miércoles, 19 de junio de 2013

MADRES EN LA BIBLIA III

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
MADRES EN LA BIBLIA III
7. Los sacerdotes del templo de Jerusalén estaban divididos en 24 clases que ejercían su ministerio durante una semana dos veces al año (2Cro 23:8), cumpliendo un ciclo anual. A la clase de Abías, que era la octava (1Cro 24:10), pertenecía el sacerdote Zacarías, (Nota 1) que estaba casado con una mujer de estirpe sacerdotal como él, y que se llamaba Elisabet (como dice el griego), o Isabel en español (2). Ambos eran de edad avanzada y no habían tenido descendencia porque Isabel era estéril (Lc 1:7), lo que era la mayor desgracia que podía ocurrir a una mujer en esa época. Ella está en la misma línea que Sara, Rebeca, Raquel, la madre de Sansón y Ana. Sin embargo, su esterilidad prepara las condiciones para una intervención milagrosa de Dios, con la que Él va a dar a Israel un líder excepcional. Su caso es semejante a la historia del nacimiento de Isaac, en que tanto ella como su marido, tal como fue el caso de Abraham y Sara, tendrían un hijo siendo ya ancianos.
De ellos dice Lucas: “Ambos eran justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor.” (v. 6), esto es, eran un modelo de la piedad del Antiguo Testamento.
“Aconteció que ejerciendo Zacarías el sacerdocio delante de Dios según el orden de su clase, conforme a la costumbre del sacerdocio, le tocó en suerte ofrecer el incienso, entrando en el santuario del Señor.” (v. 8,9). Entretanto la multitud esperaba afuera orando.
De repente, para sorpresa y confusión de Zacarías, un ángel del Señor se le apareció parado a la derecha del altar del incienso, y le dijo: “Zacarías, no temas; porque tu oración ha sido oída, y tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Juan.” (v. 13) (3), y tú te alegrarás de su nacimiento “porque será grande delante de Dios.” (v. 15a) Hay muchos que se afanan por ser grandes delante de los hombres, ser admirados y envidiados, pero pocos son los que buscan ser grandes delante de Dios, -aunque en realidad no puedan serlo en sí mismos- pero Dios en su gracia puede levantarlos y usarlos para una misión importante. Y luego añade: “No beberá vino ni sidra,” lo que nos indica que él sería un “nazareo”, consagrado a Dios desde su nacimiento, como lo había sido Sansón (Jc 13:5; cf Nm 6:1-5) Y termina diciendo el ángel: “Será lleno del Espíritu Santo aún desde el vientre de su madre.” (v. 15b). (4)
Este último anuncio puede sorprender a muchos, porque ¿cómo puede una criatura que no ha nacido todavía, ser llena del Espíritu Santo? La primera conclusión a sacar es que la criatura en el vientre no es una “cosa”, ni un amasijo de células, como sostienen los partidarios del aborto, sino es un ser humano en un sentido pleno, y puede por tanto recibir la unción del Espíritu de Dios.
Pero ese anuncio nos dice también que la criatura por nacer estaba marcada para cumplir más adelante una misión trascendental. En primer lugar él haría que muchos israelitas se conviertan al Señor su Dios (v. 16). Pero ¿qué necesidad tendrían de convertirse esos hombres? ¿No conocían ellos acaso y no rendían culto al Dios de sus padres, al único Dios verdadero? Lo conocían, es cierto, pero sólo de oídas, como dice Job (Jb 42:5), pero ese conocimiento intelectual no tenía el poder de transformar sus corazones y sus vidas. En realidad, aunque tenían su nombre constantemente en la boca, la mayoría de ellos vivía de espaldas a Dios. Sin embargo, la profecía del ángel empezó a cumplirse en Lc 3:3-18, cuando las multitudes venían a hacerse bautizar por Juan.
Y el ángel añadió: “E irá delante de Él con el espíritu y poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.” (Lc 1: 17)
El profeta Elías, como bien sabemos, no experimentó la muerte, pues fue llevado al cielo vivo en un carro de fuego (2R 2:11). El profeta Malaquías había profetizado que antes del dia del Señor, grande y terrible, Dios enviaría al profeta Elías y que él haría “volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres…” (Mal 4:5,6).
Jesús en dos ocasiones había dicho a sus discípulos que Juan Bautista –el hijo de Zacarías y Elisabet- era “aquel Elías que había de venir…” La primera está registrada en Mt 11:14. La segunda vez fue después de la Transfiguración, en que Moisés y Elías aparecieron al lado de Jesús conversando con Él. Cuando descendían del monte Tabor, a la pregunta de sus discípulos acerca de Elías (a quien ellos acababan de ver) y que, según el anuncio mencionado, había de venir, Jesús les contestó que Elías ya había venido “y no le conocieron e hicieron con él lo que quisieron.” (Mt 17:12) El texto añade que los discípulos comprendieron que se refería a Juan Bautista (v. 13).
Zacarías contestó al ángel: “En qué conoceré esto?” Es decir, ¿qué señal me das de que va a suceder lo que me anuncias? “Porque yo soy viejo y mi mujer es de edad avanzada.” Y el ángel le contestó: “Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios; que he sido enviado a hablarte, y darte estas buenas nuevas. Y ahora quedarás mudo y no podrás hablar, hasta el día en que esto se haga, por cuanto no creíste mis palabras…”
En lugar de alegrarse de que Dios le diera un hijo cuando ya parecía imposible, él duda del anuncio. A causa de su duda la señal que pide será que él se quedará mudo hasta que lo anunciado se cumpla. Es mejor creerles a los mensajeros de Dios que pedirles señales que corroboren su mensaje y suplan a nuestra falta de fe, no sea que la señal que se nos dé sea ingrata..
Cuando finalmente Zacarías salió del santuario, ante la sorpresa de los fieles que estaban extrañados de que demorase tanto, él sólo podía hablarles por gestos, y “comprendieron que él había visto visión en el santuario.” (Lc 1:22).
Cumplida su semana de ministerio, Zacarías regresó a su casa en una ciudad situada en la región montañosa de Judea (v. 39). Y tal como el ángel había anunciado, Elisabet concibió en su vejez “y se recluyó en su casa por cinco meses”. ¿Por qué lo hizo? El texto sólo indica que ella estaba agradecida a Dios porque le había quitado la afrenta de la esterilidad (v. 24,25; cf Gn 30:23; Is 54:1,4), al haberse cumplido en ella la promesa contenida en el salmo 113:9: “Él hace habitar en familia a la estéril, que se goza de ser madre de hijos.”. Quizá se encerró por el temor comprensible de que saliendo a la calle, y siguiendo sus actividades normales, podía perder a la criatura que llevaba en sus entrañas. Pero lo más probable es que ella se ocultara por vergüenza, ya que era inusual que una mujer de su edad pudiera estar embarazada. Pero una vez que le fuera revelado sobrenaturalmente que su joven pariente estaba en cinta siendo virgen, desapareció su timidez.
Entretanto, como sabemos, el mismo ángel Gabriel se presentó donde María y le anunció que ella –que estaba comprometida con un varón descendiente de David, pero no estaba aún casada- concebiría y daría a luz un hijo por el poder del Espíritu Santo, el cual sería llamado “Hijo del Altísimo” e “Hijo de Dios” (v. 26-36).
El ángel le dijo enseguida, como señal para corroborar la verdad de su aserto, que su anciana pariente Elisabet ya estaba en su sexto mes de embarazo, algo que María no sabía, añadiendo “porque para Dios no hay nada imposible.” (v. 37). Entonces María, sin dudar de la verdad de ese anuncio, pronunció las palabras de aceptación que significaban para ella asumir un grave riesgo, pues no viviendo aún con su prometido esposo, ponían en peligro su futuro: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo según tu palabra.” (v. 38).
A los pocos días, y repuesta quizá María de su sorpresa y anonadamiento ante el destino que Dios le había deparado, del cual se sentía indigna, ella se apresuró a visitar a su pariente Elisabet. Tan pronto ésta oyó el saludo de María, la criatura que llevaba en su seno saltó de alegría, reconociendo al que estaba en el vientre de la visitante. “Y Elisabet fue llena del Espíritu Santo,” exclamando a viva voz esas palabras tan conocidas: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre,” y añadiendo: “¿Por qué se me concede esto a mí (es decir, este privilegio), que la madre de mi Señor venga a visitarme?” El Espíritu Santo le reveló a ella en ese momento dos cosas que no tenía cómo saber: Primero, que María estaba encinta; y segundo, que la criatura que María llevaba en su seno era su Señor, es decir, el Mesías esperado por Israel. Esta es una revelación extraordinaria que muestra el importante papel que a ella le tocaba desempeñar en el plan de salvación de Dios. Dicho sea de paso, ella es la primera persona en llamar al Mesías “mi Señor”. Pablo escribirá más adelante: “Nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo.” (1Cor 12.3).
¿Comprendía ella en ese momento cómo el nacimiento del hijo que ella esperaba se conjugaba con el nacimiento del Mesías, tal como el ángel había anunciado a su marido de que su hijo prepararía la venida del Señor? (Lc 1:17). Es posible que el Espíritu se lo revelara.
Elisabet termina su saludo exclamando: “Bienaventurada la que creyó porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor.” (v. 45).
Estimulada por el saludo de su pariente, María prorrumpe en un cántico de alabanza a Dios: “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador; porque ha mirado la bajeza (es decir, la humildad) de su sierva.” (v. 46-48a) He aquí lo que atrajo la mirada de Dios sobre María cuando se trataba de escoger a la que debía ser la madre de su Hijo. No sus cualidades intelectuales, no su belleza, no su alcurnia, sino su humildad, porque la humildad es condición indispensable de las otras virtudes.
Enseguida enuncia María una profecía que se ha cumplido con creces a través de los siglos: “Pues he aquí, desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.” (v. 48b).
María permaneció con su pariente “como tres meses”, pero el texto no precisa si se quedó hasta que Elisabet dio a luz o si regresó antes, pero lo más probable es que fuera lo primero (v. 56).
Cuando al octavo día de su nacimiento, el hijo de Elisabet fue llevado a circuncidar, le iban a poner el nombre de su padre, Zacarías, pero ella dijo: “No, se llamará Juan.” Sorprendidos de que escogiera un nombre del que no había antecedentes en la familia, preguntaron a su padre cómo se debería llamar, y Zacarías escribió en una tablilla: “Juan es su nombre.” En ese momento se le abrió la boca y empezó a hablar de nuevo alabando a Dios.
Los vecinos y lugareños que se enteraron de estas cosas se admiraron y se preguntaban: ¿Qué vendrá a ser este niño?, viendo en los prodigios que acompañaron a su nacimiento un presagio de que Dios tenía un alto propósito para él (v. 59-66).
Por su lado Zacarías, lleno del Espíritu Santo, profetizó: “Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo…” (v. 68,69), dando ya por hecho todo lo que vendría a ocurrir tres décadas después, según lo habían anunciado los profetas desde antiguo. Lucas cierra el capítulo escribiendo: “Y el niño crecía, y se fortalecía en espíritu; y estuvo en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel.” (v. 80).
Notas: 1. Su nombre quiere decir “Dios se acuerda”.
2. Su nombre es el mismo que el de la mujer de Aarón (Ex 6:23); en hebreo Elisheba, que quiere decir “Dios es mi juramento”, esto es, “adoradora de Dios”.
3. En hebreo Yehojanan, nombre compuesto por Yehova y janan=”la gracia, o la misericordia de Dios”.
4. Hacía 400 años que no había profecía ni ministerio angélico en el pueblo escogido.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#780 (26.05.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).


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