viernes, 7 de junio de 2013

MADRES EN LA BIBLIA I

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
MADRES EN LA BIBLIA I
Aunque la sociedad israelita era profundamente patriarcal y la mujer ocupaba un lugar inferior, siendo dependiente sea del padre, primero, y de su marido, o de su hijo mayor, después, la madre ocupaba un lugar muy especial, como puede verse en la exposición de las leyes de santidad en el libro de Levítico, donde a la madre se le menciona antes que al padre: “Cada uno temerá a su madre y a su padre, y mis días de reposo guardaréis…” (19:3. Cf Lv 21:2).
El Decálogo ordena honrar no sólo al padre sino también a la madre (Ex 20:12; Dt 5:16). El libro del Éxodo añade que el que hiera a su padre o a su madre, o los maldiga, debe ser muerto (Ex 21:15,17; cf Lv 20:9).
El libro de Proverbios manda repetidas veces honrar y escuchar a la madre: “…mas el hombre necio menosprecia a su madre.” (15.20b). “Y cuando tu madre envejezca, no la menosprecies.” (23:22b; cf 30:17).
La función de la madre era principalmente tener hijos y criarlos, concepción que sobrevive en el largo párrafo que Pablo dedica a la mujer en 1ra de Timoteo, en que subraya que no fue Adán quien fue engañado sino la mujer, y que termina diciendo que ella “se salvará engendrando hijos, si permanece en fe, amor y santificación, con modestia.” (1Tm 2:14,15). En muchos lugares del Antiguo Testamento vemos cómo la maternidad era venerada, pero la mujer estéril era tenida en menos.
Según Proverbios también era función de la madre instruir en la fe y en las buenas costumbres a sus hijos: “Escucha, hijo mío, la reprensión de tu padre, y no desprecies la instrucción de tu madre…” (Pr 1:8, cf 6:20), y advierte seriamente a los que desechen sus consejos: “El ojo que escarnece a su padre, y menosprecia la enseñanza de la madre, los cuervos de la cañada lo saquen, y lo devoren los hijos del águila.” (30:17). Finalmente el último capítulo del libro consigna las sabias instrucciones (que el texto llama “oráculo”) que su madre le enseñó a su hijo Lemuel, rey de Massá (31:1-9), y que todos los jóvenes harían bien en guardar.
La madre llora por los hijos que se desvían (¿Qué madre no puede decir amén a eso?): “…el hijo necio es tristeza de su madre.” (Pr 10:1c; cf 29:15b); pero se regocija con el padre cuando el hijo le sale bueno: “Mucho se alegrará el padre del justo, y el que engendra al sabio se gozará con él. Alégrense tu padre y tu madre, y gócese la que te dio a luz.” (Pr 23:24,25). Yo puedo confesar en cuanto a mí, que yo fui de joven durante un tiempo motivo de preocupación y tristeza para mis padres, pero luego, cuando Dios me rescató del pecado –y gracias quizá a sus constantes oraciones- les fui también motivo de satisfacciones. Pero ¿cuántos hombres y mujeres que están aquí pueden decir que ése fue también su caso?
El profeta Ezequiel (hablando del pueblo de Israel) y el libro de los Salmos exaltan la fecundidad de la madre (Ez 19:10; Sal 128:3).
Jesús se refiere alegóricamente al dolor de la madre que da a luz, y a su alegría cuando ha nacido su hijo, como símbolos de su pasión y de su victoria sobre la muerte (Jn 16:20).
La constancia del amor maternal es usada como símbolo del amor imperecedero de Dios por el hombre: “¿Se olvidará la mujer de su niño de pecho, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Pues aunque ella se llegue a olvidar, yo nunca me olvidaré de ti.” (Is 49:15). Y más adelante dice Dios por boca del profeta: “Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros…” (Is 66:13).
Vamos a examinar a continuación la vida de algunas de las madres que figuran en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, aunque no sean necesariamente las más conocidas.
1. Agar, la sierva egipcia de Sara, acepta tener un hijo de su patrón, Abraham, convirtiéndose de hecho en su concubina, para que ese hijo sea como si Sara misma, que era estéril, lo hubiera tenido. De esa manera podría finalmente –según pensaba Sara- cumplirse la promesa que Dios le había hecho a Abraham de que tendría por ella un heredero, antes de que él fuera demasiado viejo para engendrarlo (Gn 16:1-3).
Extraña idea la de Sara, que le iba a traer grandes dolores de cabeza más adelante, porque cuando Agar queda encinta, la sierva empieza a mirar con desprecio a su patrona (Gn 16:4). (Nota 1) Ella se enorgullece de que será su hijo y no el de su patrona, quien heredará los bienes de Abraham.
Sara se queja a Abraham por esta situación que, en realidad, ella misma ha provocado y él, sabiamente, le da la razón a su esposa, diciéndole: “Ella está en tu mano. Haz con ella como te parezca” (v. 6). Entonces Sara empieza a molestar y a afligir a su sierva, al punto que ella huye de su casa.
Cuando la sierva, cansada del camino, se sienta para reposar junto a una fuente de agua en el desierto, se le aparece el ángel de Jehová y le pregunta: “¿De dónde vienes y adónde vas?”, como si no lo supiera. Ambas preguntas son en realidad un reproche velado, porque ella no está donde debería (v. 7,8).
Ella le contesta: “Huyo de mi patrona porque me trata mal”. Pero el ángel de Jehová le dice: “Vuélvete a tu señora y ponte sumisa bajo su mano.” (v.9). Es decir, no seas insolente con ella, estando orgullosa de esperar un hijo de su marido, que ella no le ha podido dar. “Pórtate como sierva que eres”.
Pero el ángel de Jehová le agrega: Multiplicaré tu descendencia al punto que no podrá ser contada (v. 10). Y añade: He aquí has concebido un hijo  y cuando lo des a luz le pondrás por hombre Ismael (que quiere decir: Dios oye) porque Jehová ha oído tu aflicción (v. 11).
Estas frases nos muestran que Dios está no sólo con los grandes de este mundo, con los poderosos, sino también está con los pequeños, con los siervos, porque Él no hace acepción de personas.
El ángel de Jehová le profetiza a Agar que su hijo será un hombre fiero, que estará contra todos y todos estarán contra él (v. 12). Me parece como si él iba a heredar algo del carácter indómito de ella.
Cuando el ángel –que no se había identificado- se fue de su presencia, ella le puso por nombre: “Tú eres un Dios que ve.” Y le puso por nombre al pozo: “Pozo del Viviente que me ve.” (v.13,14)
Agar pues, regresó donde su patrona y, en su momento, dio a luz un hijo al que puso por nombre Ismael, según le había dicho el ángel (v. 15).
Catorce años después Dios se acordó de la promesa que había hecho a Abraham y a Sara de que tendrían un hijo (Gn 17:15,16), y ella, la que se creía estéril, concibió y dio a luz a un hijo, al que pusieron por nombre Isaac. ¿Habrá algo imposible para Dios? (Gn 21:1-3)
Cuando llegó el día del destete de Isaac (a los dos o tres años), Abraham dio un banquete para celebrarlo, pero Sara vio que Ismael se burlaba de su medio hermano (v. 8,9), posiblemente de celos porque veía que su padre le daba una importancia que a él nunca le había dado, siendo como él era hijo de la sierva. Allí vemos cuántas tensiones, odios y resentimientos se originan a causa de la poligamia y del concubinato, como ocurre con tanta frecuencia en nuestro país, donde los hombres suelen tener hijos de varias mujeres.
Entonces Sara le exigió a su marido que despidiera a su sierva y a su hijo, porque él no heredaría con Isaac. Eso apesadumbró a Abraham, que mal que bien, quería a Ismael y a su madre (v. 10,11), pero Dios le habló y le dijo que obedeciera a la voz de su mujer “porque en Isaac te será llamada descendencia.” (v. 12). A la vez le aseguró que del hijo de su sierva haría también una gran nación, porque era hijo suyo. La promesa de Dios de multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo alcanzaba también al hijo ilegítimo (v. 13).
Al día siguiente Abraham le dio provisiones a Agar y un odre lleno de agua, y la despidió junto con su hijo adolescente. Agar se fue por el desierto de Beerseba, hasta que se le acabó el agua del odre. Entonces, conciente de que, faltándoles el agua, eso sería su final, dejó al muchacho bajo un arbusto y se alejó como un tiro de flecha, porque no quería ver morir a su hijo. Pero éste, viéndose solo, empezó a llorar (v. 14-16). Y lo oyó Dios y su ángel llamó a Agar preguntándole: “¿Qué tienes? No temas; porque Dios ha oído la voz del muchacho. Levántate y sostenlo con tu mano, porque yo haré de él una gran nación” (v. 17,18).
Entonces Dios le abrió los ojos y vio una fuente de agua (¿Estaría la fuente allí escondida, o la abriría Dios en ese momento?) y llenó el odre y dio de beber a su hijo (v. 19).
La historia concluye diciendo que Dios estaba con Ismael, que creció y habitó en el desierto de Parán, y su madre le dio una mujer de la tierra de Egipto. Nada extraño pues ella era de ese país (v. 20,21). (2)
Notemos que Pablo, en un importante pasaje en Gálatas 4:21-31, usa a las dos mujeres, a la esclava Agar y a la libre (Sara), como símbolo, la primera, del antiguo pacto, y la segunda, del nuevo.
2. Dirijamos ahora nuestra atención a Jocabed, la madre de Moisés. Muchos años después de muerto José, cuando ya su memoria se había borrado, el faraón se inquieta al ver cómo crecía el pueblo hebreo en medio de ellos. Al ver que las medidas que toma para frenar su crecimiento no dan resultado, él ordena a las parteras de Israel que maten a los niños varones de ese pueblo que nazcan, dejando con vida a las mujeres. Pero ellas, temiendo más a Dios que al faraón, no obedecen esa orden impía. Entonces el faraón ordena echar al río Nilo a todos los niños hebreos varones que nazcan, para que se ahoguen (Ex 1:18-22).
Jocabed, esposa de Amram, descendiente de Leví, desafió la orden del faraón cuando le nació un hijo y lo mantuvo en vida oculto durante tres meses. Pero era imposible que pudiera seguir haciéndolo más tiempo, porque el llanto del niño lo delataría (2:1,2).
Entonces concibió un plan confiando a su hijo a la Providencia divina. Puso al niño en una canastilla de mimbre que había previamente calafateado para que fuera impermeable y flotara en el agua, y la colocó en medio de los carrizales del río, mientras su hermana escondida vigilaba lo que pasaba (v. 3,4).
Al poco rato vino al río la hija del faraón para bañarse y, alertada por el llanto de la criatura, descubrió la canastilla en medio de los carrizales. Ella se dio cuenta de que era un hijo de los hebreos, pero viéndolo bello, se compadeció de él y se propuso que viviera (v. 5,6).
En eso apareció la hermana de Jocabed y le propuso a la princesa conseguirle una nodriza hebrea para que criara al niño. Aceptada su propuesta, ni corta ni perezosa la muchacha trajo a Jocabed, y la hija del faraón le encargó que lo criara, asegurándole que le pagaría bien por ese servicio (v. 7-9). Así vemos cómo la fe de Jocabed fue premiada porque no sólo conservó en vida a su hijo, contra la orden del faraón, sino que le pagaron por hacer lo que ella de todos modos, por puro amor y gratuitamente, habría hecho de buena gana.
Y cuando el niño creció, ella lo trajo a la hija de Faraón, la cual lo prohijó y le puso por nombre Moisés, diciendo: Porque de las aguas lo saqué.” (Ex 2:10).
3. En el bello libro de Rut se encuentra la historia de Noemí. Ella emigra con su marido Elimelec y sus dos hijos a la tierra de Moab, porque hay hambre en Israel (Rt 1:1,2). Estando allá su marido muere (v. 3). Los dos hijos de ambos se casan con muchachas moabitas, pero antes de que ellas puedan darles hijos, ellos también mueren. Noemí se queda pues sin marido y sin hijos (v. 4,5).
Ella había querido huir del mal en Israel, pero el mal le dio alcance en Moab. Ella reconoce que su desgracia viene de Dios: “la mano de Jehová pesa contra mí.” (Rt 1:13).
Cuando ella oye que hay de nuevo abundancia en Israel, decide regresar a su tierra, a la ciudad de Belén de donde había salido (v. 6). Sus dos nueras, Orfa y Rut, quieren acompañarla, pero ella se niega y les pide que se queden en Moab donde ellas, siendo todavía jóvenes, pueden volver a casarse (v. 8-13). Orfa se deja convencer y se queda, pero Rut está decidida a acompañarla (v. 14,15), y pronuncia una de las frases más bellas de todo el Antiguo Testamento: “No me ruegues que te deje, y me aparte de ti; porque adonde quiera que tú vayas, iré yo, y dondequiera que vivas, viviré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios.” (v. 16). Ella debe haber sentido que eso que la hacía amar tanto a su suegra tenía que ver con el Dios a quien Noemí servía.
Cuando ella regresó a Belén, toda la ciudad se conmovió diciendo: ¿No es ésta Noemí, a quien habían visto partir con marido y con hijos? (v. 19). Pero ella respondió: “No me llaméis Noemí (es decir, agradable), sino llamadme Mara (esto es, amarga), porque en grande amargura me ha puesto el Todopoderoso.” (v. 20).
Entonces sucede algo extraordinario, porque después de muchas peripecias, Rut, sabiamente aconsejada por su suegra, se casa con Booz, un pariente de Noemí y hombre rico del lugar, del que concibe y da a luz un hijo. Este niño, del cual Noemí será el aya, será como un hijo para ella (4:13-16).
Al tronco de la familia de Elimelec, que había sido cortado al morir él y sus hijos sin descendencia, le nace indirectamente un renuevo, Obed, hijo de Booz y de la moabita Rut (v. 17), y una mujer extranjera se introduce en el linaje del cual, a través de su descendiente, el rey David, nacerá el Mesías (Véase Mt 1:5,6).
Notas: 1. Esta idea de Sara no debe haber sido muy insólita en ese tiempo porque Raquel, la esposa preferida de Jacob, al ver que no tenía hijos, le propone a su marido que los tenga por medio de su sierva Bilha. Luego, cuando Lea deja de concebir, imita su ejemplo y tiene dos hijos por medio de su sierva Zilpa (Gn 30:1-24).
2. Más adelante, cuando Abraham muere es enterrado por sus dos hijos, Isaac e Ismael (sin que se mencione a los varios hijos que Abraham tuvo de su concubina Cetura, a los que él envió –sin duda bien provistos- lejos de donde vivía Isaac, obviamente para que no se peleen con él. En el mismo pasaje se menciona a los doce hijos que tuvo Ismael antes de morir a los 137 años. (Gn 25:7-18). Se dice que de Ismael descienden los beduinos árabes, pueblo que vive en tiendas en el desierto, fiero y celoso de su independencia, y que todavía sobrevive.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, es muy importante que adquieras esa  seguridad. Con ese fin yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#778 (12.05.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).


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