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viernes, 1 de agosto de 2014

NEGATIVIDAD I

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
NEGATIVIDAD I

Nosotros conocemos a muchas personas que tienen una visión negativa de las cosas, del mundo, del futuro, de sí mismas y de la gente. Todo lo ven negro, al punto que llama la atención su actitud. Quizá nosotros mismos pertenezcamos, o hemos pertenecido, a ese tipo de personas, para quienes, en la práctica, la felicidad es un tesoro difícil de alcanzar porque apenas lo creen posible.
            La negatividad de visión puede tener diversos grados de intensidad. Algunos son más negativos que otros, algunos lo son menos. Pero es un rasgo de carácter que ejerce una influencia muy perniciosa en la vida de los individuos así como en la de los que los rodean,  porque no pueden escapar a su influencia.
            Jesús dijo: "Si tu ojo es bueno todo tu cuerpo estará lleno de luz, pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas." (Mt 6:22,23). Es decir, si tu ojo ve las cosas teñidas de un color sombrío, toda tu vida estará impregnada de oscuridad (Nota 1). Pero si tu ojo, es decir, tu manera de ver las cosas, está iluminada por una luz favorable, entonces toda tu vida lo estará también.
            No es afuera donde está la oscuridad sino en ti. Pablo lo expresa de otra manera: Para el puro todas las cosas son puras, para el impuro todas son impuras (Tt 1:15). (2)
            Hay un refrán que expresa en términos más concretos la misma idea: "El ladrón cree que todos son de su misma condición." Como él es deshonesto, cree que todos los demás también lo son; no puede creer que haya personas que sean honestas. ¿Donde está la deshonestidad que atribuye a los demás? ¿En los demás, o en su propio corazón? Para tranquilizar su conciencia el hombre tiende a proyectar en los demás los defectos que descubre en sí mismo. Como si dijéramos: pecado de muchos, consuelo de tontos.
            Esta condición de negatividad marca profundamente la vida y el carácter de las personas y, a la larga, las convierte en amargadas, aunque lo tengan todo. ¿Cuál es el origen de esta actitud ante la vida y la gente que es tan común en los seres humanos? Puede tener orígenes muy diversos. Puede ser algo simplemente heredado, sea porque está en los genes, o porque lo absorbió de sus padres, que tenían también esa actitud. Es sabido que los hijos suelen absorber las actitudes y opiniones de los padres, aunque las rechacen, y suelen imitar inconscientemente sus comportamientos (3).
            Pero también puede deberse a experiencias tristes de la infancia. Quizá el pesimista fue maltratado de criatura, o fue postergado ante un hermano que era el preferido, o fue humillado repetidas veces, o que sé yo. Hay tantas formas que el maltrato de la infancia puede asumir y que dejan una huella profunda en las actitudes y el carácter de los adultos (4).
            No obstante, pudiera ser que la persona tuvo una infancia feliz, fue amada y protegida, pero cuando creció sufrió desilusiones, desengaños, para los que no estaba preparada -sobre todo si fue muy engreída o sobre protegida (5)- y eso le ha quitado toda ilusión respecto de la gente y del mundo. Ya no cree en nadie, porque alguien la decepcionó y piensa que de todos puede recibir una bofetada. Vive amargada. Está siempre a la defensiva.
            Pero la causa más importante, más fundamental del negativismo es la falta de confianza en Dios. Cuando una persona tiene fe, tiende a ver todo bajo una luz positiva, porque sabe que Dios la protege y la cuida. Sabe que Dios es su proveedor y que aunque pueda pasar por períodos de escasez, nada le faltará (Sal 23:1). Sabe que aunque su salud pudiera sufrir algún quebranto, no será por mucho tiempo, porque Dios es su sanador (Ex 15:26). Sabe que aunque haya peligros en la calle y en el mar, Dios es su protector que no dormita ni duerme, y que lo salvará de todos ellos (Sal 121:3,4).
            Si está imbuido del mensaje de las Escrituras, sabe que aunque fuere atacado, “si Dios es por nosotros ¿Quién contra nosotros?”  (Rm 8:31).
            Sabe que aunque las dificultades de la vida se acumulen, haya falta de dinero y el mundo se muestre contrario, “en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó”. (Rm 8:37).
            Sabe, en suma, que Dios es su guardador, “su sombra a su mano derecha.” (Sal 121:5).
            En cambio, el que no cree en Dios, el que no confía en su ayuda, tiene muchos motivos para ser desconfiado, para temer ataques, porque vivimos ciertamente en un mundo hostil y pleno de peligros (6).
            A causa de esa falta de confianza en Dios la gente se rodea de toda clase de defensas y precauciones. El negocio de la seguridad se ha convertido en uno de los más florecientes del mundo actual: guardaespaldas, guachimanes, cercos eléctricos, alarmas, cámaras ocultas de TV, etc. y se venden pólizas de seguros contra toda clase de riesgos. Todas esas cosas son manifestaciones del temor con que vive la gente, de la inseguridad que se ha apoderado del mundo,
            Pero si la gente creyera en las promesas de seguridad que Dios nos ha dado en las Escrituras, no tendría necesidad de tomar tantas precauciones y viviría más confiada. Como se dice en Proverbios: "Huye el impío sin que nadie lo persiga, mas el justo está confiado como un león." (28:1) ¿Quién es el justo sino el que teme a Dios y tiene puesta su confianza en Él?
            Sabemos que lo opuesto a la fe es el temor. En realidad el temor es una forma de fe, pero invertida. Y así como la fe atrae aquello en que se cree, el temor atrae lo que teme, y vive atormentado por lo que puede ocurrir. El poeta español del siglo XVII, Francisco de Quevedo, lo expresó muy bien: "El hombre que empieza a pensar en lo que puede temer, empieza a temer en lo que puede pensar." Es decir, si una persona empieza a preocuparse por las cosas malas que imagina le pueden suceder, todo lo que pase por su mente le inspirará temor.
            ¡Cuántos hay que están siempre pensando en lo que puede ocurrirles y no tienen por ese motivo ni un momento de tranquilidad! Siempre están tomando precauciones contra los peligros, reales o imaginarios, de ataques físicos, o contra amenazas para su salud, o contra intrigas de la gente en su contra. Viven azorados y preocupados. Su pensamiento temeroso se ha convertido en una cárcel mental que ellos mismos se han construido.
            Y les sucede con frecuencia lo que temen, como dijo el patriarca Job: "Me ha acontecido lo que temía." (3:25)
            Otra de las causas de la negatividad de la gente es la falta de amor. El que no ama al prójimo -y no ama por tanto a Dios, porque el amor al prójimo es una consecuencia del amor a Dios- el que no ama a su prójimo, digo, tiene inevitablemente una visión negativa de la gente, ve a todos bajo la lupa del poco aprecio que les tiene, regatea a todos sus cualidades y niega sus méritos; la mala opinión que tiene de todos hace que no espere sino el mal de los demás. ¿No nos codeamos a veces con ese tipo de personas?
            ¡Que cierto es que "el amor cubre multitud de pecados!” (1P 4:8). El amor es indulgente y tiende a excusar las faltas ajenas, a encontrar una razón para explicar el mal comportamiento del ofensor, y se inclina, en consecuencia, a esperar siempre lo mejor de otros. San Pablo lo dijo bien claro: “El amor todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. (1Cor 13:7). Y a pesar de las desilusiones, sigue esperando el bien de los otros, porque ve a Cristo en ellos. Su visión tenderá pues a ser optimista. Y como esta clase de actitud atrae la simpatía ajena, atraerá también una respuesta positiva de los demás (7).
            Pero el que piensa mal de otros, juzga a los demás severamente y, en consecuencia, espera que actúen de acuerdo a la mala opinión que tiene de ellos. Y eso es lo que recibe, porque su actitud antipática provoca rechazo. Sus experiencias desfavorables reforzarán su visión negativa y se volverá desconfiado, más allá de lo que aconseja el sentido común.
            Como resultado de ese modo de pensar la persona se vuelve criticona. Siempre está censurando lo que ve o no ve en los otros. Tijeretear, como suele decirse, es un deporte muy popular entre nosotros. Pero aunque la gente se dedique a ello en las reuniones sociales para divertirse, nadie es realmente feliz criticando a los demás. Basta fijarse un momento en la expresión amargada que tienen cuando critican, aunque estén riendo. Reírse a costa ajena deja a la larga un sabor amargo.
            En cambio, el que admira a los demás, el que siempre elogia las virtudes ajenas y nunca critica al ausente, exuda felicidad y optimismo y lo contagia. (8)
            Por último, pocas cosas fomentan más en el hombre una visión pesimista del mundo que el hecho de vivir en pecado. Ya hemos citado el refrán: "el ladrón cree que todos son de su misma condición". Cree que todos son como él, deshonestos, incumplidos, tramposos, irresponsables, y no concibe que alguien pueda no serlo. Por tanto, es necesario estar siempre a la defensiva.
            Igualmente el impuro, el lujurioso, piensa que todos son como él y que no hay nadie inocente. En la corrupción ajena busca una excusa para la propia y se dice: "Todos lo hacen." Habría que aclararle: muchos tal vez, pero no todos, y los que no, son más felices.
            Los hombres buscan el placer sensual pero ignoran que la sensualidad paga mal a sus cultores. Los placeres de la carne no duran y después de gozados dejan un sabor amargo en la boca y cansancio en el cuerpo.
            El gran poeta simbolista francés del siglo XIX, Carlos Baudelaire, que fue un hombre muy sensual que dedicó gran parte de su tiempo a escanciar de la copa de la vida todo lo que podía ofrecerle de placeres, escribió en un momento de sinceridad: La carne es triste. Sí, el goce del pecado sexual agota las energías del cuerpo y apaga las luces del alma.
            Quien se dedique a la sensualidad vivirá dominado por una sensación de desencanto y no verá sino hojas marchitas donde los demás ven flores, porque su vitalidad se ha secado prematuramente. Si en el mundo no hay belleza ¿cómo puede enfrentarse la vida con optimismo?
            Eso no quiere decir que el sexo no sea un don de Dios. Sí lo es y maravilloso. Ha sido dado por Dios para la felicidad y la unión de los esposos, y también para que florezca en el hogar el clima de amor en que deben crecer los hijos.
            Pero el tiempo nos gana y no hemos terminado aún con el tema. Lo haremos en la próxima charla.

Notas: 1. A eso lo llamaríamos, usando el lenguaje de moda, tener un enfoque negativo. Las personas que tienen un enfoque negativo de las cosas juzgarán mal de todas las circunstancias, les parecerán sospechosas o sin salida, y pensarán mal de todas las personas. Esas personas se gozan destruyendo las esperanzas y las ilusiones de otros y sienten una aversión grande por las personas  optimistas. Suelen ser infelices y hacen infelices a los que los rodean.
2. Las personas que llevan una vida impura  no quieren admitir que haya personas que lleven una vida santa. Les parece inverosímil. Y cuando las evidencias son demasiado evidentes para negarlas, se burlan de esos a quienes consideran atrasados. Esa es hasta cierto punto la actitud actual de muchos periodistas frente a una manera de vivir que es muy diferente de la suya.
3. Esa influencia no se limita a los padres. Existen tradiciones familiares inconscientes, comportamientos, modos de pensar y de hablar, que se remontan a los antepasados. Los padres suelen transmitir a sus hijos sus aficiones, sus opiniones políticas y religiosas, sus inclinaciones o aptitudes por determinadas profesiones u oficios. Y esto con tanto mayor fuerza cuanto más estrecha o amorosa haya sido la relación familiar. En cambio cuando la relación padres/hijos no ha sido buena, puede ocurrir que asuman concientemente opiniones o hábitos contrarios a los de sus padres. Incluso pueden llegar a hacer cosas negativas o indignas sólo para contrariarlos o humillarlos. Es una manera inconsciente de vengarse de ellos.
4. Entre las consecuencias más negativas del maltrato en la infancia es la baja autoimagen que suelen tener las personas, y la escasa confianza en sí mismas. Suelen asumir la actitud del que no merece nada bueno sino sólo lo malo. Como están acostumbradas a ser maltratadas desde pequeñas aceptan de adultas el maltrato, y casi hasta propician involuntariamente que los demás las maltraten.
5. Las personas que fueron muy engreídas de niño esperan, cuando  crecen, que todo el mundo les esté mirando las caras y se pongan a su servicio. Se sienten frustradas cuando no reciben como adultos el trato preferencial que recibieron de pequeños. Es como si hubieran sido educados para ser egoístas.
Una cosa es engreír a los hijos, y otra alentarlos y estimularlos para que desarrollen sus talentos. Por lo general los padres peruanos no tienen una actitud alentadora con sus hijos, sino una más bien crítica. Esa actitud negativa engendra inseguridad, y es quizá causa de ese pesimismo muy enraizado que tiene una muy mala influencia en el carácter nacional.
6. Es un hecho conocido que la mayoría de los suicidas son personas irreligiosas, descreídas. Cuando las cosas van mal no tienen ninguna esperanza trascendente que las sostenga. En cambio, son pocos los casos de verdaderos creyentes que se suicidan cuando todo va mal. No sólo a causa de sus convicciones religiosas, sino también porque soportan mucho mejor que los incrédulos las contrariedades y los avatares negativos de la vida, porque su fe los sostiene.
7. Las personas que aman al prójimo suelen ser simpáticas, atraen la atención favorable de la gente; tienen cierto magnetismo (que el amor otorga). Los que carecen de amor suelen ser por el contrario antipáticos, quejosos, andan siempre culpando a los demás de sus males; les cuesta reconocer las cualidades ajenas. Son los eternos criticones, cuya actitud negativa procede de sus propias frustraciones.
8. Yo conocí a una persona así. No se podía criticar a nadie en su presencia porque desviaba la conversación o se las arreglaba para decir algo favorable del criticado. Siempre miraba el lado bueno de las cosas. Nunca lo vi de mal humor. Cuando se moría, alguien le preguntó cómo se sentía. Contestó: "Me están llamando de arriba". Esa persona fue por lo demás muy creativa y emprendedora y dejó una obra material impresionante.
NB. Este artículo fue escrito el 5 de abril de 1998 como texto de una charla radial. Fue revisado y ampliado para su publicación en mayo de 2005. Se vuelve a publicar casi sin cambios.


Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo una sencilla oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
ANUNCIO: YA ESTÁ A LA VENTA EN LAS LIBRERÍAS CRISTIANAS Y EN LAS IGLESIAS MI LIBRO “MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO” (VOL I) INFORMES: EDITORES VERDAD & PRESENCIA. AV. PETIT THOUARS 1191, SANTA BEATRIZ, LIMA, TEL. 4712178.
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viernes, 26 de octubre de 2012

LA CAÍDA Y RESTAURACIÓN DE PEDRO I


Por José Belaunde M.
LA CAÍDA Y RESTAURACIÓN DE PEDRO I
En cierta medida este episodio del Evangelio refleja un rasgo de nuestra vida y de nuestro carácter, porque todos nosotros le hemos fallado alguna vez al Señor y Él nos ha restaurado.
La noche de la Última Cena, después de haberles lavado los pies a sus discípulos, Jesús anunció que Pedro le iba a negar tres veces antes de que cantara el gallo. Esta predicción se halla en los cuatro evangelios.
Leámoslo en el de Mateo: “Entonces Jesús les dijo: Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas serán dispersadas (cf Zc 13:7). Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea. Respondiendo Pedro, le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré. Jesús le dijo: De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Pedro le dijo: Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré. Y todos los discípulos dijeron lo mismo.” (26:31-35).
¡Nunca te negaré! ¡Qué valiente eres Pedro! ¡Y qué valientes también los demás!
Pero el evangelio de Lucas añade una frase que no figura en los otros evangelios, y que es muy singular. Dice  Jesús: "Simón, Simón… Yo he rogado por ti, porque tu fe no falte." (Lc 22:32).
Fíjense en que Jesús dice que ha orado no porque Pedro no caiga, sino porque su fe no falte; esto es, que no falle, que no cese, que no desfallezca; que es como si dijera: No me importa que caigas, con tal de que no pierdas tu fe. A Jesús no le importa que Pedro caiga, no le importa que peque (o le importa menos), con tal de que no pierda la fe.
Es que lo peor que le puede suceder a un discípulo de Cristo, lo peor que le puede suceder a un cristiano, a uno de nosotros, no es que peque, sino que pierda la fe, porque mientras haya fe en el hombre, hay esperanza; pero cuando el cristiano pierde la fe, todo está perdido para él.
El cristiano puede pecar una y mil veces, porque esa debilidad está en su naturaleza, en su carne, pero es mucho peor que pierda la fe. No estoy con ello excusando el pecado, sino reconociendo que puede ocurrir que peque.
Pero mientras mantenga su fe a pesar del pecado, podrá arrepentirse, podrá levantarse y ser perdonado, ya que el arrepentimiento está condicionado por la fe, unido a la fe.
¿Quién de nosotros puede decir que nunca ha pecado? Nadie. Pero nos hemos arrepentido y, al arrepentirnos, Dios nos ha perdonado. ¿Cuántas veces ha ocurrido eso? Por lo menos setenta veces siete. ¿Y por qué nos hemos arrepentido? Porque mantuvimos la fe. Si hubiéramos perdido la fe, no nos hubiéramos arrepentido, sino que hubiéramos permanecido en el pecado.
Eso es lo que ha pasado con muchísimos hombres y mujeres en la historia, que perdieron la fe que una vez tuvieron, y no se arrepintieron de sus pecados, y no fueron perdonados. ¡Cuál habrá sido su destino! (Nota)
Porque cuando el hombre pierde la fe, su conciencia se endurece, se acostumbra al pecado, se siente a gusto en él, y ya no le interesa dejarlo.
Eso le pasa a mucha gente en el mundo que de niño, o de joven, recibió la palabra, y tuvo conocimiento de Jesús y de su obra redentora; porque preguntémonos: ¿Qué persona en el Perú, por ejemplo, no ha escuchado hablar de Jesús y de la cruz? Nadie. Pero luego, atraídos por los halagos del mundo, se apartaron de la fe. ¿Y quién sabe si nunca retornaron a ella?
Mientras permanezca la fe, tendrá encendida una luz en su alma. Aunque sea débilmente, ese hombre tendrá conciencia de que está lejos de Dios y deseará acercarse a Él.
Pero ¿cómo podrá querer acercarse a alguien en quien ya no cree? ¿O de cuyo testimonio duda? Por eso dice la Escritura en varios pasajes: "El justo vivirá por la fe." (Rm 1:17; cf Hab 2:4). La fe es la espina dorsal de la vida espiritual del hombre. Más aún, es su ancla de salvación.
¿Quién es el justo en esa frase? ¿Quiénes son los justos ahí? Nosotros los cristianos que tratamos de vivir de acuerdo a su palabra. Podemos caer muchas veces, pero a pesar de todo, vivimos por la fe.
Y por esto también añade Jesús a Pedro: "Y tú, cuando seas vuelto..." esto es, cuando te hayas arrepentido..."confirma a tus hermanos." ¿Confirmarlos en qué? Pues también en la fe. Ésa va a ser, entre otras, la misión de Pedro.
A Jesús le interesa que Pedro no pierda la fe -como la pierden muchos cuando sufren persecución- porque si no la pierde, podrá levantarse y podrá confortar a sus hermanos, a los otros discípulos, sus colegas, y asumir el rol para el cual Él lo había separado cuando le cambió el nombre de Simón por el de Pedro (Mt 16:13-18).
Jesús no oró porque Pedro no caiga, porque, en cierto sentido, era necesario que Pedro cayera. Era necesario que Pedro dejara de confiar en sí mismo, como cuando dijo: Nunca te negaré.
Era necesario que tomara conciencia de su debilidad.
Es necesario que nosotros también tomemos conciencia de que somos seres humanos débiles, pero que podemos ser restaurados si caemos. Pero el que persiste en creerse fuerte, difícilmente admitirá que ha caído.
Pero fíjense, no es que Pedro no amara a Jesús. Sí lo amaba. No es que no creyera en Él. Sí creía. Pero hombre mortal, al fin, tenía miedo de sufrir, de ser tomado preso, de ser torturado; de ser, quizá, condenado a muerte junto con su Maestro.
¿Tienes tú miedo de sufrir? Yo sí tengo miedo.
A Dios gracias nosotros vivimos en un país en el que no se persigue a los cristianos. ¿Pero cuántos de nosotros le negaríamos si nos amenazaran con torturarnos?
Sin embargo, inconsciente de su debilidad, Pedro se jacta: Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y, si es necesario, hasta la muerte. Él está seguro de sí mismo, de su fortaleza, de su coraje.
Así somos también nosotros. Confiamos en nosotros mismos. ¡Ah, sí! Somos capaces de afrontarlo todo para seguir a Cristo, nada nos hará retroceder.
Yo no sería capaz de pecar como lo ha hecho ése. Yo soy fuerte.
Dios quiere que perdamos esa autosuficiencia, pues en la lucha con las tinieblas nuestras propias fuerzas no nos sirven para nada.
Sólo Cristo puede sostenernos y darnos la victoria, y Él sólo puede hacerlo cuando dejamos de confiar en nosotros mismos.
Por eso Pablo escribió: “El que piensa estar firme, mire que no caiga.” (1Cor 10:12)

¿Cómo negó Pedro a Jesús? Leámoslo nuevamente en Mateo:
“Pedro estaba afuera en el patio y se le acercó una criada diciendo: tú también estabas con Jesús el galileo.”
Pedro contesta delante de todos: “No sé lo que dices.” (26:69,70). Su primera respuesta es suave, como quien se quiere desembarazar de una pregunta incómoda.
“Saliendo él a la puerta le vio otra, y dijo a los que estaban allí: También éste estaba con Jesús el nazareno. Pero él negó otra vez con juramento: No conozco al hombre.” (v. 71,72).
Ahora Pedro niega con juramento. Se siente acosado. Tiene miedo.
Es el momento de confesar a Jesús, pero él lo niega. Él le juró a Jesús que nunca le negaría, pero ahora dice: “No conozco a este hombre”.

¡Pedro, si acabas de estar con Él! ¡Has compartido la mesa con Él! ¡Has pasado tres años en su compañía! ¡Aseguraste que irías hasta la muerte por Él!
¡Pedro! ¿Qué pasó? ¿Te temblaron las rodillas?
Un poco después, acercándose los que por ahí estaban, dijeron a Pedro: Verdaderamente tú eres uno de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre (es decir, tu acento galileo). Entonces él comenzó a maldecir y a jurar: No conozco al hombre.” (v. 73,74ª)
Ahora son varios los que le increpan. Se acuerdan de que lo han visto con Jesús. Pero él ahora maldice y jura. Niega conocer a Jesús. Está desesperado. Teme que lo acusen de ser cómplice suyo. Entra en pánico.
¿No nos ha pasado eso a nosotros cuando nos preguntan: Eres cristiano? ¿Y respondemos balbuceando: Este…sí, más o menos… Pero no soy un fanático?
La mentira lleva a Pedro a jurar en falso, y el jurar en falso lo lleva a maldecir.
¿Y qué sigue diciendo la Escritura?
“Y enseguida cantó el gallo.” (74b), tal como Jesús había anunciado.
“Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes que cante el gallo, me negarás tres veces. Y saliendo afuera lloró amargamente.” (v. 75).
Pedro se acuerda de lo que Jesús le había dicho.
Lucas dice que en ese momento Jesús, que pasaba por arriba, miró a Pedro (Lc 22:61).
Eso lo afectó más que el canto del gallo.
Lucas acota como Mateo: “Y Pedro, saliendo afuera, lloró amargamente.” (v. 62) Se dolió muchísimo y se arrepintió.

Pero, fíjense, no reparó su traición. No fue a decirles a los que le habían cuestionado: Sí, yo he estado con Él cuando lo apresaron. Yo soy uno de sus discípulos. Él es mi Maestro. Arréstenme si quieren. Estoy dispuesto a morir con Él.
No dijo eso. No estaba realmente dispuesto a arriesgar su vida por Jesús.
¿Cómo Pedro? ¿Así amas a tu Maestro?
Pero ¿quién podría hacerle a Pedro un reproche por ser un cobarde? ¿Estamos nosotros dispuestos a ir hasta la muerte por Jesús? ¿A abandonar nuestras comodidades, nuestra seguridad? ¿No hay en nosotros mucho de Pedro? Tal vez alguna vez le hemos negado y después nos hemos arrepentido.
Nosotros como cristianos nos vemos con frecuencia envueltos en un conflicto. Vivimos en el mundo pero no somos del mundo, como dijo Jesús (Jn 17:14,16), y nuestra actitud en el mundo, y la que mantenemos en el reino de Dios son por necesidad opuestas. Porque la vida en el espíritu es muy diferente de la vida en el mundo.
Para nuestras actividades en el mundo, para nuestro trabajo, para nuestros estudios y nuestras ocupaciones en general, necesitamos confiar en nosotros mismos.
¿Quién podría ir a solicitar trabajo y decir: No, yo no puedo hacer mucho, casi nada. Lo mirarían con desprecio. A dondequiera que uno vaya tiene que mostrarse confiado y seguro de sí mismo.
Y tiene que mostrarlo para que crean en uno. De lo contrario no podríamos realizar nuestras tareas con éxito, ni ganar la confianza de otros. Pero frente a Dios y en las cosas del espíritu necesitamos despojarnos de toda seguridad en nosotros mismos, para confiar exclusivamente en Él. (Continuará)

Nota. Hay una corriente teológica, que procede de Calvino, que afirma que es imposible que el hombre que creyó una vez pueda perder la fe y, por consiguiente, perderse. Pero lo experiencia humana nos muestra lo contrario.
NB. Este artículo y su continuación están basados en la transcripción de una enseñanza dada recientemente en el Ministerio de la “Edad de Oro”, la cual, a su vez, estaba basada en un artículo publicado en abril del 2004.
ANUNCIO: YA ESTÁ A LA VENTA EN LAS LIBRERÍAS CRISTIANAS Y EN LAS IGLESIAS MI LIBRO “MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO” (Vol 1) INFORMES: EDITORES VERDAD & PRESENCIA. AV. PETIT THOUARS 1191, SANTA BEATRIZ, LIMA. TEL. 4712178.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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viernes, 18 de diciembre de 2009

ALTIBAJOS DEL LLAMADO II

En nuestro artículo anterior estuvimos hablando acerca de los altibajos que los hombres llamados por Dios para una misión específica, sufren en el desarrollo de la visión que Dios les ha dado. Vimos cómo, contrariamente a lo que una concepción superficial podría hacer suponer, que dado que es Dios quien llama, el éxito y la línea ascendente de la misión encomendada está asegurada, en los hechos el cumplimiento de la misión que Dios les encarga está sembrado de obstáculos, de tribulaciones y de luchas, que muchas veces los llevan al borde del más completo fracaso.

Examinamos esta realidad en las vocaciones de Pablo y de Moisés para mostrar cómo Dios refina el carácter de sus escogidos a través de duras pruebas, que son en verdad una característica del verdadero llamado y una condición necesaria del éxito final.

Vamos a ver hoy el caso del patriarca Abraham, a quien Dios dio una visión de las multitudes de sus descendientes que Él suscitaría a partir de un hijo legítimo suyo, a pesar de que Abraham, cuando recibió la promesa, era ya de edad avanzada y su mujer, Sara, estéril. No obstante, Abraham le creyó a Dios, dice la Escritura, “y (su fe) le fue contada por justicia”. (Gn 15:6). De esa manera el patriarca establece lo que será el patrón de la salvación de todos los seres humanos, que son salvos por gracia mediante la fe.

Pero el hijo prometido, que inauguraría el linaje anunciado, no venía, mientras que los años corrían. Hasta que, en un momento de desilusión y de duda, Abraham cedió a la sugerencia de su esposa Sara, de que tuviera un heredero indirectamente de ella, a través de su esclava Agar, que sería la madre natural (Gn 16:1,2).

Este niño, a quien pusieron el nombre de Ismael -hijo pues no de la promesa de Dios, sino de un proyecto humano- nació y fue motivo de disensiones entre los dos esposos, porque Agar, la orgullosa madre, se burlaba de su patrona que no podía darle a su marido un heredero, mientras que ella sí (Gn 16:3,4). Durante ese tiempo se mostraron también las debilidades humanas del carácter de Abraham. Pero Dios, aunque parecía alejado de él, no dejó de sostener su fe en la promesa que le había hecho. Hasta que, finalmente, y de una manera realmente extraordinaria, pues Abraham tenía 100 años y su esposa unos diez menos, el heredero ansiado nació (Gn 21:1,2,5). Recibió el nombre de Isaac, que quiere decir "risa", pues tanto Abraham como su esposa rieron cuando Dios, en un pasaje misterioso en que se les presenta en la figura de tres varones, les anuncia que dentro de nueve meses, su hijo habrá nacido (Gn 17:17; 18:10-15).

Veinticinco años había durado la espera de Abraham, y ¿cuántas veces debe él haber salido de su tienda de noche a contemplar las estrellas del cielo, cuyo número, le había prometido Dios, sería inferior al de los descendientes que saldrían de sus lomos? No sabemos, pero podemos pensar que muchas. Y ¿cuántas veces debe haberse preguntado si Dios no lo habría olvidado? ¿O habría él hecho algo que lo hubiera vuelto indigno de que el Altísimo cumpla lo que le había prometido? Pero nunca le sugirió Dios que el cumplimiento de su promesa estaba condicionado.

Sin embargo, cuando por fin su hijo había nacido y ya el muchacho entraba en la adolescencia, y hacía las delicias de su anciano padre, Dios le pide a Abraham que se lo ofrezca en sacrificio, según una costumbre que no era inusual entre los pueblos del Oriente en esa época (Gn 22:1,2). Ese sacrificio implicaba renunciar para siempre al proyecto de fundar una raza, en el que Dios lo había involucrado sin que él se lo pidiera.

No podemos saber cuáles pueden haber sido los sentimientos de Abraham ante tamaña y cruel exigencia. Pero lo cierto es que el anciano padre no dudó en obedecer a Dios (Gn 22:3), estando convencido -como dice la epístola a los Hebreos- de que Dios podía levantarlo de los muertos y devolvérselo vivo (Hb 11:19).

Sabemos que el sacrifico de Isaac apunta a otro sacrificio de un Hijo de un muchísimo mayor valor, por parte de un Padre de un valor infinito. Porque, así como Abraham recibió a su hijo de los muertos, pues él ya lo daba como tal, de manera semejante ese otro Padre recibió en la cruda realidad de los hechos, verdaderamente a su Hijo de los muertos, tras un suplicio cruel, porque las ligaduras de la muerte no podían retener al que era autor de la vida (Hch 2:24).

Al aceptar Abraham, en un acto heroico de fe, el sacrificio de su único hijo legítimo, él abrió el camino hacia ese otro sacrificio que culminaría la obra de salvación que Dios había anunciado desde la caída de Adán (Gn 3:15). Por eso Dios le confirmó mediante juramento las promesas que ya le había hecho (Gn 22:16; Hb 6:13).

Pero notemos cómo, así como Isaac fue sustituido por un cordero sobre el altar del holocausto (Gn 22:10-13), cada uno de nosotros ha sido sustituido en la condena de muerte que la justicia de Dios pronuncia sobre cada pecador, por un cordero sin mancha, no terrenal sino divino, y cuya sangre preciosa tiene el poder de lavar todos nuestros pecados (Jn 1:29).

El caso de David, que veremos enseguida, es aun quizá más sugestivo, por lo que se refiere a las debilidades humanas comunes que aquejan también a los hombres que Dios llama. Dios había ordenado al profeta
Samuel que ungiera como futuro rey de Israel al octavo hijo de un hombre de Belén, cuando David era apenas un muchacho (1Sam 11:13). Los primeros éxitos del jovenzuelo como vencedor del gigante filisteo Goliat (1Sm 17:45-51), podrían haberle hecho esperar que la corona de Israel ceñiría pronto sus sienes. Pero la ingratitud y los celos de Saúl premiaron la fidelidad de David no con regalos sino con amenazas de muerte y David tuvo que emprender la huída.

Durante varios años, seguido por unos 300 valientes, David llevó la vida de un guerrillero, emboscando a los soldados de Saúl y escapando con las justas de su asedio.

David puede haberse preguntado ¿qué habrá ocurrido con la unción real que un día el profeta Samuel me confirió en presencia de mis hermanos? ¿Habría el profeta escuchado mal la voz de Dios y todo era un malentendido? Pues él hasta ese momento sólo veía los frutos de esa unción en el hecho de no poder reposar su cabeza en ningún lugar sin temer que los soldados de Saúl pudieran alcanzarlo.

El punto más bajo de su carrera llegó cuando, desalentado por el incesante acoso, y temiendo por su vida, se fue a refugiar en los dominios del rey filisteo Aquís (1Sm 27:1-7).

Allí David se convirtió, de guerrillero que había sido hasta entonces, en un vulgar bandolero, que asolaba las campañas y los pueblos vecinos, y que no dejaba un solo sobreviviente que fuera a contarle a Aquis lo que él estaba realmente haciendo, en vez de lo que él le aseguraba que hacía, esto es, atacar a los mismos israelitas (1Sm 27:8-12).

Vemos aquí a David convertido no sólo en un vulgar mentiroso sino, lo que es peor, en un sanguinario bandido.

Su aparente enemistad contra los de su pueblo era a los ojos de Aquis tan sincera que lo enroló, junto con los valientes de su séquito, en el ejercito que los filisteos estaban juntando para atacar a Saúl (1Sm 28:1-3).

¿Marcharía David, que había triunfado en el pasado tantas veces sobre los enemigos jurados de su propio pueblo, esta vez como aliado de esos enemigos y como traidor contra su propia sangre? Pero la Providencia libró a David de cometer tamaña ignominia, porque, felizmente, los otros reyes filisteos se opusieron a que David los acompañara, temiendo que en medio de la batalla él se pasara al bando de los de su pueblo (1Sm 29:1-7).

El texto da a entender que David se sintió ofendido por el hecho de que los filisteos no confiaran en él (1Sm 29:8,9). Pero no sabemos si el darse por ofendido era o no una finta para no descubrir sus verdaderas intenciones. El hecho es que fue sólo después de este punto bajo y vergonzoso de su carrera, cuando Saúl fue muerto por los filisteos y que el trono de Israel quedó vacante (1Sm 31:1-6). Y fue entonces también cuando finalmente Dios se acordó de su promesa y el antiguo pastor de ovejas fue coronado como rey, aunque sólo de las tribus de Judá (2Sm 2:1-4ª), porque las otras diez tribus encumbraron como sucesor de Saúl a Isboset, uno de sus hijos (2Sm 2:8,9).

El hecho de que fuera precisamente después de la mayor crisis que había atravesado David hasta entonces, cuando pudo alcanzar la corona que Dios le había prometido, nos muestra cómo muchas veces la victoria esperada viene cuando ya se han perdido todas las esperanzas y el hombre deja de confiar en sus propias fuerzas y en su propia capacidad, para depositar su confianza sólo en Dios. Ése es el momento que Dios está esperando para actuar en nuestra favor.

Siguiendo con la historia, siete años de guerra civil entre las tribus del Norte y las tribus del Sur pasaron antes de que David pudiera ceñirse finalmente la corona de las doce tribus que se le había prometido y de que pudiera trasladar su trono a Jerusalén (2Sm 5:1-10).

Muy largo había sido en verdad su peregrinar como fugitivo y lleno de muchos altibajos. ¿Perdió David en medio de todas sus contrariedades, de los peligros, las tribulaciones y las humillaciones que sufrió, la visión que Dios le había dado, de que algún día se sentaría en el trono de su pueblo? No lo sabemos exactamente pero, a juzgar por la firmeza de la fe que los salmos escritos por él manifiestan, no habría razón para creerlo.

Dios levantó a David no sólo como rey de Israel, sino también como arquetipo de otro rey que sería su descendiente, y que ocuparía un día el trono de Israel para siempre (2Sm 7:8-16). A ese rey, simbólicamente hijo suyo, él lo llama Señor (Sal 110:1; Mr 12:36), como lo es en realidad, no sólo de David mismo y de los de su sangre, sino también de todos aquellos que creen en su Nombre, entre los que yo espero que tú, amigo lector, también te encuentres. Y si no lo estuvieres, yo te invito a decir en este momento esta oración:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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