jueves, 10 de diciembre de 2009

ALTIBAJOS DEL LLAMADO I

Todos sabemos que Dios llama a ciertos hombres y mujeres que Él escoge para llevar a cabo alguna tarea específica para beneficio de su pueblo, como nos escoge a cada uno de nosotros para un fin también específico, aunque sea más modesto. Suele suponerse que una vez recibido el llamado, el hombre o la mujer escogidos por Él empiezan una carrera ascendente que los llevan de triunfo en triunfo hasta la consumación de su obra. Si Dios es el que hace el llamado y el que proporciona la visión, tendemos a pensar que el éxito está asegurado en todas las etapas de la obra hasta su culminación.

Pero no suele ser así en la práctica, pues la persona a quien Dios escoge puede sufrir fracasos, pasar por etapas de desaliento, y hasta puede llegar a perder totalmente el sentido de la visión que Dios le dio. Durante ese tiempo su fe estará siendo probada repetidas veces para que sea fortalecida y para que su carácter sea perfeccionado.

Conocemos el caso de Saulo de Tarso. Jesús se le reveló sobrenaturalmente cuando iba camino a Damasco a proseguir su tarea infame de perseguidor de cristianos. Pero cuando el Señor se le apareció y lo tumbó al suelo, el perseguidor Saulo se convirtió en Pablo, su más ardiente propagandista (Hch 9:1-9).

Tan pronto como él recibió el encargo de llevar el evangelio a los gentiles, Pablo se puso a la obra predicando en las sinagogas de Damasco, para asombro de todos los que le conocían como azote de los discípulos de Cristo (Hch 9:20,21). El disgusto de sus antiguos correligionarios, los judíos, fue tan grande que resolvieron matarlo y pusieron guardias en las puertas de la ciudad para que no se les escape. Por ese motivo los discípulos tuvieron que descolgarlo por las murallas de la ciudad a fin de que se pusiera a salvo (Hch 9:22-25).

Estas dificultades iniciales no amilanaron a Pablo. Llegado a Jerusalén, él trató de juntarse con los cristianos, pero éstos, conociendo sus andanzas anteriores, le tenían miedo y lo evitaban. Fue necesaria la intervención de Bernabé para que lo aceptaran mientras él seguía su labor proselitista entre los judíos de habla griega. Como consecuencia, una vez más el peligro de muerte se cirnió sobre él y debió ser enviado a su tierra (Hch 9:26-30).

¿Se abatió el ánimo de Pablo a causa de todas esas dificultades? No sabemos. Lo que sí sabemos es que en algún momento del comienzo de su carrera apostólica él se retiró por un período de tres años al desierto, posiblemente para meditar acerca de la misión que Jesús le había encomendado y para recibir las revelaciones a las que él alude veladamente en alguna de sus cartas (2Cor 12:1-4).

Si observamos el conjunto de su vida no cabe duda de que él realizó una obra extraordinaria. No obstante, su tarea estuvo signada por grandes dificultades y pruebas, que ya le habían sido anunciadas cuando Jesús le dijo a Ananías que Él le mostraría "cuánto había de sufrir por Su causa" (Hch 9:16. Véase 2Cor 11:24-33). Todos los sufrimientos por los que él pasó y los obstáculos que tuvo que vencer no le impidieron escribir en una de sus epístolas: "Sobreabundo de gozo en medio de nuestras tribulaciones" (2Cor 7:4), palabras que son para nosotros de gran consuelo y aliento.

Llegado a cierto punto de su carrera, Pablo es tomado preso (Hch 21:26-36). En lugar de ir a predicar las buenas nuevas a donde el Espíritu Santo lo guiara, en adelante sólo podrá predicar a las piedras de su oscura prisión y a las personas que lo visiten. Su obra como esforzado evangelista, cuando todavía tenía tanto por hacer, queda truncada y es llevado en cadenas a Roma, como un vulgar malhechor, a comparecer ante el tribunal del César, al que él había apelado para escapar a los deseos de venganza de sus antiguos correligionarios (Hch 25:1-12; 27:1,2).

¿Ha fracasado Pablo en su misión? De ninguna manera. Ya no podrá visitar, como deseaba, a las iglesias de Asia que él había fundado, para confirmarlas en la fe; pero desde la prisión escribirá algunas de las cartas que hoy atesoramos y en las que su corazón ardiente ha vertido los consejos y la doctrina que el Espíritu le inspira.

Los caminos de Dios son insondables. A veces Él lleva a cabo más conquistas a través de los fracasos de sus mensajeros que a través de sus triunfos visibles. Él puede transformar nuestras derrotas en victorias y mostrar a través de ellas su gloria. Confía pues siempre en tu Señor. No te desanimes por el fracaso. Él siempre está contigo y aunque tú no comprendas su manera de obrar, Él perfeccionará hasta el fin la tarea que Él te ha confiado y cumplirá sus propósitos en tí por senderos que tú no puedes imaginar (Flp 1:6).

El caso de Moisés es en algunos sentidos semejante al de Pablo, aunque sus altibajos sean aun más impresionantes. Por encargo providencial de la hija del Faraón, que lo había recogido de la ribera del río, Moisés fue criado por su madre, una mujer hebrea piadosa que, sin duda, le habló de niño de las promesas que Dios había hecho a sus antepasados, los patriarcas. Educado más tarde en la corte del faraón y gozando de todas las ventajas de la vida en la corte, se sintió un día movido a ir a visitar a los de su pueblo que vivían oprimidos bajo el yugo del soberano egipcio. La sangre de sus mayores que corría por sus venas se enardeció cuando vio a un egipcio que golpeaba duramente a un israelita y, saliendo en su defensa, mató al agresor. Cuando el hecho fue conocido se vio obligado a huir al desierto para escapar de la ira del Faraón.

Cuarenta años después, cuando Dios se le apareció en la zarza ardiente para encomendarle la tarea de sacar a su pueblo de la esclavitud, su celo por la causa de su pueblo parecía haberse desvanecido, pues al llamado de Dios respondió: "¿Quién soy yo para ir donde el faraón?". Pero él era la persona indicada pues había sido criado en la corte y estaba familiarizado con las costumbres y modos de pensar de la realeza egipcia.

Dios prevaleció sobre sus dudas para hacerle aceptar esa arriesgada misión y le aseguró el triunfo final. No obstante, al principio todo parecía anunciar un seguro fracaso: los hebreos se negaron a creer inicialmente en su misión y sus esfuerzos por liberarlos de la servidumbre chocaron con la resistencia terca del faraón. Peor aún, todas las palabras que Dios le inspiraba para convencer al soberano tuvieron como consecuencia inicial el que las cargas que se imponía a los hebreos fueran aumentadas y que la situación del pueblo, ya mala, empeorara. Ellos pues se quejaron amargamente y le reprocharon que hubiera venido a inquietarlos. Y él, a su vez, se quejó a Dios.

Pero Dios ya lo había prevenido, diciéndole que sería sólo por medio de prodigios y con mano fuerte cómo él lograría liberar al pueblo de la esclavitud. Moisés pudo haberse desanimado por esos fracasos iniciales, pero no cedió al desaliento, sino que mantuvo su confianza en Dios y no cejó en su empeño hasta ver salir marchando a las multitudes de su pueblo por el desierto camino al Mar Rojo. Nosotros podemos ahora pensar que esos obstáculos y esas luchas eran necesarias, pues en ellas se manifestó el poder de Dios.

Durante su largo peregrinar por el yermo muchas fueron las dificultades que le causaron la rebeldía y la incredulidad de los hebreos, a los que, sin embargo, Dios daba constantemente tantas muestras de su poder. Pero Moisés no se desanimó sino que mantuvo su fe y siguió creciendo en autoridad ante su pueblo. Con buen motivo. Es posible que ningún hombre, aparte de Jesús, haya gozado de tanta intimidad con Dios como él, y que nadie haya llevado a cabo tantos prodigios como los que Dios hizo por intermedio suyo.

El punto culminante de la salida de Israel de Egipto es la teofanía de Dios en el monte Sinaí, en donde el Altísimo se reveló a su pueblo en toda la majestad de su poder, cuando el monte humeó y la tierra tembló (Ex 19:15-19).

Pero ¿qué ocurrió después de este acontecimiento extraordinario? Moisés sube al monte al encuentro de Dios y permanece en su presencia durante 40 días. Cuando desciende al llano se encuentra con que el pueblo, que había jurado a Dios que obedecería a todos sus mandatos y que nunca serviría a dioses ajenos, estaba adorando a un becerro de oro. Su propio hermano, Aarón, a quien él había ungido como sacerdote del Dios verdadero, era el que les había fundido la imagen ante la cual el pueblo infiel se inclinaba (Ex 32:1-8).

¡Qué día terrible para Moisés! ¿Donde habían quedado las promesas y los juramentos solemnes pronunciados por el pueblo? ¿Para contemplar esta apostasía masiva había hecho él tantos sacrificios y había arriesgado tanto? En el furor de su cólera el profeta arrojó al suelo las tablas de piedra, en las que Dios había grabado el Decálogo, y las rompió (Ex 32:19).

Pero calmada su ira y apaciguada también la cólera de Dios, Moisés siguió conduciendo a los israelitas rebeldes por donde la nube de gloria los guiaba, hasta que llegaron a la frontera de la tierra prometida. Por fin llegaban al término de su peregrinaje y estaban listos para entrar. Sólo tenían que cruzar el Jordán y pelear contra los pueblos que ocupaban la tierra. Dios les había prometido que con su ayuda los podían vencer, con que tan sólo se atrevieran y confiaran.

Pero he aquí que el pueblo elegido nuevamente le falla y atemorizado, se niega a entrar. ¡Más les habría valido -claman en su rebeldía- morir en el desierto, o permanecer en Egipto, que ir a perecer bajo la espada de los gigantes que pueblan esa tierra! Ya estaban dispuestos a apedrear a Moisés (Ex 14:1-10).

Entonces Dios pronuncia estas palabras terribles: "Les ocurrirá exactamente como han dicho; todos los que se negaron a entrar y murmuraron contra mí, morirán en el desierto como dijeron." (Nm 14:28,29)

A partir de allí empieza ese largo peregrinar errante de un lugar a otro, en el que la paciencia de Dios y la de Moisés fue tantas veces probada y en el que misericordia de Dios fue puesta tantas veces de manifiesto.

Cumplidos 40 años de peregrinaje, una nueva generación de adultos se había levantado y había sustituido a la antigua. Nuevamente el pueblo fue llevado hasta la frontera de la tierra que Dios había prometido a sus mayores. Pero Dios le dice a Moisés: Tú no entrarás con ellos a la tierra que fluye leche y miel; otro será el que los guíe y reparta a cada tribu su heredad. (Dt 3:23-28)

¡Qué desilusión para Moisés! ¡La meta por la cual él había luchado tanto se le esfumaba de las manos! Por fin había llegado al final de su camino y estaba a punto de culminar la obra que Dios le había encomendado, y Dios le dice: “Tú no, sino Josué los introducirá.”

Pero Moisés no se rebela sino se somete y suplica: “Déjame al menos contemplar la tierra ansiada de lejos.” Moisés escala el monte Nebo y llega a la cumbre donde ha de morir. Allí en la cima, Dios le muestra la tierra que Él juró a Abraham que un día sería suya (Dt 34:1-5).

¿Qué es lo que contempla Moisés de lejos? La tierra prometida con la cual él había soñado durante años y en la que no llegó a entrar, estando a sus puertas. ¿Qué es la tierra prometida para nosotros que no vivimos en aquellos tiempos? Es la salvación en Cristo. El lugar de reposo que hemos alcanzado ya en esta vida los que hemos creído en su mensaje (Hb 4:1-3), y que nos anuncia otra tierra de reposo más sublime a la que llegaremos al final de nuestro camino (Hb 4:9-11). ¡No! ¡Moisés no ha fracasado! Él cumplió la misión que el Señor le había encomendado. Cumplida su tarea, Dios se lo llevó consigo a gozar de los frutos de sus trabajos y otro hombre más joven que él tomó su lugar. Ese es el destino humano. (Nota)

Si a nosotros no nos es dado ver con nuestros propios ojos el cumplimiento de todas nuestras metas en el Señor, tengamos por seguro que Dios no las archivará ni las olvidará cuando nos hayamos ido, sino que suscitará a otros que terminen de realizar lo que nosotros hemos empezado. Ningún esfuerzo se pierde en el Señor, ninguna oración ferviente deja de ser contestada. Todos nuestros esfuerzos, todos nuestros sufrimientos, todas nuestras lágrimas son atesoradas en su redoma y todas formarán parte de la corona que Dios ha prometido a los que le son fieles.

Nota: Quizá habría que decir: “menos joven que él”, porque Josué tenía 80 años cuando sucedió a Moisés.


NB. El texto de este artículo y del siguiente del mismo título constituyeron charlas que se transmitieron por radio a finales de octubre de 1999. Se publican ahora por primera vez.

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