viernes, 18 de diciembre de 2009

ALTIBAJOS DEL LLAMADO II

En nuestro artículo anterior estuvimos hablando acerca de los altibajos que los hombres llamados por Dios para una misión específica, sufren en el desarrollo de la visión que Dios les ha dado. Vimos cómo, contrariamente a lo que una concepción superficial podría hacer suponer, que dado que es Dios quien llama, el éxito y la línea ascendente de la misión encomendada está asegurada, en los hechos el cumplimiento de la misión que Dios les encarga está sembrado de obstáculos, de tribulaciones y de luchas, que muchas veces los llevan al borde del más completo fracaso.

Examinamos esta realidad en las vocaciones de Pablo y de Moisés para mostrar cómo Dios refina el carácter de sus escogidos a través de duras pruebas, que son en verdad una característica del verdadero llamado y una condición necesaria del éxito final.

Vamos a ver hoy el caso del patriarca Abraham, a quien Dios dio una visión de las multitudes de sus descendientes que Él suscitaría a partir de un hijo legítimo suyo, a pesar de que Abraham, cuando recibió la promesa, era ya de edad avanzada y su mujer, Sara, estéril. No obstante, Abraham le creyó a Dios, dice la Escritura, “y (su fe) le fue contada por justicia”. (Gn 15:6). De esa manera el patriarca establece lo que será el patrón de la salvación de todos los seres humanos, que son salvos por gracia mediante la fe.

Pero el hijo prometido, que inauguraría el linaje anunciado, no venía, mientras que los años corrían. Hasta que, en un momento de desilusión y de duda, Abraham cedió a la sugerencia de su esposa Sara, de que tuviera un heredero indirectamente de ella, a través de su esclava Agar, que sería la madre natural (Gn 16:1,2).

Este niño, a quien pusieron el nombre de Ismael -hijo pues no de la promesa de Dios, sino de un proyecto humano- nació y fue motivo de disensiones entre los dos esposos, porque Agar, la orgullosa madre, se burlaba de su patrona que no podía darle a su marido un heredero, mientras que ella sí (Gn 16:3,4). Durante ese tiempo se mostraron también las debilidades humanas del carácter de Abraham. Pero Dios, aunque parecía alejado de él, no dejó de sostener su fe en la promesa que le había hecho. Hasta que, finalmente, y de una manera realmente extraordinaria, pues Abraham tenía 100 años y su esposa unos diez menos, el heredero ansiado nació (Gn 21:1,2,5). Recibió el nombre de Isaac, que quiere decir "risa", pues tanto Abraham como su esposa rieron cuando Dios, en un pasaje misterioso en que se les presenta en la figura de tres varones, les anuncia que dentro de nueve meses, su hijo habrá nacido (Gn 17:17; 18:10-15).

Veinticinco años había durado la espera de Abraham, y ¿cuántas veces debe él haber salido de su tienda de noche a contemplar las estrellas del cielo, cuyo número, le había prometido Dios, sería inferior al de los descendientes que saldrían de sus lomos? No sabemos, pero podemos pensar que muchas. Y ¿cuántas veces debe haberse preguntado si Dios no lo habría olvidado? ¿O habría él hecho algo que lo hubiera vuelto indigno de que el Altísimo cumpla lo que le había prometido? Pero nunca le sugirió Dios que el cumplimiento de su promesa estaba condicionado.

Sin embargo, cuando por fin su hijo había nacido y ya el muchacho entraba en la adolescencia, y hacía las delicias de su anciano padre, Dios le pide a Abraham que se lo ofrezca en sacrificio, según una costumbre que no era inusual entre los pueblos del Oriente en esa época (Gn 22:1,2). Ese sacrificio implicaba renunciar para siempre al proyecto de fundar una raza, en el que Dios lo había involucrado sin que él se lo pidiera.

No podemos saber cuáles pueden haber sido los sentimientos de Abraham ante tamaña y cruel exigencia. Pero lo cierto es que el anciano padre no dudó en obedecer a Dios (Gn 22:3), estando convencido -como dice la epístola a los Hebreos- de que Dios podía levantarlo de los muertos y devolvérselo vivo (Hb 11:19).

Sabemos que el sacrifico de Isaac apunta a otro sacrificio de un Hijo de un muchísimo mayor valor, por parte de un Padre de un valor infinito. Porque, así como Abraham recibió a su hijo de los muertos, pues él ya lo daba como tal, de manera semejante ese otro Padre recibió en la cruda realidad de los hechos, verdaderamente a su Hijo de los muertos, tras un suplicio cruel, porque las ligaduras de la muerte no podían retener al que era autor de la vida (Hch 2:24).

Al aceptar Abraham, en un acto heroico de fe, el sacrificio de su único hijo legítimo, él abrió el camino hacia ese otro sacrificio que culminaría la obra de salvación que Dios había anunciado desde la caída de Adán (Gn 3:15). Por eso Dios le confirmó mediante juramento las promesas que ya le había hecho (Gn 22:16; Hb 6:13).

Pero notemos cómo, así como Isaac fue sustituido por un cordero sobre el altar del holocausto (Gn 22:10-13), cada uno de nosotros ha sido sustituido en la condena de muerte que la justicia de Dios pronuncia sobre cada pecador, por un cordero sin mancha, no terrenal sino divino, y cuya sangre preciosa tiene el poder de lavar todos nuestros pecados (Jn 1:29).

El caso de David, que veremos enseguida, es aun quizá más sugestivo, por lo que se refiere a las debilidades humanas comunes que aquejan también a los hombres que Dios llama. Dios había ordenado al profeta
Samuel que ungiera como futuro rey de Israel al octavo hijo de un hombre de Belén, cuando David era apenas un muchacho (1Sam 11:13). Los primeros éxitos del jovenzuelo como vencedor del gigante filisteo Goliat (1Sm 17:45-51), podrían haberle hecho esperar que la corona de Israel ceñiría pronto sus sienes. Pero la ingratitud y los celos de Saúl premiaron la fidelidad de David no con regalos sino con amenazas de muerte y David tuvo que emprender la huída.

Durante varios años, seguido por unos 300 valientes, David llevó la vida de un guerrillero, emboscando a los soldados de Saúl y escapando con las justas de su asedio.

David puede haberse preguntado ¿qué habrá ocurrido con la unción real que un día el profeta Samuel me confirió en presencia de mis hermanos? ¿Habría el profeta escuchado mal la voz de Dios y todo era un malentendido? Pues él hasta ese momento sólo veía los frutos de esa unción en el hecho de no poder reposar su cabeza en ningún lugar sin temer que los soldados de Saúl pudieran alcanzarlo.

El punto más bajo de su carrera llegó cuando, desalentado por el incesante acoso, y temiendo por su vida, se fue a refugiar en los dominios del rey filisteo Aquís (1Sm 27:1-7).

Allí David se convirtió, de guerrillero que había sido hasta entonces, en un vulgar bandolero, que asolaba las campañas y los pueblos vecinos, y que no dejaba un solo sobreviviente que fuera a contarle a Aquis lo que él estaba realmente haciendo, en vez de lo que él le aseguraba que hacía, esto es, atacar a los mismos israelitas (1Sm 27:8-12).

Vemos aquí a David convertido no sólo en un vulgar mentiroso sino, lo que es peor, en un sanguinario bandido.

Su aparente enemistad contra los de su pueblo era a los ojos de Aquis tan sincera que lo enroló, junto con los valientes de su séquito, en el ejercito que los filisteos estaban juntando para atacar a Saúl (1Sm 28:1-3).

¿Marcharía David, que había triunfado en el pasado tantas veces sobre los enemigos jurados de su propio pueblo, esta vez como aliado de esos enemigos y como traidor contra su propia sangre? Pero la Providencia libró a David de cometer tamaña ignominia, porque, felizmente, los otros reyes filisteos se opusieron a que David los acompañara, temiendo que en medio de la batalla él se pasara al bando de los de su pueblo (1Sm 29:1-7).

El texto da a entender que David se sintió ofendido por el hecho de que los filisteos no confiaran en él (1Sm 29:8,9). Pero no sabemos si el darse por ofendido era o no una finta para no descubrir sus verdaderas intenciones. El hecho es que fue sólo después de este punto bajo y vergonzoso de su carrera, cuando Saúl fue muerto por los filisteos y que el trono de Israel quedó vacante (1Sm 31:1-6). Y fue entonces también cuando finalmente Dios se acordó de su promesa y el antiguo pastor de ovejas fue coronado como rey, aunque sólo de las tribus de Judá (2Sm 2:1-4ª), porque las otras diez tribus encumbraron como sucesor de Saúl a Isboset, uno de sus hijos (2Sm 2:8,9).

El hecho de que fuera precisamente después de la mayor crisis que había atravesado David hasta entonces, cuando pudo alcanzar la corona que Dios le había prometido, nos muestra cómo muchas veces la victoria esperada viene cuando ya se han perdido todas las esperanzas y el hombre deja de confiar en sus propias fuerzas y en su propia capacidad, para depositar su confianza sólo en Dios. Ése es el momento que Dios está esperando para actuar en nuestra favor.

Siguiendo con la historia, siete años de guerra civil entre las tribus del Norte y las tribus del Sur pasaron antes de que David pudiera ceñirse finalmente la corona de las doce tribus que se le había prometido y de que pudiera trasladar su trono a Jerusalén (2Sm 5:1-10).

Muy largo había sido en verdad su peregrinar como fugitivo y lleno de muchos altibajos. ¿Perdió David en medio de todas sus contrariedades, de los peligros, las tribulaciones y las humillaciones que sufrió, la visión que Dios le había dado, de que algún día se sentaría en el trono de su pueblo? No lo sabemos exactamente pero, a juzgar por la firmeza de la fe que los salmos escritos por él manifiestan, no habría razón para creerlo.

Dios levantó a David no sólo como rey de Israel, sino también como arquetipo de otro rey que sería su descendiente, y que ocuparía un día el trono de Israel para siempre (2Sm 7:8-16). A ese rey, simbólicamente hijo suyo, él lo llama Señor (Sal 110:1; Mr 12:36), como lo es en realidad, no sólo de David mismo y de los de su sangre, sino también de todos aquellos que creen en su Nombre, entre los que yo espero que tú, amigo lector, también te encuentres. Y si no lo estuvieres, yo te invito a decir en este momento esta oración:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#603 (29.11.09) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). Si desea recibir estos artículos por correo electrónico recomendamos suscribirse al grupo “lavidaylapalabra” enviando un mensaje a lavidaylapalabra-subscribe@yahoogroups.com. Pueden también solicitarlos a jbelaun@terra.com.pe. Las páginas web www.lavidaylapalabra.com y
www.desarrollocristiano.com están actualmente en proceso de reestructuración. Pueden recogerse gratuitamente ejemplares impresos en Publicidad “Kyrios”: Av. Roosevelt 201, Lima; Calle Schell 324, Miraflores; y Av. La Marina 1604. Pueblo Libre. SUGIERO VISITAR MI VISITAR MI BLOG: JOSEBELAUNDEM.BLOGSPOT.COM.

1 comentario:

Mariela dijo...

Es excelente este artículo. Alienta a esperar, a tener fe a pesar de todo. Alienta a entregarse por completo a la voluntad de Dios. Hace tomar conciencia de el sacrificio del Cordero para nuestra salvación... ¡¡¡Gracias por sus palabras de vida!!!