martes, 28 de abril de 2009

FE PRÁCTICA

En su primera epístola el apóstol Juan escribió: "Todo el que es nacido de Dios no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él..." (1Jn 3:9). Esto es, no peca en forma habitual porque hay en él algo que no se lo permite. Ese algo es la simiente de Dios que ha dado nueva vida a su espíritu. La simiente de Dios, esto es, el espíritu de Cristo que ha entrado en él cuando le rindió su vida.

Quiero adelantarme a decir que aquí hay una dificultad en la traducción de este versículo, porque el original griego dice exactamente: “El que es nacido de Dios no peca”, y así es como aparece en muchas traducciones, especialmente antiguas como la King James Version de 1609 (Nota 1). Tomado literalmente ese texto parecería indicar que el cristiano no peca nunca, no puede pecar absolutamente, lo cual sabemos no es verdad y está en contradicción con nuestra experiencia (2). Estaría además en contradicción con lo que San Juan ha dicho unos párrafos antes en su epístola, que si alguna vez pecamos, tenemos un abogado con el Padre, a Jesucristo (1Jn 2:1).

La dificultad estriba en que en el idioma griego hay un tiempo verbal, el presente del indicativo, que indica una acción continua o repetida, no una acción puntual. Ninguna de las lenguas europeas modernas, que yo sepa, salvo los idiomas eslavos o el griego actual (cuya gramática deriva del griego antiguo), tiene un tiempo verbal equivalente. La versión Reina-Valera 1960, y muchas otras con ella, resuelve la dificultad usando la expresión "no practica el pecado", que es una solución aceptable pues se acerca bastante al sentido del original.

Ahora bien, si el cristiano no practica el pecado ¿qué puede practicar? Todos los seres humanos suelen practicar algún deporte, sea el fútbol, o el basket, o el voley, o el tennis, o algún otro. Y si no, tienen algún hobby sedentario, como el ajedrez, o alguna actividad manual, como podría ser la carpintería, o el "crochet" en las mujeres.

Podríamos decir entonces que el creyente puede practicar la gimnasia. Pero no estoy hablando de esas cosas, sino de cosas espirituales. San Pablo le escribió a su discípulo Timoteo que el ejercicio corporal de poco aprovecha y que él debía ejercitarse más bien en la piedad que sí es provechosa (1Tm 4:7,8).

Entonces, pues, el cristiano practica la piedad. Eso quiere decir, por ejemplo, practicar las tres virtudes llamadas antiguamente teologales: fe, esperanza y caridad. Es fácil concebir cómo se puede practicar la caridad, es decir, el amor desinteresado, el "agápe" del Nuevo Testamento. La misma palabra "caridad" (que viene del latín "cáritas") ha venido a significar los actos con que llevamos a la práctica la virtud del amor sobrenatural (3).

Pero ¿cómo practicaríamos la fe? Eso parece menos evidente. Sin embargo, al igual que con cualquier otra cualidad, la fe se practica ejerciéndola, tal como se ejerce un oficio.

¿Y cómo se ejerce la fe? Evidentemente no repitiéndose: "Yo tengo fe, yo tengo fe..." sino en situaciones concretas. Cada dificultad, cada problema, cada prueba con que nos enfrentamos es una ocasión para ejercitar y poner en práctica nuestra fe y no debemos desaprovecharla, sino al contrario, darle la bienvenida y utilizarla con ese propósito.

Si tú, por ejemplo, te encuentras sin trabajo, se han secado todas tus fuentes de ingresos y has consumido todos tus ahorros, y tienes que hacer frente a una serie de gastos impostergables (¿y quién no ha pasado por este tipo de situaciones?), ejercitas tu fe si, en lugar de desesperarte y arrancarte los cabellos ante esa situación tan difícil, miras más allá de las circunstancias visibles y te afirmas en la seguridad de que Dios es tu Padre, que El cuida de tí y que Él no te va a desamparar sino que de alguna forma te va a dar el dinero que necesitas.

Ejercitar la fe en una situación semejante equivale a cambiar el giro de nuestros pensamientos. Ante las dificultades insuperables (digo, aparentemente insuperables) nuestro pensamiento tiende a seguir una dirección derrotista, negativa, y a empujarnos a la desesperación. Muchas de las personas que se suicidan pasan por un proceso mental semejante: Ya no hay esperanza, ya todo se perdió.

Ése es el momento de cambiar la dirección de nuestros pensamientos y darles la vuelta, dirigiéndolos en un sentido contrario. En lugar de desesperarse, confiar; en lugar de desalentarse, levantar el ánimo; en lugar de decirse: "todo está perdido", decirse: "yo sé que Dios me ayudará".

Y nótese que ese cambio de dirección de nuestros pensamientos se efectúa en sólo unos instantes de reflexión. En quince segundos, como escribió un autor. No requiere de mucho tiempo. Es un acto prácticamente instantáneo, si tenemos el conocimiento necesario.

Nosotros tenemos ocasiones innumerables de llevar este principio a la práctica, esto es, de ejercitar nuestra fe. ¿Quién no recibe alguna vez malas noticias en esta vida? Te niegan un aumento de sueldo que necesitas urgentemente, o fracasaste en tu nuevo intento de ingresar a la universidad, o el banco en que tienes tus ahorros ha cerrado sus puertas, o la empresa en que trabajas se declara en quiebra, o te comunican que tienes una enfermedad incurable, etc., etc. Tantas circunstancias en que parece que se nos cierra el camino, o que se levanta de pronto una pared infranqueable, y el corazón se nos sube a la garganta.

Pero en verdad, todas esas circunstancias difíciles son otras tantas ocasiones para afirmar nuestra fe y no desesperar. ¡Ah claro! ¡Qué fácil es decirlo cuando la cosa no es con uno! ¡Qué difícil, sin embargo, llevarlo a la práctica cuando se está en medio de la tormenta! Una cosa es hablar y otra cosa es hacerlo. Muy cierto. Entonces ¿Qué es lo que se requiere para tener esa actitud que no se da por vencida?

Se cuenta que el General Simón Bolívar, en una etapa de la lucha por nuestra independencia, se hallaba enfermo en la ciudad de Pativilca, impedido de ponerse al frente de sus tropas, cuando le llegaron noticias de que los patriotas habían sido vencidos en todos los frentes y que los españoles recuperaban todas las posiciones que habían perdido. Uno de sus asistentes le preguntó: ¿Que vamos a hacer, mi General? Entonces, ese hombre de cuerpo frágil, minado por la enfermedad, se puso de pie y dijo con voz decidida: ¿Que vamos a hacer? Triunfar.

¿Qué fue lo que permitió a ese hombre enfermo no desalentarse ante las malas noticias, no darse por vencido, sino, al contrario, estar seguro del triunfo final? La fe que él tenía en su propio destino, en la victoria final. Una firme convicción interior que nada podía quebrantar. Y estamos hablando aquí de una fe puramente humana (4).

Pero lo que a nosotros cristianos, nos permite no darnos por vencidos, sino más bien esperar contra toda esperanza y confiar en el triunfo, es la certidumbre de aquello que somos: hijos de Dios, hijos de un Padre todopoderoso que nos ama, que es más poderoso que todas las circunstancias del mundo, y que tiene todas las cosas en sus manos, incluso la situación desesperada en que tú te encuentras.

Y eso es lo que Dios espera de nosotros: que confiemos en Él; que confiemos en su poder infinito; que confiemos en su misericordia, en su amor por nosotros y en que Él nunca nos abandonará. Como cantó el rey David: "Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo Él me recogerá." (Sal 27:10).

Aunque todos mis amigos me abandonen, aunque todos mis familiares me den la espalda, aunque el mundo se vuelva en contra mío, Dios nunca me fallará porque Él es fiel. Dios es el padre más tierno, el padre más amoroso y para él no hay nada imposible. ¿Cómo no confiar en Él?

Pero alguno se dirá: ¿Cómo puedo confiar en alguien a quien no veo, en alguien de cuya existencia no tengo ninguna prueba verificable? Pues bien, en eso consiste precisamente la fe. Como explica la epístola a los Hebreos: "La fe es la convicción de lo que no se ve" (Hb 11:1b). No lo veo con mis ojos materiales, pero sí lo veo con mis ojos espirituales. Es esta convicción lo que nos permite decir con el rey David: "El día en que temo, yo en ti confío" (Sal 56:3).

El día en que todo se derrumba, el día en que todo está perdido, el día en que el huaico se llevó mi casa, el día en que se me vence la letra y no tengo con qué pagarla, el día en que me roban el automóvil en que puse todos mis ahorros, el día en que me despiden de mi trabajo y tengo a mi mujer enferma. Ese día en que temo lo peor, es el día en que yo más confío en Dios.

Hay muchos versículos de la Biblia que hablan de esta fe inconmovible en Dios y que pueden ayudarte a alimentarla. Fue Jesús quien dijo: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios." (Mt 4:4). Tu fe vive y se alimenta de la palabra de Dios, y es en esos momentos difíciles cuando más se necesita de ese alimento.

La Biblia habla de ese Dios y de lo que tú eres para Él. Habla de un Dios que nos amó hasta lo sumo. Si tú no conoces a ese Dios, si no estás familiarizado con su poder ¿cómo puedes confiar en Él? Si tú no estás seguro de que tú eres su hijo y de que él es tu Padre y de que lo hará todo por tí, entonces sí tienes motivos para temer que la tempestad te ahogue.
El Evangelio de San Juan dice que Jesús vino a los suyos, esto es, a su pueblo, pero los suyos no lo recibieron. Y agrega: "Mas a todos los que lo recibieron les dio el derecho de ser hechos hijos de Dios, es decir, a los que creen en su nombre" (Jn 1:11,12).

Ves tú, hay quienes son hijos de Dios en sentido pleno, y los que sólo son sus criaturas. Quizá estas palabras te sorprendan porque en nuestros días se ha perdido el sentido de esa realidad. Nadie es hijo de Dios en virtud de su nacimiento. Nadie nace siendo hijo de Dios. Sólo es hijo de Dios el que ha sido adoptado como hijo por Él, el que recibió el espíritu de adopción que le permite decir: "Abba, Padre" (Gal 4:6). ¿Y cómo se recibe ese espíritu? Creyendo en el sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz.

Oh sí, Dios ama a todos los seres humanos, y ayuda a todos aunque lo ignoren o lo nieguen, porque los ha creado. El quiere además "que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad." (1Tm 2:4) Esto es, que todos lleguen a ser sus hijos adoptivos por el conocimiento de Cristo. Pero nadie es adoptado como hijo suyo si no lo quiere, si no lo acepta, si no cree en Aquel que dijo de sí mismo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida." (Jn 14:6).

Ese es el secreto de la fe. La fe en el poder de Dios comienza por la fe en que Jesús es el Hijo único de Dios, y que Dios lo envió a morir por nosotros. ¿Crees tú en eso? El vino a morir y a resucitar para salvarte. ¿Es eso para tí un hecho del pasado que no te concierne, o quizá una bonita leyenda piadosa, pero al fin, leyenda? ¿O es para tí el acontecimiento más importante de toda la historia y el hecho central de tu propia vida? De cuál sea la respuesta que tu des a esa pregunta depende el que tú puedas decir o no con el salmista: "Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mi corazón; aunque contra mí se levante guerra, yo estaré confiado." (Sal 27:3). (3.11.01)

Notas: 1. Así también en Nácar-Colunga. La "Biblia del Oso" de Casiodoro de Reina de 1569, y todas sus revisiones hasta la Reina-Valera de 1909 traen: "no hace pecado". La Nueva Versión Internacional traduce: "no continuará pecando." Quizá más exacto sería: "no peca habitualmente".


2.
Eso es lo que algunos heréticamente sostienen: que el hijo de Dios, aunque haga algo malo, no peca.

3.
Todas las versiones de Reina-Valera, hasta la de 1909 traen también “caridad”, que es una traducción más exacta que “amor”.

4.
Y parece que durante el tiempo que permaneció en cama concibió los planes que poco después le darían la victoria definitiva. Su enfermedad fue pues quizá una bendición escondida.

#571 (19.04.09) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). SUGIERO VISITAR MI BLOG: JOSEBELAUNDEM.BLOGSPOT.COM.

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