LA
VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
SIMÓN BAR
JONA
¿Quién
es este hombre a quien Jesús llama así? Él había nacido probablemente por los
mismos años que Jesús, o sea entre los años cinco y diez de la era que llamamos
“Antes de Cristo”, y eran posiblemente de la misma edad, o quizá Simón era un
poco mayor.
Si los huesos que fueron hallados hace unas cinco
décadas en un cripta antigua debajo de una iglesia en Roma son los de él, como
se cree (y son varios los indicios que hacen pensar que lo sean) su talla era
de 1.63 m., la misma talla del general romano Julio César. Hoy eso nos puede
parecer poco, pero entonces era la estatura de una persona alta. Jesús era posiblemente
más alto aun.
Él había nacido posiblemente en Betsaida, (palabra
que quiere decir “casa de pesca”) en la orilla oriental del río Jordán, donde desemboca
en el mar de Galilea. La pequeña ciudad estaba poblada principalmente por
pescadores que ejercían su oficio en el lago. Esos pescadores eran conocidos
por ser muy piadosos. No obstante se recordará que Jesús una vez dijo: “¡Ay de ti Corazín! ¡Ay de ti Betsaida!
Porque si en Tiro o en Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos
en vosotras, tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza.”
(Mt 11:21).
Estando la ciudad en “Galilea de los gentiles”,
región poblada por muchos paganos de habla griega, es muy probable que Simón
hablara el griego con fluidez, además del arameo natal, que él hablaba con
acento galileo (Véase Mr 14:70).
Su padre se llamaba Jonás, por lo que su nombre
completo era Simón bar Jona –tal como él más adelante firmará, es decir. Simón,
hijo de Jonás.
Su madre se llamaba Juana, según algunas
fuentes, aunque no hay certidumbre al respecto.
No se sabe cuántos hijos tuvo la familia, pero Simón
tuvo al menos un hermano, Andrés, que era menor que él, y que formó parte del
grupo inicial de cuatro discípulos de Jesús.
Según la costumbre judía, sus padres casaron a Simón
posiblemente antes de que cumpliera 20 años, con una muchacha del lugar que
ellos habían escogido. No sabemos cómo se llamaba la muchacha, pero es sabido,
por lo que dice Pablo en una de sus cartas, que más adelante ella lo acompañaría
en sus primeros viajes misioneros (1Cor 9:5). Algunas tradiciones antiguas
dicen que ella se llamaba Perpetua. De ser cierto, ése debe haber sido el
nombre latino que ella adoptó para viajar con su marido a territorio gentil.
No se sabe si tuvieron hijos o no, ni cuántos en
el primer caso.
Siendo Simón y Andrés originarios de una ciudad
conocida por la piedad de sus habitantes, no debe sorprendernos que ambos se
contaran entre los que acudieron a escuchar a Juan Bautista, a orillas del
Jordán. Andrés, como bien sabemos, fue el que llevó a su hermano donde Jesús: “El siguiente día otra vez estaba Juan, y dos de sus discípulos. Y mirando a
Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios. Y le oyeron hablar
los dos discípulos, y siguieron á Jesús. Y volviéndose Jesús, y viendo que le seguían
les dijo: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabbí (que traducido es, Maestro)
¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron donde moraba, y se quedaron
con Él aquel día; porque era como la hora décima. Andrés, hermano de Simón
Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús. Éste
halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido
es, el Cristo). Y le trajo a Jesús. Y mirándole Jesús, dijo: Tú eres Simón,
hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro).” (Jn 1:35-42).
Andrés fue uno de los discípulos de Juan
Bautista que siguieron a Jesús en este episodio. ¿Quién fue el otro? No se le
nombra, pero podemos pensar que fue Juan, el autor del evangelio.
“Cefas” es la transliteración al griego de la
palabra aramea “Kéfa”, que quiere
decir roca, o piedra. “Pétros” es la
traducción al griego de esa palabra.
Como podemos ver en sus epístolas, Pablo llama
con frecuencia a Simón Cefas (Gal 2:9; 1Cor 1:12; 9:5; 15:5), sin perjuicio de
que otras veces lo llame Pedro, incluso en el mismo pasaje de la misma epístola
(p. ej. en Gal 1:18; 2:8, 11, 14).
En el episodio que hemos narrado del evangelio
de Juan, vemos que Andrés y su compañero le dicen a Jesús: Rabí, es decir mi Maestro. Se lo dicen como marca de respeto,
aunque Jesús no había sido ordenado como rabino, porque veían que en Él había
una autoridad especial. Lo mismo ocurrirá con Nicodemo cuando va a buscar a
Jesús de noche. Le dice Rabí, aunque
él sabía muy bien que Jesús no había sido ordenado, porque reconoce que Él
había venido como maestro de parte de Dios, ya que nadie podría hacer los
milagros que Jesús hacía si Dios no estaba con Él (Jn 3:1,2).
Cuando Jesús se da cuenta de que lo están siguiendo
Él se voltea y les pregunta: ¿Qué queréis?, a pesar de que sabía bien qué es lo
que querían, esto es, estar con Él, conocerlo. Pero ellos no le dicen: “Queremos
conocerte”. Sería muy brusco, mal educado, sino le preguntan, quizá no muy
seguros de recibir una respuesta favorable: “¿Dónde vives?” Y Jesús les
contesta: “Venid y veréis”, accediendo a su deseo. El tiempo que pasaron con Él
esa tarde (serían como las 4) bastó para que se convencieran de que Jesús era
el Ungido esperado por su pueblo. Por eso Andrés no estuvo quieto hasta que
encontró a su hermano Simón, y le dijo, seguramente muy excitado: “¡Hemos
encontrado al Mesías!”
En ese episodio Jesús le anuncia a Simón que su
nombre será cambiado por el de Cefas, es decir, roca o piedra. A ningún otro de
sus discípulos Jesús le cambia el nombre. Sólo a Juan y a Jacobo Jesús los
llamó una vez Bonaerges, es decir, hijos del trueno. Pero fue como un apodo (Mr
3:17). Simón, en cambio, recibirá un nuevo nombre, por el que será conocido en
la historia. ¿Qué quiere decir esto?
Hagamos un poco de historia. Dios llamó a Abram
en el cap. 12 del Génesis, diciéndole que abandonara la tierra donde él vivía,
y su parentela, y que se fuera a la tierra que Él le mostraría, prometiéndole
que haría de él una nación grande, aunque Abram no tenía descendencia porque su
mujer era estéril. Llegado allí Dios le prometió que daría esa tierra a su
descendencia.
Más adelante Dios le promete a Abram que tendrá
un hijo y que su descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo. “Y creyó Abram a Jehová y le fue contado por
justicia” (Gn 15:6; Rm 4:3; Gal 3:6; St 2:23), porque creyó en algo
humanamente imposible.
Cuando Abram tenía ya 99 años y su mujer no
había tenido el hijo prometido, Dios le cambia el nombre de Abram por el de
Abraham, “porque te he puesto por padre
de muchedumbre de gentes”. (Gn 17:5). Entonces le reitera el pacto que ya
había celebrado con él, y le da la circuncisión como señal de ese pacto. El
cambio de nombre de Abram es la señal de la misión que Él le encomendaba, que
incluía no sólo que su descendencia sería tan numerosa como las arenas del mar
y las estrellas del cielo, sino que en su simiente serían benditas todas las
naciones de la tierra (Gn 22:18). ¿Quién es esa simiente? Jesús de Nazaret, el
Salvador de todos los hombres que crean en Él (Gal 3:16). Vemos pues,
resumiendo, que la misión de Abraham consistió en ser el origen del pueblo del
cual nacería el Redentor de los seres humanos.
El cambio de nombre para Simón significaba que
Jesús le encomendaría una misión que no confiaría a ninguno de los otros
apóstoles: Ser la roca sobre la que edificaría su iglesia (Mt 16:18), esto es,
ser el líder que conduciría los primeros pasos de la naciente iglesia, ser el
pastor que apacentaría a sus ovejas (Jn 21:15-17) y quien, llegado el momento, según
le encomendó Jesús, confirmaría en la fe a sus hermanos (Lc 22:32)..
Después de haber sanado a un endemoniado en la
sinagoga de Cafarnaum (palabra que quiere decir “aldea de Nahum”) donde había
estado predicando, Jesús fue a la casa de Simón y halló que su suegra estaba
enferma con fiebre alta. Entonces reprendió a la fiebre y la sanó. La mujer se
levantó inmediatamente y los atendió (Mr 1:29-31)
Esa casa del apóstol (que posiblemente
pertenecía a su suegra) se convirtió en la base de operaciones de Jesús cuando
estaba en Galilea. Cuando los evangelios dicen que Jesús estaba o entraba “en
casa” se refieren a esa casa (Mt 17:25).
Fue en esa casa, por ejemplo, donde Jesús sanó
al paralítico que fue descolgado por el techo, porque estaba llena de tanta gente
que escuchaba a Jesús, que no podían entrar por la puerta (Mr 2:1-12). Podemos
imaginar que la mujer y la suegra de Pedro no estarían muy contentas de que
movieran las tejas del techo para hacer un espacio por donde bajar al
paralítico.
Como era allí donde mucha gente venía a buscar a
Jesús, podemos pensar que ambas mujeres tuvieron seguramente que hacer grandes
esfuerzos para atender a todos los que venían.
Todo parece indicar que Pedro y Andrés no se convirtieron
inmediatamente en compañeros constantes de Jesús, porque en Lucas vemos que
ambos estaban lavando sus redes cuando Jesús vino a las orillas del lago y, en
vista de la muchedumbre que se había agolpado, subiendo a la barca de Pedro, le
pidió a éste que la apartara un poco de la orilla y se puso a enseñar a la
gente que le escuchaba ávida de sus palabras (Lc 5:2,3). En ese momento –como
dice un autor reciente- la barca de Pedro se convirtió en la cátedra de Jesús. (Nota)
Cuando terminó de hablar le dijo a Pedro que
bogue mar adentro para echar sus redes. Pero Pedro le contestó que habían
estado toda la noche pescando sin resultado; sin embargo, porque tú lo dices lo
haremos (Lc 5:4,5).
Entonces pescaron tal cantidad de peces que sus
redes se rompían, al punto que tuvieron que llamar a sus compañeros Juan y
Jacobo, hijos de Zebedeo, que estaban en la otra barca, para que los ayudaran.
Y llenaron ambas barcas con tanto pescado que se hundían por el peso (v. 6,7).
Siendo un pescador experimentado, Pedro sabía
muy bien que era algo sobrenatural que hubiera tantos peces donde pocas horas
antes no había habido ninguno, por lo que cayó a los pies de Jesús diciendo: “Apártate de mí Señor, que soy un pecador.”
(v. 8). Pedro, siendo como era sumamente piadoso, se dio cuenta de que estaba
frente a un ser de una naturaleza superior.
Jesús le contestó: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres.” (Lc 5:10). (En
Mt 4:19 Jesús le dice eso a Pedro y Andrés). E inmediatamente le siguieron. A
partir de entonces se convirtieron en sus compañeros constantes, como lo
hicieron también Juan y Jacobo, así como Felipe y Natanael (Bartolomé).
¿Qué es un pescador de hombres? Alguien que los
captura con el anzuelo de la palabra, y los trae al reino de los cielos, a los
pies del patrón de la barca, que es Jesús. En verdad, todos nosotros debemos
ser pescadores de hombres si hemos de cumplir el mandato de Jesús: “Id y haced discípulos en todas las
naciones.” (Mt 28:19).
Es
conocido el episodio después de la primera multiplicación de los panes, en que
Jesús “hizo a sus discípulos entrar en la
barca e ir delante de él a la otra ribera, entre tanto que él despedía a la multitud.”
(Mt 14:22)
Estaban
en medio del lago cuando de repente vieron a un hombre que venía hacia ellos caminando
sobre el agua. ¿Alguien ha vista jamás a un hombre caminando con los pies
desnudos sobre el agua como si fuera tierra firme? Es natural que se asustaran
y que comenzaran a gritar: ¡Un fantasma!
Jesús
tuvo que tranquilizarlos diciéndoles: Soy yo, no tengan miedo.
¿Quién
fue el que entonces se atrevió a pedirle a Jesús, que si era Él realmente mandara que él vaya caminando hacia Él sobre
el mar? No podía ser otro sino el impetuoso y osado Pedro: “Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. Y Él dijo:
Ven. Y descendiendo Pedro de la barca, andaba sobre las aguas para ir a Jesús.
Pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo; y comenzando a hundirse, dio voces,
diciendo: ¡Señor, sálvame! Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y
le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? Y cuando ellos subieron en la
barca, se calmó el viento. Entonces los que estaban en la barca vinieron y le
adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Hijo de Dios.” (Mt 14:28-33)
Pedro, osado como era, no dudó en pedirle a
Jesús que les probara que era Él quien
caminaba sobre el mar, mandando que él
pudiera también hacerlo. Y Jesús accedió a su pedido. Pero cuando Pedro se vio
en medio de las olas y sintió las ráfagas del viento que azotaban su rostro,
tuvo miedo y dudó del poder de Jesús. Al instante empezó a hundirse. ¡Cuántas
veces nosotros en medio de las tempestades de la vida que amenazan hundirnos,
en lugar de confiar en el Dios que nunca defrauda, empezamos a dudar de que su
mano nos sostendrá sin falla! No podemos culpar a Pedro de haber dudado cuando
nosotros hacemos lo mismo y merecemos que Jesús nos diga: ¡Hombre de poca fe!
¿Por qué dudas de mi poder y de mi fidelidad?
En efecto, si Jesús está en nuestra barca, es
decir, si su espíritu vive en nosotros, nuestra barca no se puede hundir por
mucho que arrecien el viento y las olas.
En el Evangelio de Juan leemos que después de
haber hablado Jesús acerca del pan de vida, y de su carne como verdadera comida,
y de su sangre como verdadera bebida, algunos de los que le seguían empezaron a
murmurar y a decir: “Dura es esta
palabra; ¿quién la puede oir?” (Jn 6:60). Desde entonces muchos de sus
discípulos se apartaron de Él. Jesús les preguntó a los doce: ¿También vosotros
queréis iros? Pedro fue rápido en contestar por sí mismo y por los demás: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras
de vida eterna.” (Jn 6:68).
¿A quién iremos nosotros si abandonamos a Jesús?
En verdad, hay muchos que se dicen maestros en el mundo, y que divulgan sus
enseñanzas y atraen a discípulos, gente que se halla desorientada en la vida.
Pero nadie tiene palabras como las de Jesús porque sus palabras proceden del
cielo y son por eso, en verdad, vida.
Era costumbre entonces que los rabinos tuvieran
discípulos que los seguían y con los cuales vivían en comunidad. No sólo
recibían instrucción de su maestro, sino que proveían a su manutención, porque
los rabinos estaban prohibidos de recibir dinero en pago de su enseñanza.
En eso Jesús no era muy diferente de los rabinos
de su época, aunque Él no sólo enseñaba en las sinagogas como ellos, sino también
en el campo, en las calles y plazas, en las casas, y desde las cubiertas de las
barcas, esto es, dondequiera que estuviese.
A diferencia de los rabinos, que eran buscados
por los jóvenes que querían ser sus discípulos, fue Jesús quien escogió a los
doce (“y llamó a los que Él quiso, y
vinieron a Él”, Mr 3:13), y después a los setenta (Lc 10:1). No fueron
ellos los que lo escogieron como maestro, aunque sabemos que había muchos que
querían seguirlo, sino fue Él quien los eligió. Te eligió también a ti.
Tampoco alentó Jesús a sus discípulos a que se
graduaran como rabinos, como hacían los rabinos del judaísmo, para que llegaran
a ser maestros como ellos, según era la práctica común. Porque ¿cómo podían los
discípulos de Jesús llegar a ser como Él? Al contrario, Él les advirtió que no
pretendieran que se les llamara “maestro·”, que es lo que rabino quiere decir (Mt
23:8). En verdad, Él los estaba preparando para que dieran su vida por el
Evangelio (Mt 5:10-12), como en efecto ocurrió.
Tampoco estaban sus discípulos ligados a la ley
de Moisés como los discípulos de los rabinos, sino estaban ligados a la
enseñanza que Él les daba, que era una Ley nueva.
Era costumbre de los rabinos tener
cinco discípulos. Cuando Jesús elevó su número a doce, que es el de las tribus
de Israel, así como el de los meses del año, estaba señalando que su misión era
algo muy diferente a la de los maestros conocidos.
Algunos se preguntan: ¿Por qué escogió
Jesús como discípulos a pescadores ignorantes y no a personas de un mayor rango
social y más instruidos? Eso le hubiera dado prestigio ante la sociedad. Pero
lo que Él buscaba era hombres piadosos que no estuvieran orgullosos de sus
conocimientos, y que fueran, por tanto, enseñables y moldeables. Eso es lo que
hoy día, y a través de todos los tiempos, Jesús ha buscado de los que quieren
ser discípulos suyos: Que sean humildes, moldeables, enseñables, para que puedan
parecerse a Él, que era manso y humilde de corazón.
Nota: Las barcas que usaban los pescadores del lago de Genesaret tenían poco más
de 8 metros de largo y 2 metros de ancho, y llevaban 7 u 8 tripulantes.
NB. Esta enseñanza fue dada
hace poco en el Ministerio de la Edad de Oro. Para escribirla me he apoyado sobre
todo en el excelente libro de C. Bernard Ruffin, “The Twelve”.
Amado lector: Si tú no estás seguro
de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, yo te invito a arrepentirte
de tus pecados y a pedirle perdón a Dios por ellos, haciendo la siguiente
oración:
“Jesús,
tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los
hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he
ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces
gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente
de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname,
Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y
gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
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Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).
4 comentarios:
Me llama la atención que no tenga comentarios esta publicación, sin embargo, está a viajado por el tiempo y el espacio para traer luz y comprensión a mi vida Gracias. DlB
me parece interesantísimo, puesto con gra conocimiento y apoyo en las escrituras y otras investigaciones para contextualizar el ambiente de los pasajes descritos llanamente. dándole un volumen que nos transporta a esa época.
Gracias por la enseñanza.
Gracias 🙏.
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