lunes, 20 de abril de 2009

UNA LECCIÓN INESPERADA

A veces Dios utiliza nuestras lecturas de su palabra para darnos lecciones que nos cogen por sorpresa. No hace mucho la lectura de la parábola de la gran cena en el Evangelio de San Lucas (14:15-24) me produjo un efecto de esa naturaleza, provocando una cadena de pensamientos que tuvieron una conclusión inesperada para mí. En la medida en que me sea posible, quisiera transmitirles algo de lo que creo que Dios me habló a través de ese pasaje, porque creo que encierra una lección para todos. (Sugiero a mis lectores abrir sus Biblias en el pasaje indicado antes de seguir adelante).

Jesús asistía a un banquete en casa de un fariseo, cuando uno de los asistentes le dijo: "Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios" (Lc 14:15).

Jesús aprovechó inmediatamente la alusión al banquete del reino, hecha por uno de los comensales, para hablarles en parábola del reino de los cielos como de un banquete al que Dios nos invita a ingresar ya en esta vida.

Jesús nos invita a todos a entrar a su reino creyendo en Él y arrepintiéndonos de nuestros pecados. La parábola transmite la idea de que los primeros que fueron invitados al banquete se excluyeron a sí mismos porque le daban más importancia a sus asuntos personales. Estaban demasiado ocupados para que el reino que Dios les ofrecía pudiera interesarles (Lc 14:18-20). Entonces Jesús invita a los desechados, a los despreciados, a aquellos a quienes nadie toma en cuenta.

Para reemplazar a los que no aceptaron la invitación el dueño de casa ordena a su siervo que vaya por las calles y plazas de la ciudad y traiga a los pobres, a los mancos, a los cojos y a los ciegos (v. 21). Es decir, que traiga a los mismos que Jesús poco antes ha dicho que deberíamos invitar nosotros cuando hagamos un banquete, "y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos." (v. 13,14).

Jesús nos está diciendo ahí: invita a tu casa a aquellos a quienes yo invito. Porque yo los invito, invítalos tu también. ¿Podemos hacer esto? Jesús dice que lo hagamos literalmente. Es decir, que invitemos a aquellos a quienes nadie invita y que no pueden devolvernos el favor.

Generalmente la gente invita a su casa y a las reuniones sociales que organiza, sea a las personas a las que tienen una invitación que corresponder, o a aquellos que les gustaría que en reciprocidad los inviten a su vez. Es decir, a aquellos con los que les gustaría, o les convendría, relacionarse. Pero Jesús te dice, invita a aquellos que no tienen nada que darte, a aquellos de quienes no puedes obtener ningún provecho y a los que nunca harías pasar a tu casa. ¿Realmente ningún provecho? En verdad, sí, el más grande provecho, porque es Jesús quien te lo repagará. ¿Y quién podría pagarte más que Él?

En otras palabras, siguiendo el ejemplo de Jesús, debemos buscar a los pobres para tenerlos como amigos. Es fácil tener como amigos a los que son como uno. Esto es, a los que ocupan una posición semejante a la nuestra en el mundo, a los que están en un nivel semejante de bienes y riqueza. ("Dios los cría y ellos se juntan" dice el refrán).

Muchos son, es cierto, los que buscan tener amistad con los que están situados más arriba que ellos en la escala social. Ahí están las oportunidades. Pero no es fácil tener como amigos a los que en el mundo son más que uno, o a los que tienen más que uno, porque ni te miran, y si llegas a codearte con ellos puede ser frustrante, porque con facilidad se nota la diferencia y, de repente, te desprecian, o sientes que te miran con cierta conmiseración. A los ricos les gusta estar entre ricos; entre los que pueden darse los mismos lujos que se gastan ellos.

Mucho más difícil es, sin embargo, ser amigo de los que tienen menos que uno, o de los que no tienen nada, esto es, de los indigentes, de los pobres. Hay algo en ellos que nos desagrada, por lo que no deseamos su compañía. Así es el ser humano, se aleja de los mendigos, los evita, aunque sean sus parientes, como dice el proverbio: "Todos los hermanos del pobre le aborrecen; ¿cuánto más sus amigos se alejarán de él!" (Pr 19:7) Se requiere hacer un esfuerzo para acercarse al pobre.

Pero Jesús está más presente en el pobre que en el rico; está más presente en los que sufren que en los que gozan de la vida. "Porque tuve hambre y me diste de comer..." (Mt 25:42ss). Nunca dijo: "porque me sonreíste cuando estaba alegre, gozándome en un banquete...", aunque Jesús ciertamente asistió a más de un banquete. Nunca dijo: “porque me felicitaste cuando alcancé un gran triunfo…”, a pesar de que tuvo grandes éxitos entre las multitudes. Claro está que sonreír es bueno y felicitar es bueno, pero es más fácil sonreír al que es dichoso que al desdichado.

Esa frase en tiempo pasado que hemos citado (“Porque tuve hambre…”) será pronunciada por Jesús el día del juicio. El tiempo pasado al que la frase se referirá cuando sea pronunciada, es este nuestro tiempo presente, el tiempo que transcurre actualmente en la tierra entre la ascensión de Jesús y su regreso, y que será tiempo pasado cuando Él venga.

A nosotros nos cuesta imaginar que Jesús pueda tener hambre y padecer necesidad ahora que Él está en el cielo. Pero eso es lo que Él dice. ¿Cómo así tiene Él hambre ahora? Lo tiene en la persona del pobre. Cuando el pobre tiene hambre, o tiene frío, o tiene sed, o sufre soledad, Jesús tiene hambre, o tiene frío, o tiene sed, o sufre soledad. Y nos pide que aliviemos su necesidad aliviando la del pobre. Si lo hacemos Él nos recompensará por el bien que hicimos.

Terminada la parábola del banquete Jesús empieza a hablar de lo que cuesta seguirlo y de la necesidad de calcular de antemano lo que nos pueda ser requerido para seguir sus pasos, y compararlo con lo que uno está dispuesto a hacer (Lc 14:26-32). En seguida habla de la necesidad de renunciar a todo lo que uno posee para ser su discípulo (v. 33).

Al comienzo me era difícil ver la conexión lógica entre ese renunciar a lo que uno posee y el hacer las paces con un rey poderoso: "Y si no puede (enfrentársele), cuando el otro (es decir, el rey) está todavía lejos, le envía una embajada y le pide condiciones de paz" (v. 32).

Pero luego lo vi claro: Si quieres estar en paz con el rey más poderoso, con Aquel con quien no te conviene estar en guerra, es decir, con Dios, renuncia a todo lo que tienes. Eso es lo que Él te pide que hagas; esas son sus condiciones para hacer las paces con Él. Esto es, para trabar amistad con Él. Eso es lo que Él te pide, y es mejor que accedas a ello porque no podrás oponerte a Él.

Al narrar esa corta parábola -y piénsese que el Evangelio quizá sólo nos da la esencia de las palabras de Jesús, no todas las que pronunció- Jesús estaba quizá pensando en el episodio del conflicto entre Acab y el rey de Siria que narra el primer libro de Reyes. Ahí vemos cómo Ben-adad le exige al rey de Israel, como condición para hacer la paz, que le entregue todo lo que tiene, su plata, su oro, sus mujeres y sus hijos. Acab le contesta: "Oh rey, tuyo soy y todo lo que tengo" (1R 20:4). Es decir, se rinde incondicionalmente. Para tener una buena relación con Dios, tienes que entregarle sin reservas, semejantemente, todo lo que tienes. Tienes que rendirte totalmente a Él tal como estaba dispuesto a hacer ese rey de Israel.

Seguir a Jesús es una cuestión de costos. Todo el que emprenda una obra calcula el costo, dijo Jesús, para ver si cuenta con los recursos necesarios para afrontar los gastos en que tendrá que incurrir para terminarla. Si quieres seguir a Jesús tienes que calcular también el costo en términos de renuncias y sacrificios, y ver si estás dispuesto a asumirlo. No vaya a ser que no puedas y después lo abandones y te quedes en el camino, como el que abandona la carrera porque se cansó, y todos se burlen de ti (Lc 14:28,29).

Aquí el primer costo que hay que calcular es si se tiene o no el propósito de renunciar a todo lo que uno posee. El que no lo tiene, no puede seguir a Jesús por mucho entusiasmo que tenga, porque abandonará la prueba y se quedará en algún momento botado. Por eso, si no te sientes capaz de renunciar a todo lo que tienes, mejor es que no trates de seguir a Jesús, porque, como Él dijo: "cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo." (v. 33).

Ahí surge inevitablemente la pregunta: la persona que se encuentra en la etapa más productiva de la vida –digamos entre los 30 y los 40 años- y está trabajando para alcanzar una determinada posición en el mundo, para hacer carrera ¿cómo puede renunciar a todo lo que posee? ¿Cómo puede renunciar a aquello por lo que está luchando?

Los que piensan que no pueden renunciar a lo que poseen porque no tienen ese llamado, o porque tienen obligaciones en el mundo que no pueden esquivar, y necesitan de sus bienes para atender a ellas, tienen, no obstante, mucho a qué renunciar sin renunciar a sus posesiones materiales. Pueden hacer, para comenzar, lo que recomienda Pablo: Poseer como si no poseyesen, comprar como si no comprasen (1Cor 7:30). Esto es, desprenderse en el espíritu de lo que poseen.

Pero aun hay más. Seguir a Jesús, hemos dicho antes, tiene un costo muy grande. Pues bien, ser humilde cuesta mucho. Renunciar a mi orgullo de ser alguien cuesta mucho.

Todos queremos ser alguien. Todos tenemos un pedestal personal en el que estamos parados, en el que basamos nuestra seguridad en nosotros mismos, nuestra imagen y nuestro valor ante los demás: dinero, posición en la sociedad, capacidades, conocimientos, títulos, prestigio, fama, belleza, etc. Incluso se da en el ámbito de la iglesia: renombre, liderazgo, pastorado, conocimientos, ministerio, etc.

Quizá no podamos renunciar literalmente a esas cosas, porque cumplimos una función en la sociedad o en la iglesia, pero sí podemos -en verdad, debemos- renunciar al sentimiento de orgullo que nos proporcionan esas cosas y bajarnos del pedestal en que estamos parados. ¿Cómo nos bajamos? Dejando de gloriarnos de esas cosas y siendo humildes, y reconociendo, además, que si no fuera porque Dios nos ha dado lo que hemos alcanzado, no seríamos nada.

El cristiano no tiene nada de qué jactarse. ¿De nuestro conocimiento de las Escrituras? Si pudiéramos llenar volúmenes con nuestro conocimiento, eso es nada comparado con lo que ignoramos. ¿De que Dios escuche nuestras oraciones? No lo hace por nuestros méritos, sino porque es bueno. ¿De las muchas almas que hemos traído a los pies de Cristo? No lo hicimos nosotros sino el Espíritu Santo. ¿De qué podemos jactarnos? A lo más de una cosa: De que siendo unos miserables pecadores, Dios se compadeció de nosotros. Ya lo dijo el salmista: "¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, y el hijo de hombre para que lo visites?" (8:4).

El hecho de que enseguida Jesús hable de la sal en ese pasaje, muestra que hay una conexión efectiva entre el renunciar a todo y la sal que puede perder su sabor: "Buena es la sal –dice Jesús- mas si la sal se vuelve insípida ¿con qué se sazonará? Ni para la tierra, ni para el muladar es útil; la arrojan fuera. El que tiene oídos para oír, oiga." (Lc 14: 34,35)

La sal que pierde su sabor es el que se quedó a mitad de camino porque no pudo renunciar a todo lo que tenía. El sabor de la sal radica en eso. El que la quiere tener fácil, es la sal sin sabor. Es decir, el sabor de la sal, su capacidad de sazonar los alimentos, esto es, de salar al prójimo, radica en la capacidad de renuncia, en el sacrificio. Sin sacrificio no podemos ser ni hacer nada por los demás, no los podemos salar. No podemos hacer nada por la causa del Evangelio. (Nota 1)

Así pues, si queremos realmente seguir a Jesús debemos renunciar al pedestal en que nos hemos colocado -cualquiera que sea- y aprender a ser humildes para parecernos a Él. No podemos pretender ser sus discípulos si no lo imitamos en este punto, pues, o somos humildes o somos orgullosos. Pero al orgulloso, dice su palabra, Dios lo “mira de lejos”. (Sal 138:6)

La humildad es una virtud tan humilde que ni siquiera figura entre los frutos del Espíritu Santo (Gal 5:22,23), ni en la lista de virtudes que enumera Pedro en su segunda epístola (2P 1:5-7), pero es condición indispensable para que los demás frutos florezcan. Es una virtud esquiva y difícil de adquirir. Ha sido comparada con la violeta que esconde su perfume entre las hierbas del campo y apenas se ve. ¿Cómo coger esa flor? ¿Como aprenderemos a ser humildes?

Una vez encontré la siguiente receta que les voy presentar, resumiéndola y adaptándola a nuestro medio. Quizá les parezca demasiado dura, pero eso es parte del costo que hay que asumir para seguir a Cristo. (2)

En primer lugar, hablar lo menos posible de uno mismo. (Todos tendemos a hablar demasiado de nosotros, es nuestro tema de conversación preferido).

Segundo, no tratar de controlar las vidas ajenas. (Eso es algo muy común en el campo de la iglesia: tratar de dominar a la gente. Pero es una tendencia que no proviene de Dios sino de nuestro “ego”, inflado por el gran manipulador que es el diablo, el príncipe de los orgullosos).

Tercero, aceptar gustosamente que nos contradigan y nos critiquen. (Pero ¡cómo nos duele que nos cuestionen!).

Cuarto, aceptar con mansedumbre que nos insulten. (¡Eso es más que difícil!)

Quinto, aceptar sin protestar que nos dejen de lado, que nos marginen, que no nos tomen en cuenta y que se olviden de nosotros. (Pero ¡cómo nos ofende y nos deprime! ¡Y qué bien nos sentimos ocupando los primeros lugares!).

Sexto, no estar siempre buscando que nos aprecien, que nos admiren. (Eso es justamente lo contrario de lo que solemos hacer, porque nada nos gusta más sino que nos elogien y hablen bien de nosotros. Pero Jesús nunca buscó el reconocimiento público y cuando quisieron proclamarlo rey, huyó: Jn 6:15).

Sétimo, no enorgullecernos cuando nos alaben y elogien.

Por último, ser siempre amable y gentil aunque nos traten mal. (En lo humano eso es algo imposible).

He aquí pues una tarea nada fácil, que se opone a nuestros impulsos más naturales. Pero quien no trate de cumplirla no podrá decir que cumple la exhortación de Jesús de negarse a sí mismo y no podrá seguirlo ni ser verdaderamente su discípulo.

Notas: 1. Téngase en cuenta que “sacrificio” en la Biblia no quiere decir “sufrimiento”, aunque en el lenguaje común asociemos ambas cosas, sino “ofrenda”, una ofrenda quemada al fuego. ¿Qué fuego? El fuego del amor sobrenatural, del amor “ágape” o “caridad”. Cuando tú pues le ofreces un sacrificio a Dios, le ofreces en el altar de su amor algo que te cuesta. Puede haber ocasiones difíciles en las que aun ofrecerle un sacrificio de alabanza puede sernos costoso (Hb 13:15).
2. Quien quiera ahondar en el tema puede leer con provecho el tercer capítulo del libro "Sed de Realidad" de George Verwer, el fundador de "Operación Movilización", la entidad dueña de los barcos "Logos" y "Doulos".
NB. Este artículo es el texto revisado de una charla irradiada el 10.11.01.

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