viernes, 13 de febrero de 2009

SECRETOS DE LA INTERCESIÓN I

Esta serie de artículos está basada en la trascripción de un ciclo de enseñanzas dadas en las reuniones de la Edad de Oro de la C.C. Agua Viva hace unos cuatro años. Al revisar el texto se ha mantenido el carácter informal e improvisado de la charla, así como alguna repetición inevitable.

¿Qué cosa es interceder? Es orar por una persona, esté o no presente, que pasa por alguna dificultad o por un momento de angustia, o que tiene una necesidad apremiante. En otras palabras, interceder es interponerse entre una persona, o un grupo de personas (eventualmente incluso una nación), que tienen determinada necesidad, y el Dios Todopoderoso que puede suplirla, para pedirle que conceda lo solicitado. Interceder es pues suplicar, pedir por alguien. Ese es un papel maravilloso, es el papel más noble que puede asumir un cristiano porque al desempeñarlo hace lo que Jesús está haciendo en este mismo momento en el cielo.

¿Quién es nuestro intercesor? Jesús. Interceder por nosotros es la tarea que Jesús cumple ahora en los cielos. La epístola a los Hebreos dice que Jesús actualmente se dedica a interceder por nosotros delante del trono del Padre. Lo explica en un pasaje que habla de la función del sumo sacerdote en el templo de Jerusalén, el día de expiación, cuando entraba con la sangre de machos cabríos y de becerros al Lugar Santísimo para expiar los pecados del pueblo: “Y además los otros sacerdotes llegaron a ser muchos, debido a que la muerte les impedía continuar; mas éste (Jesucristo, se entiende), por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar completamente a los que por medio de él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.” (Hb 9:23-25. Véase también Hb 7:25) ¡Qué interesante es lo que dice acá! Dice que Jesús vive siempre. ¿Cómo es eso de que Jesús vive? ¿No murió Él acaso? Sí murió, es cierto, pero resucitó al tercer día y vive para siempre. ¿Para qué vive? Para interceder por nosotros. Ése es su oficio, ésa es su principal ocupación ahora. ¿Se dan cuenta? Él está ciertamente también gozando de la presencia de su Padre, pero lo que Él hace al mismo tiempo allá arriba –si es que se puede hablar de tiempo en el cielo- es interceder continuamente por nosotros.

¿Cómo intercede Jesús por nosotros? La epístola a los Hebreos nos da también la respuesta en un pasaje donde contrapone el ministerio de Jesús con la forma cómo ministraba el Sumo Sacerdote en la antigua alianza al entrar al Lugar Santísimo: “Pero estando ya presente Cristo, como sumo sacerdote de los bienes venideros, entró por otro más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación.” El sumo sacerdote en el antiguo pacto entraba al Lugar Santísimo del templo hecho por manos humanas, no a un templo celestial. Era un templo material, hecho no diré de ladrillos y cemento, sino de piedras y de madera, como se construía entonces. Pero Jesús entró a un tabernáculo espiritual, no hecho por manos humanas, esto es, entró a la presencia de su Padre en lo alto: “Entró no por medio de la sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por medio de su propia sangre,” -la sangre que Él derramó en la cruz- y “entró una vez para siempre en el santuario, habiendo obtenido eterna redención.” (Hb 9:11,12)

Esto quiere decir que Jesús actualmente en el cielo le está presentando al Padre continuamente su sacrificio hecho en la cruz, su sacrificio expiatorio, y mostrándole la sangre que Él derramó por nuestros pecados para que por el mérito y la virtud de esa sangre (es decir, de su muerte) el Padre nos perdone nuestros pecados, y alcancemos gracia delante de sus ojos.

Tratemos de hacer memoria: ¿Cuándo y cómo se convirtieron ustedes? Alguno dirá que fue porque un día entró a la iglesia de casualidad y respondió al llamado; o porque escuchó un programa en la radio o en la TV; o porque alguien le habló de Cristo. Cualquiera que fuera el medio inmediato, o el instrumento usado por Dios, ¿por qué recibiste tú esa gracia? ¿Lo sabes? Porque Jesús había intercedido por ti delante del trono de su Padre, rogando por tu salvación. Es en virtud de esa intercesión suya que tú y yo hemos recibido la gracia de la fe por la cual hemos entrado en este camino que lleva a la vida eterna, y por la cual su sangre ha sido aplicada a nuestros pecados para que sean limpiados.

De manera que todos los que somos salvos, lo somos como resultado de la intercesión constante de Jesús ante el trono de su Padre por los perdidos. Nosotros le debemos no solamente el hecho de que Él muriera por nosotros, pagando por nuestras faltas y pecados, sino también el hecho de que nosotros hayamos creído en Él.

Porque de nada nos serviría que Jesús haya muerto por nosotros si no obtenemos el beneficio por el cual Él murió en la cruz. De nada nos valdría que Jesús haya pagado por nuestros pecados si nosotros no nos apropiamos de la salvación que Él ha provisto para nosotros. De nada nos serviría si no nos la apropiamos, no como quien coge algo que no le pertenece, sino como quien recibe por gracia (es decir, gratuitamente) algo que Dios le ofrece. Lo único que nosotros tenemos que hacer para recibir la salvación, es creer, pero aun ese creer es una gracia (Ef 2:8).

Yo no puedo decir pues, como quien se jacta e hincha el pecho, “yo creí”. Creíste porque Dios te concedió la gracia de creer. ¿Y por qué te la concedió? Porque Jesús intercedió por ti. Nosotros todos somos hijos, es decir, fruto de la intercesión de Nuestro Señor Jesucristo en el cielo a favor nuestro. A Él le debemos no sólo la gracia del perdón de nuestros pecados; le debemos también la gracia de nuestra conversión, sin la cual Él habría muerto inútilmente por nosotros.

Ahora bien, ¿qué papel nos toca a nosotros desempeñar entonces? Cuando nosotros intercedemos por los pecadores, nosotros nos unimos a la tarea que Jesús cumple en este momento. Es decir, nosotros apoyamos su oración, intercedemos con Él, secundamos su obra. ¡Miren qué gracia maravillosa! ¡Qué privilegio! Él nos concede el honor de poder unir nuestras oraciones a la suya, de unir nuestra intercesión a la suya, cuando pedimos por la conversión de los pecadores. Porque ésa es la primera y más alta intención de su oración.

Hay muchas intenciones buenas por las cuales nosotros podemos orar. Nosotros oramos por muchas cosas buenas: oramos por la iglesia, oramos por el país, oramos por la salud y por los problemas económicos de la gente. Todo eso es muy bueno, pero no es nada, nada, comparado con pedir por la salvación de las almas. Jesús lo dijo: “¿De qué le sirve al hombre ganar al mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le sirve a fulanito conseguir un buen empleo si después se condena? ¿De qué le sirve a tal persona ser sanada de su enfermedad, si no se va al cielo? Mejor fuera, como dijo Jesús, que vaya cojo o manco al cielo, y no que con sus miembros enteros se vaya al infierno (Mr 9:43).

En otras palabras, la primera de todas las intenciones, el primer y más importante de todas los motivos por los cuales debemos orar, es por la conversión de los pecadores, porque fue para eso que Jesús vino a la tierra, esto es, para salvarnos.

¿Para qué vino Él? Vino para enseñar, claro está; vino también para sanar a los enfermos, es cierto. Pero vino principalmente para morir por nosotros, para que nos salvemos. Ésa fue su misión, ésa fue su tarea, ésa fue su meta, ése fue su objetivo, y ése sigue siéndolo ahora que está en el cielo.

Así que si nosotros amamos a Jesús, si lo amamos realmente, uniremos nuestros esfuerzos a lo que fue y es su meta principal: salvar a los pecadores.

Pero notemos lo siguiente: Si bien es cierto que Él murió para expiar los pecados de todos los hombres, ningún hombre se salva si no aplica a sus pecados la sangre derramada de Jesús, esto es, si no se arrepiente y cree. La obra hecha por Jesús al morir en la cruz fue tremenda, pero es una obra incompleta, mientras no se salven todos los que deben serlo, “hasta que haya entrado.-como dice Pablo- la multitud de los gentiles” (Rm 11:25) y de los judíos que no creen. Y por eso está Él intercediendo en el cielo: para completar su obra. Y Él quiere completarla con nuestra colaboración.

Entonces, ¿cómo colaboramos nosotros con la obra de Jesús de salvar a los hombres? Primero, orando por ellos y después, llevándoles la palabra de salvación. Pero la palabra de salvación no producirá ningún resultado en los corazones si no está ungida por el Espíritu Santo, es decir, si no hemos orado previamente.

Todo lo que nosotros hacemos funciona y tiene buen resultado si oramos. Si no oramos, las cosas van a resultar a medias. Es como cuando yo quiero ir a tal parte. Me subo a mi auto, prendo el motor, pero no arranca porque me olvidé de ponerle gasolina. Sin gasolina el auto no va a ninguna parte. De igual manera, sin oración las cosas que hace el cristiano no funcionan, o funcionan mal, o funcionan a medias. Así que todo lo que hagamos, hagámoslo precedido por la oración para que Dios bendiga y respalde y unja lo que hacemos.

Entonces, volviendo a lo que decía antes, nuestra preocupación principal, nuestro objetivo principal como intercesores, es orar por la conversión de los pecadores, a imitación de Jesús, porque eso es lo que Él está haciendo ahora en el cielo. Está orando por la conversión de esa inmensa masa humana que no le conoce, por la gran mayoría de los habitantes de este planeta, porque la gran mayoría de los que caminan sobre la tierra, algunos tendrán zapatos muy bonitos, y otros andarán descalzos, pero la gran mayoría de ellos se está yendo al infierno.

Nosotros somos afortunados porque somos salvos, pero no nos damos por satisfechos. Queremos jalar a otros para que se conviertan y también lo sean. Ese es el mejor regalo que podemos hacerle a nadie. Es el mejor regalo que podemos hacerle a nuestros hijos, es el mejor regalo que podemos hacerle a nuestros parientes y amigos. Sabemos también, sin embargo, que nosotros no somos siempre las personas más indicadas para predicarles a nuestros hijos y parientes cercanos. Pero orar sí podemos para que otros les prediquen. Entonces ¿qué cosa debemos pedir? Que los pecadores reciban la gracia del arrepentimiento, pues eso es lo que decide su destino eterno.

¿Qué fue lo que decidió que ustedes estén acá en este momento? O ¿por qué estoy yo acá? Porque ustedes y yo hemos recibido la gracia del arrepentimiento y de la fe, y gracias a ello somos salvos. Si no lo fuéramos estaríamos haciendo otra cosa.

Sin ese don podríamos tener todo lo que pudiéramos desear: mucho dinero, mucha fama, mucho éxito, todo lo que nuestro corazón apetezca. Pero al final, cuando nos entierren, nos enterrarían en un hueco mucho más profundo de lo que parece ser el hueco del campo santo en donde bajen nuestro féretro, porque nos hundirían en un hueco sin fondo, dondequiera que esté situado el infierno. Ése es el motivo por el cual pedimos que los pecadores se conviertan, para que cuando mueran sus almas vuelen al cielo.

He ahí el punto más importante de toda nuestra existencia: Dónde vamos a pasar la eternidad. La gente se preocupa por la casa donde va a vivir, y yo concedo que es muy importante. Pero por linda que sea tu casa, ahí vivirás sólo un número limitado de años y después te meten en un cajón que será la mansión definitiva de tu cuerpo. No importa que sea bonito o feo el cajón, porque el cadáver ni se entera. Pero tu alma irá a un lugar que será su morada definitiva, y ahí tu alma sí se dará cuenta de si es un lugar bueno o un lugar malo, porque estará plenamente conciente. Sufrirá terriblemente si va al lugar malo. Será maravillosamente feliz si va al lugar bueno. Entonces ¿qué importa si vivió en una casa bonita o fea en la tierra? ¿Se consolará en el infierno pensando en lo bonita que era su casa en la tierra? Maldecirá el día en que la compró y no pensó en su salvación eterna.

Tomen nota de lo siguiente: En todo momento, a toda hora, en cada instante, en todo el mundo, así como están naciendo seres humanos a razón de no sé cuántos bebés la hora (las estadísticas lo dirán), hay también muchísimas personas cuya vida está terminando, que están agonizando, que están muriendo, porque ése es el final de la vida de todos los seres humanos, y también lo será de la nuestra.

Pero la muerte del ser humano puede ser una muerte feliz o una muerte triste. ¿De qué depende que nuestra muerte sea feliz o sea triste? Depende de si morimos para irnos con el Señor, o si morimos para estar para siempre apartados de Él. En ese trance del morir se decide el destino eterno de todo ser humano.

Entonces, ¿por qué cosa debemos pedir? Porque todo esos miles y millares de seres humanos que hay en el mundo, y que el día de hoy están dejando su cuerpo físico, reciban la gracia de la salvación antes de despedirse de este mundo, de esta tierra, y de su cuerpo, y que sean recibidos por Dios en el cielo. Porque esto es lo fundamental, esto es lo decisivo. Lo demás es secundario.

Reitero pues la pregunta: ¿Cuál debe ser nuestra intención principal al orar? Que los que hoy van a enfrentar el juicio, y van a presentarse delante del Juez Eterno, lo hagan habiendo sido redimidos y limpiados por la sangre de Jesús y puedan ser invitados a entrar al banquete celestial. Porque si no lo son, nada de lo que tuvieron y gozaron en la tierra les habrá servido de algo. Pero si son invitados a ese banquete, todas las penurias y miserias por las que pudieron haber pasado en la tierra serán transformadas en una alegría eterna.

NB. En el artículo anterior (“Por qué bautizas?” #560, del 01.02.09) cité de memoria una frase de San Agustín sobre la relación que hay entre la fe y el entendimiento: “No creo porque entiendo, sino creo para entender”. Esa frase sintetiza lo que Agustín escribe en varios de sus comentarios sobre los salmos, acerca de la relación entre la fe y el entendimiento, como acotación a una frase muy conocida de Isaías 7:9 (que en RV 60 reza: “Si vosotros no creyereis, de cierto no permaneceréis,”) pero que en la versión griega, llamada la Septuaginta (LXX), dice así: “Si vosotros no creéis, tampoco entenderéis;” así como también en su comentario al evangelio de Juan (“Conoceréis la verdad y verdad os hará libres.” 8:32). Sobre uno de esos pasajes Agustín comenta: “Entiende para que creas mi palabra; cree para que entiendas la palabra de Dios.” Sobre otro acota: “No por haber entendido creyeron, sino creyeron para entender.” En otro lugar explica: “Hay cosas en las que no creemos si no las entendemos, y hay otras que no entendemos si no las creemos.” Por último, en otro comentario escribe: “La fe abre las puertas al entendimiento; la incredulidad las cierra.”

#561 (08.02.09) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

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