viernes, 27 de julio de 2012

JOSUÉ, SIERVO DE MOISÉS II


Por José Belaunde M.
JOSUÉ, SIERVO DE MOISÉS II

C). El acontecimiento más importante del peregrinar del pueblo de Israel por el desierto durante 40 años fue la teofanía gloriosa y terrible de Dios en el Sinaí (Ex 19:18,19; 20:18-21), y la promulgación de la ley mosaica, especialmente del Decálogo (Ex 20:1-17), que Dios habló directamente al pueblo “con gran voz.” (Dt 5:22). Dios comienza afirmando su autoridad: “Yo soy el Señor tu Dios que te sacó de la tierra de Egipto…” (Ex 20:2). Pero no sólo de ahí proviene su autoridad para ordenar lo que se debe o no hacer, sino del hecho de que Él sea el Creador de todos, porque, como dice M. Henry, quien ha dado el ser, bien puede también dictar las leyes.
Se recordará que en esa ocasión el monte humeaba y había relámpagos que iluminaban el cielo. Nunca había hablado Dios de una forma tan solemne y terrible. El pueblo entonces, asustado, le dijo a Moisés: “Habla tú con Dios y nosotros te oiremos; pero que no hable Dios con nosotros para que no muramos.” (Ex 20:19).
Posteriormente Moisés escribe todas las palabras de la ley que Dios le ha dictado en un libro (Nota 1) que será llamado “el libro del pacto” (Ex 24:4,7a), y procede a leérselo al pueblo, el cual se compromete solemnemente a cumplir todo lo que Dios le ha mandado (v. 7b). Se comprometieron, pero no cumplieron.
Enseguida Moisés solemniza el pacto que Dios celebra con el pueblo (2) rociando a la congregación con la sangre de animales sacrificados con ese fin (v. 5-8a). En ese momento Moisés pronuncia unas palabras cuyo eco se encuentra en las palabras que Jesús dijo al celebrar la Santa Cena con sus discípulos: “He aquí la sangre del pacto que Dios ha hecho con vosotros sobre estas cosas.” (v. 8b. Véase Mt 26:28; Mr 14:24; Lc 22:20; 1Cor 11:25).
Después de esto, obedeciendo a la orden de Dios, Moisés y Aarón, con sus dos hijos, Nadab y Abiú, que eran también sacerdotes, suben hasta cierta altura en el Sinaí “y vieron al Dios de Israel” (Ex 24:10a), esto es, un reflejo de su gloria. Dios les hace contemplar sus pies, debajo de los cuales había como un embaldosado brillante, “semejante al cielo cuando está sereno.” (v. 10b). Aunque vieron a Dios ninguno de ellos murió (v. 11).
Pero Josué no estaba entre los setenta ancianos. El era todavía joven. ¿Qué edad tendría Josué? Cerca de cuarenta años. Él era todavía un “enanías”, es decir, según la clasificación de las edades vigente entonces, un hombre joven.
Dios le ordena a Moisés que suba a la cima del Sinaí y él lleva a Josué consigo. Allá arriba le va a entregar las tablas de la ley que Él ha escrito en la piedra con su propio dedo. (v. 12, 13).
¡Qué tal privilegio el que se le concede a Josué! ¡Acompañar a Moisés cuando éste va a conversar con Dios! Pero no sabemos hasta qué punto Josué estuvo presente. Posiblemente él se mantuvo a cierta distancia de Moisés.
Cuando Moisés subió “una nube cubrió el monte Y la gloria de Jehová reposó sobre el monte Sinaí” durante seis días. “Al sétimo día Dios llamó a Moisés de en medio de la nube….” (Ver. 15 al 17). Allá arriba Moisés y Josué permanecieron cuarenta días y cuarenta noches.
El pueblo aprovechó la ausencia de Moisés para pedirle a Aarón que les funda un becerro de oro, porque Moisés tardaba demasiado en volver y “no sabemos qué le haya acontecido.” (Ex 32:1-6). ¡Qué pronto reniega el pueblo del solemne juramento que acaba de hacer!
Los que han tenido el hábito de la idolatría no pueden dejarlo fácilmente y recaen con frecuencia en él. Nosotros también hemos tenido el hábito de la idolatría. No hemos adorado ídolos del material que fuere como si fueran dioses, pero sí hemos adorado objetos que para nosotros tenían mucho valor, y a veces, incluso, hemos amado a personas más de lo que amamos a Dios y les hemos rendido culto en la práctica.
Aarón accede cobardemente al pedido del pueblo. Reúne los zarcillos de oro que llevan las mujeres en sus orejas, los funde y forja con el producto un becerro de oro que el pueblo empieza enseguida a adorar en medio de sacrificios y ofrendas, y de banquetes.
Entonces Dios le dice a Moisés que descienda porque el pueblo se ha corrompido, y añade que lo va a destruir. Dios le ofrece a Moisés levantar de él un nuevo pueblo escogido que será una nación grande. Al hacerle este ofrecimiento Dios está, en realidad, probando a Moisés (v. 7ss).
Pero Moisés no acepta lo que Dios le ofrece, sino intercede por el pueblo para que Dios los perdone y no los destruya (v 11-14).
Moisés desciende del monte trayendo consigo las tablas de la ley escritas por Dios mismo (v. 15, 16).
Cuando Josué oye el clamor del pueblo él cree que se están peleando (v. 17). Pero Moisés le dice que están cantando, bailando y festejando. El pueblo que, conociendo a Dios, se aleja de Él, cae fácilmente bajo la influencia de Satanás que lo impulsa a la idolatría, la cual lleva al desenfreno y a toda clase de orgías y excesos.
Cuando Moisés llega al campamento y ve el becerro de oro, de cólera arroja al suelo las tablas de la ley que Dios le había dado y las rompe (v. 19). Luego toma el becerro de oro, lo quema, y lo muele “hasta reducirlo a polvo, que esparció sobre las aguas, y la dio a beber a los hijos de Israel.” (v. 20). ¡Qué tal tipo era Moisés!
¿Cómo es posible que el pueblo que hacía poco, apenas cuarenta días, había jurado que iba a obedecer todo lo que Dios le dijera, reniegue ahora de lo que había jurado y haga precisamente lo que Dios de manera expresa le había prohibido? Dios les había dicho que no se hicieran imágenes ni que las adoraran, y el pueblo, tan pronto como se ausenta Moisés, se hace uno. Es curioso: Tenían más temor de Moisés que de Dios. Cuando Moisés los está vigilando no hacen lo que Dios les ha prohibido, pero cuando él se ausenta lo hacen ¡como si Dios no los estuviera viendo!
Enseguida Moisés increpa a Aarón por su cobardía (v. 21) y convoca a todos los hombres de la tribu de Leví y ordena que maten a todos los israelitas que cayeron en idolatría adorando al becerro de oro, sin perdonar hermanos, amigos o parientes (v. 26,27). Y ese día murieron como tres mil hombres (v. 28).

D).  Cuando los israelitas llegan a la frontera de la tierra prometida, a pedido del pueblo Moisés envía a doce espías para que vayan y reconozcan la tierra (Dt 1:22). Un varón por cada tribu para que sea manifiesto que ésa era una acción tomada por todo el pueblo. Entre los espías están Caleb, por la tribu de Judá, y Josué, por la tribu de Efraín (Nm 13:1-20).
Aunque Dios accede a lo que le ha pedido del pueblo, ¿no es absurdo que ellos quieran verificar por sí mismos cómo es la tierra que Dios mismo ha escogido para ellos? Así somos nosotros. Solemos dar más crédito a la información que nos dan nuestros sentidos, aunque sean limitados e imperfectos, que a lo que proviene de la palabra de Dios, que nunca falla.
Los espías recorren todo el país durante 40 días y se admiran de la riqueza y abundancia de esa tierra que “fluye leche y miel” (Nm 13:27).
Cortan un racimo de uvas tan grande que tienen que cargarlo entre dos personas. ¿Ha visto nadie un racimo de uvas tan grande que tenga que ser cargado por dos hombres? (v. 23)
Al regresar, ellos dan a la congregación un informe de todo lo que han visto y de lo maravillosa que es la tierra. Pero diez de los enviados les dicen que la tierra está habitada por gigantes y que no podrán vencerlos.
Los diez espías acobardan al pueblo que comienza a gemir y a lamentarse de haber salido de Egipto (Nm 14:1). Esto es, desconocen las maravillas que Dios ha hecho con ellos. ¡Hasta dónde puede llegar la ingratitud humana! Ellos han visto los portentos que Dios ha hecho para vencer la resistencia del faraón y durante todo el trayecto por el desierto. No obstante, ahora dudan de lo que Dios puede hacer. Esa es la tierra que Dios ha prometido darles. ¿Acaso no tendrá Dios poder suficiente como para hacerlos entrar y vencer a sus habitantes para que puedan poseerla?
Y nosotros, cuando pasamos por pruebas, ¿no dudamos a veces del poder de Dios y nos acobardamos?
Ellos dicen: “¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto, o en el desierto!” (v. 2,3). ¡Hasta qué punto llega su bajeza moral que no dudan en ofender a Dios que los ha conducido con brazo fuerte hasta la tierra que prometió a sus padres! Pero ¿cuántas veces nosotros no actuamos de una manera semejante por nuestra falta de fe, y desconfiamos de lo que Dios puede hacer por nosotros?
El pueblo, desalentado, se propone elegir un jefe y regresar a Egipto (v. 4). Entonces Josué y Caleb se rasgan las vestiduras (3) y dicen al pueblo que ellos son muy capaces de vencer a los habitantes de esa tierra con la ayuda de Dios (v. 6-9). Y añaden: “Nosotros los comeremos como pan.” (v. 8).
Pero el pueblo no les cree ni los escucha, sino que amenazan apedrear a Josué y a Caleb. Entonces aparece la gloria de Dios en el tabernáculo y no se atreven a hacer nada contra ambos (v. 10). ¿Quién no quisiera, estando en peligro, que la gloria de Dios lo defienda?
Justamente enfurecido con el pueblo ingrato Dios se propone destruirlos, pero Moisés intercede una vez más por ellos, y Dios una vez más los perdona (v. 11-19). Pero agrega que ninguno de los que vieron su gloria y las señales poderosas que Él hizo en el desierto entrará en la tierra, salvo Josué y Caleb (v. 20-35).
Tal como ellos hablaron, así les va a suceder. Ellos dijeron: “·Ojalá hubiéramos muerto en el desierto.” Eso les ocurrirá. Todos los adultos de veinte años para arriba morirán en el desierto y sólo la siguiente generación podrá entrar en la tierra (v. 28-32).
Por eso es que el pueblo caminó errante durante cuarenta años en el desierto de un lugar a otro como si anduvieran sin rumbo, hasta que toda esa generación de adultos, ingrata y rebelde, hubiera perecido.

E). Cuando Moisés estaba próximo a morir, Dios le dijo que subiera al monte Abarim para que vea desde lejos la tierra a la que él no va a entrar. (Nm 27:12-14) ¿Qué edad tenía Moisés? Ochenta años tenía cuando Dios lo llamó desde la zarza ardiente para que liberara a su pueblo de Egipto, y cuarenta años caminó con ellos en el desierto.
Entonces Moisés le pide a Dios que ponga delante del pueblo un varón que lo guíe para que no sean como ovejas sin pastor (v. 15-17). Moisés está preocupado. ¿Qué va a ser de este pueblo si no tiene nadie que los conduzca? ¡Cuánto amaba Moisés a este pueblo que le había dado tantos dolores de cabeza! ¡Y qué responsable era él! ¿Lo somos nosotros con aquellos que Dios nos confía?
Dios le contesta: “Toma a Josué, hijo de Nun, varón en el cual hay espíritu, y pondrás tu mano sobre él; y lo pondrás delante del sacerdote Eleazar, y delante de toda la congregación; y le darás el cargo en presencia de ellos.” Y añade: “Y pondrás de tu dignidad sobre él, para que toda la congregación de los hijos de Israel le obedezca.” (v. 18-20) La dignidad que tenía Moisés que hacía que todo el pueblo le obedeciera. ¡Qué tal privilegio! ¡Qué tal honor!
¿De qué espíritu se trata aquí? Todos tenemos espíritu. ¿De qué espíritu está hablando? Del Espíritu Santo. Todavía no había descendido el Espíritu Santo sobre los creyentes, como ocurriría más tarde en Pentecostés, pero sí había descendido sobre algunos escogidos, sobre los profetas y todos aquellos a quienes Dios confió una misión especial.
En el relato paralelo, que está en Deuteronomio, Dios le ordena a Moisés que se presente delante de Él en el tabernáculo junto con Josué a la vista de toda la congregación, para que lo instruya. Y Dios se aparece en la columna de nube sobre la puerta del tabernáculo (Dt 31:14,15).
Dios anima a Josué por boca de Moisés, y le dice: “Esfuérzate y anímate, pues tú introducirás a los hijos de Israel en la tierra que les juré, y yo estaré contigo.” (v. 23).
Lo más maravilloso de esta promesa es que Dios le dice: “Yo estaré contigo en todo lo que emprendas por orden mía.” Y eso es lo que Él nos dice a todos los que queremos servirlo fielmente y hacer lo que Él nos pide. Esa es una promesa para todos: “Yo estaré contigo si me obedeces y haces todo lo que yo te ordene que hagas.”
Moisés sube al monte Nebo (el pico más alto de la cadena de montañas de Abarim, llamada aquí Pisga), que está frente a Jericó, y contempla toda la tierra de Canaán de Sur a Norte. Allá arriba muere a la edad de ciento veinte años (Dt 34:1-5). “Sus ojos nunca se oscurecieron ni perdió su vigor.” (v. 7). ¿Quién no quisiera que se dijera de él eso?
El texto dice que Dios mismo lo enterró y que nadie conoce el lugar de su sepultura (v. 6). ¿Por qué? Posiblemente Dios no quería que el pueblo encontrara su cadáver, para que no rindiera culto a sus restos mortales.
Una vez muerto Moisés los israelitas hicieron luto durante treinta días. El luto normal duraba siete días. Pero por Moisés guardaron luto treinta días. Tanto lo admiraba y había llegado a quererlo el pueblo. La Biblia dice que nunca se levantó en Israel un profeta como Moisés que hablara con Dios cara a cara (v. 10).
Una vez terminado el luto empezaron a obedecer a Josué tal como habían hecho con Moisés porque la dignidad que había tenido éste le había sido transferida (v. 9).

Notas: 1. Esto es, Ex 20:22-26 y los tres capítulos siguientes, del 21 al 23.
2. Notemos que es Dios quien celebra el pacto con el pueblo, no al revés. El mayor tiene la iniciativa porque el pacto crea obligaciones mutuas y el menor no puede obligar al mayor.
3. Era una costumbre de los pueblos antiguos rasgar la ropa que llevaban sobre el corazón como una señal de duelo o de dolor.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#736 (22.07.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

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