martes, 24 de febrero de 2009

SECRETOS DE LA INTERCESIÓN II

En el primer artículo sobre este tema insistí sobre el hecho de que el asunto más importante al que debía dedicar nuestra intercesión es la salvación de los perdidos porque esa es la causa por la que Jesús vino al mundo (Mt 18:11) y por la cual Él está actualmente intercediendo delante del trono de su Padre (Hb 9:23-25). Pero naturalmente nosotros no solamente oramos por esa causa, sino que también oramos por esas necesidades diarias que conforman el entramado de nuestras vidas. Nuestra vida está tejida, podríamos decir, por hilos de todo tipo. Algunos son alegres, otros tristes; algunos son suaves, otros ásperos. Los hilos suaves son aquellas alegrías, aquellos beneficios, aquellas bendiciones con las que hemos contado a lo largo de los años, los éxitos que hayamos podido tener, la familia que hemos podido formar, nuestro esposo o nuestra esposa, los hijos que nos dieron satisfacciones. Los hilos ásperos son las pruebas y dificultades por las que hemos atravesado, algunas de las cuales fueron provocadas por nuestra propia torpeza. Incluso a veces los mismos hijos que nos dan satisfacciones pueden ser motivo de penas y sufrimiento.

Nuestra vida está pues entretejida de esas cosas, de cosas buenas y cosas malas, de cosas alegres y cosas tristes, y claro, como consecuencia de eso, hay muchas necesidades espirituales y materiales, de salud y de trabajo y de economía que satisfacer, y es justo que pidamos también por esas necesidades.

Si nosotros sabemos de alguien que tiene un problema ¿no tratamos de ayudarlo? Si de repente una persona que está caminando a nuestro lado se cae y se da un mal golpe, ¿no tratamos de levantarlo? Naturalmente que lo hacemos: “¿Qué te pasó hermano? ¿Te has golpeado? Vamos, te ayudo a levantarte.” O si está muy golpeado quizá lo llevamos a la Asistencia Pública, a la manera del Buen Samaritano. Es un impulso natural.

Hay tanta gente que tiene problemas materiales y de otro tipo. Nosotros no podemos solucionarlos todos. No nos alcanzarían las fuerzas ni todo el dinero que tenemos en el bolsillo. Pero sí podemos orar por esas personas para pedirle a Dios que las ayude y supla sus necesidades. Y así como Él responde a la oración por la salvación de las almas, también responde a las oraciones por el hambre, por la enfermedad, por la falta de dinero, por los conflictos familiares, por todas las necesidades que pueda tener la gente.

Cuando nosotros nos enteramos de las necesidades, carencias y problemas que tiene la gente ¿qué podemos hacer? Orar, interceder por ellos.

Una vez conocí a un pastor que dijo algo que me impresionó mucho pero que yo no he llevado a la práctica tal como me lo había propuesto. Él decía que cada vez que prendía el televisor para ver el noticiero, (que era lo único de la caja boba que veía) oraba por la gente que había sido afectada por las malas noticias anunciadas. Esto es, se ponía a orar por las víctimas de los accidentes, de las inundaciones, de las catástrofes que mostraba la pantalla. Oraba por todas las personas que el noticiero anunciaba que estaban sufriendo. Pero también oraba por las autoridades de ese lugar.

¿Cuántos de nosotros hacemos eso? Creo que nadie, porque ni yo habiéndomelo propuesto lo hago. Pero es una muy buena idea que aconsejo poner en práctica. Puedo decir en mi descargo que yo rara vez veo televisión, ni siquiera el noticiero. Pero ¿cuántos de ustedes quisieran hacer lo que ese pastor sabio propone? ¿Orar por las noticias y por las víctimas de los accidentes y de la maldad ajena?

Puesto que por los noticieros nos enteramos de que hay gente que sufre, oremos por esas personas, redimamos el tiempo que pasamos delante del televisor, y Dios se apiadará de nosotros. Hay muchísimas necesidades en el mundo, muchísimas más de las que podemos imaginar. Pero Dios puede acudir a remediarlas. Nosotros no podemos ayudar a esa gente materialmente, pero sí podemos ayudarlos orando por ellos.

Oremos también por las personas que conocemos; por fulano que no tiene trabajo; por fulanita, que tiene dificultades en su casa; por mengano que tiene un juicio y no le hacen justicia; por tal persona que pasa por angustias a causa de sus hijos.

Todos tenemos algunos amigos que alguna vez han orado por nosotros, y hemos sido bendecidos por sus oraciones. Yo podría mencionar las muchas veces que me ha ocurrido. Las necesidades de la gente son interminables, y ése es nuestro rol en esos casos, ayudarlos orando para que sus preocupaciones sean aliviadas.

Es como en ese episodio de Hechos en que Pedro y Juan van al templo a orar y se topan con un paralítico en la puerta que estira la mano pidiendo limosna. Pedro le dice: “Oro y plata no tenemos, pero lo que tenemos te damos: ‘En el nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda’”. (Hch 3:6) ¿Qué es lo que tenían ellos? Tenían autoridad para sanar. Nosotros también la tenemos si activamos nuestra fe. Así que eso es lo que podemos hacer: orar por las personas para que sean sanadas, ya que oro y plata no tenemos, o al menos, no tanto como quisiéramos.
Quizá podamos solventar alguna necesidad material pequeña de alguien, y si está en nuestros manos, debemos hacerlo pues Dios bendice al generoso de corazón. Pero orar no cuesta.

¿Será cierto que orar no cuesta? A mí sí me cuesta y mucho. En primer lugar, para orar tenemos que vencer el cansancio, o esa resistencia interna que surge apenas empezamos a orar y que nos pone el diablo, porque él nada teme más que al cristiano que ora. En lugar de orar nosotros preferimos estar leyendo un buen periódico, o un libro interesante, o estar cómodamente sentados viendo televisión, o irnos a pasear. “¡Uy, tengo que orar! ¡Qué fastidio!” ¿Cuesta orar? Sí cuesta.

¿Qué cuesta? Para comenzar, ya lo hemos dicho: Vencerse a sí mismo. Y luego, tiempo. Fíjense, hay que decir las cosas claras. Si orar fuera tan agradable como comerse una torta de chocolate, o comer un helado, todos estaríamos todo el tiempo empachados de oración. Pero ¿quién se empacha de oración? ¿Quién se empacha intercediendo? Nosotros nos empachamos de otras cosas. “¡Uy, he comido demasiado! Tengo que hacer dieta un par de días.” Orar cuesta, tenemos que reconocerlo. Orar es un sacrificio, porque tenemos que sacrificar nuestro tiempo.

[En este punto de la charla una persona me interrumpió para decirme: “Yo oro cuando voy de compras; cuando estoy en camino, voy orando, orando.”]

[Le respondo: “La próxima vez vamos a pedirte que nos lo expliques, porque eso que tú dices es una gran verdad, podemos orar todo el tiempo. Pablo nos lo dijo: ‘Orad sin cesar’. (1Ts 5) Lo que tú dices es absolutamente cierto. Podemos orar todo el tiempo”.]

Orar cuesta, porque hay cosas, humanamente hablando, más entretenidas que orar. El que lo niegue es un hipócrita creo yo, a menos que ore tan intensamente, tan profundamente, que apenas empieza a orar está en la presencia directa del Señor como en éxtasis. Claro que gozar de una intimidad profunda con Dios es mejor que cualquier otra actividad. Eso ya no es sacrificio, sino al contrario, un deleite. Pero ¿cuántos hay acá que puedan decir sinceramente que cuando oran están gozando? A veces, es cierto, ocurre que nos gozamos en la oración, y esas son ocasiones por las que debemos agradecer a Dios, ya que son un deleite que nos cuesta abandonar. Pero muchas veces comenzar a orar es como cuando antaño se quería arrancar el auto, y había que hacer girar la palanca con gran esfuerzo para que el motor arrancara.
Orar es un esfuerzo porque, por lo general, sólo después de haber alabado y cantado un buen tiempo, empezamos a sentirnos alegres. Así que no nos engañemos, orar cuesta. También cuesta en el sentido del gasto de energías que demanda. Si uno ora intensamente, al cabo de un rato se da cuenta de que se ha cansado y de que está sudando. ¿O no les sucede eso a ustedes? Orar y clamar al Señor demanda esfuerzo, de manera que cuesta también energías. Uno se cansa orando. Pero ¿Cuál es la ventaja? ¿Qué ganamos con orar? Antes de contestar a esa pregunta quisiera anotar algo que olvidaba, y es que si uno quiere orar más profundamente, necesita retirarse para estar en soledad. Por algo Jesús dijo: “Entra en tu cámara secreta y a solas habla, a tu Padre.” (Mt 6:6).

Pues volviendo a la pregunta que dejamos en suspenso, orar tiene ciertamente un costo para nosotros, pero es un costo al que acompaña una gran recompensa.

¿Cuántos de ustedes han ahorrado a lo largo de su vida para contar con un respaldo cuando llegue el momento de jubilarse? ¿Para no confiar solamente en la jubilación, que sabemos no es ninguna maravilla, sino tener algo más? ¿Cuántos de nosotros hemos puesto de lado algo cada mes para que, si nos sobreviene una emergencia, no estemos desamparados? Sin embargo Jesús dijo: “No acumuléis tesoros en la tierra donde la polilla y el orín corrompen, y donde los ladrones horadan y hurtan, sino haceos tesoros en el cielo donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan.” (Mt 6:19,20) Cuando nosotros oramos por otros, cuando sacrificamos nuestro tiempo, gastando energías y privándonos de la compañía agradable de parientes y amigos, estamos acumulando un tesoro en el cielo, y Dios lo tendrá en cuenta. Algún día iremos arriba y veremos el tesoro que hemos acumulado. ¿No tendrían ustedes curiosidad por ver cuál es su tesoro? Le pedirán al ángel que los reciba: “A ver, enséñame dónde está mi tesoro”. Entonces te llevarán a un enorme depósito maravillosamente iluminado y radiante: “Acá están las cámaras secretas, acá están las cajas fuertes del cielo, y acá está el tesoro que tú has acumulado”. “¡Ay Señor! ¡tan poquito! ¡Unas cuantas moneditas de oro celestial! ¿Nada más? ¡Uy, qué poco he guardado, Señor!” Es que tú te dedicaste a divertirte, a darte la gran vida. Pero otro encontrará que, como fruto de sus esfuerzos en la viña del Señor, ha acumulado un tesoro grandazo. Tendrá no uno sino dos cuartos llenos de oro más grandes que el cuarto del rescate de Atahualpa. Un inmenso tesoro acumulado a lo largo de su vida. ¿Cómo acumuló ese tesoro? Dios sabe cómo.

Yo estoy seguro de que buena parte de nuestro tesoro celestial estará formado por las oraciones que hemos elevado por otros. También incluirá la palabra que hemos dado a otros, las personas que hemos llevado a los pies de Cristo; los actos de bondad, de caridad que hemos realizado; la ayuda que hemos proporcionado a otros; los sufrimientos y las injusticias que hemos soportado con paciencia, por amor de nuestro Señor. Todo eso formará parte de nuestro tesoro. Tenemos allá una cuenta con una contabilidad infalible donde está todo apuntado, todo, todo, sin que se pierda nada.

Hay un salmo que dice que las lágrimas de los justos son preciosas a los ojos de Dios, y que Él las pone en su redoma y las anota en su libro (Sal 56:8). También cuando oramos de pena por alguien eso se apunta arriba. ¿Cuánto? Cinco gramos de lágrimas sinceras, pero no lágrimas de cocodrilo. Esas no cuentan. Cuando nos compadecemos de los demás Dios lo tiene en cuenta y un día lo veremos. Así que el día que estemos allá arriba no podremos quejarnos si nuestro tesoro es pequeñito, porque dependió de nosotros en gran parte cuánto acumulamos.

¿Cuáles son las demás recompensas que recibimos por orar e interceder por otros? Una de las más importantes es que hacerlo aumenta nuestra fe. ¿Cómo así? La razón es muy sencilla. Cuando oramos experimentamos poco a poco las respuestas de Dios. Hay personas que no tienen fe al orar y dicen “Es que yo oro y nunca pasa nada”. Si oran sin fe, dudando, ¿qué esperan alcanzar? Pero ¿cómo sabes que no pasa nada? Hay muchas cosas que suceden en el campo espiritual y que nosotros no vemos, y hay otras que suceden en el campo material y que sí vemos.

El primer beneficiario de la intercesión en el campo espiritual es la persona que ora, aunque ella misma no lo sienta ni lo vea. Es el cambio que se produce en ella al acercarse a Dios.

Por el lado material puede puede ocurrir, por ejemplo, que oremos para que alguien encuentre trabajo, y de pronto lo consigue. ¿A quién se lo debe? A la intercesión. Fuimos a orar por un enfermo y se sanó. ¡Ah, la oración funciona! Es bueno saberlo. Cuando experimentamos las respuestas a la oración, cuando lo vemos con nuestros propios ojos, nuestra fe inevitablemente aumenta porque vemos que funciona. ¿Recuerdan cuando los apóstoles le pidieron a Jesús: “Auméntanos la fe”? (Lc 17:5) Jesús les respondió: “Si tuviérais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: Desarráigate y plántate en el mar; y os obedecería.” (17:6) ¿Quieren que su fe aumente? Oren por otros, intercedan por las necesidades ajenas, y cuando vean los resultados de su intercesión, su fe va a aumentar. Cuando vean que la oración produce resultados, orarán cada día con más confianza viendo que Dios escucha y responde.

Éste es uno de los grandes beneficios de la oración: Que nuestra fe se fortalece al constatar como Dios responde, y a veces, de una manera inesperada y maravillosa, más allá de lo que habíamos pedido y esperado (Ef 3:20).

Podemos pedir por tantas cosas que Dios se complace en concedernos si lo hacemos con fe y corazón generoso. Cuando disfrutamos de la respuesta de Dios nos decimos: Esta llave es buena, sirve para abrir puertas; es una ganzúa útil para abrir los tesoros. En verdad, la oración es una ganzúa, no de ladrón sino de intercesor, que abre las puertas de las bendiciones de Dios. Así que si quieres abrir esas portones de hierro que parecen inexorablemente cerrados, recurre a la ganzúa que abre todas las cerraduras. Esa ganzúa, esa llave maestra, es la oración y tu fe va a aumentar a medida que la uses y veas que sí funciona.

Otra de las recompensas de la intercesión es que cuando oramos nuestra salud mejora. Ahora, yo no puedo mostrarles un certificado médico que diga que mi salud mejoró porque he orado, pero es mi experiencia. ¿Cuál será el motivo? Cuando oramos nos llenamos del Espíritu Santo. Estamos delante de la presencia de Dios y del Espíritu de vida. Pablo escribió: “El que resucitó a Jesús de los muertos vivificará también nuestros cuerpos mortales”. (Rm 8:11) ¿Dios no va a infundir vida a nuestras células si nos llenamos de su Espíritu? ¿No va a vitalizar la sangre que riega nuestras células? ¿No nos sentimos bien después de haber orado, y llenos de alegría? ¿No tiene la oración resultados positivos sobre nuestro cuerpo? Si nos mantenemos en la presencia de Dios orando, Dios nos concede salud, y aumenta nuestras fuerzas. Dios sabe por qué algunos tienen más y otros menos, pero yo creo que una parte de los recursos que Dios nos ha dado para gozar de buena salud es simplemente pasar una parte de nuestro tiempo delante de Él, gozando de la presencia de su Espíritu y dejando que su Espíritu nos llene.

#562 (15.02.09) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

No hay comentarios: