aun siendo Dios, Jesús tiene que pedirle al Padre que le dé lo que por herencia le pertenece. Tenemos varias instancias en los evangelios en que Jesús le pide algo a su Padre. Por ejemplo, en la oración angustiada que hace en Getsemaní pidiéndole que si es posible le libre de la copa amarga que ha de beber (Mt 26:39,42). Asimismo, poco después de la última cena, en la oración que Jesús dirige al Padre por sus discípulos, registrada en Juan 17, en la que Él le pide, entre otras cosas, que no los quite del mundo, pero que los guarde del mal (v. 15); que los santifique en la verdad, que es su palabra (v. 17); pero, sobre todo, que sean uno “para que el mundo crea que tú me enviaste.” (v. 21), petición que nosotros, los cristianos, obstinadamente nos hemos empeñado en frustrar.
No hay poder que se compare al poder de la oración. La fuerza del hombre, su verdadero poder, reside en su capacidad de orar. El que ora con fe todo lo alcanza. Alguien ha escrito que la oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios. La oración abre, en efecto, las puertas a todo lo que el hombre en justicia desea.
Estando en vida Jesús dijo: “El Padre ama al Hijo y le ha entregado todas las cosas en su mano.” (Jn 3:35; cf Mt 11:27a). Al terminar su carrera en la tierra ese poder empezará a ponerse de manifiesto. Antes de subir al cielo, Jesús dijo a sus discípulos: “Toda potestad me ha sido dada en el cielo y en la tierra,” (como corresponde al que, según Apocalipsis 19:16, es “Rey de reyes y Señor de señores.” ). “Por tanto, id y haced discípulos (míos se entiende) a todas las naciones.” (Mt 28:18,19)
En Hechos 1:8 ese mandato es ligeramente diferente, porque Jesús añade: “Recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta los confines de la tierra.” (cf Is 49:6). A Él, por quien todo fue creado, le pertenece todo por derecho propio y por herencia (Hb 1:2b).
Sin embargo, Él ha puesto en nuestras manos, en cierta manera, la realización de ese derecho, es decir, la extensión de su reino. En nosotros está que lleguemos con las palabras del Evangelio hasta lo último de la tierra para que Él pueda poseerla. Él nos ha confiado el cumplimiento de la profecía que contiene el salmo que comentamos.
Al final de los tiempos, cuando Jesús venga por segunda vez, esta profecía se cumplirá plenamente, pues todos sus enemigos habrán sido quebrantados. Entonces veremos cumplida la solemne promesa que Dios le hizo a su Hijo cuando ascendió al cielo: “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies.” (Sal 110:1). Su señal será vista ese día por todos en el cielo antes de que descienda con las nubes con poder y gran gloria (Mt 24:30). En ese momento se cumplirá el sueño profético que tuvo Daniel acerca del Hijo del Hombre: “…He aquí con las nubes venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de Él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido.” (Dn 7:13,14).
El salmo 72 al referirse a este día dice: “Todos los reyes se postrarán delante de Él; todas las naciones le servirán.” (v. 11). Y también: “Será su nombre por siempre…Benditas serán en Él todas las naciones.” (v. 17).
Nuestro salmo prosigue: “los quebrantarás con vara de hierro, como vasijas de barro los desmenuzarás.” Este versículo es citado entero en la carta que el Señor dirige a la iglesia de Tiatira (Ap 2:27), otorgándole a ella el poder que a Él le fue dado, porque el cristiano puede ejercer en el nombre de Jesús los poderes que a su Maestro le fueron otorgados.
Es propio de los reyes tener un cetro de oro, una vara dorada que es símbolo de su poder (Est 4:11; 5:2; cf Sal 45:6b). Pero en este salmo no se trata de un cetro, sino de un arma, y no de oro sino de hierro; no simboliza tan sólo, sino es el instrumento del poder con el cual el rey quebrantará a todos sus enemigos (Ap 12:5; 19:15), y los desmenuzará con la facilidad con que se quiebra una vasija de barro (Jr 19:1,10).
Nota: Nosotros no nos damos cuenta de que Satanás constantemente nos tienta de una manera semejante, no para que le adoremos directamente, sino a través de objetos y cosas del mundo que él nos ofrece, y que son instrumentos suyos (tales como dinero, lujos, posición social, fama, etc.). Muchísimos son lamentablemente los que caen en la trampa que él les tiende sin ser concientes de que han reemplazado a Dios por uno o varios ídolos.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#812 (12.01.14). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

lunes, 13 de junio de 2011

LA DIVINIDAD DE JESÚS EN LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS II

Estudio Bíblico y Aplicación

Por José Belaunde M.

En el artículo anterior hemos estudiado las dos primeras formas cómo Jesús, contrariamente a lo que sostienen muchos eruditos, proclamó progresivamente su divinidad en los tres evangelios sinópticos. Ahora continuamos examinando las cinco restantes.

3. En el Sermón del Monte Jesús habló como si Él fuera el supremo legislador, más grande que Moisés, que había recibido las tablas de la ley directamente de las manos de Dios en el monte Sinaí (Ex 20).

Refiriéndose a la Torá de Moisés Jesús dijo seis veces: “Habéis oído que se dijo a los antiguos, pero yo os digo…” (Mt 5: 21,22; 27,28; 31,32; 33,34; 38,39; 43,44)

¡Un momento! En esos párrafos Jesús se permite rectificar a Moisés. ¿Cómo se permite Él rectificar al hombre que había recibido la ley hablando con Dios cara a cara? ¿Por quién se cree Él para decir eso? Sin embargo, entre otros puntos, Jesús rectificó a Moisés prohibiendo el divorcio que Moisés había permitido a causa de la dureza de corazón de los israelitas. Jesús se declaró en contra (Mt 5:31,32; 19:8,9; Dt 24:1-4)

Es sabido que por ese motivo muchos escritores y rabinos judíos lo acusan de extrema arrogancia, al pretender enmendarle la plana a Moisés y de pretender hablar con igual, e incluso mayor autoridad que él. Se cree igual a Dios.

Moisés, dicen, habló de parte de Dios, no por su propia autoridad. No obstante, Jesús no dice, como haría un profeta: “Pero Dios os dice…” sino “Yo os digo…·” Él habla en nombre propio. Puede hacerlo porque Él es Dios, y puede hablar con la misma autoridad con que Dios habló a Moisés en el Sinaí.

Ese fue uno de los motivos por los cuales las autoridades del templo lo hicieron condenar a muerte. Se creía igual a Dios. Habían entendido bien lo que Jesús decía de sí mismo (mejor que los críticos modernos). Sólo que no le creyeron y por eso lo condenaron, y se condenaron ellos mismos.

Jesús dijo de sí mismo que Él era el Señor del sábado (Mr 2:28). El sábado había sido establecido por Dios en el Sinaí como una ley para Israel. Por tanto, Dios es el Señor del sábado y se guarda el descanso por obediencia y respeto a Él (Ex 20:8-11).

Guardar el día de reposo era una manera de rendir tributo a Dios que lo había establecido. Todos los israelitas estaban obligados a guardarlo bajo pena de muerte (Ex 31:14), porque Él era el Señor del Sábado, y tenía el control de la vida del pueblo que había elegido para que le sea testigo en la tierra.

Pero Jesús dijo: “El Hijo del Hombre es Señor del día de reposo”, y os digo cómo se debe guardar (Mt 12:8,10-13; Mr 2:28; 3:4,5; Lc 13:10-16), no como en épocas pasadas en que no se podían hacer tales o cuales cosas, lo cual tenía sentido en ese tiempo.

Nosotros conocemos esos episodios porque Jesús se enfrentó varias veces a los escribas y fariseos que lo acusaban de hacer, o permitir, determinadas cosas que estaban prohibidas por la ley, o la tradición, en día de reposo. Pero Él tenía la autoridad para determinar qué se podía, o no se podía, hacer ese día porque Él es Dios. (Nota 1)

4. Jesús hizo milagros en su propio nombre. Al paralítico le dijo: “Levántate y anda.” (Mt 9:6; Mr 2:11). A la hija de Jairo le dijo: “Niña, a ti te digo, levántate.” (Mr 5:41). Al hijo de la viuda de Naím le dijo: “Joven, a ti te digo, levántate.” (Lc 7:14).

Él tenía autoridad para hacer que un fallecido resucitara, esto es, que volviera a la vida.
Los apóstoles, al contrario, hacían milagros en el nombre de Jesús, como en el caso del paralítico que estaba pidiendo limosna en la puerta del templo, al cual Pedro le dijo: “En el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda.” (Hch 3:6; cf 4:10)

Jesús no dijo: “En el nombre del Padre, en el nombre del Dios eterno, ¡levántate!” No, sino dijo directamente: “Yo te digo, levántate.” Él tenía autoridad propia para sanar a los enfermos y para resucitar a los muertos.

5. Jesús afirma tener autoridad para perdonar los pecados, algo que sólo Dios tiene: “Y sucedió que le trajeron un paralítico, tendido sobre una cama; y al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados. Entonces algunos de los escribas decían dentro de sí: ¿Por qué habla éste así? Blasfemias dice (¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios? agrega el evangelio de Marcos que dijeron los escribas). Y conociendo Jesús los pensamientos de ellos, dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? Porque, ¿qué es más fácil, decir: los pecados te son perdonados, o decir: levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo entonces al paralítico): “A ti te digo: Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa. Entonces él se levantó y se fue a su casa” (Mt 9:2-7; Mr 2: 1-12)

Si lo sanó con tanta facilidad, con igual facilidad puede también perdonar los pecados. Y Él ha transmitido a la iglesia la autoridad para perdonar -o para retener- los pecados de los hombres (Ver Jn 20:23).

Encima de todo eso Él comunicó a Pedro, y por tanto a la iglesia, la autoridad para prohibir y permitir, que es lo que la expresión “atar y desatar” significaba en el judaísmo de su época, en cuyo contexto Jesús actuaba, y cuyo lenguaje utilizaba.

Es decir, Él otorgó a la iglesia autoridad para establecer, en base a la palabra, lo que es lícito y lo que no lo es; para permitir ciertas cosas o para prohibirlas (Mt 16:19), como en el caso del aborto, p. ej. Sólo Dios puede otorgar esa autoridad.

6. Jesús reclama para sí el derecho de juzgar a los vivos y a los muertos: “Entonces el sumo sacerdote, levantándose en medio, preguntó a Jesús, ¿No respondes nada? ¿Qué testifican éstos contra ti? Mas Él callaba y nada respondía. El sumo sacerdote le volvió a preguntar: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito? Y Jesús le dijo. Yo soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo.” (Mr 14:60-62)

¿Viniendo a qué? Viniendo a juzgar a los hombres en el último día. “Y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras.” (Mt 16:27). ¿Quién es el que juzga a cada ser humano según sus obras sino Dios mismo? (2)

En el juicio a las naciones Jesús dice: “Entonces el rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo” (Mt 25:34).

Y después añade: “Entonces dirá también a los de la izquierda: apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles.” (Mt 25:41). Él juzga a los pueblos. A unos salva, a otros condena. A unos los invita a subir a su reino; a otros los coloca a su izquierda y los envía al infierno.

Notemos que ahí Jesús dice que todo lo que se haga, o se deje de hacer, a un ser humano, es decir, a una de sus criaturas, es hecho a Él mismo.

Sólo Dios puede decir una cosa semejante, porque Él es el dueño de todas las criaturas.

Lo que yo le haga a mi prójimo, no se lo hago sólo a él, sino que se lo hago a Jesús, ¡Tomemos nota! Lo que alguien me hace a mí, no me lo hace sólo a mí, sino se lo hace a Jesús, y Él lo vengará. ¡Qué responsabilidad tremenda tenemos! Toda palabra, todo gesto despectivo, que yo dirija a otro; todo engaño, todo insulto que le hayamos hecho a una persona, cristiana o no, se lo hemos hecho a Jesús. Y en el día del juicio, que será un instante eterno, porque se juzgará a millones y millones de seres humanos, todos oirán la sentencia que se pronuncie sobre cada uno.

Gracias a Dios que somos salvos, no por nuestras obras sino porque hemos creído, pero la recompensa la ganamos; la aumentamos o la disminuimos por nuestras obras, actitudes, palabras y gestos. ¡De cuántas palabras despectivas tenemos que arrepentirnos; de cuántas murmuraciones, de cuántos chismes! ¡De cuánta palabra ociosa daremos cuenta el día del juicio! (Mt 12:36).

En las esquinas de nuestra ciudad hay muchos niños que piden limosna o venden caramelos, y la gente suele despedirlos de mala gana. Les molesta que vengan a estirar la mano. El Señor me ha hecho comprender que debo tener en la guantera de mi auto una reserva de monedas de 10, 20 o 50 centavos para darles. Y si no tengo nada, les doy al menos lo mejor que tengo: una sonrisa.

Y me alegra ver cómo el niño contesta a la sonrisa sonriendo él también, aunque no reciba nada. ¡Y cómo se duele su cara cuando uno lo trata mal, porque la mayoría de ellos mendiga porque tiene hambre!

¿A quién hemos despedido con un gesto despectivo? A Jesús. ¿A quién hemos dado una moneda, o un pedazo de pan? No se lo hemos dado a un niño; se lo hemos dado a Jesús, que mendiga en su lugar, y que dijo una vez: “Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber…” (Mt 25:35).

Y no es lo mismo darle a una organización para que lo haga en nombre nuestro. Es mucho mejor hacerlo uno mismo. Que sea nuestra mano la mano de Dios que alimenta a un pobre. Si Jesús viniera a nuestra puerta a mendigar ¿le diríamos: “Anda a tal lugar que te van a dar algo de mi parte.”?

Dios ha bendecido mi casa enviando pobres a mi puerta, para molestia de algunos vecinos a quienes incomoda su presencia en la calle. Pero yo les abro la puerta y les doy lo que tengo a la mano, obedeciendo a lo que dice Proverbios: “No te niegues a hacer el bien a quien es debido, cuando tienes poder para hacerlo. No digas a tu prójimo: Anda y vuelve y mañana te daré, cuando tienes contigo qué darle.” (3:27,28).

Es bueno tener una reserva de menestras para repartir a quienes tocan a nuestra puerta, o dar para medicamentos al que trae una receta del día. Pudiera ser que nos exploten o que nos engañen, pero es mejor darle a un mentiroso lo que no necesita, que negarle ayuda al que de verdad la requiere. Aquí el dicho “En la duda, abstente” no se aplica, sino más bien: “En la duda, da.” Si te cuesta hacerlo, pídele a Dios la gracia de tener un corazón compasivo, y serás bendecido, porque no es al pobre a quien das sino a Él.

7. Jesús promete enviar al Espíritu Santo: “He aquí yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros…” (Lc 24:49), promesa que se cumplió en Pentecostés (Hch2).
Ahora bien, si Jesús es capaz de enviar al Espíritu Santo, que es Dios, Él no es inferior a Dios, puesto que lo envía.

Habría mucho que decir además acerca del conocimiento que tiene Jesús del Padre, y del conocimiento que tiene el Padre de Jesús. Ambos se conocen mutua y plenamente. El Padre es en su esencia incognoscible. Nadie puede conocerlo. Pero Jesús dice: Yo conozco al Padre como el Padre me conoce a mí. (Mt 11:27).

Esta igualdad en el conocimiento es igualdad de categoría. Los que le escucharon decir eso quizá no entendieron que decía: Yo soy Dios. Pero ése es el sentido de sus palabras. Los evangelios nos hablan de eso: de que Él era Dios, de que Él es Dios y de que sigue siendo Dios. Él está en los cielos coronado, y nos está esperando.

Por eso es que Él siendo hombre, pero ya resucitado, e incluso, antes de resucitar, aceptó que se le adorara, algo que sólo se puede hacer a Dios.

Aceptó que un poseso, en tierra de gadarenos, se arrodillara delante de Él (Mr 5:6). Después de resucitar, aceptó que las mujeres vinieran y se postraran a sus pies, adorándole (Mt 28:9). Al final, antes de ascender al cielo, dice el Evangelio que los apóstoles al verlo, lo adoraron y Él no se lo impidió. (Mt 28:17)

Él es el único hombre que haya caminado en la tierra que sea digno de adoración. Por eso yo invito a todos los que leen estas líneas a ponerse de rodillas y adorarlo. Él está a su lado y Él es nuestro Señor. Él nos ama y nos conoce. Nosotros nunca somos más grandes en realidad que cuando nos arrodillamos delante de Él, reconocemos su grandeza y lo adoramos.

Notas: 1. Hace algunos años visité una sinagoga con una amiga cristiana de origen judío. Durante la prédica le oí decir al rabino que había un mandamiento que ordenaba trabajar seis días a la semana. Yo, intrigado, me pregunté: ¿Dónde está ese mandamiento que no lo conozco? Pero el rabino leyó en Éxodo: “Seis días trabajarás y harás toda tu obra.” (Ex 20:9).
¿Ustedes sabían que hay un mandamiento que ordena trabajar seis días a la semana? Yo conocía el mandamiento que ordena descansar el sábado, pero hasta entonces no había advertido que ese mismo mandamiento ordena trabajar seis días a la semana. ¡Vaya sorpresa! No hay excusa para la ociosidad.

2. En Ezequiel 7 Dios dice repetidas veces que Él es el que juzga: “Te juzgaré según tus caminos y pondré sobre ti todas tus abominaciones…” (v. 4,8) “…y sabréis que yo soy Jehová el que castiga…” (v. 9).

NB. Este artículo y el anterior están basados en la transcripción de una enseñanza dada recientemente en la Iglesia Evangélica Pentecostal de San Juan, Argentina, la cual estuvo basada en buena parte, a su vez, en el 2do capítulo del libro “El Salvador y su amor por nosotros”, de R. Garrigou-Lagrange.

#679 (29.05.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

martes, 31 de mayo de 2011

LA DIVINIDAD DE JESÚS EN LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS I

Estudio Bíblico y Aplicación

Por José Belaunde M.

¿Qué testimonio dio Jesús de sí mismo? ¿Quién dijo Él que era?

La alta crítica y los escritores racionalistas han negado con frecuencia que Jesús afirmara de sí mismo que Él fuera Dios. Esto es, alegan, una invención de sus discípulos, hecha después de su muerte, en especial por Pablo.

Escritores, como el famoso francés Ernesto Renan –autor de una vida de Jesús que fue un gran éxito de librería a mediados del siglo XIX- exaltan la grandeza de su personalidad y de su obra. Dicen que era divino en ese sentido, no en el sentido de que fuera Dios. Su personalidad, argumentan, era muy atrayente, adorable, y por eso sus discípulos terminaron endiosándolo. Pero aunque era un hombre casi perfecto, arguyen, era hombre al fin.

Se suele negar que Jesús en los evangelios sinópticos haya dicho de sí mismo que Él era Dios. Los evangelios sinópticos (Nota 1) fueron escritos antes del año 70, quizá incluso antes del año 50, en base a tradiciones orales memorizadas según los hábitos de memorización tradicionales judíos, y de apuntes hechos por sus discípulos, tal como los discípulos de los rabinos en ese tiempo solían registrar los dichos de sus maestros. (2)

Es bueno recordar que Jesús era un maestro itinerante, seguido por discípulos, como los había muchos en ese tiempo en Israel. En ese sentido, y salvo por los milagros que hacía, Él no era un fenómeno excepcional en su tiempo. Su ministerio público corresponde a lo que era la práctica común del judaísmo de su tiempo.

Pues bien, en los cuatro evangelios se llama a Jesús “Hijo de Dios” más de 50 veces. ¿En qué sentido deben entenderse esas palabras tantas veces citadas?
Examinemos primero qué quiere decir la expresión hebrea “hijo de…” tan usual en la antigüedad. Varias cosas.

1) Filiación natural: hijo de tal persona, como cuando Jesús se refiere a Pedro llamándolo: Simón bar Jona, es decir, Simón hijo de Jonás (Mt 16:17).
2) Filiación espiritual, como cuando Pablo llama a su discípulo Timoteo, “hijo amado”. (1Cor 4:17)
3) La expresión puede denotar cierta característica encomiable: José, el levita de Chipre que fue compañero de Pablo en su primer viaje misionero, es llamado “Bernabé”, es decir, “hijo de consolación”. (Hch 4:36)
4) O lo contrario, una característica negativa: “hijo del diablo” (Hch 13:10) (3).

De todos los seres humanos se suele decir en el lenguaje común que son “hijos de Dios”, en el sentido de que son sus criaturas, porque han sido creados por Él. Pero nosotros sabemos que sólo los cristianos somos “hijos de Dios” en sentido estricto. Lo somos por adopción, al haber recibido el Espíritu Santo cuando creímos, que clama “Abba, padre”. (Gal 4:6; Rm 8:15).

El Prólogo del Evangelio de Juan dice que Jesús es el Hijo Unigénito “que está en el seno del Padre” (Jn 1:18).

Lo llama “el Verbo”, la Palabra, por quien todo fue hecho. Dice también que “el Verbo era Dios” (Jn 1:1-3) y, que, además, “en Él estaba la vida”. Es decir, que la vida residía en su persona. (v. 4).

Más adelante dice que el “Verbo fue hecho carne (lo cual se refiere a su encarnación) y habitó entre nosotros y vimos su gloria como del Unigénito del Padre…” (v. 14).

Esas frases afirman sin ambages la divinidad de Jesús.

Vamos a ver a continuación cómo los evangelios sinópticos lo llaman “Hijo de Dios” en el mismo sentido exaltado que el evangelio de Juan, pese a las opiniones contrarias de algunos eruditos que lo niegan, porque no hay peor ciego que el que no quiere ver. Los evangelios sinópticos lo llaman así a veces de una manera explícita, y otras de una manera implícita.

En ellos –y esto es muy importante- Jesús revela su divinidad por etapas, y al principio con mucha reticencia.

Estando en Cesarea, cuando a la pregunta de Jesús: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?” Pedro le contesta: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, Jesús ordena a sus discípulos que no se lo digan a nadie. Le dice además a Pedro: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque (eso) no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos.” (Mt 16:15-20). Los hombres podían inferir de sus actos y palabras que Él era un profeta; podían creer por las mismas evidencias que Él era el Mesías, el Cristo, pero su divinidad era algo que sólo Dios podía revelar a un hombre, porque ése era un conocimiento demasiado alto para que “carne y sangre” lo pudiera tener sin ayuda del Altísimo.

Cuando estando a orillas del mar, después de haber sanado a muchos, los espíritus impuros se postran delante de Él (en gesto de adoración) proclamando que Él es el “Hijo de Dios”, Él les ordena callarse la boca (Mr 3:11,12).

Cuando se transfigura en el Tabor, y aparecen junto a Jesús, Moisés y Elías en su cuerpo glorioso, Él ordena a sus discípulos no contar la visión a nadie (Mt 17:9; Mr 9:9).

¿Por qué esa reserva? Porque el pueblo judío no estaba preparado en ese momento para recibir esa revelación.

En esa época el pueblo judío vivía en un estado de efervescencia patriótica; habían habido varios levantamientos contra el invasor romano que habían terminado en baños de sangre (Lc 13:1; Hch 5:35,36). Ellos esperaban un salvador militar, un mesías político, guerrero, que derrotara a los romanos y restaurara la independencia de su nación. No esperaban a un rabino o maestro religioso.

Si Él se hubiera revelado desde el comienzo como el Mesías esperado, el entusiasmo, el fervor patriótico que se hubiera generado en el pueblo, le habría impedido hacer su obra y proclamar su mensaje como Él quería. Su prédica habría sido distorsionada y lo hubieran aclamado como líder político, tal como ocurrió, en efecto, cuando, después de su entrada triunfal en Jerusalén, quisieron proclamarlo Rey (Mt 21:8). Si la intención de Jesús hubiera sido política, Él habría aprovechado el entusiasmo y las aclamaciones de la multitud para hacerse proclamar rey. Pero, lejos de eso, Él se retiró a Betania, frustrando las esperanzas de muchos (Mr 11:11). Él había venido para otra cosa que ellos no podían entender.

Todavía al final de su ministerio Él les dice a sus discípulos: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero no las podéis soportar.” (Jn 16:12) Les serían reveladas por el Espíritu Santo después de que Él se hubiera ido, a partir de Pentecostés.
Vemos aquí un ejemplo de la humildad de Jesús. En Él estaban “escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia”, como dice Pablo en Col 2:3, pero Él permanece oculto.

Él se fue revelando poco a poco. Esa es pedagogía divina, para que la luz no los deslumbre, como le sucedió a Pablo, que quedó ciego cuando Jesús resucitado se le apareció. (Hch 9:3-9).

Pero hacia el final de su ministerio Jesús se fue revelando a sus discípulos cada vez con mayor claridad y franqueza.

En los evangelios sinópticos vemos que Él empezó reclamando para sí ciertos privilegios que son propios de Dios, hasta llegar a afirmar claramente que Él era el Hijo de Dios.

Veamos la progresión.

Él reclama para sí siete privilegios que sólo pertenecen a Dios.

1. Él es superior a todas las criaturas, mayor que los grandes profetas, mayor que los ángeles, que son “sus” ángeles.
Es más grande que Jonás y más grande que Salomón (Mt 12:41,42). Imagínense que alguien venga en nuestros días diciendo algo semejante. ¿Qué pensaríamos de él? ¿Alguien que dijera que es mayor que Salomón, el hombre más sabio que jamás haya existido?

Él es más grande que David, el rey más amado de Israel, el cual en el Salmo 110:1 llama al Mesías “Mi Señor”, dando a entender que el Mesías es mayor que él (Mt 22:41-45).

Es mayor que Moisés y Elías, que aparecen al lado suyo como escolta en el episodio ya mencionado de la transfiguración; es decir, mayor que los dos profetas más grandes de la historia de Israel (Mt 17:3).

Es más grande que Juan Bautista, quien dijo que él no era digno de desatar el calzado de los pies de Aquel que habría de venir después de él (Lc 3:16).

Sin embargo, Jesús dijo de Juan Bautista que él era más que un profeta, y que no había habido “hijo de mujer” (es decir, hombre alguno) que hubiera sido más grande que Juan, salvo Él mismo (Mt 11:11).

Jesús es mayor que los ángeles, porque después de su victoria sobre Satanás en el desierto, ellos vinieron y le sirvieron (Mr 1:13; Mt 4:11).

Dijo que vendría en la gloria de su Padre con “sus” ángeles (Mt 16:27). Al final de los tiempos enviaría a “sus” ángeles a recoger de los cuatro vientos a sus escogidos (Mt 24:31).

Ni Isaías ni ningún profeta se atrevió a hablar de los ángeles como siendo suyos. Ahora bien, el que es superior a los profetas y a los ángeles, es superior a toda criatura. ¿Quién puede ser ése sino Dios mismo? Implícitamente Jesús estaba diciendo “Yo soy Dios”. Y sus discípulos, que eran duros de entendimiento al comienzo, lo fueron comprendiendo poco a poco. Entendieron que ese hombre cuya personalidad los atraía tanto, que hacía milagros, y que tenía palabras de vida eterna, no era un mero ser humano, sino que había en Él algo más que trascendía lo humano: que Dios habitaba plenamente en Él (Col 2:9).

2. Jesús demandó para sí fe, obediencia y amor, por encima de todo afecto humano, hasta el sacrificio de la propia vida, cuando dijo: “El que ama a su padre o madre más que a mi, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.” Y termina diciendo: “El que halla su vida la perderá; y el que pierda su vida por mi causa, la hallará.” (Mt 10:37-39).

¿Qué hombre ha dicho cosa semejante de sí mismo y demandado tal lealtad? Sólo a Dios se debe amar por encima de todas las personas y las cosas, y por encima incluso de los vínculos familiares. Sólo Dios puede demandar tanto.

Lo que Jesús promete en ese pasaje (cuando dice que “el que pierda su vida por mi causa la hallará”) es algo que sólo Dios puede prometer, ya que sólo Dios tiene el poder para cumplir una promesa semejante.

Cuando Jesús pronunció esas palabras Él sabía que sus discípulos sufrirían persecución y martirio, y que eso sucedería muy pronto después de su muerte.
A ellos les dijo: “Si pierden su vida por mi causa la hallarán.” ¿Qué vida es la que hallarán? No la vida carnal que perdieron, sino la vida futura en el cuerpo resucitado.

Si Jesús no fuera Dios esas palabras serían señal de una terrible arrogancia, de una egolatría enfermiza.

Sabemos muy bien que cuanto mayor es la santidad de un hombre, más grande es su humildad. El santo borra su ego. ¿Cómo podía Jesús, modelo de santos, decir esas cosas de sí mismo y arrogarse tanta majestad, si Él no era conciente de su divinidad?

Él podía decirlo porque era conciente de que era Dios. Él era un hombre como nosotros, sujeto a las mismas fragilidades humanas. Él tuvo hambre y sed. No sabemos si alguna vez estuvo enfermo, pero sí sabemos que experimentó el dolor y, aunque nos parezca una irreverencia pensarlo, estuvo sujeto a las mismas necesidades naturales de todo ser humano. Y sin embargo, Él era a la vez Dios.

Él se había despojado de su forma divina, como dice Pablo en Filipenses, y se había humillado a sí mismo hasta el punto de tomar forma de siervo, haciéndose como uno de nosotros (Flp 2:7). Pero nunca dejó, ni podía dejar de ser Dios.

Hemos dicho que un santo arrogante es una contradicción de términos. O es humilde, o no es santo, sino un farsante.

Pero de Jesús sabemos muy bien que fue muy humilde, y que aceptó en su pasión las más indignas humillaciones. Lo golpearon, le escupieron en la cara, le pusieron encima un viejo manto de púrpura y una corona de espinas para humillarlo. Permitió que se mofaran de Él y que lo abofetearan.

Si era tan humilde ¿cómo pudo haber dicho: “De cierto os digo que no hay ninguno que no haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de mí y del evangelio, que no reciba cien veces más ahora en este tiempo, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos, y tierras, con persecuciones; y en el siglo venidero la vida eterna.”? (Mr 10:29,30). Con razón algunos pensaban que Él desvariaba.

Sólo Dios puede hacer una promesa semejante. Jesús la hizo porque Él sabía quién era. Si hay alguien que haya sabido quién era, ése fue Él. Y porque sabía que Él era Dios; porque sabía que Él era el Verbo por quien todo fue hecho, Él podía tomar la forma más humilde y aparecer como el más despreciado de los hombres. Conciente de su grandeza Él no tuvo temor de humillarse y de desprenderse completamente de lo que era.

Hay aquí una lección para todos nosotros, empezando por el que escribe. Todos nos sentimos orgullosos de lo que somos, de la posición que ocupamos, de los títulos que tenemos, y todos, o casi todos, hemos redactado alguna vez nuestro “Curriculum Vitae”, poniendo todos nuestros méritos cuando hemos solicitado trabajo.

No hay nadie que se presente buscando trabajo diciendo: “Yo soy un pobre diablo, pero hago mi trabajo más o menos, y me conformo con un sueldito.” ¿Quién lo haría?

Todos de una manera u otra estamos orgullosos de lo que hemos alcanzado y de lo que sabemos, y exhibimos nuestros méritos. No los ocultamos. Pero delante de Dios ¿qué somos? Menos que el polvo que pisamos.

Sin embargo, nosotros somos concientes de nuestra dignidad como hijos de Dios, y de que Dios habita en nuestro interior, no figuradamente, sino realmente. Si ustedes me escuchan y yo puedo hablarles, es porque Jesús está dentro de mí, y eso me da una dignidad extraordinaria. ¿Pero vamos a jactarnos de eso? ¿Puede alguno decir ante el mundo: “Yo soy hijo de Dios. Inclínense delante de mí.”? Al contrario, porque soy un hijo de Dios, yo puedo inclinarme delante de otros para lavarles los pies, como hizo Jesús.

Jesús dijo: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama.” (Mt 12:30). Obviamente sólo Dios puede decir algo semejante de sí mismo, porque el que no está a favor de Dios, está en contra suya necesariamente, ya que Dios es todo y, en tanto que Dios, requiere la mayor fidelidad y abnegación.
En el campo de batalla de un lado está un bando, y al otro, el bando contrario. Y en medio de ambos hay un extenso campo que decimos es tierra de nadie. En el mundo del espíritu no hay tierra de nadie. O estás en el reino de la luz, o estás en el reino de las tinieblas. No cabe estar en los dos a la vez, aunque algunos creen que sí pueden. Pero eso es imposible.

Por eso esas palabras de Jesús son una manifestación categórica de su divinidad. No las podía decir a menos que fuera realmente Dios, o que estuviera loco, o fuera de sí, o que fuera un falsario.

En última instancia uno puede ser neutral respecto de los hombres, pero uno nunca puede serlo respecto de Dios. O estás con Dios, o estás contra Él. Si no estás con Jesús, estás contra Él, porque Él es Dios (Lc 11:23).

Eso es lo que la gente del mundo no entiende, y eso debe ser para nosotros una carga. Muchos hay que andan por el mundo sin ser concientes de que están contra Dios; que actúan contra Dios, y que son en realidad hijos del diablo, aunque sean buenas personas.

Nosotros no podemos acusarlos por ese motivo, porque nosotros hemos sido como ellos. ¿Hay alguno que naciera convertido? ¿Hay alguno que naciera espiritualmente al mismo tiempo que físicamente? Todos hemos venido en su momento a Cristo, y hemos sido regenerados cuando éramos pecadores.

Esa gente es nuestro mercado objetivo, como suele decirse en el lenguaje publicitario. A ellos debemos llevar nuestro mensaje. Pero para que ellos puedan creer en nuestras palabras, nuestras palabras tienen que estar respaldadas por nuestro testimonio. Es necesario que nuestras acciones no contradigan nuestras palabras, para que la gente no pueda decir. “Mira ése cómo actúa, cómo trata a los demás, al revés de lo que predica.”

En verdad, nosotros deberíamos poder dar testimonio de Cristo sin palabras, sólo con nuestras actitudes y nuestra conducta. De esa manera podríamos convertir a muchos sin abrir la boca, lo cual no quiere decir que además no prediquemos.
Jesús dijo: “Bienaventurados sois cuando os vituperen y os calumnien, y os persigan por mi causa.” (Mt 5:11).

No dijo por una causa justa, sino por “mi” causa.

Él es más que todas las causas justas juntas, y promete una gran recompensa en los cielos a los que le son fieles hasta la muerte.

Sólo Dios puede hacer una promesa semejante. ¿Por qué? Porque es Dios quien da las recompensas. (Mt 16:27). (Continuará)

Notas: 1. A los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas se les llama “sinópticos” (de sun, “común” en griego, y ópsis, “vista”) porque, aunque tienen bastante material propio, comparten mucho material común, en contraste con el evangelio de Juan, en el que figuran milagros y palabras de Jesús que los otros tres evangelios no registran.
2. Los eruditos de la Alta Crítica sitúan la composición de los evangelios entre el año 65 DC y el año 100 DC, aunque algunos empujan la última fecha hasta el año 150 DC. Hoy hay una opinión creciente -a la que yo adhiero- que sostiene, que todos los libros del Nuevo Testamento fueron escritos antes del año 70 DC. Este debate académico no carece de consecuencias para la fe porque cuanto más alejada esté la composición de los evangelios de los hechos que relata, menos fidedignos serían los acontecimientos y las palabras de Jesús que consigna.
3. Veamos algunos de los usos en la Biblia de la expresión “hijo de…”. En los libros proféticos se llama con frecuencia al ser humano varón “hijo de hombre” o “hijo de mujer”. En el Génesis se llama a los ángeles “hijos de Dios” (6:2). Isaías llama a las mujeres israelitas “hijas de Sión” (Is 3:16). Jesús llama a los judíos “hijos del reino” (Mt 8:12). A los pacíficos los llama “hijos de paz” (Lc 10:6). A los incrédulos los llama “hijos de este siglo”, y a los creyentes, “hijos de luz” (Lc 16:8). A una mujer israelita la llama “hija de Abraham” (Lc 13:16), y de Zaqueo dice que él es también un “hijo de Abraham”, pues es judío (Lc 19:9). A los que resuciten en el último día los llama “hijos de la resurrección.” (Lc 20:36). A los creen en la luz (es decir, en Él) Jesús los llama “hijos de luz” (c.f. Ef 5;8). Pablo dirá que los creyentes son “hijos de Abraham” (Gal 3:7). A los pecadores los llama “hijos de desobediencia”, e “hijos de ira” (Ef 2:2,3).

NB. Este artículo y el siguiente están basados en la transcripción de una enseñanza dada recientemente en la Iglesia Evangélica Pentecostal de San Juan, Argentina, la cual estuvo basada en parte, a su vez, en el 2do capítulo del libro “El Salvador y su amor por nosotros”, de R. Garrigou-Lagrange.

#678 (22.05.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).