miércoles, 12 de junio de 2013

MADRES EN LA BIBLIA II

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
MADRES EN LA BIBLIA II
4. El 1er libro que lleva el nombre de Samuel se inicia con la historia de su nacimiento. Ana, esposa de Elcana, sufre porque aunque es la mujer preferida de su marido, no le ha dado hijos, pues es estéril y es objeto de las burlas de su rival, Penina, que sí le ha dado varios hijos.
Cuando Elcana va con toda su familia, según su costumbre, a adorar a Dios en Silo, donde estaba el arca de la alianza, y luego celebran un banquete, ella se levanta de la mesa llorando y se va al santuario. Allí, parada junto a una columna, derrama su alma delante del Señor, pidiéndole que le dé un hijo.
El hijo que Dios le dé ella le promete devolvérselo para que le sirva toda su vida: “Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí… sino que dieras a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza.” Es decir, será nazir, consagrado a Dios. Uno de los signos de la consagración a Dios, como sabemos, en tiempos del Antiguo Testamento era no cortarse el cabello.
El sumo sacerdote Elí, que estaba cerca, al verla llorar moviendo los labios pero sin proferir palabra audible –pues ella oraba para sí- cree que ella está borracha y se lo echa en cara. Ella se defiende y le declara cuál es la causa de su congoja, y el voto que ha hecho a Dios. Elí le responde: “Vé en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho.” (1Sm 1:17). Ella toma la palabra del sacerdote como una profecía, segura de que Dios le concederá lo que le ha pedido.
Efectivamente, Dios se acordó de ella y, cumplidos nueve meses, ella dio a luz un hijo, al que puso por nombre Samuel, que quiere decir: “Dios oye”, por cuanto Dios escuchó su pedido.
Cuando hubo destetado al niño – entre los tres y los cinco años- ella cumple su voto: lleva al pequeño al santuario de Silo y se lo entrega al sacerdote Elí, diciendo: “¡Oh señor mío! Vive tu alma…Yo soy aquella mujer que estuvo aquí junto a ti orando a Jehová. Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo pues, lo dedico también a Jehová; todos los días que viva le servirá…” (v. 26-28).
Enseguida eleva su voz y entona el bello poema que es conocido como el Cántico de Ana, que prefigura el cántico que María, siglos más tarde, entonará cuando va de visita donde su prima Isabel, que espera un niño en su vejez (Lc 1:39-55).
Entre otras frases Ana canta: “Jehová mata y Él da vida; Él hace descender al Seol, y hace subir. Jehová empobrece y Él enriquece; abate y enaltece.” (2:6,7).
El hijo que Dios dio a Ana, el profeta Samuel, será el último juez de Israel. Él ungirá a Saúl como rey de su pueblo (1Sm 10:1), y ungirá en su reemplazo al menor de los hijos de Isaí, a David (1Sm 16:13), y anunciará a Saúl que Dios lo ha desechado porque le ha desobedecido (1Sm 15:26-28; 28:15-18).
5. En el tercer capítulo del primer libro de Reyes leemos cómo Dios se apareció al joven rey Salomón, y le dice que le pida lo que quiera, porque Él se lo dará. En lugar de pedirle riquezas y gloria Salomón le pide a Dios que le dé un corazón entendido y discernimiento para gobernar a un pueblo tan numeroso como el que él había heredado de su padre, David (1R 3: 5-9).
Y agradó a Dios que Salomón le pidiera eso, y le dijo que por no haberle pedido riquezas, ni victoria sobre sus enemigos, sino inteligencia para juzgar Él le daría inteligencia como nunca la había tenido nadie antes de él, ni la tendría después, pero que además le daría lo que no le había pedido: riquezas y gloria (v. 10-13).
Enseguida se nos muestra un ejemplo de la sabiduría que Dios dio a Salomón para juzgar a su pueblo.
“En aquel tiempo vinieron al rey dos mujeres rameras (Nota 1) y se presentaron delante de él.”
“Y dijo una de ellas: ¡Ah, señor mío! Yo y esta mujer morábamos en una misma casa, y yo di a luz estando con ella en la casa. Aconteció al tercer día después de dar yo a luz, que ésta dio a luz también, y morábamos nosotras juntas; ninguno de fuera estaba en casa, sino nosotras dos en la casa.”
“Y una noche el hijo de esta mujer murió, porque ella se acostó sobre él. Y se levantó a medianoche y tomó a mi hijo de junto a mí, estando yo tu sierva durmiendo, y lo puso a su lado, y puso al lado mío su hijo muerto. Y cuando yo me levanté de madrugada para dar el pecho a mi hijo, he aquí que estaba muerto; pero lo observé por la mañana, y vi que no era mi hijo, el que yo había dado a luz.”
“Entonces la otra mujer dijo: No; mi hijo es el que vive, y tu hijo es el muerto. Y la otra volvió a decir: No; tu hijo es el muerto, y mi hijo es el que vive. Así hablaban delante del rey.” (1R 3:16-22)
El rey evidentemente está perplejo ante los alegatos de ambas mujeres y no tiene manera de averiguar cuál de las dos dice la verdad. En ese momento se le ocurre una idea: Aplicar al caso una práctica común entonces, cuando el juez no podía discernir a quién pertenece el objeto o el bien disputado: dividirlo en partes iguales entre los dos contendores.
“El rey entonces dijo: Esta dice: Mi hijo es el que vive, y tu hijo es el muerto; y la otra dice: No, mas el tuyo es el muerto, y mi hijo es el que vive. Y dijo el rey: Traedme una espada. Y trajeron al rey una espada. En seguida el rey dijo: Partid por medio al niño vivo, y dad la mitad a la una, y la otra mitad a la otra.” (v. 23-25)
Naturalmente él sabe que la que es la verdadera madre no soportará la idea de que maten a su hijo para resolver la contienda, y preferirá perderlo a que le quiten la vida.
“Entonces la mujer de quien era el hijo vivo, habló al rey (porque sus entrañas se le conmovieron por su hijo), y dijo: ¡Ah, señor mío! dad a ésta el niño vivo, y no lo matéis. Mas la otra dijo: Ni a mí ni a ti; partidlo. (v. 26)
Los sentimientos de la verdadera madre se impusieron a su sentido de rivalidad. ¿Cómo iba a permitir ella que mataran al hijo de sus entrañas? En cambio la que no había dado a luz a la criatura sí estaba de acuerdo con la propuesta del rey. Ella no perdía nada con la muerte del niño que no era suyo, pues ya había perdido al propio.
“Entonces el rey respondió y dijo: Dad a aquella el hijo vivo, y no lo matéis; ella es su madre. Y todo Israel oyó aquel juicio que había dado el rey; y temieron al rey, porque vieron que había en él sabiduría de Dios para juzgar.” (v. 27,28)
¿Qué habrías hecho tú, mujer, si se tratara de tu propio hijo? ¿Lo habrías sacrificado con tal de no darle la razón a tu rival? En la vida práctica ¡cuántas mujeres y cuántos hombres perjudican a sus hijos involuntariamente para no perder alguna ventaja material, o por razones de amor propio!
¿Cuántos piensan primero en el bien de sus hijos y no en sus comodidades? ¿Cuántos esposos rehúsan limar las asperezas de su relación con su cónyuge y deciden separarse sin pensar en lo que sufrirán sus hijos?
Cuando aceptas ser padre o madre, ¿qué viene primero, tu propio bienestar, o el de tus hijos? Piénsalo bien, porque algún día darás cuenta a Dios de lo que hiciste y cómo te portaste con los hijos que Dios te confió.
6. La sunamita es el personaje femenino de uno de los episodios más fascinantes de la vida de Eliseo, el gran profeta, discípulo y sucesor de Elías, en tiempos de la apostasía generalizada del reino de Israel, o Samaria (2R 4:8-37).
Ella era la esposa de un rico propietario de la ciudad de Sunem, situada entre Samaria y el monte Carmelo, donde vivía Eliseo, por lo que el profeta pasaba por allí con frecuencia. Cada vez que lo hacía él era invitado a almorzar por la sunamita y su esposo.
Comprendiendo ella que se trataba de un varón ungido por Dios, le sugirió a su marido construir un pequeño cuarto adosado al muro de su propiedad, donde el profeta pudiera alojarse cuando estaba de paso por la localidad, y pudiera gozar de privacidad, aunque estuviera muy modestamente amoblado: una cama, una mesa, una silla y un candelero. Con eso se contentaba Eliseo, aunque estuviera acostumbrado a entrar en palacios de reyes.
Eliseo, tocado por la generosidad de la mujer, pensó en qué forma podría él mostrarle su agradecimiento, y le preguntó: ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Necesitas que hable por ti al rey, o al general del ejército? Es decir, ¿hay algún favor que pueda yo obtenerte? ¿Tienes alguna queja no resuelta? El profeta era a la vez odiado (2R 6:31) y gozaba de gran de influencia y autoridad en la corte.
La respuesta de ella es a la par sencilla y desconcertante: “Yo habito en medio de mi pueblo.” (2R 4:13). Esto es, nosotros estamos muy bien como estamos. Gozamos del respeto de nuestros vecinos, tenemos más que lo suficiente para vivir, no necesitamos del favor y del fasto de la corte. ¿Cuántos hay que se contentan con lo bueno que Dios les ha dado, y no aspiran a lujos innecesarios? Ya habrá ocasión más adelante, cuando la sunamita necesite del favor del rey para recuperar las posesiones que le habían sido arrebatadas (2R 8:3-6).
Pero Eliseo no queda satisfecho. Él quería de alguna manera recompensar a esta mujer por las atenciones que recibía de ella. La gratitud es una de las características de las almas nobles. Y le pregunta a su criado Giezi: “¿Qué, pues, haremos por ella? Y Giezi respondió: …Ella no tiene hijo y su marido es ya viejo.” (2R 4:14).
Eliseo la hace llamar, y ella viene y se queda parada respetuosamente en la puerta del cuarto. No entra en la habitación, aunque es la dueña de casa. Él le dice: “El año que viene, por este tiempo, abrazarás a un hijo.” (v. 16). Pero ella, aunque eso era lo que más deseaba, le responde vivamente: “Tú eres un varón de Dios. No te burles de tu sierva, haciendo que me haga ilusiones”; pensando sin duda que, dada la edad de su marido, eso era algo ya imposible.
Pero la palabra de Eliseo se cumplió, y ella concibió y al año siguiente le nació un hijo. Dios le construyó “casa”, es decir, familia, en recompensa de la “casa” que ella había construido para el profeta.
Cuando hubo crecido el niño, él se fue un día temprano donde estaba su padre con los segadores. De repente, el chico, agarrándose la cabeza con las manos, gritó: “¡Ay, mi cabeza, mi cabeza!” (v. 19). Él debe haber sentido un dolor muy fuerte, consecuencia quizá de la insolación. Su padre lo envió donde su madre, y ella lo tomó en sus brazos calmándolo y acariciándolo para que se durmiera, esperando que al despertar el dolor habría desaparecido. Pero al medio día el niño murió (v. 20).
Entonces ella, sin llorar ni decir una palabra de queja, pensando quizá en que ese niño, que era fruto de una promesa divina dicha por Eliseo, no le podía ser arrebatado, lo llevó al cuarto donde se alojaba el profeta, lo tendió sobre la cama, cerró la puerta tras ella, y salió. Le pidió a su marido que le preparara un asna y que, con un criado como acompañante, la enviara donde el profeta. Aunque estaba sorprendido de que ella quisiera visitarlo cuando no era día de reposo ni luna nueva, él no puso obstáculo y ella partió rápidamente (2). Aquí podemos ver la confianza que existía entre ellos, pues él no le exigió una explicación del motivo inusual de su visita al profeta. Pero ella tampoco quiso afligirlo diciéndole que su hijo había muerto.
Ella debe haber oído sin duda cómo el profeta Elías había resucitado al hijo de la viuda de Sarepta (1R 17:17-24), y recordando que Eliseo había recibido una doble porción del espíritu que reposaba sobre Elías (2R 2:9-14), confiaba en que el discípulo podría también levantar a su hijo de los muertos.
Cuando Eliseo, desde la altura del monte Carmelo donde moraba, vio venir a la sunamita, mandó a su criado que le diera encuentro y le preguntara: ¿Todo está bien en casa? Ella no teniendo por qué darle detalles de lo ocurrido a Giezi, le contestó: Todo está bien.
Pero al llegar donde estaba Eliseo se postró en tierra aferrándose a sus pies. Giezi quiso apartarla, pero Eliseo se lo impidió, diciendo: “Déjala porque su alma está en amargura, y Jehová me ha encubierto el motivo y no me lo ha revelado.” (2R 4:27).
Eliseo, acostumbrado a que Dios le diera a conocer tantos acontecimientos por adelantado y le revelara sus causas y motivaciones, se sorprende de que algo grave esté ocurriendo con esta mujer, que da muestras de una gran aflicción al echarse a sus pies, sin que Dios le mostrara el motivo de su pena.
Cuando ella se recupera y se levanta, le reprocha al profeta: “¿Acaso te pedí yo que me dieras un hijo? ¿No te dije yo más bien que no te burlaras de mí?” Que es como si le dijera: Mejor hubiera sido para mí no haber tenido un hijo si me iba a ser quitado tan rápido. ¿De qué sirve que se nos dé alguien, un marido, o un hijo, con quien nos encariñemos, si pronto hemos de perderlo? Mejor sería no habernos ilusionado. Pero ¿podría Dios haberle dado a ella un hijo para que sufra por ello? En medio de su dolor ella no pierde la esperanza de que Dios vaya a obrar.
Entonces Eliseo le dice a su criado: “Prepárate para salir rápido. Toma mi báculo, vé corriendo y ponlo sobre la cabeza del niño” (v. 29).
Pero ella no acepta que Eliseo delegue a otro la tarea de resucitar a su hijo, e insiste en que él mismo vaya. Ella no confía en el báculo de Eliseo, en el objeto inanimado, sino en el espíritu que mora en el profeta (v. 30).
Eliseo entonces accede y se va con ella. Pero ya Giezi se había adelantado, ilusionado con la posibilidad de que Dios haga un milagro por su intermedio, para poder jactarse de ello. Pero ¿le concedería Dios ese gusto a quien pensaba menos en el bien ajeno que en el beneficio propio? Por eso su esfuerzo fue inútil y tuvo que regresar diciendo que el niño no se despertaba (v. 31).
Al llegar Eliseo al cuarto, vio al niño tendido sobre su cama, cerró la puerta tras suyo, y después de pedir a Dios por la vida del niño, hizo lo que su maestro Elías había hecho una vez: Se echó sobre la criatura, puso su boca sobre su boca, puso sus ojos sobre sus ojos, y sus manos sobre sus manos, y el cuerpo del niño comenzó a entrar en calor (v. 32-34).
Se levantó entonces el profeta y se puso a caminar por la casa, arriba y abajo, para recuperarse quizá del esfuerzo que había hecho al querer infundir vida en el niño. Él había hecho todo lo que estaba a su alcance en el nombre de Dios, y había obtenido un resultado esperanzador, pero el niño no había vuelto a la vida. Algún día, siglos más tarde, Jesús no tendría que hacer tanto esfuerzo para levantar a un muerto. Simplemente ordenaría: Niño -o muchacha-, levántate; Lázaro, sal afuera (Lc 7:11-15; Mt 9:18-26; Jn 11:38-44).
Pero Eliseo era sólo un hombre, no Dios. Subió nuevamente al cuarto y repitió la operación que había hecho antes, como para soplar aliento en la boca y en los pulmones del muchacho (Gn 2:7); para darle luz a sus ojos y fuerzas a sus manos. Y el niño, despertando, estornudó siete veces y abrió los ojos (2R 4:35).
Entonces, llamando a su criado, le ordenó: Llama a la sunamita. Y cuando ella vino le dijo: “Toma a tu hijo” (v. 36). Al darle ese gozoso anuncio le estaba diciendo: Aquí lo tienes lleno de vida. Entonces ella se postró a los pies del profeta. Poco antes lo había hecho sumida en tristeza; ahora lo hacía llena de agradecimiento y de júbilo.
He aquí cómo las palabras del cántico de Ana, que hemos recordado al inicio, se cumplieron una vez más: “Jehová mata y da vida.” Aunque el hombre orgulloso no lo quiera reconocer y lo niegue mil veces, nuestras vidas están en sus manos; Él nos abate y nos levanta cuándo y cómo quiere. He aquí también el poder de la oración de fe que mueve montañas y sana a los enfermos (Mr 11:23; St 5:14,15). No dejemos de recurrir a ella cuando sea necesario.
Notas: 1. Según el comentarista Adam Clarke la palabra hebrea zaná estaría mal traducida y no significa en este caso “ramera” sino “hospedadora”. En su opinión ambas mujeres habrían tenido una casa de huéspedes. Lo que sí es obvio es que sus hijos eran hijos de fornicación, pues no están presentes los maridos.
2. Las personas piadosas tenían entonces por costumbre visitar al profeta en esas fechas.
NB. Este artículo, el anterior y el próximo del mismo título, están basados en una enseñanza preparada para una reunión del ministerio de la Edad de Oro, con ocasión del Día de la Madre.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#779 (19.05.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

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