viernes, 4 de noviembre de 2011

MI ALIENTO EN SUS MANOS

Por José Belaunde M.

En el capítulo 5to del libro de Daniel hay una palabra que el profeta dirige al rey Belsasar, que está preñada de profundo significado: "y al Dios en cuya mano está tu vida, y de quien son todos tus caminos..." (Dn 5:23d).

Algunas traducciones leen "vida", otras "aliento" en este pasaje. Ambas acepciones se complementan, pero la última es la que mejor traduce el original (Nota 1). La vida de la persona está en su aliento, como sabemos, o deberíamos saber, desde que lo leímos en el libro del Génesis: "Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente." (Gn 2:7). (Nota 2) El ser humano inanimado devino en un ser viviente (nefesh) cuando Dios sopló en sus narices el aliento de vida. El bebe recién nacido, que en el vientre materno ha vivido del oxígeno y los nutrientes que le trae la sangre de su madre, empieza su propia vida como ser autónomo cuando exhala su primer grito y respira por primera vez con sus propios pulmones.

Todos sabemos instintivamente y por experiencia, que la vida está ligada al aliento, a la respiración. Por ejemplo, para verificar si una persona está todavía viva o ha muerto, observamos si aún respira. Si respira, vive; si no respira, ha muerto, porque cuando las células del cerebro no reciben oxígeno mueren en poco tiempo.

Cuando hemos estado largo tiempo bajo el agua, o algo nos ha impedido respirar, aspiramos desesperados el aire que nos falta para seguir viviendo. No poder respirar es una de las sensaciones más horribles que podemos experimentar.

La materia inerte, sabemos bien, no respira. Las piedras no respiran, pero las plantas, sí, y su respiración durante el día enriquece de oxígeno la atmósfera. Si no fuera por ellas el aire de la atmósfera se volvería al cabo de un tiempo irrespirable.

Pues bien, ese aliento que da vida a los seres que respiran procede de Dios. Él es su creador y nuestro aliento está en sus manos. Bellamente lo expresa el Salmo 104: "Les quitas el aliento, dejan de ser y vuelven al polvo. Envías tu espíritu y son creados y renuevas la faz de la tierra." (v.29,30). Cuando Dios quita el aliento a los seres vivientes, éstos vuelven al polvo, esto es, a la sustancia de la tierra de la cual fueron creados. Se diría que el autor del Génesis había estudiado biología antes de que esta ciencia fuera inventada. El aliento está en sus manos porque de Él viene la fuerza que mueve el diafragma e hincha nuestros pulmones con el aire aspirado.

Cuando Dios envía su espíritu los seres vivientes que pueblan la tierra son creados; seres vivientes de todo tipo, desde los microscópicos hasta los gigantes. Y sin embargo, ¡oh suprema ignorancia! tanto los animales como los hombres viven sin saber que es de Dios de quien viene su vida, que es Dios quien se las da y que es Dios quien se las quita. Que los animales lo ignoren, pase, pero que el hombre que tiene inteligencia no lo sepa, o no lo reconozca, o quiera negarlo, es injustificable. ¡Cuánto mejor fuera su vida si tuviera este hecho siempre presente! ¡Cuán bueno fuera que nosotros junto con todos los seres vivientes de la tierra cantáramos con el salmista: "Todo lo que respira alabe al Señor", (Sal 150:6) haciendo de nuestra respiración un incesante cántico!

Pero Daniel en el pasaje citado dice algo más: nuestros caminos, es decir, nuestro comportamiento, nuestras acciones, son suyas. Sí, todo lo que yo hago, consciente o inconscientemente, con mi mente, mi imaginación, mis sentimientos, o mi cuerpo, le pertenece a Dios, porque es Él quien me ha dado la vida que me permite moverme, obrar y sentir; Él es quien me ha dado el cuerpo y las fuerzas con que actúo, y la mente que gobierna y da dirección a mis actos.

Mis acciones pues le pertenecen, pero, he aquí la gran pregunta: ¿Las reclamaría Dios como suyas? ¿Rubricaría Él con su firma todo lo que yo hago? ¿Las refrendaría como refrenda el presidente las decretos de sus ministros y las leyes? ¿Son todas mis acciones y pensamientos dignos de que Dios diga: Estos actos son míos? ¡Ah! ¡Cuán lejos están en verdad mis actos de que Dios pueda llamarlos suyos! Más bien, lo contrario es cierto: Nuestras acciones son de tal naturaleza que Él frecuentemente las repudia y, de cierta manera, tiene que voltear su rostro para no verlas (Is 59:2).

Sin embargo, si yo viviera de acuerdo a su voluntad, debería ser capaz de decirle a Dios en todo tiempo: Esto que estoy haciendo en este momento, te lo ofrezco a ti, pues lo hago con la vida y con el cuerpo que tú me has dado y en obediencia a tus deseos. Y lo hago con el propósito de agradarte y honrarte. ¡Que bendición sería para mí que yo pudiera decirle eso sinceramente a Dios todos los instantes de mi vida!

No obstante, si yo dijera eso, no tendría nada de qué jactarme, porque lo único que estaría haciendo en realidad es darle a Dios lo que de suyo le pertenece. Como dice San Pablo, estaría rindiendo a Dios el culto racional que le corresponde: "Os ruego hermanos, por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional." (Romanos 12:1) Si yo actuara así, en lugar de presentar mis "miembros como instrumentos de iniquidad al pecado" (Rm 6:13a), entonces Dios, con todas sus bendiciones, estaría sobre mí y sobre todo lo que yo hago, y yo tendría éxito en todo lo que emprendiera. Tampoco podría hacer nada que le disgustara.

El ser humano ha recibido de Dios una voluntad libre, esto es, libre para hacer lo que Dios desea. Pero el hombre, como hizo su padre Adán antes que él, hace mal uso de la libertad que ha recibido y prefiere hacer no lo que Dios quiere, sino lo que él mismo desea o se le antoja. Como ha comido del fruto del árbol del bien y del mal, él quiere decidir por sí mismo, y se erige en árbitro de lo que es bueno y de lo que es malo. En su soberbia ha sacado a Dios del terreno de la ética y de la moral y ha puesto ambas bajo el imperio efímero de sus inclinaciones y sus caprichos.

Pero a causa de su rebeldía, tal como le ocurrió a Adán, sus acciones se vuelven contra él y tiene que sufrir las consecuencias naturales de sus actos. Encima de eso a causa de su rebeldía las maldiciones que Dios pronunció contra Adán ("maldita será la tierra por tu causa..." Gn 3:17) recaen redobladas sobre sus hombros; todo lo que él hace se vuelve contra él y por ello recoge un fruto amargo. He aquí la raíz del sufrimiento humano. En otras palabras, obrando en contra de la voluntad de Dios, todas sus acciones son por fuerza malas, perversas, y algún día tendrá que cosechar, aunque no quiera, el fruto que corresponde a la semilla que él mismo sembrara.

En esta dicotomía entre obediencia y rebeldía está encerrada la historia de cada individuo y de la raza humana entera. La tragedia de la humanidad es que la historia de Adán se repite de día en día, de año en año y en todas las latitudes en cada ser humano. Nosotros somos los actores de una tragedia mil y mil veces representada sobre el tabladillo del mundo.

Pero el nuevo Adán, Cristo, que fue obediente allí donde el primer Adán había desobedecido (1Cor 15:45; cf Rm 5:14), al tomar forma de siervo y hacerse obediente hasta la muerte en el árbol de la cruz (Flp 2:8), ha rescatado al hombre de las maldiciones que el pecado trajo consigo y le ha abierto la posibilidad de iniciar una nueva vida en Él.

Es esa nueva vida que surge de su resurrección lo que Jesús ofrece a todo ser humano que crea en Él: "El que cree en mí tiene vida eterna" (Jn 6:47), no en el futuro, sino ahora. No en un sentido metafórico, simbólico, sino efectivo, real. Una nueva vida, como la que Jesús eternamente tiene, que transforme su ser entero, su manera de ser y su manera de pensar y obrar. Porque somos "hechura suya, creados en Cristo para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que las hiciéramos." (Ef 2:10). Una nueva vida que lo impulse a ser como Él es, a tratar de imitarlo; una nueva vida que algún día encontrará su cumplimiento pleno, cuando lo veamos cara a cara en el cielo y, como dice San Juan en su primera epístola, "seremos semejantes a Él porque lo veremos tal cual es". (1Jn 3:2b).

A ese momento, a esa culminación de nuestra existencia, deberíamos todos aspirar, como apunta la flecha al blanco, y deberíamos emplear sin desmayar todas nuestras fuerzas, nuestra mente y nuestra voluntad para llegar a esa meta.

Notas: 1. En hebreo una misma palabra ("neshamá" o "ruaj", según los casos), designa a la vez al aliento y al espíritu. En griego la palabra "pneuma" designa a ambos.
2. La Biblia dice también que la vida del hombre está en su sangre (Gn 9:4; Lv 17:11,14), y por eso cuando el hombre se desangra, muere. Pero el principio de vida que contiene la sangre proviene de su aliento, no sólo por el oxígeno que transporta a las células del cuerpo, sino porque contiene una esencia inmaterial que Dios le comunicó con su aliento. De ahí viene que el hombre, por mucho que trate, nunca podrá convertir en viviente la materia inanimada.

NB. Este artículo fue transmitido como charla por la radio y publicado por primera vez el 14.12.03 en una edición limitada. Lo he revisado ligeramente para esta su segunda impresión.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#698 (23.10.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

No hay comentarios: