miércoles, 27 de abril de 2016

LA PRÁCTICA DEL PECADO Y EL NUEVO NACIMIENTO

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
LA PRÁCTICA DEL PECADO Y EL NUEVO NACIMIENTO
En su primera epístola el apóstol Juan escribió: "Todo el que es nacido de Dios no practica el pecado..." (1Jn 3:9). ¿Qué quiere decir este "no practica el pecado"?. En realidad la frase "no practica el pecado" es un expediente usado por los traductores de la Reina-Valera 60 para traducir la frase griega "no hace pecado" que no tiene un equivalente exacto en español, y que significa aproximadamente "no peca continuamente", o "repetidamente". (Nota 1)
En buenas cuentas lo que el apóstol quiere decir es que la persona que se ha vuelto a Dios, que se ha convertido con todo su corazón, no peca de manera habitual, aunque ocasionalmente pueda hacerlo. Aquí reside la gran diferencia, lo que define al cristiano verdadero y lo distingue del que no lo es, o lo es sólo de nombre. El no creyente, el no convertido, vive habitualmente en pecado; pecar es su elemento natural, aunque a veces pueda sentirse mal, porque su conciencia lo acusa.
Ser cristiano no consiste en poder exhibir una partida de bautismo, no consiste en cumplir determinadas prácticas piadosas, aunque en sí sean buenas; o en adoptar determinadas actitudes, o en hablar de determinada manera.
Ser cristiano es haber nacido de nuevo y haber recibido el Espíritu de Cristo que nos capacita para vivir como Él vivió y ser sus discípulos. San Pablo dijo que "si alguno no tiene el espíritu de Cristo no es de Él" (Rm 8:9). Es decir, que lo que lo hace a uno cristiano es tener el Espíritu de Cristo viviendo en uno. Y si tiene el Espíritu de Cristo dentro de sí ¿cómo podría hacer aquellas cosas que repugnan a Cristo, aquellas cosas que Cristo condena?
Por eso es que el cristiano no practica el pecado. No puede, aunque lo quisiera, a menos que renuncie concientemente a pertenecer a Cristo. Pero el que no es cristiano, el que no pertenece a Cristo, esto es, la gente del mundo, la mayoría de la gente que camina por la calle, sí practica el pecado. Pecar es su vida y no pueden en verdad hacer otra cosa que pecar de mil maneras porque viven bajo "la ley del pecado y de la muerte." (Rm 8:1,2). Por eso practican toda la gama de pecados del repertorio, que es muy amplio y se  sienten a gusto en ello, hasta se jactan de sus pecados como si fueran hazañas. Y hay muchos que los admiran y quieren emularlos.
El acontecer cotidiano de mucha gente es una trabazón irrompible e inacabable de violaciones continuas de los mandamientos del Decálogo en todas las áreas de su vida. Pecan de pensamiento, sentimiento, palabra y obra. Pecan contra Dios, contra sí mismos y contra el prójimo. Y aun los mejores se hacen continuamente  daño a sí mismos y a los demás.
Cualquier persona que hojee alguno de los diarios populares que circulan en nuestra capital no podrá menos que reconocer que lo que tiene delante suyo es una crónica de pecado. Porque ¿de qué cosa si no de pecado hablan esos periódicos?
Leemos en sus páginas acerca de asaltos a mano armada, de asesinatos, de tráfico de drogas, de soborno, de corrupción de autoridades, de contrabando. Nos enteramos de adulterios, que, a veces conducen a crímenes pasionales, de casas de cita, de bares de homosexuales; de borracheras que concluyen en hechos de sangre; de niños abandonados por sus padres, de violaciones de menores... En fin, de cuánta cosa nuestros abuelos no osaban ni hablar. De eso está hecha la crónica diaria de nuestra población, si bien es cierto que los medios de comunicación viven del escándalo y de las malas noticias que exageran, y no de las buenas que no son "noticia" y que, por tanto, no venden.
De otro lado vemos anuncios de películas que son una invitación abierta al libertinaje sexual y a la  infidelidad; hay programas de televisión que exhiben el pecado como si fuera una gran cosa... Tanta miseria humana...
El contenido de la mayor parte de las páginas de los periódicos populares parece hacer eco de las palabras del apóstol Pablo en Romanos: "Porque todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios" (Rm 3:23) Al dar a conocer con todo lujo de detalles esos hechos, indirectamente los promueven.
Sabemos que no solamente se trata de lo que hablan los medios de comunicación, sino que esos hechos son moneda corriente en la vida cotidiana de la mayoría de la gente, aunque no aparezcan en los diarios y no se publiquen. Vemos, por ejemplo, cómo han proliferado en Lima esos que llaman hostales, pero que no son realmente hoteles en el sentido usual de la palabra, sino que son locales que alquilan por horas cuartos a parejas, en su mayoría de solteros, que acuden ahí para tener relaciones sexuales sin estar casados. Ahí tenemos algo que hoy día se admite como normal, aún sano, pero que es, en realidad, lo que la Escritura llama sin ambages pecado.
"Porque todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios". En verdad este "todos" nos incluye también a nosotros -también al autor de estas líneas- porque ¿quién es el que, mirando a su propia vida, no puede menos que reconocer que él también ha practicado el pecado? ¿Quién puede afirmar que nunca ha hecho mal, que nunca ha hecho daño a nadie?
Es conocido el episodio en que Jesús, cuando le trajeron a una pecadora para que la juzgara, invitó al que no tuviera pecado que tirara la primera piedra para apedrearla según la ley mosaica (Lv 20:10). Y no se encontró uno solo entre sus acusadores que pudiera hacerlo (Jn 8:7-9). Si tú, amigo lector, y yo hubiéramos estado allí presentes en esa escena, ciertamente también nos hubiéramos tenido que retirar avergonzados.
Cabe entonces preguntarnos ¿De dónde viene tanta maldad y podredumbre humana? Los sociólogos, los psicólogos y los filósofos proponen diversas soluciones al enigma del origen del mal. Se han escrito incontables libros sobre este tema desde el punto de vista de la historia, de la filosofía, de la psicología, de la sociología, de la antropología, etc, pero ninguno de ellos da en el clavo, porque la verdadera explicación la encontramos en la Biblia, y es al mismo tiempo muy profunda y muy simple. Todas las maldades del hombre vienen de que su corazón se torció desde el momento en que la serpiente lo engañó y lo hizo rebelarse contra Dios, adquiriendo por experiencia el conocimiento del bien y del mal (Gn 3:1-7).
Esto es lo que expone el tercer capítulo del Génesis. Sea que consideremos ese relato como una alegoría de hechos ocurridos en un pasado primigenio, o como un acontecimiento histórico concreto, ahí está el origen del mal en el mundo. Haciendo mal uso de la libertad que Dios le dio, el primer hombre desobedeció a Dios, y al hacerlo, la tendencia innata de su corazón se desvió del bien para inclinarse al mal. A eso lo llama la teología "el pecado original": La inclinación invencible hacia el mal que desde entonces vive en el corazón del hombre y que lo empuja a odiar en vez de amar y a cometer actos condenables.
A partir de entonces, puesto en la alternativa de escoger entre el bien el mal, como ha perdido la comunión con Dios que Adán antes tenía, el hombre suele preferir el mal al bien, dejándose arrastrar por las pasiones  de la carne: Pablo lo describe con estas palabras inolvidables: "Porque lo que hago no lo entiendo; pues no  hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, eso hago, apruebo que la ley es  buena. De manera que ya no soy yo el que hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo  yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (Rm 7:15-24).
Esta inclinación del corazón humano, que es una verdadera esclavitud, se corrige, se endereza, cuando Cristo entra en el corazón del hombre por la fe, y el hombre nace de nuevo espiritualmente.
Dios anunció la salvación del género humano en el Paraíso: El linaje de la mujer (es decir, Cristo) aplastará un día la cabeza de la serpiente, de Satanás, para que el hombre sea reconciliado con Dios (Gn 3:15). Esto es lo que se cumple, según las palabras de Juan Bautista, cuando Jesús inició su vida pública: "He aquí el cordero de Dios que quita el pecado  del mundo." (Jn  1:29). El cordero inocente, inmolado desde antes de los siglos, que con su sacrificio en la cruz expió todos los pecados del mundo, y que arranca el pecado del corazón de todos los hombres y mujeres que creen en Él.
En efecto, cuando el hombre se arrepiente de sus pecados y pide perdón a Dios creyendo en Jesús, todo deseo perentorio de volver a hacer lo que una hora antes, o unos minutos antes, lo atraía irresistiblemente, es arrancado de su corazón. El pecado ya no le atrae invenciblemente. Ha sido libertado de esa esclavitud (Rm 6:17,18). Un cambio se ha producido en su interior que le permite actuar de una manera diferente y lo aparta de su anterior conducta.
Eso no quiere decir que todos sus defectos hayan desaparecido como por encanto. No. El hombre sigue teniéndolos -eso es lo que la Biblia llama "el hombre viejo" (Rm 6:6)-, pero ahora los ve como lo que realmente son, restos miserables de su antigua naturaleza, y que gradualmente irá eliminando por la acción de la gracia que vive en él. Pero la inclinación básica hacia el mal que antes lo gobernaba ha sido dominada, cuando no ha desaparecido del todo. De ahí que podamos decir con San Pablo: "Si alguno está en Cristo es una nueva criatura; las cosas viejas pasaron; he aquí todas han sido hechas  nuevas."  (2Cor5:17).
Para el hombre convertido ya no hay juergas, ni mujeres de mala vida, ni borracheras, robos, drogas, vicios, estafas, negocios fraudulentos... Todo lo que antes lo seducía, y hacía de él un esclavo de sus vicios o de la codicia; todo lo que antes hacía que él fuera una pesada carga de llevar para sus familiares, para su madre, o para su mujer y sus hijos, todo eso ha muerto en él.
Igualmente para la mujer perdida, para la enviciada, para la meretriz, la drogadicta; o simplemente, para la muchacha "moderna" que llevaba una vida desprejuiciada, "liberada" como suele decirse; o para la madre de familia que incumplía sus deberes, atrapada en frivolidades, todo lo que la cegaba y ataba al mundo ha desaparecido y ha perdido su encanto.
La persona que ha renacido en Cristo siente en su interior una paz que desconocía, una fortaleza nueva, un deseo de estar bien con Dios y de apartarse del mal, que lo sostiene cualquiera que sean las dificultades que tenga que afrontar, o las tentaciones que aún lo asalten. La dirección básica de su existencia ha cambiado, ha dado un giro de 180 grados.
No es que no pueda volver a pecar, no que sea incólume a toda tentación. No, no es el caso. Pero si alguna vez cae, será para volverse a levantar, porque no resiste hallarse en el estado de separación de Dios. Necesita la paz que sólo Dios ofrece, y si la pierde necesita urgentemente recuperarla para sentirse bien, y mientras no lo haga vivirá en ascuas.
El rey David describió ese estado: "Mientras callé, se  envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano." (Sal 32:3,4). Felizmente hay una solución a la que David se aferró. Como dice San Juan: "Si confesamos nuestros pecados, Dios es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad." (1 Jn 1:9).
Todo aquel que lo haya experimentado sabe cómo el pecado pierde su sabor. Aunque todavía pueda atraerlo, a la vez, le repugna. Más le cuesta hacer el mal que no hacerlo. Y si cae, se siente pésimo, indigno. Porque hay ahora una fuerza en él, una nueva vida que lo capacita, que no viene de él mismo sino de Dios.
Si tú eres esclavo de algún vicio, o de algún pecado que te degrada y que está destrozando tu vida; o simplemente, si estás llevando una vida espiritual mediocre, sin brillo, que no te satisface, sin gozo ni esperanza, y quieres conocer algo mejor, vuélvete a Dios en lo interno de tu corazón, contemplando la cruz de Cristo que murió por ti, y pídele que te ayude, que te perdone todo aquello que reconoces que estuvo mal. Pídele que te dé una nueva vida, como sólo Él puede dar, que entre en tu corazón como tu Salvador y que nunca salga y que renueve todo tu ser.
Si tú le hablas así con toda sinceridad, con toda tu alma y toda tu voluntad, Él responderá a tu llamado y entrará en ti y su espíritu se unirá al tuyo para renovarte enteramente. Dios hará el milagro de regenerarte y hacer de ti una criatura nueva.
No hay acontecimiento más importante en la vida del ser humano que el momento en que nace de nuevo. Entre el inicio de su vida y su final, el nuevo nacimiento es lo que decide el curso de su existencia y, en buenas cuentas, el lugar en donde estará por toda la eternidad. Como dijo Jesús "Si alguno no nace de nuevo... del agua y del espíritu... no entrará en el reino de Dios." (Jn 3,5).
Nota 1. El presente del indicativo en griego expresa una  acción continua, repetida o acostumbrada. En español el tiempo presente no precisa si se trata de una acción única, o una acción continua o repetida.
NB: Esta charla radial fue escrita el 16 de abril de 1998, y publicada por primera vez en setiembre del 2005.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados, y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
"Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido consciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me  arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte."

#892 (02.08.15). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución  #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

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