viernes, 27 de abril de 2012

SANTOS PARA SER SANTOS


LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
SANTOS PARA SER SANTOS

Pablo empieza su primera carta a los corintios con un saludo dirigido a los santos que son "llamados a ser santos". Aquí parece que hay una contradicción, un sin sentido. Aquellos a quienes escribe esa carta ¿son santos o no son santos? Si son santos ¿cómo pueden ser llamados a ser lo que ya son?

En realidad lo que Pablo escribió dice así: "a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo..." (1Cor 1:2).

En otro lugar de la misma epístola él escribió: "...ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido  justificados en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios." (1Cor 6:11).

Nosotros hemos sido santificados, cuando fuimos justificados, regenerados, esto es, cuando nos convertimos a Dios. Esto quiere decir que en ese mismo momento fuimos apartados para Dios, consagrados a Él, para llevar una vida de santidad.

Hay una santidad a la que nosotros tenemos derecho, una santidad potencial, una santidad de "posición", como dice la teología, que fue ganada para nosotros por Cristo en la cruz; y una santidad efectiva, actual, que se manifiesta en nuestros hechos y que se conquista poco a poco. Pero ser o no ser santo en la práctica para el cristiano no es una opción, es una obligación: Dios nos llama a ser santos. Nos llama a todos, sea que vivamos en el mundo como profesionales, como empleados  o como amas de casa; que seamos pobres o millonarios; sea que vivamos como eremitas en el desierto, o como misioneros en el lugar más apartado de la tierra. Nos llama a todos, sea cual sea nuestra ocupación o nuestra situación en la vida. Esa es parte de nuestra tarea, santificarnos. No tiene escapatoria.

Eso puede parecer un poco extraño a la mayoría de las personas de nuestra cultura, para quienes ser cristiano significa creer vagamente en Dios y luego hacer lo que le da a uno la gana, con tal de que no haga daño a nadie, o no mucho daño, e ir los domingos, o de vez en cuando, a la iglesia. Eso ya es bastante.

Pues están equivocados. No es bastante, ni mucho ni poco. Está muy lejos de satisfacer los requisitos de ser cristiano, porque serlo quiere decir, para comenzar, ser santo, como dice el apóstol Pedro en su primera epístola, repitiendo las palabras que el propio Dios proclama en el libro del Levítico: "sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir, porque está escrito: SED SANTOS COMO YO SOY SANTO...". (1P 1:15,16; cf Lv 11:44,45;19:2).

Ahora bien ¿qué cosa es ser santo? Tenemos la noción de que el santo es un ser especial, diferente del común de los hombres, un ser místico, etéreo; algo que no está al alcance de la mayoría de los hombres.

Quizá ha habido santos y santas que eran seres un poco especiales, como del otro mundo. Pero, no nos engañemos. La mayoría de los llamados "grandes santos" de la Biblia o de la historia del cristianismo, como por ejemplo, el apóstol Pablo o el profeta Elías, eran seres humanos comunes y corrientes como nosotros, con cualidades y defectos parecidos a los nuestros; con sus virtudes y sus pasiones, como dice la epístola de Santiago: "Elías era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras..."  (St 5:17).

Ellos se diferenciaban del común de los hombres en que habían recibido un llamado especial de Dios y en que, ayudados por su gracia, habían avanzado más que nosotros en el camino trazado por Dios. Pero no eran diferentes a lo que nosotros somos, y nuestras luchas y nuestras debilidades no les eran ajenas.

Para el cristiano una buena definición de la santidad es decir que consiste en "reflejar el carácter de Cristo" en nuestra vida y en nuestra conducta. O, dicho de otra manera, que nuestro carácter se haga en todo conforme al carácter de Jesús. Eso es aquello a lo que el apóstol Pablo se refiere cuando dice que "nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor." (2Cor 3:18).

El que es como Cristo en su ser interior, inevitablemente lo será también en lo exterior. El apóstol Juan escribe: "El que dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo" (1Jn 2:6). Andar como Él anduvo es comportarse como Él se comportaba, hablar como Él hablaba, hacer las cosas que Él hacía y cómo Él las hacía, amar como Él amaba, sacrificarse como Él se sacrificaba. ¿Hacer también milagros como Él los hacía? No necesariamente, aunque pudiera darse como consecuencia de lo anterior (Nota 1). Pero es imposible actuar como Jesús si uno no se le parece por dentro. Y si tratara de actuar cómo Él sin ser como Él, sería un gran hipócrita.
Todos quisiéramos parecernos a Jesús -aunque no creo que en su muerte; hasta allí no llegamos- y se han escrito muchos libros sobre cómo alcanzar esa meta de asemejarnos a Jesús. San Pablo escribió: "Sed imitadores de mí como yo lo soy de Cristo." (2).

Reflejar su carácter, ser como Él era, es algo que no se obtiene haciendo esfuerzos de voluntad, simplemente queriendo, así como no se llega a ser ingeniero, o de otra profesión, por el mero hecho de querer serlo. Así como hay un camino para llegar a tener un título profesional y seguir determinada carrera, de igual manera hay un camino que seguir para llegar a ser santo en los hechos.

¿Cuál es? Jesús lo dijo en pocas palabras, y me temo que les parezca demasiado simple: "Amar a Dios con toda nuestra alma, con todo nuestro ser y con todas nuestras fuerzas...Y (amar) al prójimo como a sí mismo." (Mt 22:37,39). Esto es algo que se dice fácilmente, pero que no se hace así de fácil. Porque todos amamos mucho a Dios y un poquito al prójimo, si es que lo amamos.

Una buena parte de la tarea inicial consiste en darnos cuenta de que si amamos un poquito al prójimo, amamos también un poquito a Dios. El amor que tenemos por Dios se manifiesta en la manera cómo amamos al prójimo. Es su medida. No se manifiesta en la forma cómo le alabamos y cantamos en la iglesia, aunque eso ayude, porque puede ser una cosa puramente emocional. El amor a Dios se expresa en el amor que tenemos por sus criaturas. San Juan lo dijo muy claro: "Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano padecer necesidad y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1Jn 3:17).

Uno no puede amar mucho a Dios y despreciar o aborrecer al prójimo al mismo tiempo. Si desprecia o maltrata al prójimo, desprecia a Dios que creó al prójimo.

Para llegar a amar mucho al prójimo, como Dios quiere, hay que superar el egoísmo, vencerlo, porque ése es nuestro mayor obstáculo. A veces pensamos que el obstáculo mayor para llegar a ser santos es la sensualidad. Y es cierto que nuestra concupiscencia es un gran impedimento. Pero mucho mayor lo es el egoísmo.

El egoísmo no es otra cosa sino amor inflado de sí mismo. Jesús dijo que deberíamos amar al prójimo como a nosotros mismos. Amarse a sí mismo es algo innato, viene de fábrica. Pero si el amor a sí mismo ocupa todo el espacio de nuestro corazón, ya no hay lugar para el amor al prójimo. Se requiere hacer un balance, un equilibrio entre los dos amores, amarnos menos a nosotros mismos a fin de poder amar más al otro. Para ello es indispensable morir a sí mismo. ¡Y qué bien Jesús lo dijo!: "Si alguno quiere venir en pos de mí (esto es, ser como Él) niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame." (Mt 16:24).

Negarse a sí mismo es pues uno de los caminos de la santificación. Negarse las cosas que a uno le agradan para satisfacer las necesidades del prójimo, sacrificarle nuestras comodidades, nuestro tiempo, etc. Es necesario para todo el que quiera ser santo -esto es, semejante a Jesús- porque eso fue lo que hizo Jesús a lo largo de su vida, desde que vino a la tierra, sacrificar su comodidad, su conveniencia, en aras del bien ajeno.

Pero no es suficiente amar al prójimo como a sí mismo. Es necesario ir más allá. Jesús dijo que si queríamos ser perfectos como Él lo era debemos: “Amar a nuestros enemigos, bendecir a los que nos maldicen, hacer el bien a los que nos aborrecen, y orar por los que nos ultrajan y persiguen.” (Mt 5:44). Si no lo hacemos estamos muy lejos de ser santos. Se dirá que eso sí es realmente difícil. Lo es. No lo niego, pero es un requisito que Jesús mismo puso y nos dio ejemplo (Lc 23:34).

Eso nos lleva a otro medio indispensable para progresar en el camino de la santificación, que es rendir nuestra voluntad a la de Dios, para obedecerla en todo. La voluntad de Dios se expresa en términos generales en el Decálogo -que se supone todo creyente cumple fielmente- y en términos más puntuales y concretos, que diríamos especializados, en numerosos pasajes del Nuevo Testamento, como el sermón del monte y otros, que constituyen la ley de Cristo, y que deberíamos conocer de memoria, porque necesitamos ajustar nuestras "acciones y reacciones" a ellos.

Pero es innegable que a veces estamos perplejos acerca de lo que Dios quiere de nosotros en ciertos momentos, porque no todas las situaciones que enfrentamos están cubiertas por su palabra. Una de las maneras más seguras de hacer la voluntad de Dios en esos casos, cuando tenemos que escoger entre dos caminos a seguir y no sabemos por cuál decidirnos porque la Biblia no lo expresa de una manera definida, es hacer lo que menos nos atrae o nos agrada en ese momento. ¿Con qué base digo eso? Porque la voluntad de Dios para nosotros en cada instante suele estar en el camino estrecho, no muy placentero quizá de seguir, pero seguro; no en el camino ancho, con sus comodidades y placeres, que nos facilita las cosas, y por donde caminan seducidos los que se dirigen a su perdición. (Mt 7:13,14).

Nuestro progreso en la santificación está pues ligado al hacer la voluntad de Dios en todo, en contra de nuestra tendencia innata que es hacer siempre nuestra propia voluntad y darnos gusto. Hacer la voluntad de Dios no sólo en lo grande, sino también en lo pequeño, en lo cotidiano, esto es, en las minucias de la vida diaria. Debemos reconocer que es difícil porque requiere vencer las tendencias de la carne que no han muerto en nosotros. Pero la vida de Jesús, aun antes de la pasión, recordémoslo, no fue un camino de rosas, sino estuvo sembrado de espinas.

Hacer la propia voluntad en todo, dicho sea de paso, es lo que suelen hacer los que están apartados de Dios, (los incrédulos, y los cristianos nominales) y eso es lo que suele condenarlos. Lamentablemente muchos de los que se convierten siguen haciéndola porque están acostumbrados a ello y les cuesta abandonarlo.

Obedecemos además a la voluntad de Dios siguiendo las inspiraciones del Espíritu Santo que habla en nuestro interior con una voz al principio apenas perceptible, pero que, a fuerza de obedecerla, va adquiriendo más volumen.

Obedecemos también a la voluntad de Dios obedeciendo a los que están sobre nosotros; a nuestros padres cuando somos niños y jóvenes; a nuestros jefes y patrones, cuando somos empleados; a nuestros pastores y a las autoridades de la iglesia, incluso las más humildes, como podrían ser el ujier o el guardián que está a la puerta.
La voluntad de Dios para nosotros se expresa asimismo a través de las autoridades del gobierno, desde las más grandes hasta las más pequeñas. Podemos avanzar enormemente en la santidad por el solo ejercicio de someternos a todas las autoridades, quien quiera que éstas sean, por amor a Dios, haciéndolo porque vemos a Dios en ellas. (Rm 13:1).
En fin, la prueba más segura de la santidad consiste en ver precisamente a Dios en todas las circunstancias de la vida, agradables o desagradables, (porque en todas está Él obrando), en todas las personas a quienes encontramos, simpáticas o antipáticas, y en tratarlas como si fueran el mismo Jesús con quien hablamos, porque "lo que hicisteis al más pequeño de estos, a mí lo hicisteis." (Mt 25:40).

Notas: 1. Sin embargo, si pudiéramos penetrar en todos los factores que intervienen en las respuestas de Dios a nuestras oraciones, quizá veríamos que muchas veces se producen verdaderos milagros que nadie conoce, ni aun nosotros mismos.
2. Uno de los libros más bellos y conocidos sobre este tema es el libro medieval que tiene por título justamente "La Imitación de Cristo". Esta obra, que en una época sólo le cedía en popularidad a la Biblia, es el diario espiritual de un hombre que, después de haber llevado una vida de pecado, se convirtió totalmente a Dios, empezó a servirlo predicando su palabra y promoviendo un avivamiento en la región donde vivía, y que sufrió por ello persecución y ostracismo. Este libro es especialmente bello en su forma original, sin los agregados que le hizo Tomás de Kempis, bajo cuyo nombre circula, pero que fue no su autor sino su editor y divulgador. Según las investigaciones más fehacientes quien lo escribió fue Gerardo de Groote (1340-1384), el iniciador de la "devoción moderna" -movimiento que buscaba el desarrollo de una piedad interior- y fundador de los "Hermanos de la Vida Común".
NB. Este artículo fue publicado hace 12 años en una edición limitada. Ha sido revisado y ampliado para esta nueva impresión.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y a entregarle tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#723 (22.04.12). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

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